Los pasos de la niña al desplazarse hacían que retumbara la mesa y, por tanto, las sillas y la vajilla. Por supuesto, también hacía temblar a Fátima, pero eso no le importaba tanto como el hecho de que la estaba sosteniendo y tenía terror de que apretara sin querer. De momento había sido muy delicada, como si estuviera acostumbrada a sostener cosas pequeñas, pero esos dedos eran tan grandes que le había costado no contener un alarido cuando la cogió por el brazo.
—¡Mira, Marie! ¡Ya te he traído a Oscar!
Su voz, aparte de reverberante, era casi ensordecedora y le costaba un esfuerzo enorme no rechinar los dientes cada vez que hablaba. Fátima contuvo el aliento cuando le dio un brusco giro, la cogió por los brazos y la hizo quedarse en un precario equilibrio frente a la mesita.
—«Oh mi amada Marie, ¿habéis empezado sin mí? ¡Me rompéis el corazón!»—exclamó, agravando la voz todo lo que podía y sacudiendo a Fátima hasta que le castañearon los dientes. Luego los dedos, increíblemente hábiles, le doblaron un brazo delante del cuerpo y la inclinaron en una torpe reverencia—. «Hasta he salido antes de mi puesto en la guardia real para tener una oportunidad de veros!»
«¿En serio se supone que esa es mi voz?», pensó, mareada y cansada, además de humillada.
El cambio de ropa había estado a punto de convencerla que al garete, que no iba a soportar algo así, pero cuando se había querido dar cuenta era demasiado tarde y ya le había quitado el vestido. Dio mil gracias porque no hubiera querido quitarle la ropa interior, porque habría sido la gota que colmara el vaso. Aun así, al ver a Celeste, sólo se le venía una pregunta a la cabeza.
«¿Por qué yo tengo que ser el hombre?»
Que era un traje bonito pero… Nada en comparación con Celeste.
Le dirigió una mirada, mezcla de horror y de ánimo a la muchacha, encajada con un emperifollado vestido en la silla y con una tacita de juguete en la mano. La niña, cuyo nombre todavía no conocía, sentó a Fátima en otra silla de juguete y empezó a interpretar una reunión de alta clase entre dos enamorados. A Fátima se le estaba quedando rígido el cuello de tanto mantenerse en las posturas que la cría le imponía y le lagrimeaban los ojos y le tiraban las mejillas por sonreír y tratar de no parpadear.
Dios, ¿cómo habían podido permitirse llegar a esa situación?