Lo de tener una misión sin incidencias… estaba muy, pero que muy sobrevalorado. ¿Tenía algo en la cara que dijese “soy sospechoso de todo lo que creáis y mucho más”?
—¡Alto! ¡Detened a estos sospechosos!
—¡Lo ordena la guardia!
Porque lo parecía.
¿Y qué habíamos hecho de malo? Pues nada. Hablar con los gitanos… ¡qué delito tan abismal! Mientras pisaba uno de los charcos que se habían formado en sus calles, no pude evitar sentir cierta nostalgia por haber vuelto a la Cité. Nos estuviesen o no persiguiendo, me parecía uno de los mundos más hermosos que había visitado jamás. Me traía sin cuidado su falta de tecnología, los edificios tan hermosos y la dulzura que se respiraba en el ambiente eran suficientes como para encandilarme y compensarlo.
Aunque dicho sea de paso, en temas de justicia París tampoco era el mundo más evolucionado. Sólo había que ver los prejuicios que tenían contra los gitanos, casi tantos como Tierra de Partida hacia Bastión Hueco. Ignoraba por qué todavía no habían quemado Aprendices de nuestro bando, y dudaba que comentárselo a la Maestra que tenía al lado fuese una buena idea.
Fátima Laforet…
La había conocido antes de que llegara a ser Maestra, pero nuestro contacto más directo y reciente se había dado en una misión de Agrabah. No tenía una opinión de ella más allá que la que tenía de la mayoría de aquellos traidores. Aunque en este caso también me preguntaba acerca de la edad que tendría. Parecía tan joven a pesar de la ropa que llevaba, no podía ser mucho mayor que yo...
...Y ya es Maestra.
Noté como tiraba de mí con brusquedad; era mucho más rápida que yo y en el rato que llevábamos huyendo había tenido que adaptarse a mi ritmo. Yo era su guía al fin y al cabo, no podía perderme de vista así como así.
—Por aquí —susurré segundos después, mientras la hacía virar en dirección a una callejón que acabó dando a la nada.
No había salida.
Me alarmé, no había nada salvo montones de basura. Se oían los pasos de nuestros perseguidores y sin otro plan en mente le señalé lo único que podíamos hacer: escondernos taparnos con aquellos desechos que habían por allí amontonados. Si la Maestra no tenía ningún otro plan, era lo único que se me ocurría.
Arrugué la nariz ante el mal olor. Estaba seguro de que a Fátima no le haría tampoco demasiada gracia, pero era eso o responder delante de esos guardias. Y usar magia a plena vista de todo el mundo quedaba descartado y no había que olvidar que iban armados después de todo.
Estábamos bien camuflados para cuando se presentaron en el callejón. Uno se quedó atrás, el más gordo y que llevaba una lanza; el otro, más escuálido y con bigote, se acercó enseñando una fila de dientes amarillos mientras desenvainaba la espada.
Parecían impacientes por encontrarnos, y estaban seguros de que nos escondíamos por algún recoveco de aquel callejón.
El del bigote se acercaba peligrosamente al montón de basura en la que nos camuflábamos y a pesar de que de lejos podríamos pasar desapercibidos, de cerca no sería difícil vernos. Tenía que hacer algo, cualquier cosa antes que entablar combate. Miré a la Maestra y luego al gordo que seguía vigilando la única salida. Apunté con discreción mi mano en dirección a este último.
Concentré la magia que pude con tan poco tiempo y me la jugué a una nueva habilidad que había tratado de desarrollar en los últimos días. Una que iba más allá de mi propia afinidad de Oscuridad, tocando de esta manera un terreno desconocido: el de la Ilusión.
Mareridt.
El guardia de pronto gritó a su compañero.
—¡Zopenco, los acabo de ver pasando la calle de enfrente, date prisa o los perderemos!
El otro parecía sorprendido, pero no replicó y ambos salieron de allí.
Esbocé una sonrisa torcida a Fátima, contento de haber resuelto la situación sin llegar a las manos como siempre me sucedía.
Bastión Hueco 1, Tierra de Partida 0.
Aunque estando cubiertos de mierda, quizá podría considerarse un empate.