Ese día la guardia urbana se había levantado bastante antes de que asomara el sol para controlar las calles. Por primera vez desde hacía varias semanas, el rey pensaba dirigirse a Notre Dame —hacía un año su hermana había decidido que era más prudente que recibiera los sacramentos en su propia capilla— para asistir a una ceremonia para rezar por las almas de todas las víctimas de los demonios. A pesar que desde el Festival de los Bufones el número de ataques había descendido, a la vez que crecía el de piras en las que habían ardido los gitanos, la disciplina entre la guardia era más estricta que nunca. No se sabía cuándo podrían volver a aparecer. Durante los últimos años ya se habían cometido demasiados errores y ni la princesa ni el juez Frollo estaban dispuestos a permitir ningún desliz más.
En resumen, Matthieu había tenido que madrugar, meterse entre pecho y espalda un pan rancio y algo de queso que tampoco tenía muy buen aspecto, encasquetarse la armadura e irse a trabajar con sus compañeros.
Formaban en la calle oscura, cerca de donde trabajaba el panadero, cuyo olor haría gruñir las tripas de Matthieu.
—¡Firmes!
El capitán de la guardia, montado en su impresionante caballo Aquiles, pasó por delante de ellos sin molestarse en contener un bostezo y cierto aire de irritación.
—¡Señores, la seguridad del Rey depende de ustedes! Aunque no se vayan a ocupar de vigilar la calle por donde pasará su Majestad, son tan importantes como cualquiera de sus compañeros. Controlarán las calles y se asegurarán de detener a cualquier… sujeto… peligroso.—El capitán se permitió una sonrisa incómoda—. Ya saben de qué hablo. Si por algún casual se encuentran con una de esas demoníacas criaturas, es su deber proteger a la población, pero también dar la alarma. Entrad a cualquier iglesia y tocad repique. Acudiremos de inmediato a asegurar la zona.
»¿Dudas?
Todos sabían que el capitán era un hombre amable y con mucha experiencia, venido de las guerras. Si querían hablar, respondería, por cansado que estuviera. Quizás verlo así incluso les aliviaría: les recordaba que además de un héroe, era un hombre como cualquiera de ellos.
Si Matthieu no tenía nada que hacer, su compañero Alain se acercaría a él bostezando hasta desencajarse la mandíbula:
—Buenos no-días. ¿A dónde vamos? ¿A la plaza de Notre Dame, al Palacio real… al de justicia…? ¿O vamos a una de las puertas de la muralla?
Cualquier opción era posible, aunque estaban más cerca de la puerta del sur y de la Plaza de Notre Dame, la cual se encontraba más hacia al norte. El Palacio de Justicia estaba al este y el Real al oeste.
¿A dónde preferiría ir? Ah, y si tenía hambre, podían escaquearse —Alain no protestaría—e ir a desayunar algo más contundente.