Había comenzado el crepúsculo: por el cielo rojizo volaban las últimas bandadas de pájaros que, en su despedida ritual al sol, sobrepasaron París, la perla de Francia. La ciudad más importante del país relucía con los últimos rayos del sol, atravesada por el resplandeciente río Sena y con la hermosa y orgullosa catedral de Notre Dame elevada sobre el resto de edificios. Sus calles se empezaban a vaciar poco a poco, invadidas por el olor a miles de cenas que se preparaban en los hogares, los trabajadores terminaban su jornada y se despedían los unos de los otros, los puestos cerraban uno tras otro, los niños correteaban por las calles apurando sus últimos momentos de libertad mientras sus madres les exigían desde las ventanas que fueran a cenar.
Pero no todo el mundo se preparaba para descansar. París es una ciudad grande, una ciudad nocturna.
Y los peligros acechaban en sus avenidas.
Bavol estaba arrinconado en el fondo de un callejón, sudoroso después de intentar escapar de sus perseguidores, sin éxito. Eran cuatro, todos rondando los catorce años, mucho más altos, mucho más fuertes que él. Y, como si aquello no fuera suficiente, estaban armados con palos y piedras. Bavol en cambio no tenía nada con lo que defenderse. Ninguna piedrecilla, ninguna teja caída de alguno de los tejados, ni siquiera restos de comida que los vecinos hubieran tirado desde las ventanas. Si miraba hacia arriba encontraría que los muros eran altos y prácticamente lisos, por lo que no tenía nada a lo que aferrarse para trepar; podía intentar gritar, pero antes ya se había asomado un vecino y al ver que era un gitano el que iba a recibir una paliza, cerró la ventana e hizo caso omiso.
No obtendría muchos más resultados por más que rogara, aunque siempre quedaba la esperanza.
Uno de los chicos sonreía macabramente, lanzando su piedra arriba y atrapándola en pleno vuelo. Si Bavol se fijaba comprobaría que tenía aristas muy afiladas: si le acertaba en la cabeza le haría una buena brecha. Pero lo más preocupante eran los palos de sus compañeros.
—¿A dónde vas a ir ahora, rata de cloaca? No tienes ningún sitio más por el que escabullirte.
—Si te estás quieto, gitano, será mucho más rápido.
—Ladrón—le acusó otro, al que se le escapaba algún que otro gallo por culpa de la pubertad—. Te he visto robar en el mercado. Vas a pagarlo.
Bavol podía intentar defenderse diciendo que era mentira, que no había robado nada, pero estaba claro que a esos chicos no les importaba la verdad. Sólo querían golpearle. Porque eran un sucio gitano y ellos unos franceses de pura cepa, buenos cristianos, y no soportaban ni a los mendigos ni a los gitanos.
Uno de ellos avanzó; el más alto, el más grande, el que tenía la nariz torcida y los ojos pequeños como un cerdito. Resplandecían de puro desprecio. Le iba a hacer daño. Oh, sí. Mucho daño. Levantó el palo.
—Si pones el trasero, a lo mejor y todo no te doy en la cabeza. ¿Qué te parece?
Uno de sus amigos, robusto, casi gordo, le rió la gracia con voz chillona.
—¡Mira si tiene alguna moneda, Pierre! —exigió el de los gallos a su jefe—.¡Siempre tienen algo!
—¿Tienes algo, eh, enano? Si nos das todo tu dinero te perdonamos, ¿te parece? O a lo mejor no —y Pierre empezó a reírse desagradablemente.
Esta vez avanzó a buen paso y Bavol tuvo la seguridad de que el palo le iba a golpear, le iba a…
Algo estalló contra la nuca de Pierre. Algo pegajoso que le resbaló hasta el cuello de la camisa: clara de huevo.
Todos se dieron la vuelta y en la boca del callejón vieron a una niña pequeña, de no más de ocho años, que sostenía otro huevo y se disponía a lanzarlo.
—¡Dejadlo en paz! —exigió.
—¡Vete a tu casa a fregar, niñata! —respondió Pierre con desprecio e hizo amago de correr hacia ella, amenazándola con el palo.
La niña pegó un respingo y echó a correr hacia la izquierda.
Se había dado la vuelta y no prestaba atención a Bavol. ¡Nadie prestaba atención a Bavol! Además, habían abierto filas, ¡Pierre ya no le cerraba el paso!
Era el momento de correr, a menos que quisiera recibir una buena paliza.