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Edgar Allan Poe
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La esfera no estaba.
El joven Snow buscaba con desesperación el objeto del demonio que le había hecho aterrizar sobre una montaña de porcelana, azúcar y té. Furioso, buscó por encima de ésta, dentro de las teteras, hurgando con sus dedos en la mermelada y en la mantequilla. Nada. Luego probó a mirar debajo de la mesa, y en un ataque de histeria, no tuvo reparo alguno en tirarla hacia un lado, provocando que la porcelana se hiciera añicos en el suelo. Aunque, a pesar de encontrarse en un jardín, el césped amortiguó la caída y alguna que otra pieza se salvó. Las dulces delicias con sabor a frambuesa y melocotón, acompañadas del té, se derramaron sobre el mantel.
Ethan ya no distinguía lo que era fantasía o realidad. ¿Necesitaba acaso la esfera para salir de aquel lugar? La mayoría de las veces, tras cometer alguna locura o situación extrema en aquellos mundos que sólo su mente era capaz de obrar, despertaba en el cuarto de baño al lado de una humareda de polvo. Y tras incorporarse, si aquella era una noche especial, esnifaría otra dulce polvareda de la droga que le hacía experimentar un sinfín de sensaciones placenteras a su cuerpo, convirtiéndose en un ser superior y dejando atrás la raza humana. Sí, adoraba esas noches.
Aunque todo tenía un límite. Y no recordaba haber consumido ningún tipo de estupefaciente. Es más, no sentía ninguna clase de éxtasis en aquel momento. Sólo... miedo. Bueno, su alrededor no es que fuera precisamente terrorífico. Pero ser capaz de razonar en aquel tipo de ilusiones no era lo usual.
Tenía dos opciones, si acaso esperar al fin de la alucinación le irritaba sobremanera y lo consideraba una pérdida de tiempo: había una salida, entre vistosos matorrales, para comprobar si el sueño sólo conformaba aquel pequeño escenario sacado de un cuento para bebés. O, si se lo pensaba mejor, quizás le resultara curioso llamar a la puerta de aquella casita.
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