Prólogo - Sombra de memoria
“Siempre lo supiste, ¿no es así? Desde que me viste por primera vez. En ese caso, ¿qué fui para ti? ¿Un amigo? ¿Un maniquí de lucha más? ¿O tal vez... un peón?”
El líquido que envolvía su cuerpo finalmente fue drenado por completo, dejándolo sólo en aquella prisión que tanto se asemejaba al tímido capullo de una rosa a principios de primavera. Incapaz de respirar en la cápsula, sometida al vacío, se lanzó hacia adelante, sólo para encontrarse con una pared casi invisible. Ante su cuerpo desnudo, la textura plástica del muro le hizo sentir como si lo hubiesen empacado en alguna especie de envase. Una sombra de sonrisa se asomó en su rostro; no estaba muy alejado de la realidad.
¿Qué estaba haciendo él allí? ¿Por qué estaba metido en una flor de dimensiones imposibles? Aquellas habían sido las primeras palabras que habían pasado por su mente una vez había despertado de su letargo. Tardó un poco en encontrar la respuesta, pero se sintió aliviado al darse cuenta de que, por fortuna, la sabía: estaba en una cámara que reconstruía memorias.
En aquellos momentos, necesitaba con urgencia saber quién era. Quién, claro, pero también qué. Empero, la palabra “necesitaba” estaba conjugada en copretérito, una forma más del pasado. Sí, era eso nada más: algo del pasado, pues ahora sabía su origen y qué era lo que lo hacía sentir diferente.
Nunca había pertenecido con Riku, hijo de la oscuridad, a pesar de que se habían llevado bien. Habían convivido sin inconvenientes, pero al luchar... al luchar los embargaba un extraño sentimiento. Era como si sus hojas quisieran encontrarse, como si el destino lo hubiera querido así. Tal y como el ratón sabe temer a la serpiente desde que abandona la madriguera, al igual que ésta sabe con seguridad cuál es su presa: instinto. Una extraña fuerza, tan abrumadora e incontronable como el instinto, lo unía a Riku y lo llevaba a intentar derrotarlo. No, allí no pertenecía.
Sora, por otro lado, a quien la luz abrazaba y protegía, había sido un gran compañero. Durante las pocas horas —tal vez menos, aunque no podía recordarlo con seguridad— que habían luchado juntos, habían sido perfectamente compatibles. Como si sus almas resonaran, sabían qué iba a hacer el otro y lograban ayudarse de su estrategia para potenciar su ataque. Y no obstante, había algo en Sora que lo hacía sentirse asustado. Se sentió débil y sin propósito mientras estuvo a su lado. Al igual que la oscuridad, la luz también puede cegar, después de todo.
Pero ahora lo sabía con certeza: dónde encajaba, qué pieza era en los planes del universo. Aunque había terminado con ellos por casualidad, siempre supo que eran muy parecidos a él. Sí, los miembros de la Organización XIII eran sus semejantes, pero sólo eso: semejantes. Eran como versiones mejoradas de él. Excepto... aquella chica...
Xion.
Por primera vez en casi un año, abrió sus ojos. Veía un poco borroso, pero él sabía que sólo era un efecto que no debía de durar mucho. Después de todo, había permanecido, además de largo tiempo con los párpados cerrados, encerrado en un líquido que lo mantenía vivo.
Se apoyó en el cristal —aunque era más suave, más puro y transparente que un cristal común— e intentó ver fuera de su cápsula. Su capullo reposaba en un cuarto completamente blanco, pulcro e impecable, acompañado por otros iguales a ambos lados. A su derecha estaba la única sálida; la puerta, de color blanco también, era la única referencia espacial que tenía y que le recordaba que la habitación era, de hecho, finita.
Como si jamás hubiese estado allí, el delgado cristal que lo mantenía encarcelado desapareció sin rastro. Puesto que su único punto de apoyo se había esfumado sin previo aviso, perdió el equilibrio y tuvo que dar un salto fuera del capullo para poder recuperarlo. Como siempre, cayó perfectamente. Después de todo, ésa era su especialidad.
El suelo estaba muy frío. Nunca supo si era por la magia que envolvía el lugar u alguna otra razón relacionada con aire acondicionado, pero siempre había sido así. Era tan frío, de hecho, que quemaba. Dio unos pequeños saltitos que le hicieron sentirse un poco rídiculo, cuando recordó de pronto la facilidad con la que podía cubrir su cuerpo. Plantó sus pies en el suelo —a pesar de que era eso justo lo que había estado evitando—, respiró hondo y dejó que la oscuridad lo abrazara, que envolviera su piel, que lo protegiera... En unos instantes, ya llevaba puestas sus botas negras, que combinaban bastante bien con su abrigo del mismo color. Por comodidad, decidió abrir el cierre por completo, ya que llevaba pantalones y camisa —también negros— debajo, y no se subió la capucha.
Repentinamente, la única puerta de la habitación se deslizó hacia un lado, escondiéndose en su marco casi invisible. Una vez ésta desapareció por completo, la delicada figura que esperaba del otro lado finalmente cruzó el umbral.
—¿Cómo te sientes, Félix? —inquirió la chica, con una voz dulce y tranquila, casi reconfortante. En su rostro llevaba dibujada una gran y sincera sonrisa, y sus ojos azules tenían un brillo hermoso.
—Zí, ezo... —Félix carraspeó y se llevó la mano a la garganta. ¿Quién diría que no abrir la boca durante un año tendría consecuencias? Movió la lengua e hizo algunos movimientos con los labios, para acostumbarse, antes de finalmente responder—: Sí, eso creo.
A Naminé le pareció divertida su actitud, y lo expresó con una risita.
—¿Y qué tal? ¿Has recordado todo? —continuó la joven.
—Sí. Con tus habilidades, era evidente —Félix le guiñó el ojo.
El chico no había notado cuándo había dejado de ver los objetos de manera borrosa, pero se alegró al darse cuenta de que podía ver el delicado rostro de Naminé con perfecta claridad. Con una gran sonrisa, caminó hacia ella sin ningún problema. Perder el equilibrio, después de todo, era algo que le pasaba pocas veces —aunque ya lo había hecho apenas despertar—. Como si no hubieran sido meses, sino horas durante las cuales había permanecido ausente, tomó a Naminé de la mano y salió de la habitación, seguido por ella, con toda naturalidad. Apenas pudo responder con sinceridad las preguntas que ella le hacía, relacionadas con su recuperada memoria, qué tal veía u oía, cómo se sentían sus músculos... En realidad, él estaba más concentrado en salir de aquella prisión de una vez, así que sus respuestas consistieron en simples y monótonos monosílabos.
Pasear por los metálicos pasillos —puesto que el blanco había sido sustituido por plateadas placas de metal y alguno que otro cable de color—, tomado de la mano de su amiga, realmente le había animado su despertar. ¡Qué alegre se sentía!
Un momento... ¿Alegre?
¿Qué es ser alegre, otra vez?
Félix se paró de pronto, meditando la respuesta a su silenciosa pregunta. Ensimismado, se olvidó por un momento de que Naminé estaba de pie junto a él:
—¿Félix? ¿Félix? ¡Xefil!
El chico reaccionó de pronto. A pesar de que su nombre real era Félix, de eso no quedaba ninguna duda, últimamente se había acostumbrado al anagrama que había pasado a ser su seudónimo. Por un momento, esperó ver a Roxas o a Xion junto a él, pero se sintió decepcionado cuando recordó que era Naminé la que hablaba.
—Perdón —se disculpó—. Estaba solo... —el chico sacudió la cabeza y cambió de tema—. ¿Quieres ir por un helado?
—¿Helado? —repitió la rubia, un poco sorprendida por la repentina propuesta—. Este... No, gracias... No me apetece.
—Es una pena... No me molestaría volar de nuevo hasta la torre del reloj y sentarme a disfrutar uno de... vainilla. Sí, vainilla. Personalmente, el de sal marina nunca me agradó tanto como a Roxas o...
Mierda. Lo he hecho de nuevo.
Naminé pareció leer la expresión que había nacido en su rostro. Después de todo, ella ya conocía gran parte de él, puesto que había visto sus recuerdos una y otra vez. No era de extrañarse que la chica adivinara los pensamientos de Xefil de vez en cuando.
—Descuida, ya te encontrarás con él y con el resto —dijo, aunque se apresuró a agregar—: ¡Por resto no me refiero a la Organización entera, sabes!
—Ajá... No estoy seguro de... ya sabes... querer a verlos. Ni siquiera la división.
—¿Ni siquiera a Xion? —inquirió Naminé.
—No podría decir que Xion fue un miembro en su totalidad —respondió Félix—. Por supuesto que ella no entra en esa categoría, además.
—¿Y... Axel?
—Bueno, siempre fue más amigo de Roxas y de Xion que mío, pero supongo que... —Felix cambió de idea mientras hablaba, por lo que su enunciado sonó un poco extraño—: ni en un millón de años.
Él lo sabía. Él lo sabía, al igual que Riku. ¡Y ninguno de los dos dijo absolutamente nada!
—¿Félix? —llamó Naminé de nuevo, al ver cómo sus pupilas cambiaban de color morado a amarillo. No obstante, éstas volvieron a la normalidad cuando sintió cómo la mano de la chica apretaba la de él.
—Perdón, perdón —se excusó, comenzando a caminar de nuevo, subiendo las escaleras que los harían salir de la parte “mecánica” de la mansión. Una vez más, se esforzó por cambiar el tema:. Si no quieres helado, podemos ir a comer algo. ¿Tampoco te apetece? De todos modos, tendré que salir de esta mansión alguna vez. Creó que será mejor si lo hago contigo.
—A DiZ no le hará gracia, sabes. Si llega a enterarse de que sigues aquí...
—Y es por eso que volveremos antes de que él llegue —Félix le guiñó un ojo.
Naminé se ruborizó un poco; Félix esperó el rechazo una vez más, pero para alegría suya, la rubia contestó con una voz tímida:
—Félix…Creo que está bien, pero DiZ y Riku…
—Será sólo un momento. Si algo sucede yo me haré responsable —en cuanto dijo ésta última palabra, materializó sus dagas gemelas.
—Nada de peleas —advirtió Naminé— Sólo iré contigo y no nos meteremos en problemas ni aquí ni en la ciudad, ¿de acuerdo?
—Está bien —respondió el chico, haciendo que sus armas desaparecieran, para después repetir—: Nada de peleas, nada de problemas, sólo una buena comida... y tal vez unos helados.
Naminé bufó.
Finalmente, el par salió al jardín de la mansión. El rocío les humedeció los rostros apenas cruzaron la puerta, que estaba abierta de par en par, y la luz del eterno crepúsculo les acarició la piel.
A Félix siempre le había gustado pasar el rato en el jardín: no importaba si conversaba con Naminé, comía un helado con Xion o luchaba con Riku. Ese jardín le hacía sentir tranquilo y, extrañamente, a salvo. Le entraron ganas de tirarse sobre el verde césped, sin levitar, sino tocándolo directamente y sentirlo bajo sus dedos, mientras observaba a los insectos revolotear en las flores y plantas que se enredaban en el muro y estatuas. Y tal vez, sentarse en el muro de piedra roja, como solía hacerlo Xion, para ver el crepúsculo golpear las copas de los árboles del pequeño bosque.
Giró su rostro para volver a ver a Naminé. Tristemente, la felicidad que sentiría si llegara a hacerlo no se compararía a la que había experimentado antes de quedar dormido. Nada se compararía a la felicidad que había llenado su corazón mientras pasaba tiempo con sus amigos.
Y de nuevo estaba usando palabras que, en teoría, no podía usar. ¿Felicidad? ¿Corazón? Eso no era nada más sino mentirse a sí mismo.
¿Pero qué estaba pensando? Claro, eso era lo que le habían repetido una y otra vez, pero ahora conocía la verdad: ¡claro que podía sentir! A su manera, pero podía hacerlo. Era por eso que todos sus pensamientos se dirigían a Naminé, Roxas, Xion, Riku, Sora… A todos aquellos que habían marcado su corta vida. A todos los que habían marcado su corazón de marioneta.
Afortunadamente, él, Xefil, miembro de la división secreta de la Organización XII, jamás había tenido hilos.