Aún quedaban horas para la reunión, pero no podía dormir por mucho que lo intentara. Los primeros rayos del Sol se colaban por la ventana de mi habitación en Tierra de Partida, pero no era eso lo que me impedía conciliar el sueño.
Era el dolor, en parte imaginario, que mantenía mi cuerpo entumecido. Recordaba cada golpe del Capitán como si lo estuviera sintiendo en aquel momento y con una claridad alarmante. Al cerrar los ojos, su semblante amenazador acudía con nitidez.
Había jugado conmigo, lo suficiente como para tratar de romperme antes de matarme. ¿Y como me salvé?
Sostuve aquel colgante extraño que había tenido conmigo desde el primer día que había llegado a la Orden, y que descubrí que podía cambiar su imagen de la persona que me acompañaba en la foto de su interior. Podía salir tanto Alice como Louise.
«Louise...»
Dejé el colgante en el cajón de mi mesilla.
Era imposible que hubiera sido ella, no podría tratarse de otra cosa que de un delirio que había tenido, al borde de perder la consciencia como había estado. Pero eso no explicaba cómo conseguí escaparme y aparecer en mi cama.
Al final del enfrentamiento apenas tenía fuerzas para mantenerme en pie. Suspiré, rompiéndome la cabeza todavía más. Tenía que haber sido Alice, que había tomado el control de mi cuerpo para sacarnos de allí. Pero por mucho que tratara de autoconvencerme, no me atrevía a preguntárselo de manera directa.
Miré mi teléfono y volví a mirar la hora y arrugué el ceño con hastío. Todavía tenía tiempo de darme una buena ducha y de intentar maquillar el moretón que tenía a la altura del pómulo izquierdo, el más visible de todos los cardenales que me quedaban. Muy a mi pesar, no lo conseguí.
«¿De verdad vamos a hacerlo?»
«Te prometí que lo conseguiría. Este es el primer paso.»
Tras recuperarme de manera parcial de la paliza que me había dado, le mandé un mensaje a Fátima. En él le pedía ayuda para intentar realizar una especie de invocación —similar a la de Ondina, le había dicho— pero en el fondo no tenía muy claro que fuera a serlo.
Tendría que hablarle de Alice, desde luego, pero todo a su tiempo.
Mientras caminaba por los pasillos de Tierra de Partida, me di cuenta de lo frustrante que era aquel castillo. Muy grande y muy colorido, sí, pero después de tantos años viviendo en Bastión Hueco me costaba más de lo que quería admitir orientarme.
Después de vagar durante un rato, perdido, acabé encontrando un Moguri. Por suerte Fátima era una Maestra y no una recién llegada, así que pudo guiarme hasta sus aposentos sin problemas.
Cuando estuve delante de su puerta sentí una punzada de duda. Una vez llamara, no habría vuelta atrás. Si quería su ayuda tendría que acabar respondiendo de manera inevitable a algunas preguntas que ni yo mismo me había planteado del todo.
Golpeé la puerta con los nudillos.
—¿Se puede? —pregunté, esperando que no hubiera llegado demasiado pronto—. Soy yo, Saito.
Cuando Fátima me diera permiso, entraría y le daría los buenos días. Estaba nervioso, pero mi corazón latía con una emoción inusual. Temía que fuera a hacerme daño en las costillas, pero no podía calmarme.
Había estado tanto tiempo estudiando e investigando… y ahora por fin tenía la oportunidad de conseguirlo.