El foro de KHWorld representó una etapa maravillosa de mi vida y mis pasatiempos. En particular el rol, cómo no, que me acompañó durante 6 años de mi vida. Ahora que supero los 30 y soy un profesionista realizado, no tengo tantas oportunidades para escribir o dedicarme a escenarios imaginados. Detrás han quedado mis sueños de escribir uno o dos libros de ficción, sepultados tras el pasar de los días y la realización de que la juventud, con tardes enteras dedicadas a escribir, rolear y chatear, se ha terminado.
No soy tan buen escritor como creí que lo llegaría a ser cuando llegué a este foro a mis 14 años, y definitivamente no tengo nada importante qué decirle al mundo. Nunca voy a escribir un Cien Años de Soledad o un Gran Gatsby. Sigo siendo un sucker por la ficción y la fantasía..... Okay, corrijo: nunca voy a escribir un Señor de los Anillos o un Duna. Pero en ocasiones, cuando estoy atascado en el tráfico, o cuando camino por las mañanas, o incluso en los breves momentos bajo una ducha cálida, pienso en todos los momentos cool del cine, videojuegos, animación y, sí, también novelas y juegos de rol escritos en formato BBCode, y pienso...
"Wow. Quisiera hacer eso algún día". Quién sabe, quizás en algún momento, quizá cuando trabaje menos y tenga una cabaña oculta en las colinas, pueda dedicarme a escribir algo de principio a fin.
Xefil me ha acompañado desde que era un muchachito entusiasmado por Kingdom Hearts. De cierta forma, aún lo soy. Y el condenado espadachín sigue ahí, en un rincón de mi imaginación. A veces pienso en cómo sería Xefil si viviera en un mundo completamente original y legalmente distinto ©, lejos de las Llaves-Espada y el Reino de los Corazones, pero evidentemente inspirado por el tan humano conflicto entre la luz y la oscuridad. Este es un fragmento de lo que a veces cae en mi Google Drive entre pacientes.
No sé qué gano poniendo este texto aquí. Este foro es como la Necrópolis de las Llaves. Un eco de lo que alguna vez fue un lugar lleno de magia y luz. Si de alguna forma estás aquí leyendo, en 2025 o más adelante, primero que nada... ¿qué haces aquí? Wow. Me sorprende que hayas llegado.
Y segundo: tanto cómo si leíste mi pequeño desvarío, como si llegas al final de este post... muchas gracias.
Gotas entremezclando el sudor y la sangre, humedeciendo sus raídas vestimentas, trazando caminos como riachuelos sucios en su piel y cayendo como diminutas lagunas en las losas resquebrajadas. Una maldición musitada entre jadeos de cansancio, fungiendo como una infructuosa forma de consuelo. Manos trémulas, sosteniendo empuñadoras de plata con tal fuerza que los músculos reclamaban y los nudillos palidecían. Sus agitadas respiraciones, alientos cortos e insuficientes, retumbando y reverberando en las bóvedas y arcos de la decrépita catedral; un monumento en otra época construido para alabar a la divinidad, ahora violentado por escalofriantes bestias que los indoctos no sabían llamar de otro modo sino “demonios”.
En el estado en el que Myzar y Xefil se encontraban luego de aquella batalla tan cruenta, el tan ansiado sabor de la victoria era más bien un regusto amargo y metálico que —pensaba el muchacho— se parecía sobremanera al de la sangre que recubría el interior de su boca. Lo que les había costado su apenas-triunfo era un precio mayor de lo que dos Acólitos experimentados estaban acostumbrados a pagar en un conflicto. Los Ausentes normalmente no eran un oponente acreedor de angustia: en la mayoría de las ocasiones actuaban como miserables autómatas, rigiéndose de forma exclusiva por sanguinario y animal instinto. No eran criaturas pensantes en absoluto; eran astutos, sí, como lo sería cualquier depredador, pero no existía ni un ápice de inteligencia en su ser. Eran sólo un vano anhelo de existencia: una imitación barata de un individuo.
Pero no había sido así en esa ocasión. No cuando habían actuado bajo las órdenes de aquella bruja. De aquella… quimera. Se habían movido de forma precisa y organizada, coordinando sus movimientos como lo haría un escuadrón especializado, y habían sabido aprovecharse de los huecos en sus defensas. La mujer había supuesto el contrincante más fuerte que se habían topado hasta el momento, apoyada por su inusitado control sobre los espectros. Ciertamente, su experiencia como hechicera había sido un factor importante en su destreza como combatiente, pero lo que más peso había tenido en esa contienda era… eso. Esa cosa que le había hecho a sus brazos. Esa abominación que había convertido su piel en un material opaco y renegrido, como arcilla resquebrajada, sujeto en su sitio únicamente por costuras viejas y argollas oxidadas; y que le permitía comandar a la manada de bestias como si fuese un experto escuadrón. A Xefil le producía escalofríos recordar la visión del tinte anaranjado característico de los Ausentes destellando tenue bajo la carne cuarteada, avivándose y mitigándose al ritmo de un pulso excepcionalmente lento.
Bueno, ya no más, pensó el joven. No pulsaba ninguna luz bajo aquella repulsiva piel. Ahora el enemigo yacía al frente, un cuerpo laxo y endeble, desprovisto de vida. La hechicera había dejado de moverse de forma casi instantánea tan pronto como la lanza de Myzar impactó justo en el centro de su pecho. En ese momento no parecía más que un retorcido muñeco de trapo, en especial con los hilos que mantenían sus extremidades en su lugar. La única señal de que aquella monstruosidad alguna vez había sido una persona era la aún creciente mancha de sangre oscura y oxidada, como alquitrán, reposando bajo ella.
—Nunca imaginé que nos costaría tanto trabajo terminar con esa cosa —sentenció Xefil con dificultad, todavía algo falto de aliento. Alzó la mirada, despegándola del ahora inmóvil engendro y la dirigió hacia su compañera, cuyo rostro se ocultaba parcialmente bajo un mechón de cabello ensangrentado. Pese a eso, sus delgados labios eran aún visibles; e incluso desde la distancia, notó cómo ella esbozaba una mueca de disgusto.
—“Esa cosa” solía ser una persona —lo corrigió con severidad. Xefil pensó en cómo normalmente el resentimiento en el tono de la chica lo hubiera hecho retractarse al instante, de no ser porque momentos antes aquella cosa (sí, cosa) había arremetido contra ambos con la completa intención de acabar con sus vidas. Luego de que les hubiera puesto en jaque con semejante facilidad, el muchacho no tenía intención alguna de considerar las inflexiones filosóficas de la situación.
—Apenas —En respuesta a aquello, Myzar chasqueó la lengua de modo desaprobatorio, pero no dijo nada más. Quizás estaba demasiado cansada para repelar, porque normalmente no hubiera tenido reparos en darle una reprimenda por su falta de empatía. Algo que ella, en la opinión del soldado, poseía en exceso.
» Bueno —comenzó de nuevo Xefil, intentando cambiar de tema. Rodeó el cuerpo con cautela, todavía algo indeciso si acercarse a manipularlo. Con recelo, pensó en cómo las brujas de las historias con frecuencia tenían planes de contingencia para múltiples situaciones, incluyendo su propio deceso—. ¿Crees que esté muerto? Ehh… ¿Muerta?
La chica no pronunciaba aún palabra, pero al verla que se disponía a sentarse en el piso para atenderse sus heridas, imaginó con facilidad la respuesta.
—No siento nada —contestó, encogiendo los hombros. Xefil suspiró con alivio. Los sentidos de Myzar eran agudos y refinados, incluso para un Acólito. Y en particular su sensibilidad precognitiva, su capacidad de “sentir” el futuro, no podía ser igualada por ninguno de los otros aprendices. El hecho de que la joven estuviese tranquila lo calmaba a él también por consecuencia—. Así que supongo que estamos a salvo.
El chico asintió con la cabeza y se permitió darle su espacio para que se concentrara en descansar. Con cautela y todavía algo de miedo, se aproximó al cuerpo inmóvil y sacó el teléfono de su morral. Imaginaba que luego de enfrentarse a un contrincante tan inusual —que por supuesto y sería de interés para la Abadía— algo de evidencia fotográfica ilustraría mucho mejor el reporte en su bitácora. De tal forma que se arrodilló al lado del cadáver y, casi como si fuera un niño encontrándose con un animal muerto en el bosque, hizo lo único que se le ocurrió para asegurarse que en verdad no pudiese moverse más:
Picarlo con un palo.
O mejor dicho, con su Regalia. Extendió la guja hasta que la punta del cristal tocó el brazo de la hechicera y después le dio varios empujones, cada uno más fuerte que el anterior; el último tanto que sacó sangre oxidada de su piel marmórea. Xefil pronunció una mueca de asco ante la visión del espeso líquido cobrizo, como aceite de motor viejo, el cual se resistía con extrema facilidad a la fuerza de gravedad y se adhería a la herida como fango. Luego movió su archa unas pulgadas a lo largo de la extremidad, hasta que la punta hizo contacto con el injerto que la bruja había remachado sobre sus antebrazos.
Hssssss.
Al roce con la Regalia, el implante de piel se estremeció y liberó filas de vapor. El aprendiz abrió los ojos por la sorpresa y de inmediato los dirigió hacia donde Myzar, levantando las cejas y dibujando una fingida “O” de asombro con los labios, como diciéndole “¿Viste eso?”. Pero la lancera estaba muy ocupada vendándose el tobillo, cubriendo un corte superficial recibido durante la contienda; y de igual forma, aunque hubiese estado mirando en su dirección, con seguridad no compartía la misma curiosidad por la hechicera y sus espectros. El muchacho bufó con algo de impaciencia, lamentándose por no haber sido emparejado con alguien como Aleida o Lawrence, y volvió la atención al monstruo que justo habían derribado.
Entornó un poco los párpados. Bajo la erosión que había dejado el cristal de su arma, todavía podía distinguirse el brillo celeste que los Ausentes poseían en sus ojos y en la punta de sus apéndices; aunque aún leve y casi imperceptible. Sin embargo, ya no resplandecía con la misma intensidad con la que lo haría en una criatura viva. La presencia de aquel característico tinte sólo podía significar que cualquiera que fuese la fuerza que gobernaba a esas bestias, se había extendido a través de los tejidos de la mujer, posiblemente hasta llegar a lo más profundo de su persona y finalmente terminando por corromper su esencia. Su corazón.
Presuntamente eso explicaba su comportamiento violento y animalesco. Quién sabía. Quizás el cerebro de la mujer ya era completo engrudo, igual que sus brazos.
Dibujó un gesto afligido. A lo mejor, pensó, sí podía entender algo de lo que Myzar había dicho: aquello… había sido una persona.
—¿Qué crees que la llevó a hacerse todo esto? —preguntó en voz alta. No que hubiese mucha necesidad de alzar el volumen: la amplia galería de la iglesia magnificaba los sonidos; podía escuchar el tintineo que los frascos producían en el bolso de Myzar mientras rebuscaba por ungüentos y brebajes para las heridas de ambos. Y también el agudo chisporroteo que la piel chamuscada de la bruja seguía produciendo—. Diosas, es repugnante…
Myzar no contestó.
Xefil se encogió de hombros y se dispuso a recuperar la evidencia: primero las fotografías. Por alguna razón, no se sentía tranquilo despegando la mirada del cuerpo de la bruja, por lo cual deslizó las yemas de sus dedos por el suelo hasta que se toparon con el tacto helado del metálico celular, el cual sujetó a ciegas.
Detrás de él, el sonido de las botellas se detuvo.
Levantó el aparato y torpemente navegó sus botones holográficos hasta que se activó la cámara. Alzó el teléfono hasta que lo tuvo al nivel de los ojos y pudo ver a través de él, puesto que una desagradable sensación visceral no le permitía mirar a otro sitio. No podía respirar de forma adecuada, como si hubiera un peso de plomo empujando su diafragma.
A sus espaldas, las ropas de Myzar susurraron mientras la chica se incorporaba.
¿Qué era esa sensación? ¿Todavía seguía asustado? ¿Cómo? Si hacía sólo unos segundos se había girado tranquilamente hacia Myzar para mostrarle sus hallazgos. Pero ahora… Ni aunque fuese por un segundo, ni por un momento, siquiera una pausa infinitesimal, no quería apartar la vista. No quería y no podía, sentía de una forma imperiosa y visceral que no debía hacerlo. Por alguna razón su mente se hallaba en alerta nuevamente, intoxicada por adrenalina, como cuando estaban peleando, como si el enemigo que tenía al frente aún significase un peligro, como si fuese capaz de alzarse y…
Momento. Eso era…
—¿Xefil?
Precognición.
Un grito ensordecedor brotó del cadáver y se extendió por toda la catedral, sacudiendo sus columnas, ornamentos, vidrieras, e incluso los huesos de los dos Acólitos que la ocupaban.
Un leve destello reflejándose en la pantalla del teléfono. Un agudo silbido, como una flecha rompiendo el aire. Sus manos moviéndose en automático. Un veloz arnés con el que tiró de su cuerpo hacia atrás, apartándose del cadáver de la bruja en el instante preciso en el que un cristal se clavó con fuerza en la mano de la mujer, atravesando su carne y huesos como si estuvieran hechos de papel. El retintín de un candelero de techo en lo alto delató al culpable. Los prismas péndulos que adornaban la araña plateada se sacudían como si un fuerte viento los hubiese impelido. Pero todas las ventanas y puertas estaban selladas, la hechicera se había asegurado de ello. ¿Telequinesia, o…?
—¡Pensé que habías dicho que estaba muerta! —El chico no pretendía que su exclamación sonara como una protesta acusatoria, pero Myzar de todas formas lo fulminó con los ojos y apretó el entrecejo a la par que replicaba:
—¡Te dije que no sentía nada y no era ninguna mentira!
Con una estruendosa cacofonía, el tenebrario se agitó como arrastrado por cuerdas invisibles. Todos los cristales que colgaban de él se estremecieron y luego se precipitaron más rápido de lo que su peso era capaz de impulsarlos, como si tuvieran vida propia, en un fugaz diluvio que descendió con la fuerza de una guillotina. Un caleidoscopio de luz anaranjada envolvió el cuerpo de la hechicera a la par que, controlados por manos intangibles, los prismas volaron y se acomodaron, algunos apresurándose a introducirse bajo la piel del cadáver como hambrientos parásitos, y otros organizándose con celeridad a forma de una muralla protectora a su alrededor.
Myzar se llevó una mano al estómago y otra a la boca como uno hace cuando intenta suprimir una arcada. La chica apenas y ahogó un quejido cuando los cristales que habían excavado bajo la carne de la bruja imitaron a sus compañeros y se elevaron en el aire, tirando y tensando la piel hasta que su flácido cuerpo venció la gravedad, suspendiendo el cadáver en el vacío como un titiritero a una marioneta. Con un silbido ensordecedor, las decenas y decenas de gemas que la rodeaban volaron hasta formar un perímetro de varios metros a su alrededor.
Dos de los fragmentos surcaron el aire a una velocidad impresionante en dirección a los dos jóvenes. Si no fuese porque en todo momento habían tenido la mirada fija en aquel inexplicable escenario, Xefil no hubiera sido capaz de reaccionar a tiempo y despegar la baldosa que tenían al frente con un bien colocado arnés, utilizándola como un escudo. El improvisado muro fue suficiente para protegerlos, aunque los cristales lograron asomar la punta a través de la roca, demostrando que su filo no era nada a lo que restarle importancia. Aún bajo la sombra del adoquín, los prismas despedían una luz fría e innatural, pero de cierta forma… atrayente.
Myzar contuvo otro espasmo.
—Xefil… Esas parecen… —Se le había escapado toda la sangre de su ya de por sí pálida piel. La joven aprendiz lucía completamente horrorizada. La siguiente palabra apenas y pudo pronunciarla con un hilo de voz—: Regalias.
Regalias. Regalias. El sonido repercutió en el interior de Xefil, como si su cabeza fuese una estancia sin entrada ni salida, donde al sonido no le quedaba más remedio que rebotar y retumbar en las paredes. Regalias. Por unos instantes que parecieron décadas, la expresión constantemente duplicada se tornó en sólo un vocablo sin concepto, un ruido articulado sin significado detrás. Regalias.
Y entonces, con un súbito entendimiento que se sintió como un golpe en el vientre, la palabra finalmente encajó en su lugar.
Regalias. Almas encarnadas.
—¡Es chiste, ¿no?! —rugió Xefil, expeliendo el muro que los protegía con un enérgico impulso de gravedad. La piedra voló y giró por los aires, llevándose de encuentro a varios de los cristales, pero errando a la hechicera por sólo unas pulgadas: sus sirvientes la habían arrastrado fuera del camino en el momento justo. Los prismas aprovecharon para lanzarse casi de inmediato sobre los Acólitos, por lo que el chico tuvo que alzar su guja y comenzar a repelerlos como si fuesen una parvada de pájaros mecánicos—. ¿¡De verdad nos ataca con armas muertas!?
—¡Ah! —La distancia entre Myzar y él se acrecentaba; mientras el chico avanzaba al frente, moviendo su propia Regalia en arcos y ángulos a los que no estaba acostumbrado, la muchacha tuvo que retroceder varios pasos para evitar ser empalada por varios proyectiles y poder contraatacar con algunos de los suyos propios—. No creo que… ¡Xefil! —Uno de las rayos de la joven le pasó por un costado, por poco y volándole la oreja de su sitio, para repeler un fragmento que había estado apuntándole al punto ciego de la nuca—. ¡Siento energía saliendo de estas cosas, Xefil, no--! ¡Ah!
La voz de Myzar se quebró y no pudo terminar la frase. Preocupado porque no estuviese herida, el castaño giró su torso hacia ella, ingenuamente dándole pie a una de esas cosas para arremeter contra él y clavarse profundamente en su muslo izquierdo. Aulló de dolor, pero se obligó a aguantar sólo unos segundos, sólo unos brevísimos instantes, lo suficiente para asegurarse que…
Gracias al cielo. Myzar estaba a salvo. Todavía seguía forcejeando con su propio pelotón de cristales. Seguía íntegra, o por lo menos no parecía tener heridas nuevas aparte de las recibidas anteriormente. Había dejado de hablar porque, imaginaba Xefil, ya no había podido aguantarse las lágrimas.
Sí, estaba llorando.
—¡No están muertas! —gimió la muchacha con voz afligida.
Y mientras el aprendiz tomaba con su diestra el prisma que seguía clavado en su pierna y tiraba de él con fuerza, comprendió el porqué. Sus dedos, acostumbrados a reconocer la familiar sensación, lo advirtieron al efímero contacto con el cristal. No se sentía igual que su arma. Era… similar, un poco. Pero también distintivamente diferente.
—¡No son trozos de Regalias, son…! —intentó explicar Myzar.
Un efímero destello invadió su mente. Un amanecer. Una granja vieja. El olor a heno, aire fresco. Su padre y su madre. Un perro pastor. El rebaño. Familia. Anhelo, nostalgia, desconsuelo. Un recuerdo, lejano y borroso. Un recuerdo que no le pertenecía.
Su propia Regalia comenzó a vibrar y a despedir vapor, colérica como su dueño.
Sintiendo la ira hervir en su interior, Xefil terminó la frase de su compañera:
—Son corazones.

Un cristal diferente se escabulló a través de su defensa y logró introducirse profundamente en su antebrazo derecho. Xefil dejó salir un alarido cuando por su brazo entero ascendió la inconsolable sensación del hueso siendo arañado.
El cálido abrazo de una chimenea. El reconfortante peso de un niño en sus brazos. Los labios de un hombre que se iría a la guerra. El gimoteo de un bebé. Lágrimas, labios salinos por el llanto, una despedida. Dolor. Duelo.
Hizo ademán de arrancárselo al instante, pero se detuvo cuando se percató que, para deshacerse del invasor, primero tenía que soltar el arma que sostenía en su mano izquierda. Maldijo en voz alta y se lanzó a la carrera, intentando evadir la lluvia de cristales que simulaba un enjambre de avispas enfurecidas.
Casi de inmediato se arrepintió de su decisión. Tan veloz como era, no podía correr más rápido de lo que los corazones podían volar. Las puntas de flecha lo llenaron de arañazos en todo su cuerpo. Por fortuna, ninguna más pudo clavarse en su carne. Sabía que podía proteger su mente de la influencia de un par de intrusos: para eso lo habían entrenado. Pero sus atacantes eran decenas y decenas, si comenzaban a llenarlo de agujeros, entonces su propio corazón se vería abrumado y…
—¡Basta! —gritó, sin saber si lo que sentía era ira, pánico o una mezcla de ambos. Apretó el puño con fuerza y luego tiró bruscamente como quien jala una polea imaginaria. Entre sus dedos no sujetaba nada más que aire vacío, pero el espacio a su alrededor siguió sus órdenes.
Se sorprendió por su propio poder. Ni siquiera recordaba haber pronunciado otra palabra a manera de conjuro. Lo envolvió una sensación de agobio y pesadez, como si el mundo entero intentara asfixiarlo. El aire se volvió denso y difícil de aspirar, como humo negro. Se le doblaron las rodillas, y su pierna lastimada alcanzó a tocar el suelo.
Los cristales a su alrededor, incluyendo el de su brazo, se precipitaron con violencia hacia el piso de la iglesia, sin poder resistir la ineludible fuerza de gravedad. El sonido que produjeron fue contranatural: un ruido de timbre claro y agudo, vítreo. No un campaneo o tintineo. No, un solo tono. Único. Singular. Los cristales habían caído todos al unísono y no habían rebotado ni un ápice pese a su tamaño.
Xefil comenzó a sentirse liviano e insustancial, incluso aunque su cuerpo pesara como una roca. Sus pensamientos se enlentecieron, su vista comenzó a tornarse gris y más gris, borrosa, la iglesia comenzó a oscurecerse…
Una voz que no sonaba como la suya susurró en su interior: «Idiota. Te atrapaste en tu propio hechizo».
Al instante abrió su mano. En cuanto sus dedos se separaron de su palma, el mundo volvió a la normalidad: como si alguien hubiera abierto una compuerta en un riachuelo, el color, el ruido e incluso el tiempo mismo volvieron a fluir como un torrente de agua. Un terrible dolor parecía quererle partir la cabeza por en medio de la frente. No se percató de lo mucho que le faltaba el aliento hasta que logró respirar de nuevo. Sus piernas respondieron de nuevo y pudo incorporarse.
Maldijo sin pronunciar palabra. Se había lastimado a sí mismo. Y cuando se trataba de magia, también, básicamente había quemado gran parte del combustible en el tanque. En su desesperación, había usado magia de caos, y esto le había pasado factura.
Pero no desaprovecharía la oportunidad, pensó. Por sólo unos momentos, tenía espacio para recuperarse. Las gemas anaranjadas todavía yacían en el suelo, aturdidas por el golpe. Esto, claro, exceptuando a las que volaban con fiereza alrededor de la hechicera, como un cinturón de asteroides. El chico salió corriendo del perímetro donde los cristales lo habían mantenido, dispuesto a reunirse con Myzar.
No pudo evitar lamentarse cuando sus botas destrozaron varios de los corazones con un sonoro crac. Si hubiera tenido tiempo para experimentar más sentimientos, esto seguramente lo hubiera hecho enfermar.
La galería era amplia, pero no interminable. Le tomó apenas unos segundos llegar hasta donde estaba su compañera, quien había retrocedido hasta tener la espalda pegada al muro. Al menos un tercio de los proyectiles la asediaban también, volando a su alrededor en direcciones azarosas, surcando el aire con celeridad y rasgando su ropa y su piel en diferentes sitios. El otro tercio de los cristales yacía en el suelo donde Xefil los había dejado. Y el otro seguía protegiendo a la hechicera, que continuaba flotando en su sitio, inmóvil. Sólo observando.
Myzar estaba teniendo muchos más problemas para deshacerse de sus atacantes: había convocado su lanza y la movía de un lado a otro, intentando sacudírselos de encima, pero lo hacía de una forma lenta y torpe. Tan buena lancera como lo era, no estaba acostumbrada a luchar sin tomar distancia. Xefil intervino de inmediato: en cuanto la tuvo al alcance de su archa, él igual la blandió de arriba abajo, izquierda a derecha, intentando quitarse de encima a los implacables corazones. Su propia Regalia era delgada, casi tanto como la de Myzar, pero él sabía manejarla mejor cuando se trataba de golpear el blanco. Además, era veloz.
Logró repeler al menos a una decena de ellos, atizándolos con tal brío que algunos se estrellaron violentamente contra el muro o el suelo. Pocos, incluso, se partieron en pedazos con el impacto. Pero ahuyentarlos a todos sería una misión imposible, y el chico lo sabía. Así que en cuanto creyó que había disminuido —aunque fuese un poco— la ferocidad del asalto, tomó a Myzar de la muñeca y la urgió a echarse a correr.
Las condenadas flechas los siguieron de cerca.
—Hay… tantos… Duele… Me duele… mucho…
Apenas y pudo escuchar el hilo de voz proveniente de la chica. Xefil razonó que Myzar lo estaba pasando mucho peor que él, y no sólo físicamente: si alguna de esas cosas había logrado introducirse en su cuerpo, en su espíritu, sabía que su inusual sensibilidad la atormentaría más de lo normal.
Vadeó entre las bancas podridas y las baldosas sueltas, intentando buscar una salida. Las puertas dobles de la iglesia estaban cerradas por completo, y aunque no tenían ninguna clase de seguro o travesaño, la quimera y su escolta les bloqueaban el camino. Xefil no albergaba ninguna clase de esperanza en poder superarla de frente. Miró hacia los vitrales en lo alto, algunos de los cuales inclusive habían perecido ante los caprichos del tiempo y dejaban entrever el cielo gris. Él podía subir con sencillez, pero no sabía si podía cargar con Myzar, mucho menos con un brazo y una pierna heridos. Y también estaba la trampilla de donde habían salido, la cual seguía abierta de par en par, pero sabía que por debajo del templo no había nada más que cuartos sin salida.
Empezó a entrar en pánico.
—¡¡Aquí!! —bramó, decelerando enfrente de un viejo confesionario de piedra que milagrosamente se mantenía todavía de pie. Abrió la puerta de un jalón con un arnés, y, con mayor arrebato del necesario, prácticamente arrojó a Myzar al interior. Luego, él también se introdujo de un salto. Y por si acaso, antes de cerrar la abertura detrás de él, volvió a clavar su hechizo en el suelo y tiró de la baldosa con firmeza. La roca se levantó de un extremo y con un sonoro estruendo, se estrelló contra el confesionario, cerrándolo como una tumba.
La oscuridad los invadió.
Un atronador y horripilante repicar sacudió la habitación. Xefil sabía que aquellos fragmentos que tenían punta y filo se habían abalanzado contra la puerta: la cabina incluso se iluminó tenuemente con un tono anaranjado cuando algunas puntas lograron asomarse. El sonido se repitió en varias ocasiones, cada que los cristales retrocedían y volvían a arremeter contra ellos. Pero afortunadamente, el improvisado refugio aguantó.
Al menos… de momento.
—No puedo hacer esto-- no puedo, esto es demasiado-- no puedo hacer esto —Myzar se arrojó al torso de Xefil, lo cual fue casi inevitable en el reducido espacio en el cubículo del confesionario. La Regalia de la chica desapareció con un destello. Cerró sus delgados dedos con fuerza, asiéndolo de la ropa, y hundió su rostro en el pecho de él. Su voz era fina, apenas oíble, y temblaba con cada vocablo.
Algo traspasó la camisa de Xefil y humedeció su piel. Supuso que no se trataba de su propio sudor.
No pudo siquiera protestarle a la chica. Sabía que una parte de él pensaba lo mismo.
—Claro que puedes… Podemos. No te preocupes. Todo estará bien —Estaba mintiendo, por supuesto. No podía estar seguro de ello.
Otro traca traca traca retumbó en el diminuto espacio. Afuera los esperaba lo que era básicamente un completo ejército en miniatura. Y no obstante, el aprendiz sabía que en algún punto tendrían que salir. Si no lo hacían, sería cuestión de tiempo para que la puerta del confesionario se convirtiera en un cedazo y el enjambre completo se les viniera encima.
¿Pero qué podían hacer una vez volvieran a la iglesia? Ahora los cristales estaban concentrados en un solo punto, y ambos estaban más cansados y adoloridos que en su primera pelea. No había forma en la que pudieran enfrentarse a todos al mismo tiempo. Además, Myzar era poco confiable con sus proyectiles ante un oponente tan pequeño y a tan corta distancia.
La respuesta, por supuesto, era vencer al titiritero. A la hechicera. La quimera era el comandante de aquella milicia. Si podían volverla a someter, entonces todos los corazones debían, naturalmente, venirse abajo. Este hecho era todavía mucho más obvio al razonar que la bruja no se había movido de su sitio y que incluso en su interminable asedio, había conservado una cantidad importante de los cristales para protegerse.
Allí sí, las lanzas etéreas de Myzar serían vitales.
—Tienes que ensartarla —comenzó Xefil de forma amarga—. Una de esas cosas azules que sabes disparar y habremos terminado.
Myzar finalmente se separó de su pecho y lo miró con un par de ojos bastante hinchados. Su cara tenía un tono rosado y brillaba por todas las lágrimas que se había desparramado.
—No puedo —dijo simplemente—. No puedo siquiera echar el brazo atrás, porque en cuanto lo hago…
Trac trac trac trac trac.
Un montón de polvillo les llovió encima. Incluso las piedras de río amenazaban con ceder.
—Yo te cubriré, entonces —razonó Xefil con premura—. Puedo lidiar con los corazones mientras no sean muchos. Eh… con los cristales —El chico notó que su compañera se estremeció en cuanto él puso la naturaleza de los proyectiles en palabras.
El asunto era que, en efecto, “eran muchos”. El joven se encontró atrapado en un razonamiento cíclico cuando la única respuesta que se le vino a la cabeza fue que él también necesitaría que Myzar protegiera sus puntos ciegos.
Pero no podían escudarse las espaldas el uno al otro. O bueno, sí, pero para ello tendrían que luchar, literalmente, espalda con espalda. Y eso sería práctico si estuviesen peleando contra dos, o cinco, incluso quizás diez oponentes. ¿Pero contra casi una centena? Y más cuando el enemigo pensaba como uno so-
Como uno solo.
Entonces… lo sobrecogió la inspiración.
Lo tenía.
La respuesta.
—Tenemos que resonar —pronunció, en voz muy baja, y muy lentamente.
Myzar se sacudió con tal fuerza que Xefil pensó por un instante que los cristales habían logrado entrar al confesionario. La chica lo empujó con los brazos y lo hizo estrellarse contra la puerta; la cual, por fortuna, seguía siendo sostenida por la baldosa de piedra y no cedió ante su peso.
—¿¡Estás demente!? —exclamó.
—¡Pues… sí, creo! —respondió Xefil, tomando ofensa al respecto—. ¿O tienes una mejor idea?
Para él tenía todo el sentido del mundo. Si lograban resonar, entonces podían cubrir las debilidades del otro. Si la conexión era lo suficientemente fuerte, podrían compartir tanto su perspectiva y su precognición. Los oponentes que Myzar viera venir, Xefil podría repeler aunque los tuviese en su punto ciego. Estaría esencialmente viendo a través de ella. Y viceversa. Sería como tener ojos en la espalda. Además, mezclando sus consciencias, podrían comunicarse de forma casi telepática, adivinando los pensamientos y las intenciones del otro antes de que pudieran actuar.
Su maestro Caelum una vez le había dicho que, cuando una Resonancia era perfecta, los Acólitos inclusive entendían la afinidad y los hechizos de su compañero. Myzar podría usar su magia de Estrellas, y él podría usar la magia de Soles. Así que en el peor de los casos, incluso si no lograban vencer a la hechicera y sus cristales, Myzar podría usar un arnés y trepar junto con él por la ventana. Y escapar.
El problema residía en que ambos eran apenas y un par de aprendices. Estaban lejísimos de dominar al primer intento una técnica experta y digna de un Maestro como lo era la Resonancia. Y Xefil sabía que, de ellos dos, él era el único que lo había practicado….. con Aleida… bajo supervisión estricta de sus Maestros… y exitosamente en tan sólo una ocasión…
Pero… ¿qué alternativa les quedaba?
—Si perdemos esta pelea, estamos muertos —le dijo a su compañera, sujetándola de los hombros y moviéndola un poco—. Pero si no lo damos todo, ¿cómo esperamos ganar?
Myzar estaba tan molesta que había dejado de llorar.
—¿¡Y si terminamos por lastimarnos más!? —vociferó. Estaba desesperada—. ¿¡Entonces qué, cómo ganamos entonces!?
Xefil pasó saliva. Eso claro que lo sabía.
Si el proceso no se realizaba de forma adecuada, sus Regalias comenzarían a arder y a quemarles la piel. El arma no estaba hecha para ser blandida por alguien más que su dueño. Y también, si uno terminaba por invadir accidentalmente la mente del otro, terminaría por abrumarlo con una ráfaga de recuerdos y sentimientos.
Trac trac trac trac trac.
—Tendrás que confiar en mí —expresó simplemente el chico, repitiendo las palabras que Faithe le había dicho la primera vez que sujetó su Regalia. No sabía qué más decir, incluso sabiendo que para él no sería tan fácil si los papeles estuvieran invertidos—. Y no te preocupes, incluso si llega a ser imperfecta… Aguantaré.
» Ten, aquí —Xefil se quitó el guante de cuero que llevaba en la mano derecha y se lo tendió a Myzar. Después, con algo de torpeza por el espacio reducido, se quitó la capucha que llevaba alrededor del cuello.
La chica se le quedó viendo, inmóvil, sin entender qué hacer. Impaciente, Xefil la apremió con un gesto, levantando las cejas y señalando con la mirada al guante. Myzar negó con la cabeza, pero Xefil desistió en sus intentos, finalmente tomando el toro por los cuernos: se colgó la bufanda de un codo doblado, y usó sus manos libres para ponerle el guante él mismo. Luego, sin dejarla replicar, le enredó la bufanda alrededor de sus dedos también, improvisándole una especie de venda.
—P-Pero, ¿qué pasa si…? —empezó la chica, dejando entrever de nuevo su desesperación. Sus ojos se le humedecieron de nuevo.
—Confía —interrumpió Xefil, sosteniéndole la mirada—. Con-fía. Es vital, o no funcionará.
Hubo una pausa. Un momento de silencio. Como si hubieran estado escuchando, los cristales del exterior también los dejaron en paz por un instante.
Quién sabía, quizás sí lo hubieran estado haciendo. Una parte de ellos. La parte que quería verse liberada.
Xefil tomó a Myzar de ambas manos y pegó su frente con la de ella. Sabía que ese contacto no era necesario, pero por alguna razón supuso que a la chica le ayudaría a entender más rápido el proceso.
—Respira conmigo.
E inspiró por la nariz. Ampliamente.
Estaba sudorosa y ensangrentada, pero podía incluso así notar un leve olor a flores y a vainilla. Era muy agradable, y Xefil pensó en que le quedaba bien.
Luego espiró, deshaciéndose de ese y de todos los demás pensamientos.
Se concentró en el contacto de su piel con la de ella, en la calidez de su frente y en la punta de su nariz, en el cosquilleo de sus pestañas húmedas, en aroma avainillado de su perfume; en su respiración, primero temblorosa, luego más serena, y finalmente… en sincronía con la de él.
No estaba pensando en palabras como tal. Eso lo desconcentraría. Pero si pudiera describir el contenido esencial de su cabeza y su corazón, hubiera sido algo como:
“Pongo mi vida en tus manos. Confía como yo confío”.
“Te entrego mi corazón”.
Fue inconsciente, pero ya había vuelto a convocar su Regalia. Con un destello y un agudo campaneo, la guja de doble punta apareció en la mano izquierda de él, atrapado entre el contacto de ambos, aún asidos de las manos. Myzar también reflejó el acto, casi en automático, haciendo aparecer su lanza entre sus dedos izquierdos y sobre la mano derecha de Xefil.
La pequeña Myzar tenía los dedos y los labios pegajosos, rebosantes de un sabor dulzón. Corría por un callejón cuyas paredes le parecía altísimas, casi alcanzando el cielo. Reía y reía, traviesa. Alguien la perseguía juguetonamente. Era inmensamente feliz.
Al muchacho comenzaron a invadirlo recuerdos que no eran suyos. Eran rápidos; fugaces y difíciles de comprender, como intentar evocar un sueño. Pero aunque no comprendía en su totalidad aquel pasado que no le pertenecía, al menos no de forma consciente, lo que sí dejaba huella en su corazón eran los sentimientos que despertaban.
El metal de sus empuñaduras comenzó a quemar. En ambos muchachos.
Estaba de pie en la cima de la muralla, a decenas de metros sobre la ciudad. La brisa helada le acariciaba el rostro y, cuando le secaba las lágrimas, era como tener hielo en las mejillas. Dio un paso al frente, la mitad de su zapatilla tentó el aire vacío…
Xefil sintió el lacerante ardor en su palma derecha, pero intentó ignorarlo. Siguió respirando, suave y lentamente, siguiendo el mismo ritmo que Myzar. Sus alientos temblaron al mismo tiempo, los dos se estremecieron al mismo tiempo, ambos apretaron los párpados al mismo tiempo…
Sus padres vociferaban, coléricos, intentando hacerse oír el uno sobre otro. Ella se había encogido en la silla, como si pudieran dejar de verla. Temblaba, poseída por el miedo. Y también, se sentía tremendamente sola… Culpable…
Su mano izquierda comenzó a quemar también, pero fue sólo por un instante. Era una sensación diferente; el calor era mucho… menor. No dolía tanto como su diestra, pero podía sentirlo. Y sin embargo, era distintivamente desigual. Era… lejano, si esa palabra fuese la correcta. Y pensándolo bien: no, no era su mano izquierda la que ardía, era su mano derecha. ¿O quizás no? Eso no era posible, porque era su mano derecha la que había estado quemando desde el principio y seguía haciéndolo todavía. El picor debía venir de su izquierda, pero había algo… extraño. Su mano izquierda estaba viendo hacia arriba, sujetando su guja, pero el ardor parecía venir desde una palma que miraba hacia abajo, a su costado derecho. Pero no su derecha-derecha, sino una otra derecha.
Miraba al cielo crepuscular, maravillada, y al lejano horizonte que parecía extenderse infinitamente más allá de la muralla. Arthur le tendía la mano abierta, invitándola.
Había un resquicio en su mente que todavía tenía la capacidad de pensar, que no estaba concentrado en el “adentro y afuera” de su respiración. Fue ese diminuto retazo de su ser el que comprendió:
Estaba sintiendo la mano derecha de Myzar como suya, al mismo tiempo que otra parte de él sentía su cuerpo como normalmente lo hacía. Y su propia Regalia, su confiable guja, le quemaba la piel a través del cuero y la tela porque no lo estaba quemando a él: era lo que le estaba haciendo a la mano derecha de Myzar. Y él podía sentirlo. Lejos, distante, como una parte muy recóndita de sí, pero podía sentirlo.
Eso le hizo saber que estaba funcionando. No a la perfección. Pero estaba funcionando.
Se aferró a esa sensación. Al dolor sordo del archa, a su tacto a través de la bufanda y del guante que le quedaba grande a sus dedos. Su lanza, su Regalia. No de él, de ella, de ella misma.
Y poco a poco… el ardor fue mitigándose.
Myzar y Xefil abrieron sus ojos, los ojos del otro, al mismo tiempo. Y se miraron, a su par y a sí mismos, fijamente. Respiraron al unísono, en perfecta sincronía.
Ambos supieron, al instante, lo que tenían que hacer.
BGM: Song of the Ancients - Fate
La puerta de madera y la baldosa de adoquín salieron despedidos con tal fuerza que cualquiera pensaría que una bomba había estallado en el confesionario. Al instante, antes incluso que la barrera tocara el suelo, tres lanzas de luz brotaron de la diminuta cabina en una presurosa secuencia. Dos de ellas chocaron con dos de los corazones más grandes, haciéndolos explotar en pedazos. La última cruzó la estancia de la iglesia, curvándose innaturalmente como un misil guiado, en inequívoca dirección a la hechicera…
Los cristales que la rodeaban entendieron qué hacer y se acomodaron, como un rompecabezas, en un pequeño escudo que la protegió del impacto. El proyectil de Myzar se dispersó en una lluvia de estrellas.
Ambos Acólitos esperaban que su objetivo fuera más complicado que eso, por supuesto. Ni siquiera se detuvieron a ver si el rayo había acertado en el blanco. Aprovechando la nube de polvo que la baldosa había dejado detrás, Myzar y Xefil se dispersaron en direcciones contrarias. La chica comenzó a recorrer la iglesia siguiendo el muro, protegiéndose la retaguardia, mientras que el joven se sumergió de lleno en el maelstrom con la intención de darles guerra a los innumerables proyectiles.
Ella sujetaba entre sus manos la guja de doble punta. Y él ostentaba la brillante lanza en su zurda. Ambas armas fulguraban con un resplandor inusual, como si ellas también estuvieran deseosas de luchar. La de él, en manos de ella, con un tinte verdoso, como los arces durante el verano. Y la de ella, sujeta por él, con una luz dorada como un atardecer sobre el mar.
En respuesta, los corazones retrocedieron en el aire y se acomodaron en sincronía, apuntando con sus extremos más afilados al castaño, dispuestos a arremeter. Ni uno de ellos pudo tirarse al frente, sin embargo, porque antes de que cualquiera hiciera siquiera ademán, la larga guja se precipitó contra el enjambre. La Regalia de Xefil voló dando vueltas y vueltas como una perinola y se llevó de encuentro a varios de los cristales. Todavía en el aire, el archa desapareció en un destello y regresó a manos de Myzar.
Eso no detuvo a los corazones. Los que habían sobrevivido al ataque se lanzaron al frente. Pero el chico era mucho más rápido que ellos, y con una amplia voltereta hacia atrás, se trepó encima del confesionario. Las flechas anaranjadas erraron por sólo unos momentos y se rebotaron inútilmente contra la piedra. En lo que pareció un parpadeo, el muchacho dio otro salto al frente y trazó una amplia curva con la lanza de su compañera, blandiéndola como un bate. Consiguió golpear a varios de los cristales y los estrelló contra el piso antes de que él mismo pudiera aterrizar. Aquellos que había alcanzado a destrozar justamente habían girado sus puntas de forma apenas perceptible en dirección a Myzar.
—Pueden romperse.
—Sí. Tendremos que reducir su número.
—Entonces, abriremos un hueco en la barrera.
—Y allí clavaremos la flecha.
¿Habían hablado en voz alta? ¿O sólo habían pronunciado las palabras mentalmente? ¿…había habido, de hecho, palabra alguna? ¿O habían sido sólo ideas abstractas?
La forma en la que se habían comunicado no importó. Myzar percibió que un par de corazones se había separado de la hechicera y ya volaban rápidos en su dirección, dispuestos a evitar a Xefil y al resto del enjambre para poder alcanzarla. Sin embargo, hubo una fuerza invisible —gravedad, comprendió— que los derrumbó antes de que llegaran hasta ella.
—Gracias —musitó, o pensó, mientras ella misma disparaba una lanza para destrozar un cristal que se había reincorporado del suelo y amenazaba con clavarse en la espalda de Xefil.
Incluso aunque el archa no había sido diseñada para eso, algo en su naturaleza había cambiado en cuanto Myzar lo había sujetado entre sus dedos: si lo apuntaba al frente, podía hacer que sus propios proyectiles salieran disparados del puntiagudo extremo de la Regalia, casi como un rifle. Asimismo, la lanza de la chica era ligeramente distinta en manos de su compañero: la hoja era mucho más gruesa,, como si estuviera simulando el filo de su propia guja.
Mientras Myzar se sorprendía por lo maravillosas que podían ser las Regalias, su mano comenzó a arder.
Xefil maldijo entre dientes, y eso hizo que su propia mano, o quizás la de ambos, quemara todavía más. Myzar se estaba desconcentrando. Y él, por consecuencia, también. La conexión entre ambos flaqueó y de pronto se sorprendió a sí mismo pensando de forma individual. La vista de Myzar se volvió inaccesible para él, como si a la chica le hubieran vendado los ojos.
Un corazón aprovechó la oportunidad y se lanzó directo contra su vientre. Se clavó profundamente en su carne y Xefil supo, incluso con su pobre conocimiento del cuerpo humano, que su vida correría peligro.
La conexión se volvió todavía más débil en cuanto al muchacho se le cortó el aliento. Aquello hizo que el par perdiera el ritmo que tenían en su respiración, y el calor del metal empezó a volverse insoportable.
Myzar sintió la inconfundible sensación de pánico brotando en el pecho de su compañero. Más ardor. Era como sujetar hierro caliente. La protección improvisada que se había puesto en la mano todavía la escudaba un poco, pero cuando Xefil desvió la vista hacia abajo y se miró la palma izquierda —y Myzar pudo experimentar lo que los ojos de él—, la chica reparó en que el aprendiz no se lo estaba pasando tan bien:
La piel de su mano era gruesa, por lo que sólo se veía enrojecida. Pero la Regalia había comenzado a hacerle daño en la delgada piel del antebrazo y a éste le habían empezado a brotar ampollas.
—¡Cúbreme! —rugió el muchacho, haciendo caso omiso a su propio dolor.
Myzar no pudo evitar reparar, temerosa, en que había hablado en voz alta.
Y entonces, el pánico también se comenzó a apoderar de ella.
Xefil se topó con la lamentable realidad: no supo si Myzar no lo había escuchado, o había decidido ignorarlo, pero en cuanto volvió a lanzarse contra los cristales, al menos cuatro de ellos se escabulleron por sus espaldas y lo rasguñaron sin piedad. Tuvo que voltear a verla, porque ya no podía sentirla, y se percató que Myzar estaba teniendo dificultades similares a las suyas. Los corazones lograron esquivar sus rayos y consiguieron alcanzarla y hacerle daño.
La conexión era cada vez más débil, pero seguía existiendo. Y eso, como si fuera una cruel broma del destino, era suficiente para resentir las heridas del otro. Lo cual, irónicamente, sólo los llevó a desconcentrarse más.
Xefil, tan indiferente como siempre había sido a la religiosidad, se sorprendió a sí mismo rezando:
«Por favor, Diosas… Orden… Quien sea, cualquiera. Ayúdennos».
…y luego, algo milagroso pasó.
Quizás sí había alguien arriba en los cielos observando, quien decidió hacerle caso a la desesperada plegaria del pobre aprendiz. O quizás se trataba de su propia fuerza de voluntad, que en un segundo aliento le había otorgado la habilidad para resistir. No había forma de saberlo, y Xefil tampoco se detuvo un segundo en pensarlo. Sencillamente agradeció y aceptó las cosas como llegaron:
Su mano había dejado de arder. Las heridas que ya tenía en su mano y antebrazo seguían ardiendo de forma endemoniada, pero la Regalia de Myzar ya no lo lastimaba más. Como si alguien le hubiese arrojado un balde de hielo encima, el metal sencillamente se había… apagado.
El chico supuso que la conexión se había reestablecido, por alguna razón, quizás con ayuda de Myzar. Pero luego se encontró a sí mismo pensando todavía de forma individual. Podía, de cierta forma, todavía entender lo que pasaba por la cabeza de la chica, pero él mismo seguía teniendo las riendas de su cuerpo. Era extraño. Ya no se estaban compartiendo en su totalidad.
Pero no iba a haber otra oportunidad como esa. No estaba dispuesto a desperdiciarla. Así que miró al frente, estudiando fijamente a la hechicera, y se preparó. Respiró hondo y aprovechó las reservas mágicas de Myzar: sabía que la lancera tenía mayor energía y que sus hechizos eran mucho menos agotadores que los de él. Se cambió la Regalia de mano —supuso que usar su no dominante era mejor que seguir usando un agarre quemado— y apretó los dedos de su izquierda en un puño. Cuando pronunció las palabras, ambos compartieron la carga que el conjuro suponía.
—Arrástralos —Tiró. Y el espacio lo escuchó. Repitió el mismo acto que había hecho anteriormente, cuando se había lastimado, pero en esta ocasión él permaneció resguardado mientras la gravedad a su alrededor se incrementaba y arrastraba a todos los corazones al piso. Y allí se mantuvieron, aplastados por la fuerza del mundo entero, mientras Xefil se concentraba en su oponente al frente.
Xefil sentía, en la parte de su mente que todavía compartía, que Myzar se mantenía a salvo. Batallando, pero a salvo. La bruja no se había movido de sitio, pero sí se había desecho de algunos proyectiles para asediar a la chica. Y eso, pensó Xefil mientras la miraba con atención, le costaría gravemente. Todavía tenía al menos cuarenta de aquellas cosas, cada una del tamaño de un puñal, volando a su alrededor en trayectorias y velocidades casi caóticas.
Pero “casi” era la palabra clave. Incluso en un sistema altamente sensible a sus condiciones, incluso con innumerables elementos y variables; si uno comprendía con precisión los patrones subyacentes y las leyes deterministas que lo regían, podía, con suficiente conocimiento, predecir un resultado.
Así que absorbió todo lo que sus ojos podían con completa atención. Incluso le robó a Myzar parte de su mente para calcular todas las posibilidades. Primero un cristal, luego el otro, y luego el que seguía, todos y cada uno, a una velocidad que su consciencia no podía comprender; observando la elipse que cada uno trazaba alrededor de la bruja, estudiando la velocidad a la que avanzaban, analizando cuánto le tomaba a cada uno cruzarse con otro, acechando por una oportunidad…
Ningún hombre ordinario era capaz de realizar este acto. Ni siquiera, quizás, de comprender el fundamento detrás de este mismo acto. Tal vez sólo las mejores computadoras, elaborada con competencia y precisión, lograrían llevarlo a cabo. Sólo ellas, sí, o un Acólito cuya afinidad radicaba en las Estrellas. Un hombre que con esfuerzo suficiente podía comprender el espacio que sostenía a los mundos, y a sus leyes, con absoluta exactitud.
No esperaba un momento perfecto. Aguardar al instante preciso en que todos los proyectiles dejaran al descubierto el frente de la hechicera era matemáticamente inalcanzable. No, Xefil sólo necesitaba una oportunidad diminuta, ínfima, pero posible. Un punto débil.
Y, como era de esperarse, la encontró.
Todo pareció ocurrir en cámara lenta. Dio un amplio salto y con una puntería que no era suya —la puntería de una lancera—, extendió su mano herida al frente, despidiendo del centro de su palma un látigo etéreo que se estiró y estiró hasta que se prendió en la puerta detrás de la bruja, a sólo unos milímetros por encima de su hombro. El arnés tiró de él con una energía impresionante, proyectándolo al frente casi tan rápido como las lanzas de Myzar surcaban el aire. Los corazones lo vieron venir, pero estaban todos en la posición precisa, en el ángulo preciso, en el momento preciso, que incluso cuando intentaron corregir su curso, no lograron evitar que Xefil cayera sin impedimento alguno sobre la hechicera y le clavara los talones en el pecho.
Ambos se vieron proyectados con fuerza hacia atrás y se estrellaron sobre la puerta. Se quedaron en su sitio, la hechicera sostenida por los cristales que habitaban su carne, y Xefil con la fuerza de su arnés tirando de él como si la puerta fuera el suelo.
Sintiendo la conexión aún débil, pero presente, de su Resonancia con Myzar, rugió con fuerza:
—¡¡Ahora!!
La Regalia de Myzar desapareció de su mano con un chispazo y en su lugar apareció su archa de doble hoja. Con un recto tajo trazado hacia abajo, Xefil dejó caer el filo de cristal sobre el hombro de la hechicera, seccionando con un limpio corte el brazo y separándolo del resto del cuerpo, con tal sencillez que pareciera que su arma estuviera cortando mantequilla. El efecto en la bruja fue instantáneo: una vez separados los injertos de piel de su cuerpo, los corazones perdieron el control y revolotearon de forma azarosa, sin saber qué hacer, dejando a su conductora completa e inequívocamente desprotegida.
Xefil se soltó y permitió que la gravedad lo arrastrara hacia el suelo. Miró hacia arriba mientras caía de espaldas, todavía sujetando su guja, y contempló con satisfacción cómo un delgado pilar de luz dorada navegaba el vacío en una línea recta perfecta y se clavaba, inevitable, justo en el centro de donde él mismo había estado apenas unos instantes antes. En el cuello de la mujer.
La lanza de Myzar chisporroteó en su sitio por unos momentos, y después explotó en diminutas chispas doradas, a la par que Xefil se desplomaba con un golpe seco en el piso de la iglesia.
La cabeza de la bruja salió disparada hacia el techo de la catedral, para luego perderse fuera de vista, mientras los cristales mantenían quieto el cuerpo en su sitio.
Allí se mantuvo sobre la madera, ingrávido, petrificado, durante sólo un segundo; pero luego de poco, la física hizo lo suyo —sin que el Acólito que se lo pidiera—, y la hechicera se derrumbó también.
El peso muerto del cadáver le arrebató el aliento cuando éste le cayó justo encima, manchándole la ropa de sangre oxidada. Pero ni siquiera tuvo tiempo, ni ganas, de sentirse enfermizo por la situación.
Se la quitó de encima con un empujón y simplemente se quedó tirado en su lugar, desgastado por completo, rasguñado y ensangrentado, mirando el techo de la vieja iglesia.
Y sonrió.
Habían ganado. Habían sobrevivido.













