CAPÍTULO 9
Derretidos
Tuvieron que dar varias vueltas hasta hallar el rastro que habían dejado los enanos, de aquellos que habían conseguido huir a tiempo, por supuesto, para encontrar la salida que el Sabio y Trombi les habían prometido.
A pesar de caminar por el mismo lugar por el que habían escapado los habitantes, pronto perdieron de vista los últimos restos que habían dejado éstos tras de sí. Desde improvisados alimentos durante la huida hasta objetos de mayor valor, pero inservibles para los gigantescos chicos. Entre ellos, destacaba, abandonada en el suelo, una muñeca pequeñita, hecha para la mano de un enano, a la que Alexia miró largo y tendido, pero de la que finalmente no comentó nada.
Ninguno tenía ánimos de hablar. No, después de la enorme masacre en la que se había convertido el poblado que, apenas dos días antes, bullía de vida y actividad. De nuevo, su destino volvía a dar un giro inesperado. Y, de nuevo, no sabían qué horror, si es que no se habían acabado, les depararía el día siguiente.
El paisaje agreste quedó pronto atrás y el camino les llevó hasta un campo abierto, que poco a poco fue perdiendo vida hasta convertirse en un páramo desolador. Ninguno esperaba encontrar alguna aldea entre tanta tierra muerta, por lo que, cuando cayó la noche, decidieron acampar.
—¿Quién creéis que es esa mujer que viene del Sol? —preguntó repentinamente Arthur, mientras se racionaban la poca cena—. El demonio que mencionó Trombi antes de morir.
—No lo sé —reconoció Alexia—. Pero no suena demasiado lógico que exista alguien así.
—Me temo que no eran más que delirios pre-mortem, mademoi… —Sho cambió de idea, recordando la última vez que se había dirigido tan respetuosamente a Alexia—. Obviamente, nadie puede proceder del Sol.
—¿Por qué no? —preguntó Tyler, con una media sonrisa que descuadraba un tanto la situación—. Acabamos de pasar por una aldea de enanos. ¿Habíais visto antes uno en Marlenia? Yo no. Puede que el mundo exterior nos depare cosas más increíbles de lo que imaginábamos.
—Y terroríficas —especificó Stella—. Hay algo más que no me gusta. Y es que nos pidiera matarla.
—Para eso, primero tiene que existir alguien así —recalcó Sho.
—No tenemos porqué vengarlos —declaró Alexia, aunque se retractó inmediatamente de sus palabras, al haber sonado tan frías, incluso para ser suyas—. Nos mintieron y nos obligaron a hacer su trabajo. No digo que esa… masacre, esté merecida. Sino que no les debemos nada.
—Opino igual —asintió Stella—. La venganza sólo sirve para hacer pagar a otro por una pérdida significativa.
Terminaron de cenar y se instalaron como pudieron a un lado del camino, sabiendo que pasarían una noche fría sin mullidos colchones, ni suaves sábanas que los amparasen, al menos, de aquel cielo inmenso. El lugar procedente, según palabras de Trombi, de la misteriosa mujer.
Debido a los posibles peligros de aquel inhóspito lugar, decidieron hacer turnos de guardia. Le tocaba a Arthur, y todos estaban ya profundamente dormidos, cuando ella llegó.
Escondida tras unas oportunas rocas, a una prudente distancia del lugar de acampada de los muchachos, observó atentamente el panorama. Y la mujer albina sonrió, sin perderse ni un detalle de la escena, como si su interés en ella hubiese crecido hasta límites insospechados.
—¡Eh!
Cinco personas encapuchadas aparecieron de repente entre las sombras de la noche, situándose al lado de la mujer. Uno de ellos le señalaba la dirección contraria a la del campamento, mientras decía:
—Te hemos dicho que no interfieras. Cumple con tu tarea.
La mujer asintió y se alejó rápidamente por donde le habían indicado. Los desconocidos ocuparon rápidamente su lugar, en el mismo sitio donde, segundos antes, ella había estado observando al variopinto grupo. Sin embargo, dichas personas apenas dedicaron una mirada a cada miembro. Su intención iba más allá.
—¿Cuánto durará esto? —preguntó uno de ellos—. Odio admitirlo, pero son más duros de lo que parecen.
—Cállate. No debiste huir tan rápido de la torre. Quizá hubiésemos obtenido más información si te hubieses atrevido a enfrentarte a ellos.
—¿En una clara desventaja numérica? ¡Ni loco!
—Dejadlo ya y centraos en lo que hemos venido hacer —les instó el que parecía el líder del grupo.
Miraron nuevamente en silencio, hasta que el mismo hombre que se había revelado como anterior atacante de los chicos volvió a intervenir.
—¿Cuál es el hijo conector?
El líder chasqueó la lengua.
—Pronto lo averiguaremos.
Y se marcharon tan silenciosamente como habían llegado. Ninguno miembro del grupo sospechó que, nadie más que las estrellas, los hubiese estado observando aquella noche.
A la mañana siguiente, levantaron temprano el campamento y continuaron la marcha. Al cabo de unas horas, chorreaban de sudor y hacían descansos más prolongados para mantenerse frescos en la primera sombra que encontraban. Tenían poco agua y, pese a que se la racionaron bien, poco a poco se fue agotando.
—Deberíamos buscar otro camino. Esto es insoportable —se quejó Sho.
Puesto que caminaban bajo el sol, no podían quitarse la mayor cantidad de ropa posible, como hubiesen deseado, pues no tenían modo alguno de proteger su piel de las quemaduras.
—Este es el único que conocemos —replicó Stella—. No sabemos qué puede haber fuera de él —completó, pensando en el monstruo que vieron nada más abandonar su ciudad natal.
—Ni tampoco en su final —destacó Arthur—. Lo primordial es alejarnos todo lo que podamos de Marlenia. Si conseguimos atravesar un medio tan peligroso, es probable que ya no tengamos que pensar más en los guidarios.
—Eso si no morimos primero deshidratados…
—¿De verdad crees que nos seguirán hasta tan lejos? —preguntó entonces Tyler.
—Y mucho más —afirmó Alexia.
Sho se paró en seco, sorprendido por la respuesta.
—Y, entonces, ¿qué?
—¿Qué pasa? —se extrañó Alexia.
—¿Cuánto durará esto? ¿De verdad piensas que vamos a tener que huir durante toda la vida de los guidarios?
—Ser viajero tampoco está tan mal —sonrió Tyler. No se diferenciaba mucho a su vagabundeo.
—Siempre, no —aclaró Arthur, quien tampoco estaba del todo seguro de qué decir—. Encontraremos algún lugar aquí, fuera de Marlenia, donde estar a salvo. Pero, para eso, tenemos que buscarlo.
—Me basta con que no esté cerca de este sitio —refunfuñó Stella.
—Pues en marcha. Nunca llegaremos si hacemos tantas paradas —insistió Alexia. También estaba impaciente por librarse de aquel insoportable bochorno.
Tras varias horas más de caminar, y de animarse mutuamente, alcanzaron lo que parecía el final de aquel páramo: una extensa muralla que recorría hasta donde su vista era capaz de ver, tan ancha como el horizonte; y, aunque alta, no tanto como las nubes. Lo suficiente como para no querer escalarla.
El camino terminaba en un enorme arco, que daba paso a lo que había más allá de la muralla, y a través del cual pudieron ver lo que les esperaba. El desierto. El hábitat cumbre, por excelencia, de la sequedad, el bochorno y la nada, palpable siempre en sus extensas dunas.
Vislumbraron, desde bien lejos, que la entrada estaba acordonada. Sí, tal como suena. Había un cordón atado a cada extremo, dando a entender que no se podía pasar. A menos de que se saltase por arriba, o se agachase por abajo, que no era muy difícil. No obstante, todo tenía una explicación, como no tardaron tampoco en averiguar. En el lateral izquierdo del muro, estaba dispuesto un toldo con su alfombra, donde una bola de pelo parecía resguardarse del sol.
En cuanto se acercaron para comprobar de qué se trataba, la bola de pelo se movió, estirándose e irguiéndose. Estaba viva y, a juzgar por su expresión, la habían despertado de su siesta.
—Humanos —berreó, molesto—. Está prohibido el paso.
Mirándolo de cerca, enseguida pudieron identificar de qué se trataba. El roedor, de cortas manitas y pies (sin apenas brazos y piernas), largos bigotes en la naricilla de ratón y pelo, mucho pelo, por todas partes, no habría resultado aterrorizante de haber medido menos de un palmo. Sin embargo, y pese a no poder incorporarse sobre dos patas como los humanos, su tamaño similar al metro y medio daba a entender que seguramente fuese un rival digno de respetar.
—¿Por qué? —se adelantó Alexia, indignada por tanto trato despectivo hacia su especie, que anteriormente ya habían mostrado los enanos.
—Órdenes de arriba —bostezó el roedor—. Yo sólo cumplo.
—¿Y si entramos sin más? —propuso Stella, entre susurros.
—¿Y aumentar el número de enemigos que nos persiguen? —replicó Arthur. Luego, se volvió hacia el roedor—. ¿Hay algo que podamos hacer para pasar?
—Obtened un permiso —les instruyó el roedor, enroscándose de nuevo en sí mismo, dispuesto a retomar el sueño.
—¿Y dónde se consigue? —continuó Tyler.
—Dentro —y señaló con una de sus pezuñas al desierto.
Los cinco miraron al unísono, entremezclándose entre ellos caras de odio e indignación. Parecía que el animal se estuviese riendo en sus narices, pero, a juzgar por la cara de éste, no era el caso. Sólo quería despacharlos cuanto antes para seguir durmiendo.
—¡Venga ya! ¿Y cómo vamos a obtenerlo si no podemos pasar? —explotó Alexia, admitiendo lo que todos estaban pensando.
El roedor murmuró algo parecido a “Y a mí qué me cuentas”. Arthur lo volvió a intentar.
—¿Y algo más que sea posible?
—Mmm —pareció meditarlo.
—Lo que sea —insistió el chico.
—Podéis, uhm… decirle a Rithe que me suba el suelo. Sí, eso. Cobro poco. Y estoy siempre aquí, de sol a sol —se le ocurrió, de repente.
—Tiene que ser harto extenuante —le secundó Sho, siguiéndole la corriente—. Un trabajo muy mal pagado.
—Sí, sí, eso le decía yo… Mucho tiempo y poca recompensa.
—Está bien, se lo diremos —le prometió Arthur. Nadie sabía quién era el tal, o la tal, Rithe, pero tenían que cruzar como fuese.
—Y más vacaciones.
—Vale, vale, todo lo que tú quieras —apremió Stella—. Le convenceremos para que tengas un… trabajo digno.
—Excelente —concluyó el roedor. Sonrió, o eso creyeron los chicos, ya que nunca habían visto cómo se elevaban las comisuras de un roedor.
El animal estaba tan contento de su nuevo futuro que les dio algunos suministros. Entre ellos, la codiciada agua, la cual les haría mucha falta para sobrevivir. Luego, desató el cordón y los dejó pasar por la enorme puerta.
—Recordad decídselo.
—Uhm… Eso haremos —sonrió pícaramente Tyler.
—Fervín.
—¿Qué?
—Mi nombre es Fervín. Decidle que es Fervín quien os envía —susurró, antes de caer inmerso en su próximo sueño, acurrucado en su puesto, tal y como lo habían visto la primera vez.
Continuaron la marcha. Y, enseguida, se dieron cuenta de que caminar por el desierto era mucho más complicado que hacerlo en llano. La arena era incomodísima, tanto dentro como fuera, y las dunas no parecían acabar nunca. Además, el calor, como siempre, resultaba sofocante.
—¿Cómo encontramos a Rithe? —preguntó Tyler.
—¿En serio pretendes buscarle? —se sorprendió Alexia.
—¿Por qué no? Estará en algún lugar de este desierto, eso seguro.
—Si nos lo cruzamos, se lo diremos. Sino, Fervín tendrá que ir él mismo a dar la cara por sus derechos obreros —sentenció Stella.
—Pero le hicimos una promesa…
—Muchas se rompen.
—No me digas qué…
—¡Cuidado! —exclamó Sho, señalando a sus espaldas.
Al girarse, pudieron comprobar que no estaban solos. A varios metros de distancia, cinco desconocidos encapuchados iban corriendo hacia ellos. Enseguida sembraron la alarma en el grupo.
—¿¡Guidarios!? —preguntó Arthur.
—No —aseguró Alexia—. Mira sus ropas.
—¡Visten como el de la torre! —advirtió Stella—. ¡¡Corred!!
No hizo falta que la joven señalase lo que sostenían cuatro de ellos: armas de fuego. Gracias a sus buenos reflejos, ya habían comenzado a huir cuando empezaron los primeros disparos. Sin embargo, éstos eran bastante fortuitos, y de poca precisión, pues a aquellas personas tampoco les era fácil correr por la arena.
Estaban tan pendientes en escapar de los encapuchados que ninguno pensó en los peligros del desierto. Y cuando Arthur pisó en un punto donde, sorprendentemente por sus habilidades acrobáticas, se desestabilizó, ya era demasiado tarde. Por inercia, se agarró a quien más cerca tenía, a Alexia, para intentar salir de la trampa que, con horror, observó que se trataba de un remolino de arena.
Alexia, que no se había enterado aún de la situación crítica, sintió el tirón y se apoyó en Stella, que a su vez agarró a Tyler, y que éste, por último, y siguiendo el patrón de sus compañeros, arrastró a Sho. Ninguno fue capaz de sacar a su antecesor, y se vieron todos arrastrados sin remedio al epicentro del remolino, por donde se desaparecieron entre la arena.