Mitos

Recopilación de relatos de Tidus Cloud

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Mitos

Notapor Tidus Cloud » Dom Jul 20, 2014 7:32 pm

Hola, amigos, ¡qué de tiempo que no me pasaba a publicar ningún proyecto por aquí!

Bueno, pues me gustaría aportar mi granito de arena para que Fan Place reviva un poco qué tiempos aquellos en los que estaba lleno de actividad.

Aunque creo que finalmente usaré este tema para recopilar todos los relatos que vaya a postear y seguramente sean de distinto tipo, he decidido ponerle Mitos porque (a parte de que me parece un gran nombre XD) quería hacer un homenaje al primer proyecto que voy a publicar.

El primer relato que voy a publicar se llama Hefesto y es una relectura o una reedición del mito griego del dios Hefesto. Personalmente creo que es un mito bastante desaprovechado y me pareció curioso que ningún autor del Renacimiento o del Barroco decidiera reeditar. Creo que lo más importante de este tipo de relatos no es tanto la originalidad, ya que es un mito clásico (aunque haré variaciones y lo combinaré con otros mitos famosos) como por el enfoque o el intento en profundizar en los personajes. He decidido dividirlo en cinco capítulos o actos en homenaje a la división que tenía las obras en el teatro clásico antes de la reforma que hizo Lope en España.

Y bueno, espero que os guste y que me digáis todas vuestras críticas, tanto positivas como negativas como muy negativas.

Hefesto

Acto 1: Venganza

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Subieron por la última escalinata hacia un glorioso templete circular que coronaba el reino de los dioses. Cuando llegaron contemplaron doce columnas de blanco mármol que sujetaban una gigantesca bóveda cristalina. Quienes alzaran su vista hacia el techo se encontrarían con un majestuoso cielo nocturno pintado con las brillantes estrellas que narraban las vidas de dioses, héroes y mortales, todos ellos en el lugar que les correspondían en el punto donde el cielo y la tierra se unen.

Había once tronos dispuestos de forma circular en la explanada del templete. Estaban hechos de piedra y ornamentados con todo tipo de motivos diferentes para cada asiento.

Los recién llegados eran tres.

Encabezaba la comitiva una encorvada figura tapada por una mugrienta capa que le ocultaba el rostro y la parte derecha de su cuerpo.

Su cuerpo era musculoso, resultado no del placer de la caza o del deporte, sino del constante y tormentoso trabajo librado en las mugrientas y calurosas forjas, donde se realizaban los duros encargos destinados a cumplir las hazañas de héroes y dioses. Sus pasos eran lentos y torpes, apoyándose en su bastón cada vez que pisaba el suelo con su pie derecho. Pese a sus intentos de ocultarlo mediante su capa, los más observadores se percatarían del deforme pie del recién llegado, que aparentemente carecía de ningún hueso que sirviese de estructura para el músculo.

Una vez se colocó en el centro del templo, el recién llegado se apartó la capa de la cara con un brusco movimiento de su brazo izquierdo.

El rostro de aquel hombre estaba deformado casi en su totalidad. Era completamente calvo, el único pelo que había en su cabeza era una larga y grasienta barba negra que recubría su cara, dejando visible únicamente unos desgatados y deshidratados labios, con los cuales esbozaba una amplia sonrisa con la que mostraba una fuerte dentadura, la cual carecía de unos cuantos dientes. Le faltaba el ojo derecho y el izquierdo poseía una pupila absolutamente negra que contemplaba con odio a los presentes.

Como contraste a esta imagen carente de cualquier tipo de belleza, dos hermosas figuras lo acompañaban sujetando conjuntamente un enorme objeto tapado con una sucia manta. Ambos seres eran absolutamente idénticos entre sí; sin embargo, la perfección de sus cuerpos era única e innegable. Totalmente proporcionados, con cuerpos equilibrados y armónicos, de altura perfecta y con hermosos rostros esculpidos a manos por un mismísimo dios. Aquellas criaturas no podían ser humanas, tal perfección no podía ser resultado de la mortalidad, sino solamente de la cuidadosa y expresa labor de un dios. Aquellas dos criaturas eran autómatas forjados en bronce, siempre dispuestos a servir a su amo y creador.

Al girar su cabeza los ojos del jorobado se posaron sobre una mujer, la única persona que había sentada entre los tronos de ese extremo del templete, aunque debía reconocer que, incluso si hubiese estado oculta entre una multitud, le hubiese resultado imposible no haberse fijado en ella.

Su piel era suave y delicada, de un tacto que invitaba a recorrer con sus manos cada zona y cada átomo de su cuerpo. Su cuerpo estaba lleno de sensuales curvas que la convertían en un templo de erotismo y adoración. Primero, sus esbeltos y generosos pechos seguidos por sus redondeadas y contoneadas caderas, finalizando en las largas y sedosas piernas que tenía cruzadas. Las finas y transparentes túnicas roseadas que vestía, las cuales sólo ocultaban las zonas más sugerentes, aumentaban la sensación de atractivo y de censura volviéndola, si eso era posible, aún más deseable. Sus rubios y largos cabellos enmarcaban un inocente y angelical rostro de piel blanquecina y rasgos suaves. Sus brillantes ojos carmesíes inspiraban locura y amor invitando a los incautos a perderse en ellos, circunstancia muy común dado que aquel hermoso ser los empleaba para mirar con deseo y pasión. Se mordía el labio inferior mientras encogía los hombros y bajaba el rostro mirando desde arriba en un falso gesto de debilidad que animaba a proteger a aquel bello ser.

A continuación, el jorobado miró hacia el extremo derecho. El resto de los tronos estaban libres, a excepción de uno, el cual curiosamente no estaba ocupado por su dueño como cabría esperar, sino por un apuesto joven al que no había visto antes. Sin duda, de entre todos los presentes era el que tenía el aspecto más común. Sí, era un joven atractivo y bien formado, pero su belleza no iba más allá de lo que pudiese encontrar entre los hombres de cualquier aldea.

Sus cabellos negros estaban muy rizados y los largos bucles le caían por el rostro, pero sin poder conseguir taparle sus llamativos ojos que revelaban su verdadera condición. Sus ojos eran de un intenso color púrpura. No mostraban la antigüedad ni la sabiduría que había en el brillo de las miradas del resto de sus acompañantes; sin embargo, poseían una jovial chispa que demostraba que efectivamente pertenecía a la misma condición que la de los otros asistentes. Se tapaba los hombros con un manto mal colocado del mismo color que sus ojos, el cual le tapaba únicamente parte del torso dejando perfectamente visible su desnudez, un hecho que, por otra parte, no parecía molestarle en absoluto. Con la mano derecha sujetaba un cáliz de oro ornamentado con las imágenes de distintos tipos de racimos de uvas. Al percatarse de que el jorobado le estaba observando, le echó un sorbo al contenido de su copa y seguidamente esbozó una media sonrisa sin quitarle el ojo de encima al recién llegado.

Por último, volvió a echar la vista al frente para encontrarse por fin a quien tanto tiempo había estado buscando. Tres figuras presidían aquella reunión, concretamente dos (un hombre y una mujer) ocupando los dos tronos principales y una tercera persona sentada en un trono que había sido desplazado para estar más del cerca del hombre que formaba parte de aquella pareja que parecía tan importante.

Por su apariencia, aquel hombre era evidentemente el rey y líder de todos los presentes. Su aspecto era solemne y autoritario, pero también bello y majestuoso. Su cabello era blanco, repleto de canas y tan largo que le llegaba hasta los hombros. Sus plateadas barbas le cubrían el rostro, pero, a diferencia de las del recién llegado, estaban limpias, eran elegantes y le daban un toque firme y varonil. Vestía únicamente una sencilla túnica de un blanco resplandeciente que mostraba un torso moreno y perfectamente esculpido. No necesitaba de ningún otro adorno más, puesto que su mera presencia ya brillaba por sí sola. Sus penetrantes ojos contemplaban fijamente al jorobado, a quien no recordaba haber visto nunca antes, al menos en persona. Por un momento el visitante podría haber asegurado que sus ojos eran de un cristalino celeste; no obstante, después de que el rey pestañease, le pareció que éstos habían cambiado de color y que, al pestañear de nuevo, lo volvieron hacer. Lo que sí podía afirmar es que no importaba que tonalidad adquiriesen, siempre parecían viejos y con un toque ligeramente agotado. Era la mirada del hombre que había visto mucho durante demasiado tiempo.

La mujer, sentada a su derecha, guardaba un siniestro parecido con aquel hombre, lo que hacía lógico pensar que ambos estuvieran emparentados, seguramente fueran padre e hija. Sus cabellos eran castaños y se podría llegar a imaginar que eran largos; sin embargo, no podían saberlo con seguridad, ya que llevaba puesto un casco de guerrero. Además, también vestía orgullosamente su cuerpo con una reluciente armadura y empuñaba una afilada lanza con su mano izquierda. Solo un hombre imprudente se atrevería a insinuarle a aquella mujer que no debía vestir aquel tipo de vestimenta, ya que habría sido ensartado con su arma antes de que pudiera intentar esquivar el golpe. La gélida expresión de su rostro se mantuvo infranqueable en todo momento. Sus labios permanecieron simétricos y rectos y sus fríos ojos se clavaron en el recién llegado con mirada inquisitiva como si estuviesen tratando de analizarlo.

Pero, pese a sus duras e inquietantes miradas, el jorobado no parecía centrarse en absoluto en ellos, sino que más bien había fijado su atención en la mujer situada a la izquierda del rey, presidiendo también la reunión sentada en uno de los tronos principales. Su piel era absolutamente blanca, tanto que parecía estar hecha de mármol; sin embargo, aquellos muy observadores se percatarían de que aquel efecto no era natural, que tenía extendido sobre su rostro una especie de polvo blanquecino. Su nariz era afilada y las comisuras de sus finos labios carmesíes se extendían hacia abajo. Sus cabellos castaños estaban recogidos en un moño en torno a una corona, además de estar adornados por algunas brillantes piedras de cristal. Sus elegantes ropajes contrastaban con las túnicas de sus acompañantes y parecían hechos de un material mucho más exquisito que la ropa del resto. Sus ojos eran el resultado de una cascada de colores: verdes por una parte, azules por otra, con reminiscencias de amarillo por arriba y de rojo por abajo. Todos los colores estaban presentes, no como en el hombre que tenía a su lado, que cambiaba con cada parpadeo, sino que todos estaban presentes a la vez en todo momento. Nadie podría afirmar con exactitud de qué manera miraba al jorobado, puesto que parecía que su expresión se había quedado congelada al verlo llegar.

—¿Quién sois? —preguntó el rey con una profunda voz.

El jorobado realizó una breve y torpe reverencia esbozando en todo momento una sonrisa triunfante antes de contestar:

—Oh, gran Zeus, mi nombre es Hefesto, hijo de Hera y herrero de la forja de Etna.

Todos los presentes reaccionaron de inmediato y de forma diferente en cuanto el jorobado pronunció el nombre de la reina de los dioses. La hermosa joven de la izquierda se llevó sorprendida las manos a la su boca, mientras que, por su parte, el hombre de la derecha comenzó a reír descaradamente a la vez que se golpeaba el pecho con su puño izquierdo como si estuviese a punto de ahogarse. La guerrera situada a la diestra de Zeus se inclinó hacia el rey de los dioses y comenzó a susurrarle sus impresiones con rapidez, pero con total claridad; no obstante, éste no parecía estar prestándole toda la atención que se merecía, sino que se limitaba a contemplar con severidad a Hefesto. Por último, la mencionada reina de los dioses, sentada a la izquierda de Zeus, apartó el rostro hacia un lado y bajó la mirada hasta el suelo mientras apretaba con fuerza los labios en un gesto lleno de amargura.

—¿Así que sois Hefesto? Vuestro nombre no me es desconocido en absoluto… —afirmó Zeus manteniendo su serio semblante mientras miraba de soslayo a su mujer—. Las ninfas me hablaron de ti, Hefesto: el niño que cayó del cielo, mas debo reconocer que no esperaba que vinieras nunca al Olimpo.

—Oh, será que nunca recibí una invitación vuestra. ¿Se perdió Hermes por el camino? —respondió Hefesto con sorna—. Siendo sincero tampoco era mi intención venir hasta aquí; sin embargo, había un asunto que merecía que me presentara en persona ante vosotros.

—¿Y cuál es ese asunto, cojito? —preguntó risueño el joven de rizos negros.

—Dionisio… —le reprochó la hermosa diosa que estaba en el otro lado con un cierto tono de miedo.

—Oh, Afrodita, tranquila, sólo era una pequeña chanza. Al fin y al cabo aquí todos somos familia, una un tanto extraña y con algunos intentos de asesinato, pero una familia después de todo. —le contestó Dioniso sonriendo.

—Traigo un regalo. —respondió el jorobado alzando su mano derecha teatralmente—. Un regalo para mi madre, la resplandeciente reina de los dioses.

Hefesto hizo una breve reverencia y con un gesto les indicó a sus dos acompañantes que trajeran hasta el centro del templo el pesado objeto que cargaban entre sus brazos. Alargó la mano y tirando de la manta con un rápido movimiento mostró al fin el objeto que había traído consigo.

Se trataba de un trono, mas no era en absoluto un trono común, ni siquiera para un dios del Olimpo. Estaba forjado de relucientes diamantes, pulidos hasta la perfección, resistentes al peso y reconfortantes al tacto. Ningún herrero normal podría haber trabajado con ese material y haber conseguido semejante resultado. El luminoso y cristalino brillo que desprendía el trono captó la inmediata atención de Hera, que miraba incrédula el regalo que había decidido traerle su hijo. ¿Quién diría que un gesto de amargura se podría tornar tan rápido en una sonrisa de victoria?

Hefesto realizó una nueva reverencia y, tras dar unos pasos en dirección a los tronos principales, ofreció su mano a la reina de los dioses.

—Sería un inmenso honor que se sentase en esta creación en la que tanto esfuerzo he puesto.

Pese al evidente esfuerzo que hizo, Hera no pudo evitar realizar una mueca de asco al contemplar la mugrienta mano que su hijo le ofrecía. Dirigió una última mirada a su marido y su sonrisa se ensanchó aún más al contemplar la evidente incomodidad que había pintado en el rostro del rey de los dioses.

—Querido Zeus, ésta es la diferencia entre tus hijos —y lanzó una mortal mirada de desdén al resto de presentes¬, en especial a la diosa sentada al lado de su marido— y los míos.

—Hera, considero que no deberíais… ¬—comenzó diciendo la diosa guerrera.

—Si Atenea fuese tan inteligente como cuentan las historias, sabría que una reina no acepta órdenes de inferiores, ni aunque sean las niñas predilectas de su padre. —le cortó Hera rápidamente.

Atenea entornó a los ojos a la vez que se encogía de hombros ante la contestación de la reina de los dioses. Por su parte, la respuesta de Hera no se hizo esperar más. Aceptó la mano que le tendía su hijo y abandonó su asiento dispuesta a ocupar uno nuevo mucho más acorde con sus características personales.

El silencio se hizo eterno durante unos instantes.

Dionisio continuó bebiendo de su copa, Afrodita se reclinó sobre sí misma para ver mejor el brillante trono, Atenea golpeaba su asiento con el dedo impacientemente, Zeus intentaba mantener una firme y seria expresión neutral mientras que Hera sonreía arrogantemente, mas no tanto como Hefesto. Los ojos del jorobado resplandecían con más fuerza que en toda su vida: el momento había llegado al fin.

En cuanto la reina de los dioses se sentó en el trono de diamante, cinco cadenas de metal surgieron del asiento apresándola: dos alrededor de las manos, otros atrapando las piernas, una en torno el torso y la última alrededor del cuello.

—¡¿Qué…es…esto?! —chilló Hera histérica.

Afrodita se llevó las manos a la boca sorprendida mientras que Dionisio soltó una única carcajada dejando por un momento de beber. Atenea soltó un suspiro cansando ante la imprudencia de Hera mientras que Zeus se levantó rápidamente de su asiento de forma autoritaria.

No obstante, ninguno de estos gestos fue mínimamente relevante para el jorobado. Hefesto agarró con una mano el rostro de su madre y clavando sus dedos en su fina piel se limitó a decir:

—Esta es mi venganza, madre. Permanecerás eternamente atada en la trampa que tu querido hijo construyó expresamente para ti.

Seguidamente se dio la vuelta dispuesto a abandonar el Olimpo para siempre envuelto en un aura de triunfalismo y victoria. Furioso ante semejante ataque, Zeus avanzó hacia él pisando con fuerza provocando que el suelo temblara con cada uno de los pasos que daba.

—¡Hefesto! ¡¿Cómo osáis atacar a uno de los nuestros?! —sin embargo, el herrero no se detuvo, ni siquiera se molestó en echar la vista atrás.

Atenea también se levantó rápidamente velozmente de su asiento al ver dispuesto a su padre a atacar al jorobado e interpuso su lanza entre Zeus y Hefesto. La guerrera colocó su otra mano en el hombro izquierdo a la vez que negaba con la cabeza clavando sus ojos en los de su padre.

—Hefesto, deteneos un momento. —dijo Atenea amablemente al jorobado—. Debo reconocer que estoy gratamente asombrada con vuestro plan magistral. —la diosa alzó su mano para que Zeus no le interrumpiese. Por su parte, Hefesto se detuvo durante unos instantes—. Mas no he podido evitar lamentarme por una pequeña incoherencia en vuestro plan.

—Oh, así que la gran estratega del Olimpo quiere iluminarme con su inteligencia. —comentó Hefesto irónicamente mientras se daba la vuelta hacia ella.

—Ha sido una venganza verdaderamente portentosa, mas… ¿Qué clase de venganza es aquella en la que su ejecutante no puede contemplar triunfante el dolor de su víctima? —le preguntó Atenea melodiosamente mientras colocaba su mano sobre el trono en el que Hera permanecía atrapada—. ¿No desearíais ver a vuestra agonizante madre sufriendo el tormento de estar atrapada aquí durante toda la eternidad?

—¡Atenea! —exclamaron a la vez Hera y Zeus.

—Un día. —contestó Hefesto para sorpresa de los presentes—. Me quedaré solamente un día y después regresaré al Etna.
Y dicho esto, Hefesto comenzó a bajar lentamente las escaleras seguido por sus dos autómatas de bronce.

La venganza ya había sido ejecutada y, como bien había dicho Atenea, podía disfrutar durante un día de la eterna agonía que sufriría a partir de ahora su madre. Dolor, sí, por fin podría devolver al mundo el dolor que durante tantos años había tenido que soportar.
Última edición por Tidus Cloud el Dom Jul 20, 2014 10:13 pm, editado 1 vez en total
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Re: Mitos

Notapor 15nuxalxv » Dom Jul 20, 2014 9:55 pm

¡Vaya, vaya, qué tenemos por aquí!

En general, genial; combinas la descripción y la narración de una manera que a mí personalmente me gusta.

Me gustaría, si me lo permites, señalarte algunos fallos que he visto, o dudas que tengo:

Párrafo 10 escribió:...una inocente y angelical rostro...


Error de concordancia determinante-núcleo. Un fallito tonto, vamos.

...bajaba el rostro mirando desde abajo...


Aquí no sé exactamente si es un fallo, puede que quisieras decir desde arriba. En todo caso, no veo la necesidad de ponerlo, la frase tiene sentido omitiéndolo. Lo que tú veas.

Párrafo 11 escribió:...Todos los tronos estaban libres...


Aquí simplemente cambiaría "todos" por "el resto", ya que acabas de describir a una persona sentada en uno de ellos xD. No sé, no me suena bien.

Párrafo 15 escribió:...sin embargos...


La forma correcta es sin embargo

Espero haber sido de ayuda. Errores como esos los tiene cualquiera. =)
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