Era la primera hora de la mañana cuando las campanas, en lo alto de la atalaya resonaron con fuerza. No para dar la hora, sino a modo de alarma. Era muy temprano, el sol a penas habría salido por el horizonte... Aunque aquel día, el sol no iba a salir.
Piko se despertaría por culpa de aquellas fuertes campanadas, no era normal que sonasen tan temprano. Si se encontraba en su hogar no lo entendería, no hasta que se asomase por alguna ventana. El cielo, que debería estar bañado con un mar de estrellas estaba completamente negro, y atravesando unas densas y oscuras nubes podían verse grandes destellos de luz, seguidos casi inmediatamente de un atronador ruido: Tenían sobre ellos una tormenta.
No estaba lloviendo, pero tenía toda la pinta de que en breve caería un chaparrón de proporciones bíblicas. Con un poco de suerte no habría demasiados destrozos.
—¡Cariño! ¿Dónde estás?
El grito de una mujer que corría por la calle en dirección a la plaza del centro del pueblo llegó a los oídos de Piko. ¿Había pasado algo? Piko posiblemente conociese a aquella mujer, se trataba de una panadera que vivía cerca. Tenía un hijo de unos nueve años muy travieso, tal vez demasiado. El pueblo era pequeño, así que al menos la habría visto un par de veces.
Piko podía ignorar a la mujer y tratar de dormir (al fin y al cabo, lo que le pasase no era su problema) o podría intentar ayudarla en lo que necesitase. La decisión caía en Piko.