Una joven de bonitos atuendos y largo cabello escuchó la conversación y dejó escapar una bonita sonrisa. Era hora de abrir la jaula de aquel pajarito.
Hacía frío. Albert abrió los ojos inevitablemente cuando sintió la brisa marina erizar su piel por debajo de las sábanas. La ventana de su cuarto estaba abierta de par en par. Pero cuando fue a girarse para arroparse o levantarse y cerrarla, percató que alguien le observaba.
Demasiado cerca.
―Hola, sirenito, ¿qué tal estás? ―para su sorpresa, el origen de todo el lío del día anterior estaba en su cuarto. Yami se encontraba sentada de cuclillas frente a su cama y contemplándole con ojos curiosos e infantiles, mientras que con un fría mano le acariciaba la frente como si se tratara de su hijo. El tacto fue más cálido de lo que el muchacho hubiera podido imaginar― Sentimos mucho lo que pasó, sí. Verás, es que... había pasado un día entero y tu transformación tenía un tope. Un tiempo límite, ¡sí!
» Es que... ¡jo! ¡Si fueras como yo no tendrías que depender de mí y podrías nadar por tu cuenta!
La joven se llevó las manos a la boca, como si se le hubiera escapado un gran secreto. Se giró y, por unos instantes, permaneció en silencio.
―¡No me digas que hoy no te has divertido! ―exclamó de pronto, y dándose cuenta de que había subido demasiado la voz, siseó para sí misma, recordándose que se encontraba en una casa ajena a altas horas de la noche― Lo que queremos decir, es... ¿no has visto hoy las maravillas que escondía el océano?
» Porque, ¿sabes? Existen cosas más allá del mismo. Y podríamos enseñarte, pero... tendrías que convertirte en alguien como nosotras, sí. ¿Albert, no? Albert... ¿no te gustaría descubrir mucho más? Te podemos asegurar que Atlántica es sólo una mínima parte de lo que te estás perdiendo, ¡sí!