Faltaba poquísimo para el amanecer, pero no le importaba porque no pensaba ir a entrenar; no sería capaz de levantarse. Ni siquiera se molestó en quitarse la ropa. Forcejeó con los zapatos y los dejó caer al suelo estrepitosamente. Luego se metió debajo de las sábanas, diciéndose que ya las lavaría al día siguiente, porque debía estar dejándolas hechas un asco.
Pensó que se dormiría al instante, pero a pesar de que los ojos se le cerraban, su mente continuaba dolorosamente activa. No dejaba de darle vueltas y más vueltas a la expresión de Saeko y de preguntarse si no la habría juzgado demasiado rápido. Por suerte, estaba tan cansada que no fue capaz ni de enfadarse consigo misma. No había hecho nada mal. Lo sabía. Cualquiera con dos dedos de frente habría rechazado el ofrecimiento.
«Sí, pero el estallido ¿era necesario?»
Como una niña pequeña que necesitaba echarle en cara a los demás todo. Se revolvió y Harun le mordisqueó un dedo como advertencia. Fátima enterró el rostro en la almohada y poco a poco fue sumiéndose en un sueño inquieto.
Se despertó al día siguiente por culpa del sol, que entraba a raudales por la ventana. Se le había olvidado correr las cortinas. Se dio la vuelta y se dio cuenta de que Harun no estaba. Normal, debía ser ya bastante tarde y se habría ido a buscar algo de comer.
Se quedó tumbada, con un brazo doblado bajo la cabeza. Necesitaba urgentemente un baño, pero no quería levantarse.
—Soy imbécil—masculló.
¿Cómo era posible que siguiera sintiéndose culpable, a pesar de que no había luchado contra Saeko, a pesar de haber salvado a su familia de los bandidos? La había ayudado, maldita sea.
Sí, pero la desagradecida había sido ella.
Levantó una mano y empezó a hacer dibujos con la yema de un dedo en las irregularidades de la pared. Recuperó algunos retazos del sueño. En él, Saeko no era aprendiza de Bastión Hueco, sino simplemente Saeko, una chica malhumorada pero fuerte y valiente. Una mujer que quería volver a casa a ver a su familia tras una larga ausencia.
La convicción de que podría haberse quedado en su casa si ninguna hubiera sabido quién era la otra le dejó un extraño resquemor en la boca. Podrían haber bebido algo antes de irse a dormir, contarse verdades veladas y despedirse como dios mandaba. Con un apretón de manos —o una reverencia, en el caso de China— y sin gritos ni acusaciones porque se habían ayudado mutuamente.
Esbozó una sonrisa amarga. Si no hubieran sabido la verdad, hasta podrían haberse llevado bien.
Cerró los ojos y se acurrucó bajo las mantas.
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