BeFreak
CAPÍTULO I
Lazos que unen.
“Cuenta con tus dedos las cosas que son de verdad importantes y necesarias: 1.2.3.4,
al final las cosas importantes son pocas, lo demás son, generalmente, adornos innecesarios”
Letra de: Bonds~~Kizuna (ANTIC CAFE).
La música sonaba dentro de su cabeza, rítmica, alegre, mientras caminaba, rápida, hacia el instituto. Al compás de la melodía, golpeteaba su bolso con los dedos, marcando los cambios de las cadencias.
Su largo y lacio cabello, recogido en una coleta alta, se balanceaba sobre su espalda a cada paso, largo y ligero, apurado. Un flequillo, recto, cubría las sienes y la frente, incomodando la visión, motivo por el cual lo lucía ladeado, sujeto con pasadores con una flor azul cada uno. Dos mechones rebeldes escapaban de la coleta y enmarcaban su rostro infantil. Su cara, redonda y pálida, estaba coronada por unos ojos grandes y redondos, de un marrón intenso. Tenía la nariz espigada y menuda, unos labios delgados y pintados de negro. Las orejas, medio ocultas por su cabello lleno de color, eran pequeñas y alargadas, decoradas con diversos aros y estrellitas.
De estatura alta y complexión delgada, con unas anchas caderas y unas piernas fuertes, vestía con uniforme, en contraste con los otros estudiantes que circulaban por las mismas calles que ella. Su bolso mostraba, orgulloso, cientos de chapitas de diversos animes y grupos musicales, a cuál más peculiar. Colgando de su esbelto cuello se recortaba la figura de una Mokona sonriente.
Entró en su aula para dar inicio a su primera clase de su último año en el instituto. Pese a las prisas, llegaba temprano, motivo por el cual se entretuvo a elegir un buen lugar, alejado del resto, pero no demasiado apartado del profesor; finalmente, se sentó al lado de la ventana.
Los rayos del sol, de aquella mañana de primeros de setiembre, iluminaban sus mechas, azules y violetas, que cubrían, en parte, el negro natural de su cabello. Poco a poco, y con más retraso de lo habitual, sus compañeros hicieron acto de presencia en clase y, con el transcurso habitual y monótono, se inició aquel último curso de bachiller.
Como la mayoría de años precedentes, acabó sentada sola. Sus ojos delineados fuertemente con lápiz negro y su aspecto general no invitaban al trato social, pero tampoco le importaba. Se limitaba a atender en clase, en silencio, invisible para los demás, como había tenido que hacer siempre. Y, callada y discreta, los días se iban sucediendo ante ella, con calma y quietud, ente apuntes y dibujos en los márgenes de los folios, tablas de hiraganas mezcladas con las obras de Picasso, esbozos rápidos juntados con literatura española. Las horas morían en su mente, confundiendo series y doramas, aderezadas con música ligera y efímera.
Si tenía que decir cuál era su mangaka favorito, lo tenía muy claro: Arina Tanemura. No por qué sus historias fuesen fantásticas; las magical-girl no eran su fuerte, pero sus diseños siempre eran impecables y, sus historias, por mucho que el género rebosase en obras, eran diferentes, más humanas y reales.
Con la música, sin embargo, era más complicado. Demasiados estilos, demasiados grupos, demasiada variedad. Sin duda, el Visual Kei era lo que más escuchaba; a todas horas, en sueños, en su casa, estudiando o paseando por la calle, sin distinciones The Gazette se mezclaba con Ayabie, enderezado con un poco de Kagrra.
Y todo aquello configuraba su mayor afición, la única, a la cual dedicaba horas y amistades y paredes de su habitación.
Subió rápida las escaleras del edificio, haciendo que su cabello se balancease con cada nuevo peldaño. Sujeta en su mano llevaba una carta y, brillando en su rostro, una sonrisa. Llegó al rellano del cuarto piso y se detuvo ante una puerta de madera rojiza. Sacó las llaves de su bolsa escolar y, dando alegres saltitos, entró en la vivienda.
Comprobó que nadie había llegado aún y, feliz, se puso a bailotear al ritmo de su reproductor de música, mientras asía la carta.
Se sentó en una cama situada en un rincón de la habitación. Las paredes, cubiertas de pósteres que la ocultaban en gran parte, eran de un pálido púrpura. Era un espacio pequeño, con pocos muebles y mucha decoración. Sobre las estanterías se acumulaban tomos de manga, CDs de muy variado contenido y toda clase de merchandising.
Detuvo la reproducción de música y se sacó los auriculares, dejándolos abandonados sobre las sábanas estampadas con motivos orientales, mientras rasgaba, con premura, el sobre y extraía la carta que tanto esperaba.
Era de Koharu. Como de costumbre, se disculpaba por haber tardado tanto en contestar y, seguidamente, le exponía las nuevas de su ajetreada vida. Detallaba las nuevas adquisiciones que había hecho en los últimos días a la vez que se lamentaba por no haberla podido ver aquel verano, como ya venía siendo costumbre entre ellas. También explicaba su última ruptura amorosa y lo feliz que estaba ahora que había recuperado la soltería.
Su letra, pequeña y alargada, era una amalgama confusa de colores. El papel estaba decorado con dibujos de personajes varios que adornaban la explicación. Terminó de leerla y enseguida compuso la correspondiente respuesta.
Mientras escribía recordó el modo en que ambas se habían conocido. Era curioso que su amistad surgiese a partir de unos mensajes en un foro de otaku. Y ya habían pasado tres años desde aquella primera vez.
Eran muy distintas, pero había una cosa que ambas tenían en común y eso las mantenía unidas, lo que hacía que entre ellas existiese un lazo tan fuerte. Todo aquello era más que una simple afición, era su vida, la que habían elegido y luchaban por poder mantener. Todo cuando las rodeaba era distinto, pero miraban al mismo futuro y recorrían el mismo camino, su destino era el mismo. E iban a luchar juntas para lograrlo. Iban a demostrar que aquella sociedad que las despreciaba estaba equivocada; podían ser diferentes al resto, pero eso las hacia, a la vez, especiales.
Y era por eso que los kilómetros que las separaban no podrían romper jamás aquel vínculo tan especial que compartían y que las convertían en quienes eran.