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Jueves 16 de septiembre, 10:00. Clínica del Doctor Valladares
—Quizás deberías dejar el trabajo –me soltó sin más.
—Pero… si dejo el trabajo… —no podía dejar que eso pasara. No de momento.
—Puedes buscar uno nuevo, algo que no perjudique tanto tu espalda. Seguro que hay algo para ti, algo como repartidor de pizzas. Trabajos comunes para gente de tu edad.
El doctor Valladares lo hacía ver demasiado fácil. No sabía lo que me había costado encontrar este trabajo ni lo bien que me pagaban, por muy duro y sufrido que fuera. La posibilidad de encontrar otro parecido era casi imposible, y necesitaba reunir el dinero cuanto antes. No podía perder tanto tiempo. Le di las gracias al doctor y me dispuse a abandonar la sala de consultas, cuando me paró:
—¿Qué tal está tu abuelo? —me preguntó, aunque no sé por qué, si lo sabía perfectamente. Supongo que lo hizo para demostrar que seguía preocupándose por él.
—Mal —le solté sin contemplación—. Rara vez se levanta de la cama, y ha perdido toda la sensibilidad de la pierna derecha. No sé cuanto tiempo aguantará.
—Ya veo —se limitó a responder. Durante unos segundos dudé de si debía irme, pues parecía que el doctor estaba buscando las palabras adecuadas. Si iban a ser de ánimo o compasión, ya podía ahorrárselas—. Sólo podemos confiar en que los médicos de la ciudad hagan todo lo posible —lo que yo decía.
Estuve tentado de marcharme con un portazo, pero controlé mi ira y asentí mientras cerraba la puerta con delicadeza. Tampoco es que aquel hombre se mereciera mi apatía, era tan sólo que tenía un mal día, y sentía que debía pagarlo con alguien, pero no con el doctor Valladares. Desde que montó su pequeña consulta en el pueblo, ha hecho todo lo que ha podido por ayudar a los pocos que aún quedan por aquí. Cuando mi abuelo comenzó a presentar los primeros síntomas de su enfermedad, el dispuso de todo lo que tenía a su alcance para diagnosticarle e intentar curarle, pero no fue suficiente, más tarde que temprano fue necesario llevarlo al hospital de la capital. No es que crea que si Valladares no se hubiera empeñado en hacerle pruebas una y otra vez y en vez de eso lo hubiera enviado directamente a los expertos de la capital el abuelo tendría más posibilidades de curarse, pero si creo que estaría mejor.
De todos modos, ni los expertos de la capital han sido capaces de diagnosticarle correctamente ni de curarle. Uno tras otro, han especulado sobre diversas enfermedades y probado otros tantos tratamientos. Ninguno ha funcionado, y aun por encima, mi abuelo se ha tenido que tragar innumerables viajes a la capital, aun con su mal estado y todo. La capital está a unos pocos kilómetros, pero aún yendo en taxi, es suficiente traqueteo para un anciano de 70 años como él. Yo ya estoy acostumbrado a madrugar y coger mi bicicleta todos los días; antes para ir a la escuela, ahora para ir al trabajo. En el fondo lo agradezco, porque me ayuda a mantener la forma, pero sigue siendo bastante cansado.
De todas formas, me encantaría sacar el carnet de conducir, me permitiría moverme con más fluidez, y podría proporcionarle a mi abuelo una ayuda mejor en algún otro lugar de este país. Pero ni tengo la edad suficiente, ni tampoco el dinero para costeármelo. Por esa misma razón tampoco me he sacado el de moto aún. Y aunque lo tuviera, comprar una moto o un coche sigue siendo un gasto que no me puedo permitir, todos mis ahorros tienen un único fin: permitirme pagar la matrícula de la Universidad Akashiko.
Es quizás la universidad más prestigiosa de entre todas las de alrededor, de la que salen los que serán los dueños del futuro: médicos, abogados, ingenieros, científicos… La élite de ellos en este país tiene un gran porcentaje de formados en Akashiko. Si tan sólo yo pudiera ingresar y sacarme la carrera de medicina, entonces quizás pudiera curar a gente como mi abuelo.
Ese futuro que ahora relato con tanta ilusión no es algo que decidiera desde pequeño, sino que fue más una idea nacida de la necesidad. Hasta hace unos años, yo no sentía que tuviera ningún papel en la vida, con mis padres muertos, sin amigos apenas, y con mis pobres abuelos cuidando de mí, no creía que hubiera un lugar en el mundo para alguien como yo… hasta que enfermó mi abuelo. Entonces me dí cuenta, mientras le hacían más pruebas y más pruebas, y no daban detectado de que se trataba, mientras grandes expertos no eran capaces de curar a mi abuelo, entonces comprendí que yo debía hacer algo, debía pagarle por todo lo que había hecho por mí en el pasado, por como me había curado.
Decidí entonces estudiar medicina, con la esperanza de que terminara a tiempo de salvarle la vida. Esto debió sucederme hará como unos dos años, cuando estaba comenzando el bachillerato, a partir de ahí fue cuando me puse en serio con mis estudios, y de repente mis notas se alzaban entre las de los genios. Me sentía realmente realizado, como si de repente se hubiera prendido una llama en mi interior: tenía un sueño, y estaba caminando hacía él.
Y entonces llegó el jarro de agua fría: dio igual todo lo que me esforzara por ser el mejor, todo mi esfuerzo y trabajo desapareció cuando hice la prueba de acceso para Akashiko. Quedé fuera del camino hacía mi sueño, en la cuneta, por tan sólo una décima. Pero no me rendí, aún cuando no me diera tiempo a salvar a mi abuelo, decidí que haría lo posible por salvar a otra gente, tarde o temprano me convertiría en médico.
Hay dos formas de entrar a Akashiko: una es mediante la prueba de acceso académica, la otra es pagando el importe completo de la matrícula. De todas maneras, según la nota con la que entres, pagas un porcentaje u otro, por eso, aunque estoy preparándome para repetir la prueba el año que viene, también me estoy sacando mi dinero como reponedor en un pequeño supermercado en la ciudad, en el cual pagan bastante bien, por si no la vuelvo a pasar o la paso con baja nota, mejor evitar más contratiempos.
Akashiko es preciosa. Siempre que voy o vuelvo del trabajo, doy un rodeo y me detengo delante de ella. La admiro y me recuerdo que todo este esfuerzo tiene un fin; eso me da fuerzas para continuar. Eso y ver a mi abuelo postrado en la cama. Justamente acabo de entrar en casa, y tras saludar a mi abuela y darle un par de besos me he dirigido a su habitación. A pesar de que claramente está cada vez más triste y desesperanzado, me recibe con una sonrisa.
—¿Qué tal la revisión médica? —me pregunta alegremente.
—Todo perfecto —le miento. No quiero que se preocupe ni por mi ni por mi espalda, bastante tiene ya con lo suyo. Le agarro la mano para que me sienta más cerca y le susurró—: Te vas a poner bien.
—Si —me contesta, sin borrar esa sonrisa falsa y forzada, digo que así lo es porque yo sé como está su corazón, pero cualquiera que lo viera no lo diría, porque aunque esa sonrisa es falsa y forzada, es a la vez tierna y sincera. Porque mi abuelo es de ese tipo de personas que aunque estén tristes saben que deben aprovechar los momentos en los que pueden sonreír, porque cada vez serán menos.
Así que nos mentimos, nos mentimos y olvidamos nuestras penas y dolores recordando anécdotas de cuando él era más joven, de cuando yo era un crío. Así hasta que le suelto su mano, su brazo encadenado a todos aquellos sueros y líquidos que supuestamente le ayudan a curarse, y me retiro a mi habitación, y desde la rendija de la puerta aún puedo observarle, y soy capaz de ver como vuelve la vista hacía la ventana y mira al exterior con los ojos vacíos y tristes, y es entonces cuando sé que por dentro está llorando. Y eso me da aún más fuerzas para continuar.
—Quizás deberías dejar el trabajo –me soltó sin más.
—Pero… si dejo el trabajo… —no podía dejar que eso pasara. No de momento.
—Puedes buscar uno nuevo, algo que no perjudique tanto tu espalda. Seguro que hay algo para ti, algo como repartidor de pizzas. Trabajos comunes para gente de tu edad.
El doctor Valladares lo hacía ver demasiado fácil. No sabía lo que me había costado encontrar este trabajo ni lo bien que me pagaban, por muy duro y sufrido que fuera. La posibilidad de encontrar otro parecido era casi imposible, y necesitaba reunir el dinero cuanto antes. No podía perder tanto tiempo. Le di las gracias al doctor y me dispuse a abandonar la sala de consultas, cuando me paró:
—¿Qué tal está tu abuelo? —me preguntó, aunque no sé por qué, si lo sabía perfectamente. Supongo que lo hizo para demostrar que seguía preocupándose por él.
—Mal —le solté sin contemplación—. Rara vez se levanta de la cama, y ha perdido toda la sensibilidad de la pierna derecha. No sé cuanto tiempo aguantará.
—Ya veo —se limitó a responder. Durante unos segundos dudé de si debía irme, pues parecía que el doctor estaba buscando las palabras adecuadas. Si iban a ser de ánimo o compasión, ya podía ahorrárselas—. Sólo podemos confiar en que los médicos de la ciudad hagan todo lo posible —lo que yo decía.
Estuve tentado de marcharme con un portazo, pero controlé mi ira y asentí mientras cerraba la puerta con delicadeza. Tampoco es que aquel hombre se mereciera mi apatía, era tan sólo que tenía un mal día, y sentía que debía pagarlo con alguien, pero no con el doctor Valladares. Desde que montó su pequeña consulta en el pueblo, ha hecho todo lo que ha podido por ayudar a los pocos que aún quedan por aquí. Cuando mi abuelo comenzó a presentar los primeros síntomas de su enfermedad, el dispuso de todo lo que tenía a su alcance para diagnosticarle e intentar curarle, pero no fue suficiente, más tarde que temprano fue necesario llevarlo al hospital de la capital. No es que crea que si Valladares no se hubiera empeñado en hacerle pruebas una y otra vez y en vez de eso lo hubiera enviado directamente a los expertos de la capital el abuelo tendría más posibilidades de curarse, pero si creo que estaría mejor.
De todos modos, ni los expertos de la capital han sido capaces de diagnosticarle correctamente ni de curarle. Uno tras otro, han especulado sobre diversas enfermedades y probado otros tantos tratamientos. Ninguno ha funcionado, y aun por encima, mi abuelo se ha tenido que tragar innumerables viajes a la capital, aun con su mal estado y todo. La capital está a unos pocos kilómetros, pero aún yendo en taxi, es suficiente traqueteo para un anciano de 70 años como él. Yo ya estoy acostumbrado a madrugar y coger mi bicicleta todos los días; antes para ir a la escuela, ahora para ir al trabajo. En el fondo lo agradezco, porque me ayuda a mantener la forma, pero sigue siendo bastante cansado.
De todas formas, me encantaría sacar el carnet de conducir, me permitiría moverme con más fluidez, y podría proporcionarle a mi abuelo una ayuda mejor en algún otro lugar de este país. Pero ni tengo la edad suficiente, ni tampoco el dinero para costeármelo. Por esa misma razón tampoco me he sacado el de moto aún. Y aunque lo tuviera, comprar una moto o un coche sigue siendo un gasto que no me puedo permitir, todos mis ahorros tienen un único fin: permitirme pagar la matrícula de la Universidad Akashiko.
Es quizás la universidad más prestigiosa de entre todas las de alrededor, de la que salen los que serán los dueños del futuro: médicos, abogados, ingenieros, científicos… La élite de ellos en este país tiene un gran porcentaje de formados en Akashiko. Si tan sólo yo pudiera ingresar y sacarme la carrera de medicina, entonces quizás pudiera curar a gente como mi abuelo.
Ese futuro que ahora relato con tanta ilusión no es algo que decidiera desde pequeño, sino que fue más una idea nacida de la necesidad. Hasta hace unos años, yo no sentía que tuviera ningún papel en la vida, con mis padres muertos, sin amigos apenas, y con mis pobres abuelos cuidando de mí, no creía que hubiera un lugar en el mundo para alguien como yo… hasta que enfermó mi abuelo. Entonces me dí cuenta, mientras le hacían más pruebas y más pruebas, y no daban detectado de que se trataba, mientras grandes expertos no eran capaces de curar a mi abuelo, entonces comprendí que yo debía hacer algo, debía pagarle por todo lo que había hecho por mí en el pasado, por como me había curado.
Decidí entonces estudiar medicina, con la esperanza de que terminara a tiempo de salvarle la vida. Esto debió sucederme hará como unos dos años, cuando estaba comenzando el bachillerato, a partir de ahí fue cuando me puse en serio con mis estudios, y de repente mis notas se alzaban entre las de los genios. Me sentía realmente realizado, como si de repente se hubiera prendido una llama en mi interior: tenía un sueño, y estaba caminando hacía él.
Y entonces llegó el jarro de agua fría: dio igual todo lo que me esforzara por ser el mejor, todo mi esfuerzo y trabajo desapareció cuando hice la prueba de acceso para Akashiko. Quedé fuera del camino hacía mi sueño, en la cuneta, por tan sólo una décima. Pero no me rendí, aún cuando no me diera tiempo a salvar a mi abuelo, decidí que haría lo posible por salvar a otra gente, tarde o temprano me convertiría en médico.
Hay dos formas de entrar a Akashiko: una es mediante la prueba de acceso académica, la otra es pagando el importe completo de la matrícula. De todas maneras, según la nota con la que entres, pagas un porcentaje u otro, por eso, aunque estoy preparándome para repetir la prueba el año que viene, también me estoy sacando mi dinero como reponedor en un pequeño supermercado en la ciudad, en el cual pagan bastante bien, por si no la vuelvo a pasar o la paso con baja nota, mejor evitar más contratiempos.
Akashiko es preciosa. Siempre que voy o vuelvo del trabajo, doy un rodeo y me detengo delante de ella. La admiro y me recuerdo que todo este esfuerzo tiene un fin; eso me da fuerzas para continuar. Eso y ver a mi abuelo postrado en la cama. Justamente acabo de entrar en casa, y tras saludar a mi abuela y darle un par de besos me he dirigido a su habitación. A pesar de que claramente está cada vez más triste y desesperanzado, me recibe con una sonrisa.
—¿Qué tal la revisión médica? —me pregunta alegremente.
—Todo perfecto —le miento. No quiero que se preocupe ni por mi ni por mi espalda, bastante tiene ya con lo suyo. Le agarro la mano para que me sienta más cerca y le susurró—: Te vas a poner bien.
—Si —me contesta, sin borrar esa sonrisa falsa y forzada, digo que así lo es porque yo sé como está su corazón, pero cualquiera que lo viera no lo diría, porque aunque esa sonrisa es falsa y forzada, es a la vez tierna y sincera. Porque mi abuelo es de ese tipo de personas que aunque estén tristes saben que deben aprovechar los momentos en los que pueden sonreír, porque cada vez serán menos.
Así que nos mentimos, nos mentimos y olvidamos nuestras penas y dolores recordando anécdotas de cuando él era más joven, de cuando yo era un crío. Así hasta que le suelto su mano, su brazo encadenado a todos aquellos sueros y líquidos que supuestamente le ayudan a curarse, y me retiro a mi habitación, y desde la rendija de la puerta aún puedo observarle, y soy capaz de ver como vuelve la vista hacía la ventana y mira al exterior con los ojos vacíos y tristes, y es entonces cuando sé que por dentro está llorando. Y eso me da aún más fuerzas para continuar.
