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Era una mañana normal y corriente para Naira, una de esas tantas en las que, como cuando era pequeña, iba con su madre al bazar. Sólo que esta vez ella era la encargada de su pequeño puesto de telas y especias.
—Cuida de las ventas en lo que yo no estoy, volveré pronto.
A pesar de la promesa, su madre no estaba volviendo pronto. Lo que fuera que tuviera que hacer, algún trato, algún trueque, lo que fuera, le estaba llevando más tiempo del previsto según los imaginarios cálculos de Naira. Pero no tenía problemas, clientes iban y venían, compraban algún saquito de pimienta, un par de metros de tela, nada del otro mundo. Y ella guardaba las ganancias, claro.
Todo lo que pudiera conseguir era bien recibido para la familia.
Pero otros no parecían tener tanta suerte como ella ese día. Junto a su puesto de tela y especias se encontraban otras tiendas de otros comerciantes de su mismo estatus social o incluso un poco peores, donde vendían o trataban de vender comida de todas clases, cerámica o viejas lámparas de aceite bastante mugrientas. Justo después de despachar a su último cliente, Naira podría ver el puesto de enfrente, en el que vendían dátiles y manzanas. El dueño estaba agachado tras el puesto, podía verse su espalda encorvada por encima de las cestas de fruta. Debía de estar ocupado con alguna cosa... y sin embargo una de sus clientas no parecía querer esperar. Con rapidez, aquella mujer, si es que era una mujer, se guardó cuantos dátiles pudo en sus mangas y por dentro del vestido.
Nadie más parecía haberla visto hacer eso, salvo Naira.
Aquello no era justo. El dueño de ese puesto no era ningún ricachón, no le sobraba el dinero, y la fruta se vendía demasiado barata para que pudiera amortizar coste. No era justo que le robasen y pasara hambre. La ladrona se echó la capucha de su manto por encima de la cabeza y se deslizó entre la multitud del bazar, lejos de su víctima. Naira podría verla andar cada vez más deprisa a cada paso que daba.
¿Qué podía hacer Naira? ¿Ir tras ella, enseñarle una lección y devolver los dátiles?, ¿mirar a otro lado? La picazón de la justicia y la impulsividad le mordió la garganta. Esa mañana era el puesto de enfrente, pero mañana podía ser el suyo, el de su madre. Podrían perder mercancía y dinero, que se acrecentara su pobreza... Y Naira no quería eso.
¿Qué iba a hacer?
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