―Parece que hoy también es un día lluvioso, ¿verdad?
La pregunta del camarero de aquella taberna logró sacarme de mi ensoñamiento. Aquella noche apenas había pegado ojo, había estado relampagueando y granizando sin parar, algo que me hizo sentir... extraño.
Demasiado similar al Mundo Inexistente.
―Sí, lleva así toda la semana, ¿no es así? ―dediqué una sonrisa de cortesía mientras cogía unos platines que se transformaron rápidamente en la moneda de aquel mundo en cuanto pagué al hombre.
Llevaba ya varios días viviendo en la posada que quedaba en el piso sobre aquella taberna. Podría ir y venir desde Bastión Hueco, pero era un viaje de varias horas que odiaba repetir, más teniendo en cuenta mi nulo control con el Glider a causa de la falta de mi brazo izquierdo, claro.
Al menos ya no me sentía tan deprimido y me iba bien en mi reavilitación. Había empezado a comprender mejor que aquello era solo una oportunidad más para superarme a mí mismo y a cualquier otro con méritos añadidos.
El camarero contó rápidamente las monedas y se refugió tras la barra dirigiéndose a una ventana que conectaba con la cocina.
La sopa caliente ―el plato más solicitado del día, al parecer― y su inconfundible aroma inundaba todo el local, que estaba repleto de gente que charlaba algo animada a la par que se escuchaba una canción desde un gramófono. Era un milagro que tuviese toda aquella mesa para mí, pero era normal. Mi presencia no era algo que fuese agradable para la mayoría de humanos normales.
El simple color de mis ojos ya era suficiente para que me mirasen con recelo y aún era peor, teniendo en cuenta que no tenía cara de tener muchos amigos precisamente. Probablemente las alarmas de "peligro" estaban encendidas en todos ellos.
Era una suerte que la capucha de mi chuvasquero negro ocultase ligeramente el peculiar color de mis ojos, aunque seguramente resultaba llamativo en cierto motivo. Se supone que era de mala educación tener una capucha puesta o un sombrero en un lugar cerrado... Aunque claro, a mí me la traía sin cuidado aquello.
―Que le aproveche ―me deseó el camarero cuando dejó el humeante plato sobre la mesa de madera, que evitó mirarme más de unos pocos segundos aunque ya había estado comiendo allí todos aquellos días. Asentí en silencio hundiendo la cuchara sopera en el líquido. Di varios soplidos para enfriar un poco el líquido (que tenía pinta de quemar) antes de metermelo en la boca.
Estaba deliciosa, no era muy salada ni demasiado insípida, se podía decir que tenía el "toque perfecto".
No dudé ni un segundo en meter otra cucharada de aquel cálido manjar que descendió por mi garganta y calentó mi cuerpo.