El dragoncito se había acurrucado en toda su larguirucha extensión sobre su almohada y respiraba con suavidad, dormido. Se había saciado de leche y un poquito de sangre —Fátima le había traído un pequeño filete crudo de la cocina. Tal y como había sospechado, todavía no podía devorarlo, pero sí lo chupó y lamió con ganas— y había disfrutado de su primer baño caliente. Se le durmió entre las manos mientras lo secaba con la toalla más suave que había podido encontrar.
Se imaginaba que no era normal que le tuviera tanta confianza, pero lo que estaba claro era que se sentía a salvo. Como si… Considerara que era su madre. Quizás lo creía así. ¿No se suponía que las crías asumían como tal al primer ser vivo al que veían al romper el cascarón? Llevada por un arranque de ternura, le acarició la cresta con suavidad, temerosa de despertarlo. El dragoncito ronroneó.
«Tengo que ponerte un nombre. Mañana buscaré en algún libro. Uno de rey, a ver si te trae suerte». No era lo que se decía supersticiosa, pero le gustaba esa costumbre de los padres de buscar nombres favorables para sus hijos, con la esperanza de que se convirtieran en lo que ese nombre significaba.
Los párpados se le caían de puro agotamiento y se le escapó un bostezo, así que trasladó al dragón con mucho cuidado a la cajita que le había preparado con un cojín incluido. Pero abrió de inmediato los ojos y soltó un gañido de protesta.
—No vas a dormir conmigo—le dijo, intentando ponerlo en su nueva cama. La criatura gruñó y le clavó las garritas. De pronto enrolló su cuerpo en torno a la muñeca de Fátima—. ¡Pero qué…!—exclamó, entre divertida e irritada.
Sólo entonces se dio cuenta de que el animalito estaba temblando. Arrepentida, lo atrajo contra su pecho y lo abrazó con suavidad. Sólo tenía un día de vida y ya había perdido a toda su familia. ¿En serio no le iba a permitir dormir calentito a su lado?
Suspiró y se metió debajo de las piernas.
—Sólo espero no aplastarte. Dormir con una persona que te multiplica varias veces en tamaño es peligroso, ¿sabías?—Bostezó y lo dejó caer sobre la almohada, rascándole detrás de una oreja.
Al principio ronroneó como un gato y pareció adormilarse. Pero, después se arrastró hacia delante y se acurrucó contra el hueco entre el cuello y el hombro de Fátima, buscando calor. También, quizás, el latido de su corazón para tranquilizarse. Le acarició el sedoso pelaje y susurró:
—No te preocupes. Estoy contigo.
Algo le decía que no iba a tener corazón para obligarle a dormir fuera de su cama. Pero bueno, ya se vería. Lo importante era que parecía estar calmándose y que, pronto, pudo escuchar su respiración acompasada. Se dejó arrullar por el sonido hasta que ella misma cayó rendida, con las comisuras de los labios elevadas.
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