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Asentí ante su negativa y le resté importancia con un gesto. Yo, por mi parte, me veía incapaz de sentarme a pensar en lo ocurrido.

—No pasa nada. Ya nos veremos. Cuídate.

* * *

La niña jugaba en el jardín, cerca de la puerta que separaba su casa de un mundo que nunca había conocido.

Le gustaba estar ahí. Fuera se sentía minúscula y protegida bajo el cielo y todos sus colores cambiantes, una sensación extraña que conseguía animarla sin importar el momento o la situación. Y ahora, con la llegada de la primavera, todavía más. La hierba era húmeda, y la tierra cálida invitaba a pasear descalza sobre ella. La niña se había quitado los zapatos —era más fácil dar volteretas de esa manera—, superado el temor inicial a que su madre la viera después con los pies sucios por casa. Al fin y al cabo, nunca la miraba.

Había dejado de preguntarse el por qué. Suponía que mamá estaba triste porque no podía ser un niño como ella quería. Quizás debería haberse esforzado un poco más en serlo, aunque no le gustara, pero no terminaba de parecerle... bien.

—¡Madame!

Pegó un brinco y por poco no soltó a Celine, su muñeca. ¡Hablando de niños! ¡Había uno al otro lado de la puerta! Parpadeó con curiosidad, sin saber muy bien cómo reaccionar. Nunca se acercaba gente de su edad...

—¿Qué hacéis ahí y no en la Corte de los Milagros? ¿Os han recluido? —quiso saber.

—¡No sé qué es eso! —exclamó ella con franqueza, acercándose a la verja—. Yo vivo aquí, con mi mamá y mi criada. Y con Celine —añadió, mostrándole la muñeca de trapo—. Me llamo Amélie. ¿Y tú?

—Soy Simbad —dijo con una gran sonrisa—. ¿Necesitáis ayuda? ¡Yo os liberaré!

Su reacción la hizo reír.

—¡Esta es mi casa, el sitio más seguro del mundo! Aquí nada puede hacerme daño. Es fuera donde están las cosas malas, así que ten cuidado. Siempre puedes refugiarte conmigo si quie...

Amélie se encogió al oír su nombre desde el interior de la casa. El grito interrumpió sus palabras y supo que se metería en un buen lío si la criada avisaba a su madre. Estaba prohibido hablar con desconocidos, después de todo.

Iba a decepcionar a mamá. Otra vez. Y estaría más tiempo sin hablarle ni hacerle caso.

Los ojos se le llenaron de lágrimas. El niño se marchaba.

—Será mejor que entre.

—Toma. Tengo que irme. ¡Adiós! ¡Ya nos veremos!

Sorprendida, Amélie recogió el bollito que Simbad le tendió. Estaba calentito, recién horneado seguramente. ¿De dónde lo había sacado? Le dio un mordisco, pensativa, mientras le observaba alejarse.

—Adiós...

Se terminó el bollito tan rápido como pudo antes de volver a la casa. Dentro, juraría y perjuraría que no había hablado con nadie, que el niño se había perdido y sólo le había echado. Conseguiría convencer a los criados, pero nada de eso le importaría a su madre.

Simbad no regresó. La propia Amélie, tras repetir la historia tantas veces, llegó a creer que no habían hablado más que unos segundos. El tiempo, la enfermedad y Celeste terminarían de alterar sus recuerdos.