CALIBRE 52
El mercedes del 72 negro seguía empujando con el morro pegado detrás de mi coche mientras yo trataba de esquivarle en aleatorios trombos y arriesgados recortes, evitando que la cabriola resultante de la peligrosa maniobra me catapultase desde un bache invisible en el camino hacia la nada de un bosque profundo, y verde de altos árboles que se extendía a los márgenes y ante mi, rodeándome, acosándome, agobiándome. Los pinos respiraban un amortajado entumecido aire estático, que flotaba amenazante e impenetrable, pero incorpóreo. Como un espectro tácito, sinuoso, permanente, que sólo se abría paso, corriendo su imperceptible velo, a la estela da fuerza que lo presionaba a ceder, gracias al infranqueable capo de nuestros bólidos.
Entonces, cuando en medio del fragor de la adrenalina de la persecución, avíame distraído momentáneamente tal vez mirando atrás, movido por el miedo, o tal vez a un lado, tratando de orientarme, en la sudorosa confusión de mi sofocante conmoción en movimiento, algo paro de pronto mi mirada, en un suspiro, pero no mis pie, que habían quedado anclados al acéledaror. Una vieja, pasmosa y tranquila, cubierta con un velo la blanca cabellera, la cara curtida por la experiencia pero la piel torsa por el fresco aire montés, cruzaba el camino como si aquel desenfrenado horror exaltado de la mortal carrera no fuese con ella. Me di cuenta, del horror que aquello suponía. Trate de frenar de sopetón, para evitar la catástrofe que se advenía inexorable, avanzando hacia mí como un muro dispuesto a aplastar mí conciencia. La paradoja era, que era yo el que iba a aplastar la inocencia, y si frenaba, yo seria el aplastado.
Fue el destino el que decidió resolver mis tribulaciones, cuando de pronto algo me freno a mí. La luna delantera destrozada por incontables agujeros metálicos repentinos y un estruendo y un estruendo que golpeó mis tímpanos. Un cañonazo de escopeta a quemarropa. La vieja había sacado de debajo del manto negro de su añejo vestido viuda un arma. Y sabía utilizarla. Me salí del camino. Me precipite por la cuneta. Volqué, y se me abollo el coche.
El otro vehículo prosiguió a toda velocidad (tal vez no tuvo tiempo a reaccionar) recto, sin ser consciente del gran riesgo. Un disparo. Todos muertos. La sangre y los cristales se entremezclaban en el aire. Los muertos siguieron a toda velocidad, rectos, su curso. A la primera curva atravesaron los límites del vació, chocando con el quitamiedos, y volando por el efecto. Perdiéndose allá por donde la vista no puede alcanzar. Desapareciendo en la inmensidad del espíritu del bosque. En el olvido. Allá ellos, con su mundo de velocidad, y yo desgarrado, perdido en alguna rocosa entre la rivera baja y la pineda elevada, presente, pero aún así, lejana. Tal vez era yo el lejano. Me alejaba de aquella espesura. De aquella vida maravillosa y hermosa lentitud que mi huida no me había permitido contemplar…… Los muertos corren. Los vivos se recuestan y paran, lamentándose por todo aquello que ya no podrán vivir, y por el tiempo desaprovechado. Y frente a ellos, están los viejos, sabios, que caminan despacio mas sin detenerse. En el medio del camino, entre la vida y la muerte el espíritu depende de un cañonazo del calibre 52.