—
No, no te he hecho venir para que salgas malherido.—
Puedo cuidar de mí mismo —empezó a decir en tono ligeramente molesto, e iba a añadir que debía preocuparse más de que ella no fuera la que saliese malherida, pero la forma en la que la muchacha le miró entonces hizo que cerrara la boca.
—
Esperaré. Pero si no vuelves en un rato, iré detrás. Así que ni se te ocurra arriesgarte. —
Muy bien —concedió. Ya había conseguido bastante si accedía a quedarse allí de momento. Y veía que no sería capaz de convencer a la muchacha de que se fuera si él no regresaba.
Sus últimas palabras habían sido tajantes, casi más propias de alguien acostumbrado al liderazgo que de una chica tan joven. Quizás lo hubiera heredado de su familia. Se agachó para acariciar a Ygraine detrás de las orejas.
—
Ygraine, quédate con Rosa, ¿de acuerdo? —le pidió, antes de incorporarse.
El animal se tumbó a esperar junto al banco derruido del que la muchacha había hecho su asiento. Todo estaba en orden, y ya podía encaminarse hacia la entrada del castillo. Respiró hondo, tal y como había hecho antes de salir del bosque, aunque esta vez tuviera una ligera idea de lo que iba a encontrarse al final del camino.
El poco trecho que le restaba se hizo, sin embargo, arduo de recorrer. Quizás por su naturaleza de hechicero, o quizás porque la magia que pesaba en el interior de aquellos enormes muros era enormemente poderosa, hasta el aire se hacía difícil de respirar. Cada fibra de su cuerpo protestaba, intentando hacerle desistir y regresar a un lugar donde no se sintiera aplastado por una atmósfera cada vez más densa.
Por un momento temió estar empezando a notar los efectos del hechizo que congelaba el tiempo, pero como era capaz de seguir avanzando a pesar de todo, dedujo que, por el momento, no se estaba viendo afectado por él. Eso era bueno. Quería decir que se podía hacer algo por el Reino y sus gentes. O intentarlo, al menos.
Cuando tras un último esfuerzo logró alcanzar las destrozadas puertas del castillo, lo primero con lo que se encontró fueron los esbirros de Maléfica, cuya carrera, enarbolando sus mortíferas armas había sido detenida por el hechizo. Les dirigió una mirada curiosa, puesto que nunca había podido ver a una de esas criaturas tan de cerca –aunque tampoco había sido algo que deseara, porque el estar junto a una de ellas hubiera implicado otras cosas, y ninguna de ellas buena-, antes de, por fin, entrar.
El peso de la magia se hizo aún más notorio si cabe, aunque no sentía somnolencia o cansancio más allá que el producido por la caminata hacia allí. No obstante, su cabeza estaba demasiado ocupada analizando las vistas que se abrían ante él como para preocuparse ya por eso. De alguna manera habría esperado, había
deseado, más bien, que aquellos peligrosos seres se hubieran quedado paralizados en la puerta, antes de que pudieran causar daño alguno.
Pero sus ojos le mostraban una realidad muy diferente. Y que el combate hubiera quedado suspendido en el tiempo, como un lienzo macabro pintado por Maléfica, hacía que cada ínfimo y escabroso detalle pudiera contemplarse, sin perderse en el fragor de la batalla. Cada gota de sangre parecía burlarse de él desde su inamovible posición en el aire, o en el suelo. La única palabra que se le venía a la mente, intentando sobreponerse a aquel terrible espectáculo, era desesperación.
No, se dijo. Aquello no podía ser. Tenía que estar soñando. Tenía que estar sufriendo una de sus pesadillas.
Se mordió el interior de la mejilla, pero aquel gesto no provocó ningún cambio en el paisaje que le rodeaba. El dolor no iba a despertarlo porque… estaba despierto. Aquello era el mundo real. Su mundo. Hogar, dulce y destrozado hogar. La mirada se le nubló, aunque sabía que no iba llorar. No de momento.
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Esto es lo que ocurre cuando te escondes. El mundo sigue existiendo aquí, fuera de tu madriguera, y aquellos que ansían sumirlo en el caos no van a descansar por mucho que los que se propusieran defenderlo hayan bajado la cabeza... >>
Se giró para mirar la puerta de entrada a aquel campo de batalla, sintiendo un nudo en el estómago. Rosa no podía ver aquello. Tal vez fuera egoísta de su parte querer ocultarle esa verdad, la verdad que estaba buscando, pero tenía que proteger la inocencia que aún le quedara a aquella muchacha.
Con un poco de suerte, quizás aún podría investigar un poco más aquel infierno antes de que la joven considerara que hubiese esperado demasiado y entrara al castillo por su cuenta. Dio un vistazo a su alrededor, y decidió tomar una de las calles laterales que se abrían ante él.