El muchacho dio una vuelta y cuando pidió una capa o algo para cubrirse la gente que trataba de rezar le miró con irritación y desconfianza. Todos le habían visto llegar con gitanos y ninguno se dignó a dirigirle la palabra. Sólo un pequeño monaguillo se le acercó y le entregó una capa y unas vendas, con una mirada tímida y algo desconfiada. Luego corrió hacia el mismo anciano con el que habían hablado Esmeralda y Zaccharie. Los gitanos no estaban por ninguna parte.
El anciano iba apagando los grandes candelabros que recorrían las naves de la catedral y sonrió al monaguillo, al que despidió con un gesto. Luego, sin dejar de prender las velas, se acercó a Sorkas y comentó:
—Tus amigos se han marchado y me han pedido que te ayude. ¿Tienes algún lugar a donde ir, hijo? —lo examinó de arriba abajo y sonrió plácidamente—. Si no, puedes quedarte aquí a pasar la noche —echó un vistazo a los últimos fieles, que estaban abandonando la catedral—. Y no salir bajo ningún concepto. Si puedes esperar, te traeré algo de cenar.
Cuando la luz dejó de entrar por las vidrieras, el interior de la catedral se quedó sumido en un plácido silencio. El archidiácono había dejado algunas luces encendidas para que Sorkas no se quedase a oscuras, pero el juego de penumbras podía resultar siniestro en un lugar tan espacioso.
Súbitamente sonaron unos bruscos golpes en la puerta, que resonaron violentamente en las naves.
—¡Abrid la puerta! —gritó una voz joven, de varón—. ¡Abrid la…! ¡Dios misericordioso!
Se escuchó un estruendo y los portones reventaron hacia el interior, estallando en pedazos.
Tres ojos amarillos resplandecieron en medio de la oscuridad y un joven, derrumbado entre los pedazos de madera que restaban de las impresionantes puertas, gimió e intentó incorporarse. Sangraba por una sien y tenía numerosos cortes en el pecho y los brazos. Al ver al monstruo que se alzaba ante él, sofocó un grito de pavor y consiguió levantarse y retroceder a trompicones.
—¡Cómo es posible que entren! —exclamó, horrorizado.
Con pasos pesados, resonantes, lentos pero firmes, el monstruo… El Sincorazón se dirigió hacia el joven herido.
Hana
Cuando llegaron ante el imponente Palacio de Justicia, de muros alargados pero gruesos, altos y picudos, agresivos, ya era casi de noche. No vieron por ningún lugar la tartana, pero Raphaël dio a entender que debía estar en el interior. Las puertas estaban vigiladas por numerosos soldados. Unos quince. Y seguramente en el interior habría muchos más. Parecía que estuvieran esperando un ataque.
Sin acercarse mucho para evitar ser vistos, Raphaël llevó a Hana a culebrear por los callejones que rodeaban el Palacio. Apenas sí había luz en las calles y tenían que guiarse por la que derramaba la luna sobre los tejados, pero, sorprendentemente, un burgués como Raphaël se movía como si siempre hubiera vivido entre las sombras.
Iban a salir de una de las callejuelas cuando el joven se detuvo bruscamente y se llevó un dedo a los labios. Luego señaló al frente: en un pequeño recodo, numerosas figuras humanas se arremolinaban, silenciosas, sin apenas moverse.
—Parece que tenemos compañía —susurró Raphaël, tan bajo que Hana apenas pudo escucharlo—. No hagas ruido. Veamos qué hacen.
Durante varios minutos, el grupo no dio muestras de que fuera a moverse y seguramente Hana comenzara a impacientarse. Pero, de repente, se unieron a ellos dos figuras que llegaron corriendo silenciosamente. Raphaël frunció el ceño al examinar las túnicas que les cubrían.
—¿Monjes? ¿Con los gitanos?
Pero entonces los recién llegados se bajaron las capas y, por la piel oscura y los pendientes que llevaban, quedó claro que no debían ser sacerdotes. Uno de ellos incluso era una mujer muy hermosa. Quizá a Hana le resultara familiar…
En ese momento comenzaron a moverse y se desperdigaron entre las calles. Raphaël empujó con firmeza a Hana para que se ocultara en las sombras.
—Dios mío —susurró Raphaël—. Están locos, piensan atacar de verdad el Palacio… Los matarán a todos —dijo con una mezcla de sorpresa y preocupación.
Salió al descubierto y se giró hacia la derecha: desde ahí se podía ver sin problemas el Palacio de Justicia. Dirigiendo una mirada interrogante a Hana, el burgués se apresuró a dirigirse en esa dirección y, poco antes de que llegaran a la pequeña plaza en la que se levantaba el Palacio, gritos de pavor desgarraron el aire.
—¡Pero qué…!
El espectáculo era dantesco: la plaza estaba llena de Sincorazón, con sus brillantes ojos amarillos horadando la oscuridad. Al menos ocho Sombras y un Neosombra. Las figuras de los gitanos —Hana podría llegar a contar hasta veinte—, envueltas en capas, se habían dividido en pequeños grupos que trataban de defenderse desesperadamente de los Sincorazón. Los soldados, entre tanto, abrían las puertas y se apresuraban a esconderse tras el grosor de sus muros.
De pronto, varios de aquellos monstruos fijaron sus inquietantes ojos en Hana y Raphaël. El Neosombra se arrojó sobre la primera, mientras que una Sombra cayeron sobre el burgués, derribándolo de un golpe.
Hana también cayó sobre su espalda y se llevó un buen zarpazo entre el hombro y el cuello, quedando aturdida por el impacto. El Neosombra alzó una garra para rebanarle, esta vez por completo, la garganta… Cuando fue apartado bruscamente de un golpe.
—¡Arriba, Fiore! —gritó Raphaël, enarbolando su arma y cargando de nuevo contra el Neosombra, con agilidad, esquivando uno de sus golpes y alejándolo de nuevo. Su espada atravesó el cuerpo del monstruo, pero éste se encogió ligeramente, como si hubiera resultado herido—. ¡Dios, ¿por qué no les hace efecto?!
Un alarido de dolor atrajo las miradas de todos y vieron que dos gitanos desaparecía bajo un grupo de Sincorazón. Los compañeros que trataron de ayudarlos fueron atacados por más Sincorazón, que surgían del suelo, por todas partes…
Raphaël cogió entonces a Hana por el brazo y exclamó:
—¡Vamos, tenemos que salir de aquí!
Hubo un nuevo grito, esta vez de mujer. Y luego otro, y otro. Raphaël tiraba de su brazo, insistente. Entre tanto, las ventanas del Palacio de Justicia se estaban iluminando.
Y el Neosombra, acompañado de la pequeña Sombra, se preparaban para saltar sobre ellos de nuevo.
Todo quedaba en manos de Hana. Era la única que podía eliminar a los Sincorazón. Pero quizá fuera un suicidio continuar allí. Los gitanos podrían apañárselas por sí solos.
O quizá no. Quizá murieran todos, porque no parecían dispuestos a abandonar a sus compañeros. Pero era imposible que vencieran contra los Sincorazón. Completamente imposible…