El Monstruo

Relato

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El Monstruo

Notapor Suzume Mizuno » Jue Oct 30, 2014 8:01 pm

Bueno, algún día tenía que subir algo a Fan Place y considero que este relato es apropiado. Ya lo presenté en las Olimpiadas de este año y como la valoración ha sido buena (sorprendentemente, ya que nunca he sabido escribir cosas cortas), pues lo dejo por aquí~

Son siete páginas de word, vamos, algo corto, pero aún así he preferido dividirlo en distintos spoilers para facilitar la lectura. Si resulta incómodo no hay nada más que comentarlo.

Espero que os guste~


El Monstruo



Resumen: Existe un Castillo donde vive un Monstruo aislado del resto del mundo. Sus días transcurren uno tras otro sin que pueda distinguirlos entre sí. Sólo hay un evento que trastoca su vida: el Frío. Porque es entonces cuando traen a las niñas de cabellos de oro y ojos azules y a él le toca enterrarlas en su jardín, una tras otra, en un ciclo que no parece acabarse nunca.


El Frío


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El Monstruo no sabía contar. Tampoco leer, ni mucho menos escribir. Por no saber, ni siquiera sabía hablar. De su garganta sólo salían gorgoteos ininteligibles pero que, a sus oídos, expresaban sus sentimientos con meridiana claridad: felicidad, diversión, hambre, miedo, tristeza, aburrimiento.

Soledad.

Conocía el Castillo como la palma de su mano. Lo había recorrido infinitas veces desde que tenía uso de conciencia y así había llegado a memorizar todos sus pasadizos, sus recovecos, sus salas, sus mazmorras, sus torres. Sabía dónde descansaban los animales. Sabía dónde podía encontrar alguna rata que llevarse a la boca. Sabía en qué lugares podía aprovisionarse de agua si no quería acercarse al lago que rodeaba el Castillo. Conocía también los sitios a los que no había que acercarse, como esa torre que de un día para otro se derrumbó, poco después de que enterrara a una las chicas de cabello dorado y ojos azules. El Monstruo se llevó un buen susto cuando se despertó por aquel rugido y creyó que el mundo se le venía encima. Durante muchas lunas no se atrevió a acercarse y durante todavía más tiempo temió que su propio santuario se viniera abajo.

Su habitación, su refugio, estaba en la torre más alta. Fue allí donde despertó y se dio cuenta de que estaba solo. Tenía comida, agua y ropa, lo necesario para sobrevivir sin que tuviera que salir de su pequeño dormitorio. Pero, al final, terminó por acabarse. Así que un día, empujado por el hambre, tuvo que bajar a través de esa terrible escalera, estrecha y oscura. Al principio odió los interminables escalones por los que siempre se caía, por donde las ratas le perseguían y por los que le resultaba tan difícil trepar. Pero cuando sus ojos se desarrollaron, sus garras crecieron y sus patas se volvieron más fuertes, recorrer las escaleras se convirtió en un juego. Y cazar a las ratas, en una necesidad. Sobre todo cuando era pequeño, pues los demás animales eran demasiado grandes para él y mucho más rápidos; pronto aprendió que no tenía sentido intentar comérselos. En vez de ello, se dedicó a observarlos y así aprendió a distinguir las setas comestibles de las venenosas, a trepar a los árboles y comer sus frutos, a beber del pequeño riachuelo que se colaba a través de las murallas… Aburrido y deseoso de compañía, se esforzó por establecer un pacto con ellos; a cambio de algo de comida, consiguió que se dejaran acariciar. Después, permitieron que se acercaran a sus crías. Con el tiempo se convirtió en un miembro más de la comunidad y, cuando algún animal moría, el Monstruo se llevaba su cadáver y se alimentaba de él, agradecido por la rica y jugosa carne.

Pero, aunque le gustaba estar con los animales, el Monstruo prefería su santuario. Allí había acumulado todas las cosas curiosas que había encontrado a lo largo del Castillo; desconocía sus nombres y, en la mayoría de los casos, su uso. No entendía para qué servía un libro, si bien sus dibujos siempre lo cautivaban y podía pasarse horas pasando las páginas y admirando las bellas ilustraciones. Una mesa se convirtió en una casita secreta bajo la que esconderse cuando había tormenta. Los armarios que consiguió subir con inmenso esfuerzo hasta el dormitorio le permitían trepar por las paredes y cazar arañas, aunque pronto dejó de necesitarlos, ya que aprendió a deslizarse por las paredes del Castillo clavando las garras en los huecos. Con las patas de las sillas golpeaba las paredes y las demás maderas, hasta lograr una suerte de música y con los fragmentos de espejo jugaba con los reflejos de las luces.

Al principio llevaba unas ropas que lo protegían del frío. Pero luego su piel negra y coriácea le proporcionó la protección necesaria y, además, la ropa empezó a pudrirse. Con todo, le gustaba imitar las ilustraciones de los libros y ponerse ropa vieja y carcomida por las termitas. El Monstruo se detenía frente los espejos y mostraba los colmillos, divertido. No se parecía en nada a los dibujos. No con esos ojos azules como el hielo y las pupilas afiladas. No con la piel escamada y negra, sin cabello y con ese cuerpo que se asemejaba más al de un animal que al de un humano, si bien podía ponerse sobre las dos patas traseras sin problemas. Aun así, jugaba a ser como la gente de los dibujos, por mucho que no entendiera lo que hacían o decían. Luego recordaba en que en esas imágenes siempre solían aparecer varias personas y se deprimía, arrancándose la ropa y haciéndose un ovillo en algún rincón. Así hasta que el aburrimiento se volvía insoportable y volvía a repetir el juego. Imitaba los estrambóticos peinados y afilaba palos para imitar las espadas. Recorría los largos y polvorientos pasillos emitiendo un rugido que, para él, era una risa. Cada día buscaba nuevos libros hasta que se aprendió todas las imágenes de memoria y sabía exactamente dónde tenía que buscar.

Sólo había un libro que odiaba.

Aquel en el que salía una criatura de alas traslúcidas, como de los de los insectos. Aparecía rodeada de luz y el Monstruo intuía que se debía a que era bondadosa y buena. Pero a él le provocaba miedo y rechazo. Había algo en esa luz que no soportaba, porque sabía que haría daño y que… provocaría cosas malas. Muy malas. Cada vez que pensaba en la criatura, escuchaba un lamento insoportable en su cabeza que estuvo a punto de volverlo loco. No pudo volver a conciliar el sueño hasta que arrojó el libro al lago y lo vio hundirse entre las aguas.

Sin embargo, más que los libros, su mayor tesoro era el gran retrato que había encontrado en el vestíbulo. Al Monstruo le gustó tanto que se lo llevó a su santuario y lo apoyó contra una pared. Muchas veces, antes de dormirse, se quedaba mirándolo largo rato. Por algún motivo, se sentía feliz cuando miraba las caras representadas en el lienzo... Aunque le recordaban que estaba dolorosamente solo.

Y eso pensó hasta que conoció por primera vez el Frío.

El Monstruo se dio cuenta una mañana, cuando se despertó tiritando en la cama. Al recorrer los pasillos se encontró con que estaban cubiertos de escarcha y que las mismas paredes parecían desprender frío. Todos los animales que no fueron cogidos desprevenidos huyeron y las plantas se marchitaron y murieron. Poco más el sol comenzó a debilitarse y las noches a volverse más largas. Dejó de llover, el lago se congeló y por la llanura se extendieron unos dedos grises que arrebataron a todo su color y su vida, perdiéndose en el horizonte.

El Monstruo se asustó porque no podía salir por culpa de las murallas: había unas piedras con runas grabadas que se encendían si se acercaba demasiado. Y quemaban de una forma horrible.

Estaba encerrado con el Frío. No tenía manera de escapar.

Y comprendió que si no moría congelado, lo haría de hambre.

Fue entonces cuando llegó la primera niña de cabellos dorados y ojos azules. El Monstruo aprendió varias cosas:

Que existía gente como la de las ilustraciones.

Que había vida más allá de las murallas.

Y que las niñas llegaban muertas.


Las niñas


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La primera vez, el Monstruo trató de acercarse a las puertas, siempre abiertas, de las murallas pues había escuchado algo extraño. El Castillo estaba rodeado por un amplio lago y sólo se podía acceder a él a través de un puente que unía ambas orillas, por lo que no había muchos lugares donde buscar: cuando llegó, se encontró con que un carromato protegido por varios hombres montados en caballos se aproximaba.

Cuando le vieron, le dispararon flechas. Una se le clavó en una mano y el Monstruo, despavorido, huyó a refugiarse en su torre.

Desde allí oyó voces. Sonidos. Un sollozo y un chillido.

Luego, silencio.

Se lamió la herida y se quedó ahí encogido hasta que salió el triste sol. Sólo cuando hubo comprobado desde las ventanas de su torre que no había nadie, se atrevió a bajar de nuevo.

Entre las puertas de la muralla y la gran entrada del Castillo, que se había quedado atrancada por el paso del tiempo y no se podía cerrar, había un pequeño jardín donde crecían los árboles y las flores. Pero ahora todos estaba muerto.

Incluida la niña.

En realidad el Monstruo no la vio de buenas a primeras, sino que se encontró un pequeño túmulo despejado de hojas que antes no existía. Excavó, curioso, oliendo algo fresco, y la encontró.

La habían dejado boca arriba, con las manos cruzadas sobre el pecho y una sonrisa roja en el cuello. El Monstruo, asombrado, le acarició los rubios cabellos, la piel suave y esponjosa, excepto alrededor de los ojos, donde se había vuelto oscura y escamosa. Pasó las garras sobre el sedoso vestido azul. Le abrió los débiles párpados y se quedó fascinado al ver que eran azules y que tenían la pupila afilada, como la de él. No le resultó extraño, por supuesto. Levantó los labios y halló unos colmillos diminutos y la lengua partida. ¡Como él! Era fascinante, tenían tantas cosas en común…

Lo que no acertaba a comprender era el motivo por el que el resto de su cuerpo era tan rosado y blandito. ¡Debía ser muy incómodo!

Y como jamás había visto nada igual, se quedó examinándola hasta que se hizo de noche. No entendía por qué estaba allí, ni porqué estaba muerta, ni a dónde habían ido los hombres. Pero el caso fue que la volvió a cubrir de tierra.
Pocas lunas después, el sol volvió a brillar con fuerza y, más tarde, cayeron las primeras gotas.

El Monstruo relacionó inmediatamente esto con la niña de cabellos dorados. ¡Dorados como el sol! Agradecido porque se hubiera marchado el Frío, plató un árbol sobre su tumba que creció y le dio muchas sabrosas frutas. Lo había doblado dos veces en altura cuando volvió a venir el Frío. Y con él, los hombres y una nueva niña muerta.

El Monstruo aprendió a guardar comida y agua, pues el Frío la congelaba hasta que incluso si intentaba lamerla se le pegaba la lengua. A veces se preguntaba qué pasaría si no llegaba ninguna niña y se asustaba un poco. Para conjurar ese miedo aprendió a preparar los fosos, preguntándose si eso gustaría a los hombres. Debió ser así, porque las niñas aparecían en el fondo de sus tumbas. El Monstruo las cubría de tierra y plantaba un árbol.

Así una y otra vez, hasta que hubo que hacer una nueva hilera.

En una ocasión, el Monstruo bajó de su torre sin esperar a que saliera el sol, porque sabía que los hombres siempre se marchaban de inmediato y a él le gustaba memorizar los rasgos de las niñas antes de que se pusieran azuladas. Unas estaban más gorditas, otras eran más bonitas, más altas o más bajas. Pero todas tenían cabello dorado, ojos azules, pupilas de gato y lenguas bífidas.

También compartía aquellos rasgos la niña que halló ese día y que, sorprendentemente, estaba viva. Al parecer la habían tirado al foso sin realizar bien el corte. El Monstruo se asomó, curioso, al escucharla resoplar y llorar. La niña puso a chillar al verle, extendiendo una mano en actitud defensiva, mientras con la otra se cubría la garganta donde el cuchillo había mordido la piel. Gritó con voz estertórea, rota:

—¡No me mates!

Fue lo único que dijo antes de que se desplomara, muerta. El Monstruo, con esas palabras resonando en su cabeza una y otra vez, a pesar de que no las había entendido, la cubrió de tierra y le plantó un árbol, preguntándose si no habría algo malo en que siempre aparecieran chicas muertas. Se quedó mirando largas horas el retrato, meditando sobre las figuras que se representaban en él.

¿Por qué podían cruzar la muralla y él no?

¿Por qué traían chicas para morir?

¿Por qué le disparaban flechas?

Y se le ocurrió que, si lo intentaba, podía comunicarse con ellas. Al fin y al cabo, lo hacía con los animales. ¿Por qué no con las niñas?

Ante el advenimiento del Frío, esperó días y días escondido cerca de la muralla para asustar a los hombres antes de que mataran a la siguiente chica, pero aun así le clavaron el puñal y el Monstruo tuvo que arrastrarla hasta su tumba, dejando un pequeño rastro de sangre. A partir de entonces las empezaron a matar al otro lado del puente.

Era tan injusto… Sin embargo no podía hacer nada por evitarlo, por lo que intentó acostumbrarse y seguir como lo había hecho siempre.

Llevaba desde que tenía uso de conciencia en el Castillo. Lo conocía todo. No había nada nuevo en su vida. Nada cambiaba.

Y el tiempo continuó fluyendo.

Hasta que llegó esa niña.



Monstruo


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El Monstruo, que estaba vagando por el amplio vestíbulo del Castillo, escuchó los gritos. Atraído por los mismos, se aproximó a la puerta, sorprendido porque duraran tanto. De pronto una sombra se perfiló contra la entrada y escuchó unos jadeos. Al cabo de unos instantes se encontró cara a cara con una niña.

La chiquilla se quedó mirándole con los inmensos ojos azules abiertos como platos. Y entonces chilló.

El Monstruo retrocedió, sorprendido, abriéndole una vía de escape. La muchacha salió disparada escaleras arriba. Tras asomarse por la puerta y comprobar que los hombres se estaban marchando, el corazón le dio un alegre vuelco. ¡Algo diferente!

Fue tras ella lo más rápido que pudo: la chica era lenta, corría sobre dos piernas, no conocía el Castillo y se tropezaba a menudo. Cada vez que veía que estaba siendo perseguida soltaba un sollozo y aceleraba el ritmo, pero se notaba que no estaba acostumbrada a correr. Cuando el Monstruo trató de hablar con ella descubrió que sus gruñidos y sonidos guturales sólo servían para aterrorizarla. Al menos se divirtió persiguiéndola, excepto cuando la niña subió hacia su torre. En ese momento el Monstruo se asustó. ¡Ese era su santuario! ¡No podía tocarlo!

Aun así, tenía tantas, tantas ganas de comunicarse con ella que se obligó a calmarse. En vez de subir por las escaleras, trepó ágilmente por el exterior y cuando llegó a su propia ventana se asomó y aguardó con el corazón revoloteándole en el pecho como el batir de alas de un pajarillo.

La niña entró jadeando, y farfulló algo al ver que no había puerta: había desaparecido hacía mucho, destruida por el paso de las lunas. Aun así puso en el vano todo lo que encontró; sillas, mesas, telas polvorientas, y restos de mil y un objetos. Luego retrocedió hasta darse un golpe contra una pared. Allí se encogió, se abrazó las rodillas y comenzó a llorar.

Hubo de transcurrir gran parte de la noche hasta que la chica se recuperó y, algo más calmada, aprovechando la luz de la luna, examinó la habitación, tosiendo cada vez que se levantaba una cortina de polvo a su paso. Cotilleó los libros, arrugó la nariz ante la ropa destrozada y la apestosa y vencida cama, y se detuvo delante del gran cuadro.

—¿Este no es… el Fundador? Y su esposa… y su bebé…

El Monstruo no entendía nada, por supuesto, pero el sonido de la voz le pareció bonito y quiso escuchar más. Trató de no moverse, a pesar de que le ardían los miembros. La niña comenzó a sorber por la nariz.

—¿Por qué? Mami. Rowen… ¡No me quiero morir! —Se restregó los ojos—. No quiero convertirme en un… monstruo… Estúpida maldición. Estúpido Monstruo. ¡Estúpidos todos!

Dio una patada a la cama y el Monstruo pegó un brinco. Al verle, la niña se puso blanca y lanzó un potente alarido. El Monstruo saltó al interior de la habitación y se acuclilló, extendiendo suavemente una garra hacia el frente. La niña chilló y le lanzó cosas, pero el Monstruo siguió gruñendo con tranquilidad, sin asustarse.

Ven, no tengas miedo.

No voy a hacerte daño.


¿No tienes frío? Podía ver cómo soltaba bocanadas de vaho. Te daré algo para que te tapes y…

La niña cogió algo y lo golpeó en la cara.

—¡¡No te me acerques, Monstruo!!

El Monstruo cayó de espaldas y se encogió, dolorido. La oyó trastear con la barricada que ella misma había formado, chillando de puro miedo. Cuando pudo levantarse, la niña corría escaleras abajo. El Monstruo gruñó, enfadado, y dio unas cuantas zancadas tras ella, trepando ágilmente por encima de los restos de sus tesoros. Ella gritó.

Y entonces rodó escaleras abajo.

El Monstruo la encontró en un recodo, con el cuello partido, el rostro cubierto de lágrimas y una mueca de miedo deformándole los bonitos rasgos. Se agachó a su lado y la movió suavemente, con la esperanza de que…

Pero no. Estaba muerta. Como todas las demás.

Mientras la metía en su tumba se dio cuenta de que sentía un dolor muy agudo en el pecho, pero no supo identificarlo. Esa noche, por primera vez en mucho tiempo, no consiguió dormir en su santuario.

Sólo pensaba en la niña lanzándole cosas, gritando y muriendo.



La reina


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El árbol de la niña creció. Y llegó, una vez más, el Frío. El Monstruo preparó, como siempre, el foso para la siguiente chica y se dio cuenta de que tarde o temprano se quedaría sin espacio.

¿Hasta cuándo continuaría?

¿Toda la eternidad?

Deprimido, cansado, el Monstruo se refugió en su santuario, donde se quedó mirando el cuadro durante mucho, mucho tiempo. En algún momento oyó a los caballos, aunque ningún grito. Eso lo tranquilizó: significaba que esta vez no había nadie vivo. Sin embargo, el pensamiento le causó a su vez un gran sufrimiento. No quería ser rechazado, pero tampoco quería estar solo. ¿Qué se suponía que debía hacer? No entendía por qué se asustaban tanto. Al fin y al cabo, no las atacaba, como había hecho con otros animales. No les había hecho nada malo… Y si tanto le odiaban entonces, ¿por qué las traían? ¿Para qué?

Siempre se hacía las mismas preguntas y no llegaba a ninguna conclusión. Las cosas, simplemente, eran así. Pero eso no hacía que fueran menos tristes. Además, ver morir a esa niña le había hecho preguntarse: ¿cuántas lunas había visto pasar? Infinitas. Había vivido más que cualquier animal, que muchos de los árboles. Había visto que los seres envejecían…

¿Y el Monstruo, qué?

Estaba tan sumido en el devenir de sus pensamientos que no escuchó los pasos que subían sigilosamente por la escalera, rompiendo el silencio que se instauraba en el Castillo cada vez que llegaba el Frío. Como no había puerta, la figura se pegó a una pared, conteniendo la respiración. Y lenta, muy lentamente, tensó el arco.

El Monstruo escuchó el chasquido de la cuerda y giró la cabeza. Sus reflejos le permitieron echar cuerpo a tierra, justo para que la flecha sólo se le clavara en un hombro. Con un rugido, se llevó las garras a la herida.

La figura se plantó en medio de la habitación.

—Ya te tengo.

Era una mujer joven, de rasgos firmes, con una nariz afilada que daba personalidad a su rostro tostado, pómulos marcados y mandíbula fuerte. Todo quedaba enmarcado por una melena oscura que le caía como una cascada sobre los hombros. Y sus ojos eran fieros, oscuros como la noche, y se clavaban en el Monstruo con fría ira. Dejó caer el arco, desenvainó una espada y dio una estocada, que el Monstruo esquivó saltando al otro lado de la cama.

El siguiente mandoble lo acertó en un costado. El Monstruo emitió un rugido. Comprendió que esa mujer quería hacerle daño. Muchísimo daño. Así que contraatacó. Mostró los dientes y saltó sobre ella, derribándola bajo su peso, a pesar de que era bastante más bajo. Lanzó un zarpazo contra su cuello, pero la mujer le golpeó en con la parte roma de su espada y se lo quitó de encima. El Monstruo cayó sobre su hombro herido y soltó un grito de dolor cuando la flecha se partió con un chasquido. La mujer se incorporó y farfulló:

—Si no existieras… ¡Si dejas de existir, mi hija no tendrá que…!

El Monstruo lanzó un gañido y se lanzó por las escaleras.

La mujer iba a perseguirlo cuando se detuvo un segundo para observar el retrato y se quedó sorprendida, porque era el mismo que colgaba sobre el salón del trono de su palacio. El mismo que había visto cuando llegó invitada desde otro reino, el mismo bajo el cual se desposó con el príncipe Rowen y pronunció el juramento de acabar con el sacrificio de las princesas malditas cuando la coronaron como la reina Kendra, primera de su nombre.

Sacudió la cabeza. Era normal. Aquel fue el Castillo del Fundador, después de todo. Allí nació la maldición. Allí empezó el derramamiento de sangre.

Y allí iba a acabar.

El Monstruo podría haber perdido a la reina si hubiera sido capaz de trepar como de costumbre. Pero las heridas le ardían y entorpecían sus movimientos. Sólo podía correr a cuatro patas, a veces a dos, resollando, con el corazón latiéndole despavorido en el pecho y el pulso ensordeciéndole los oídos. Tenía miedo. No quería. ¿Qué había hecho él?

A la reina no le costó perseguirlo: había manchas de sangre que delataban su camino. Además, podía escuchar claramente su respiración. Corrió y corrió hasta el jardín de las niñas, arrinconando a su presa, que cayó con un grito agónico. La reina, tras comprobar que no podía levantarse, se acercó con paso cauteloso. El Monstruo trataba de arrastrarse, escapar de ella. Kendra le pisó una garra y, de una patada, lo obligó a ponerse boca arriba.

—Con esto se acaba la maldición. No volverá a caer el Invierno, ni habrá que matar a nadie más —susurró, cansada, alzando la espada.

Fue entonces cuando vio la cara del Monstruo.

Y se quedó petrificada.

La reina pensó en su hija, a la que había dejado en el palacio, escondida en el mismo momento que vio que presentaba los síntomas de la Marca. Recordó cómo sus ojos se habían afilado de una mañana para otra y su rostro se había comenzado a ennegrecer. Visualizó los colmillos y la lengua afilada.

Una pequeña pieza del puzzle encajó en su cabeza.

Volvió la cabeza hacia las tumbas y las contó, gesticulando con los labios.

Diecisiete. Y una vacía.

—¿Quién eres? —preguntó con voz débil al Monstruo, que se retorcía de dolor, débil y exhausto, lloriqueando por lo bajo.

El Monstruo no entendía nada. Sólo que dolía, dolía, dolía y tenía miedo, mucho miedo. Trató de apartarse, arrastrándose lentamente entre suspiros y resoplidos. Gruñía cosas incomprensibles para la reina, que había bajado su arma y lo miraba anonadada.

Diecisiete tumbas.

Deberían ser dieciocho, sin contar la de su hija.

La reina Kendra pensó y pensó. Y dejó caer su espada, horrorizada, antes de desplomarse sobre las rodillas.

Podría haber sido su hija.

El Monstruo la observó, asustado, sin comprender. Hacía frío, muchísimo frío. Dolía, temblaba. ¡Tenía miedo!
De pronto, la extraña extendió una mano hacia él. El Monstruo cerró los ojos, esperando un golpe que nunca llegó. Cuando volvió a abrirlos, mareado, la mano seguía ahí.

Como él, cuando intentó acercarse a la niña.

Tendió su garra. Los dedos firmes de la reina se cerraron en torno a su gruesa palma y le proporcionaron un mínimo consuelo.

—Has tenido que estar tan sola…

El Monstruo se acurrucó contra ella, tratando de absorber su calor, como cuando dormía junto a los ciervos. Oía a la mujer llorar y no entendía nada. Dolía. Dolía mucho. Sabía que se estaba muriendo.

Entonces, la mujer comenzó a cantar suavemente y con la voz entrecortada. El Monstruo no entendió las palabras. Sin embargo, lo transportaron en el tiempo. A una época muy, muy remota, perdida en las brumas de su memoria, donde también una mujer cantaba y un hombre reía.

Pero estaban muy lejos, como la voz de esa mujer, y la oscuridad cada vez era más y más intensa.


Una última tumba


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La reina Kendra enterró al Monstruo en la decimoctava tumba, donde descansaría junto con todas sus descendientes para toda la eternidad, y se marchó ese mismo día, deseosa de poner distancia entre el Castillo y ella. Durante el camino se preguntó qué habría hecho ella si se le hubiera presentado la opción de escoger.

Y de repente no pudo culpar como había hecho todos esos años al Fundador.

Cabalgó hacia lo lejos mientras el sol, tímido, comenzaba a cobrar fuerza y las tinieblas de la Maldición se levantaban, por fin, de aquellas tierras.
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¡Gracias por las firmas, Sally!


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