Clonc.
El virote chocó contra la pared y cayó al suelo, bien lejos del objetivo. La punta parecía haberse roto con el impacto, de modo que ni me molesté en ir a buscarlo. Cogí otro del carcaj y lo coloqué sobre la ballesta con la eficacia de un Programa.
Clonc.
Al menos esta vez se había clavado en la diana. «Un gran avance», pensé mordazmente. Como recompensa, me permití alejarme un paso más.
Clonc.
Cargar, tensar y soltar. No iba a pensar en otra cosa; sólo movimientos mecánicos. No había nada más.
Clonc.
Nada de nada. Sólo la ballesta, los virotes y el centro del blanco a dieciséis pasos de distancia. No había sitio para nada más. Desde luego, no para pensar en lo idiota que había sido al marcharme justo esa noche, cuando bien podría haberme quedado en mi cuarto.
Maldita sea, cómo tardaban las ballestas en cargar.
«¿No se suponía que iba a ser una buena chica? ¿Que iba a aprender mucho e iba a cambiar las cosas?».
¡Crack!
Bajé el arco mientras una mueca se dibujaba en mi rostro. La flecha se había desviado un poquito y había acabado derribando una de las luces del techo.
Debía de ser una señal.
—Se acabó. Renuncio —murmuré, exasperada.
En cualquier otra situación habría salido por patas de la sala de entrenamiento; no tenía la menor intención de cargar con el coste de una lámpara nueva para el castillo. Y menos con la bronca y el castigo que alguien (llamémosle Nanashi) me impondría luego. Pero aquella vez era distinto.
El castillo estaba vacío.
Durante mi corta estancia en Bastión Hueco había visto Aprendices y Maestros ir y venir de un mundo a otro. La simpática chica cuya habitación estaba al lado de la tuya podía bien saludarte a la hora del desayuno y estar luchando contra piratas en, no sé, Port Royale, a los diez minutos. Así funcionaban las cosas, y yo lo aceptaba y asumía como rutina propia.
Pero de ahí a llegar a Bastión Hueco —¡mi supuesto segundo hogar!— y encontrarme con que todos se habían ido a Tierra de Partida —¡el mundo que nos quería aniquilar!— a hacer no sé qué, había un gran paso.
¿Y por qué habían ido a Tierra de Partida, para empezar? ¿Para la guerra? ¿Sin planearlo antes? No. Algo debía de haber pasado. Algo gordo. Algo gordo que no nos querían contar los Moguris.
Y yo no podía hacer nada al respecto. Sólo descargar mi rabia y mi frustración contra una pobre, inocente luz.
«De todas formas… ¿qué iba a poder hacer alguien como yo..?».
Nada.
Solté el carcaj de flechas con un cansado ademán y me acerqué al siguiente puesto de armas. Sin prisas, derrotada, inútil.