Parecía que el mundo escuchaba sus pensamientos: precisamente lo que no quería que sucediera fue lo que ocurrió después. Logró sujetarse con fuerza al paraguas durante un buen rato, pese a las sacudidas que el animal daba en su vuelo para intentar quitársela de encima. Sin embargo, en el peor de los momentos, el ser dio una amplia voltereta en el aire y, allí sí, fue imposible para la chica quedarse sujeta.
Cayó decenas y decenas de metros. Habían sobrevolado la ciudad desde la torre del reloj; y aunque habían descendido, bastante desde entonces, igualmente la distancia era demasiada para sobrevivirla. Desde esa altura, no quedaría más que gelatina y huesos.
Pero aquel mundo no funcionaba como debería. Tenía que convencerse de ello. Tal vez su mente todavía no podía comprender la naturaleza de aquel sitio, qué era exactamente, pero sabía que no era su hogar. Y si no era así, todavía cabía la posibilidad de que... no muriera.
El suelo se acercaba peligrosamente, pero no había nada que la joven pudiera hacer al respecto. Salvo, tal vez, en los últimos segundos que le quedaban, pensar en que lo había logrado: estaba viendo la mansión y sus jardines desde arriba, y pronto aterrizaría en el interior de éstos, más allá de la verja que antes estaba prohibida. O tal vez su mente tendría otras cosas que considerar con la posibilidad de la muerte frente a ella: sus arrepentimientos, lo que iba a dejar detrás, la desesperación...
Todo se esfumó, no obstante, cuando cayó al suelo. Sí, perdió el equilibrio y rodó por el césped a una velocidad asombrosa, pero el movimiento se sentía tan... innatural. Para empezar, no proyectó tanta fuerza como debiera haberlo hecho en un mundo "normal"; fue tan poca que ni siquiera sintió dolor al estrellarse. En segundo, todo ocurrió muy lentamente, pareciendo alargarse más de lo que debía, como si continuara cayendo incluso al dejar de hacerlo; como si su mente no pudiese procesar la realidad y empalmara dos situaciones contrarias.
Cuando se levantó, pudieron ocurrirle dos cosas: si había sido la razón la que había ganado, se encontraría con que no tenía ningún rasguño; sin embargo, si el miedo y la desesperación carnales habían dominado su cuerpo, se toparía con que estaba cubierta de sangre... y no obstante, no le dolía: sólo se sentía mojada y tibia.
—
Tus sueños son tan extraños.No tardó en reconocer la voz: era la misma que le había estado hablando a través de su mente, cuando antes no podía identificarla (y es más, ni siquiera reconocer que se encontraba allí), y también la de la misma chica que se había encontrado en ese mismo sitio, en la mansión. La prueba contundente era que la joven se encontraba allí mismo, sentada en la punta de una escultura de mármol viejo, contemplando a Keiko con curiosidad.
—
No sé si sea tu subconsciente... o el mío —pensó en voz alta, rascándose la barbilla y alzando la mirada al cielo en postura meditativa—.
Sea como sea...
>>Es aburrido.Fue entonces cuando todo cobró sentido. Absolutamente todo, en especial lo que su mente había sido incapaz de procesar, aquello que había contemplado pero le había sido imposible razonar: las letras sin sentido, las calles que no conectaban, la bestia parlante, los movimientos lentos e innaturales, la caída fatal que había sobrevivido...
¿Estaba... soñando?
—
Vamos a llevarlo a otro nivel, ¿okay? —sugirió entonces, con una amplia sonrisa... Empezó a hojear el libro que tenía entre sus manos (¿había tenido un libro...? Tal vez sí, tal vez no; después de todo, eso era un sueño) con interés, mirando a Keiko de vez en cuando—.
Oh, mira, aquí hay algo. ¡Qué diver!La chica arrancó la página que estaba leyendo y la comprimió en una pelotita. Desde allí arriba donde se encontraba, se la lanzó directamente a Keiko. Pudo esquivarla o pudo dejar que la golpeara directamente (era sólo papel, igualmente), pero de cualquier manera el pequeño proyectil aterrizó cerca de ella.
Y lo que pasó después sí que era asunto de sueños... o de pesadilla.
La tinta comenzó a brotar de la hoja arrugada. Primero eran pequeñas gotitas negras que caían al césped, pero éstas gradualmente se convirtieron en pequeños chorros que salían a presión, como si la bolita retuviera todo un río allí dentro. Comenzó a formarse un charco oscuro alrededor, el cual incluso llegó a mojar los pies de Keiko, que se agitaba y saltaba de una manera casi monstruosa, casi como si estuviera viva o como si algo la empujara desde el otro lado.
Se detuvo un momento en cuanto alcanzó el metro y algo de diámetro... unos pocos segundos... y luego comenzó a regresar por donde había venido. Pero en lugar de volver a meterse al papel, comenzó a... "acomodarse encima de sí misma", a falta de palabras. El líquido comenzó a construir un par de hilillos oscuros, que pronto se ensancharon y se convirtieron en dos pequeñas columnas; éstas confluyeron y formaron una parte todavía más amplia y alta, de la cual a su vez brotaron tres nuevos apéndices, dos más que se alargaron y uno que comenzó a comprimirse en forma circular hasta formar...
Oh, dios. ¡Estaba formando un cuerpo! ¡Eran dos piernas, un tronco y sus dos brazos, y la cabeza!
La tinta se agitó, goteando y volviendo a subir, danzando en contra de la gravedad, buscando su sitio correcto. Le costaba tomar forma, puesto que no dejaba de ser un líquido al fin y al cabo; pero con tiempo y paciencia, finalmente lo logró, configurándose en una silueta tan bien delimitada que uno no hubiera pensado por ningún momento que había sido construida de aquella manera, sino que pensaría más bien en una escultura.
Luego llegó el color. El negro desapareció, iluminándose cada vez más para dejar paso a diferentes gamas: el rosa pálido de la piel, el castaño del cabello, el blanco de la camisa, el dorado de la... ¿armadura?
¿El amarillo de sus ojos...?
Seguramente Keiko lo reconocería antes de que terminara de "construirse". Después de todo, lo había visto prácticamente todos los días de su vida. Incluso después de que se fuera de la ciudad lo había seguido viendo, en un sitio como aquel: en un sueño.
Era su hermano, Hikaru.
Pero no era... pues... "él". Sus ojos eran amarillos. Brillantes. Salvajes. Como los de una bestia. Su atuendo era muy diferente al que solía llevar cuando vivía en la villa, e incluso incorporaba algunas piezas de metal. Su constitución era más musculosa, marcada, varonil, como si hubiese pasado toda su ausencia haciendo alguna clase de ejercicio.
Y en su mano llevaba un arma curiosa. Una de ensueño, se podría decir. No un paraguas, pero sí algo igualmente ridículo... una llave gigante.
Hikaru señaló a Kei con la punta. Sin importar qué tan peligrosa o no pudiera lucir su espada, el gesto era inconfundible. E inevitable: la estaba retando a un duelo.