Datos
Título: Un regalo por Navidad
Autor: Sally / Kalrathia (nombre artístico)
Géneros: al ser un relato corto no estoy muy segura, pero diría un poco de angst, tal vez.
Número de palabras: 969
Otros detalles: Narrado en primera persona. Inspirado por la película El Origen de los guardianes.
¡Espero que os guste!
Spoiler: Mostrar
Un regalo por Navidad
El cielo ya se ha cubierto de nubes oscuras.
Mis ojos se cierran, cansados. La nieve me rodea, me abraza, me susurra al oído. Como siempre. Somos viejos compañeros. Muy viejos. Conozco todos sus secretos. Y esos inocentes copos que caen ligeros del cielo saben los míos. Saben mis debilidades. Mis sueños. Mis pesadillas. La nieve y la luna han sido testigos de mis lágrimas desesperadas. Porque incluso alguien como yo llora, oh sí. Os sorprenderíais de cuántas veces la desolación más absoluta ha nublado estos ojos de hielo. La soledad me mata. Me mata lentamente; un cuchillo que se desliza con delicadeza sobre mi piel, dejando un rastro de veneno que poco a poco se va filtrando en mi piel, arde en mis venas… llega a mi corazón. Y duele. Más que cualquier otra herida que haya adornado mi cuerpo nunca. Lo peor es que no sangra, no se puede vendar, no se puede desinfectar y esperar que el propio cuerpo se recupere. La soledad sólo pueden matarla otros. Pero a mi lado no hay nadie. Nunca lo ha habido. Sólo el invierno; sólo mi propio reflejo en la superficie helada del lago.
Aunque lo recuerdo… recuerdo la única vez que me sentí vagamente querido. Un día que llegué a creer que el veneno había alcanzado la dosis mortal. Escuché una risa a mi espalda, y los descubrí. Unos grandes ojos castaños observándome escondidos detrás de un árbol. Una sonrisa tímida. Un débil “¿Cómo te llamas?”. Estaba tan sorprendido que ni siquiera pude contestar. Traté de acercarme. Un intento de sonrisa asomó a mis labios. Nos miramos. Alargó su mano hacia mí, como intentando descubrir si acababa de encontrarse un fantasma. Era cálida, lo más cálido que he tenido la dicha de sentir. Alguien dijo su nombre entonces, y se perdió de nuevo entre los árboles, susurrando “Hasta luego”. Mas jamás regresó conmigo, y con el tiempo llegué a olvidar su rostro. En mi memoria sólo perdura su mirada, aquella vocecilla dulce, y la calidez que logró fundir parte del hielo que me rodeaba… A veces creo que aquello fue invención de mi mente atormentada. Un delirio, una fantasía, un espejismo. Quizás para no pensar que la única persona que había llegado hasta mí me había abandonado.
A lo lejos se escuchan campanillas. Niños cantando villancicos en la calle. La música resuena en mi interior, recordándome con crueldad que, una Navidad más, veré a las familias reunirse, a los amigos felicitarse, a las parejas besarse debajo del muérdago. Veré pavos rellenos sobre las mesas, regalos junto a los árboles decorados, luces adornando las tiendas.
Reencuentros.
Felicidad.
Risas.
Y yo seguiré solo.
Me abrazo a mí mismo. Ni siquiera este contacto me resulta cálido. Mi piel resulta tan fría, tan muerta como mi corazón, que parece dormitar en mi pecho, esperando. Esperando que alguien se fije en mí. Que se dé cuenta de que estoy aquí. Que descubra que existo. Suspiro, abriendo los ojos y mirando la lenta danza de la nieve. ¿Acaso no soy más que un mal sueño? ¿Acaso cometí un terrible pecado en una vida pasada? ¿Qué he hecho yo para merecer esta angustia que me devora? Siempre pregunto, mas el viento frío del norte jamás responde. Y todas, todas las Navidades no dejo de pedir, hasta que mi garganta se seca, hasta que las palabras se niegan a salir a de mis labios, la única cosa que he deseado toda mi vida. ¿No es lo que hace la gente? ¿Por qué no puedo ser como ellos? ¿Por qué no puede concedérseme lo que anhelo, lo que necesito?
Cierro de nuevo los ojos, desbordados por lágrimas que se congelarán en mi rostro. Me apoyo en la rugosa corteza del castaño deshojado. Si al menos no puedo conseguir que la soledad deje de ahogarme con su negrura, me quedaré aquí, y dormiré para siempre… llegaré a un lugar donde el dolor no me atraviese más… un lugar donde no sea consciente de esta pesadumbre… Dejo escapar todo el aire, relajando el cuerpo, mi mente se adormece…
Entonces una mano cálida me acaricia la mejilla. Noto mi corazón latir, retumbando en las costillas, al reconocerla. Y delante de mí los veo. Los mismos ojos castaños. La misma sonrisa, ahora cargada de compasión. Por fin puedo ver su rostro, de nuevo. ¿Cuánto habrá pasado? ¿Cinco, seis años? Definitivamente parece mayor que la última vez. Quiero decirle que no se vaya, que se quede a mi lado, que no vuelva a arrojarme al oscuro y frío pozo de la soledad. Las palabras se quedan atragantadas en mi boca, congeladas. Pero me mira y sé que me ha entendido. Ha leído el silencioso y desesperado mensaje en mis ojos azules.
—Tranquilo… —susurra; su voz envuelve mi cuerpo, protegiéndolo del frío— Jamás volverás a estar solo…
Me dejo llevar por su abrazo, tan suave como las caricias que me prodiga la nieve, aunque el contacto esta vez no pretenda robarme el poco calor que mantiene a mi cuerpo con vida. Me pregunto qué es lo que le ha hecho quedarse en esta ocasión, qué hace que el día de hoy sea diferente a todos los demás.
—Que hoy lo deseaste con más fuerza —responde—. Y por fin puedo llevarte conmigo…
Me pierdo en sus ojos, tan profundos como el lago donde contemplo mi reflejo… En mi mente se enciende una tímida lucecita, murmurando el significado de esas palabras. Sonrío. Se acerca aún más a mí, sin soltarme. Ahora sé que nunca lo hará. Me besa en los labios, con delicadeza, como si temiera que fuera a quebrarme en mil pedazos. Quizás lo esté haciendo. Susurra mi nombre junto a mi boca. No se lo he dicho. Nunca lo hice. Pero no importa.
Porque La Muerte no pregunta. La Muerte simplemente, sabe.
El cielo ya se ha cubierto de nubes oscuras.
Mis ojos se cierran, cansados. La nieve me rodea, me abraza, me susurra al oído. Como siempre. Somos viejos compañeros. Muy viejos. Conozco todos sus secretos. Y esos inocentes copos que caen ligeros del cielo saben los míos. Saben mis debilidades. Mis sueños. Mis pesadillas. La nieve y la luna han sido testigos de mis lágrimas desesperadas. Porque incluso alguien como yo llora, oh sí. Os sorprenderíais de cuántas veces la desolación más absoluta ha nublado estos ojos de hielo. La soledad me mata. Me mata lentamente; un cuchillo que se desliza con delicadeza sobre mi piel, dejando un rastro de veneno que poco a poco se va filtrando en mi piel, arde en mis venas… llega a mi corazón. Y duele. Más que cualquier otra herida que haya adornado mi cuerpo nunca. Lo peor es que no sangra, no se puede vendar, no se puede desinfectar y esperar que el propio cuerpo se recupere. La soledad sólo pueden matarla otros. Pero a mi lado no hay nadie. Nunca lo ha habido. Sólo el invierno; sólo mi propio reflejo en la superficie helada del lago.
Aunque lo recuerdo… recuerdo la única vez que me sentí vagamente querido. Un día que llegué a creer que el veneno había alcanzado la dosis mortal. Escuché una risa a mi espalda, y los descubrí. Unos grandes ojos castaños observándome escondidos detrás de un árbol. Una sonrisa tímida. Un débil “¿Cómo te llamas?”. Estaba tan sorprendido que ni siquiera pude contestar. Traté de acercarme. Un intento de sonrisa asomó a mis labios. Nos miramos. Alargó su mano hacia mí, como intentando descubrir si acababa de encontrarse un fantasma. Era cálida, lo más cálido que he tenido la dicha de sentir. Alguien dijo su nombre entonces, y se perdió de nuevo entre los árboles, susurrando “Hasta luego”. Mas jamás regresó conmigo, y con el tiempo llegué a olvidar su rostro. En mi memoria sólo perdura su mirada, aquella vocecilla dulce, y la calidez que logró fundir parte del hielo que me rodeaba… A veces creo que aquello fue invención de mi mente atormentada. Un delirio, una fantasía, un espejismo. Quizás para no pensar que la única persona que había llegado hasta mí me había abandonado.
A lo lejos se escuchan campanillas. Niños cantando villancicos en la calle. La música resuena en mi interior, recordándome con crueldad que, una Navidad más, veré a las familias reunirse, a los amigos felicitarse, a las parejas besarse debajo del muérdago. Veré pavos rellenos sobre las mesas, regalos junto a los árboles decorados, luces adornando las tiendas.
Reencuentros.
Felicidad.
Risas.
Y yo seguiré solo.
Me abrazo a mí mismo. Ni siquiera este contacto me resulta cálido. Mi piel resulta tan fría, tan muerta como mi corazón, que parece dormitar en mi pecho, esperando. Esperando que alguien se fije en mí. Que se dé cuenta de que estoy aquí. Que descubra que existo. Suspiro, abriendo los ojos y mirando la lenta danza de la nieve. ¿Acaso no soy más que un mal sueño? ¿Acaso cometí un terrible pecado en una vida pasada? ¿Qué he hecho yo para merecer esta angustia que me devora? Siempre pregunto, mas el viento frío del norte jamás responde. Y todas, todas las Navidades no dejo de pedir, hasta que mi garganta se seca, hasta que las palabras se niegan a salir a de mis labios, la única cosa que he deseado toda mi vida. ¿No es lo que hace la gente? ¿Por qué no puedo ser como ellos? ¿Por qué no puede concedérseme lo que anhelo, lo que necesito?
Cierro de nuevo los ojos, desbordados por lágrimas que se congelarán en mi rostro. Me apoyo en la rugosa corteza del castaño deshojado. Si al menos no puedo conseguir que la soledad deje de ahogarme con su negrura, me quedaré aquí, y dormiré para siempre… llegaré a un lugar donde el dolor no me atraviese más… un lugar donde no sea consciente de esta pesadumbre… Dejo escapar todo el aire, relajando el cuerpo, mi mente se adormece…
Entonces una mano cálida me acaricia la mejilla. Noto mi corazón latir, retumbando en las costillas, al reconocerla. Y delante de mí los veo. Los mismos ojos castaños. La misma sonrisa, ahora cargada de compasión. Por fin puedo ver su rostro, de nuevo. ¿Cuánto habrá pasado? ¿Cinco, seis años? Definitivamente parece mayor que la última vez. Quiero decirle que no se vaya, que se quede a mi lado, que no vuelva a arrojarme al oscuro y frío pozo de la soledad. Las palabras se quedan atragantadas en mi boca, congeladas. Pero me mira y sé que me ha entendido. Ha leído el silencioso y desesperado mensaje en mis ojos azules.
—Tranquilo… —susurra; su voz envuelve mi cuerpo, protegiéndolo del frío— Jamás volverás a estar solo…
Me dejo llevar por su abrazo, tan suave como las caricias que me prodiga la nieve, aunque el contacto esta vez no pretenda robarme el poco calor que mantiene a mi cuerpo con vida. Me pregunto qué es lo que le ha hecho quedarse en esta ocasión, qué hace que el día de hoy sea diferente a todos los demás.
—Que hoy lo deseaste con más fuerza —responde—. Y por fin puedo llevarte conmigo…
Me pierdo en sus ojos, tan profundos como el lago donde contemplo mi reflejo… En mi mente se enciende una tímida lucecita, murmurando el significado de esas palabras. Sonrío. Se acerca aún más a mí, sin soltarme. Ahora sé que nunca lo hará. Me besa en los labios, con delicadeza, como si temiera que fuera a quebrarme en mil pedazos. Quizás lo esté haciendo. Susurra mi nombre junto a mi boca. No se lo he dicho. Nunca lo hice. Pero no importa.
Porque La Muerte no pregunta. La Muerte simplemente, sabe.