Es la gran verdad que aprende todo guerrero que se enfrenta alguna vez a la batalla. Hasta entonces, ningún entrenamiento le enseña la cruda realidad que tendrá que experimentar algún día. Se adiestrará, combatirá y morirá. No quedará nada de él, salvo sus logros, sus hazañas, y las consecuencias de sus heroicas (o no tan heroicas) victorias.
Y no por ello deja de ser triste la marcha de uno. Sobre todo cuando nunca ha tenido la oportunidad de llegar a serlo del todo.
En eso pensaba el Maestro, mientras clavaba la Llave Espada de quien había sido su alumna, en la árida tierra de la Necrópolis, como ellos la llamaban. Ante él, se extendía un público sereno, sosegado y mortalmente silencioso. Casi había pasado a ser una tradición que no se vertieran lágrimas en los funerales de los suyos, como quien despide a un luchador que conocía, desde el principio, el trágico final que podía tener; y aun así, sin embargo, se decidía a afrontarlo con valentía.
―Otra más… se va ―declaró el Maestro, rodeando aún el mango de la Llave con la mano―. Y aquí, por fin, descansará de su cometido, junto al resto de sus hermanos ―tomó aire ―. Su corazón nunca se marchará. No, al menos, mientras la recordéis. Vivirá en los recuerdos de quienes la amaron, la apoyaron y la ayudaron. Vivirá en Tierra de Partida, y en cada mundo que la vio crecer. Y la fuerza que nos brindó con su labor pasará a futuras generaciones. Jamás permitiremos que su sacrificio a la causa haya sido en vano.
»Los lazos forjados entre corazones no desaparecen ―pronunció más alto―. Sed fuertes, creed en ellos y nunca olvidéis a quienes nos dejaron.
El Maestro guardó silencio. Si bien su oración había sido en voz alta, la de los demás, en cambio, debía ser en cada uno de sus corazones.
Sólo un muchacho entre la pequeña multitud se acercó, para dejar colgada, sobre la Llave, un amuleto en forma de estrella. Tenía dibujado en él la cara de un conejo, con el nombre de ambos jóvenes. Después de que éste le hubiese servido en muchas ocasiones al aprendiz, se lo devolvía a su dueña junto a la mutua promesa, quien nunca más podría usarlo.
Incapaz de permanecer más tiempo frente a la única tumba que tendría de ella, se alejó para perderse de nuevo entre sus compañeros, con patentes esfuerzos por mantenerse firme. El Maestro lo vio alejarse con tristeza, comprendiendo la dura recuperación que le esperaría al joven a partir de entonces.
Finalizada la ceremonia, los asistentes, Maestros y aprendices por igual, fueron marchándose uno a uno, presentando sus respetos frente a la Llave. El Maestro esperó tras ella, hasta que el último de ellos hubo partido. O casi. Sólo una persona se quedó a esperarle, y al reconocerla, se acercó.
«Era joven», mencionó la Maestra. Pocas serían las veces en las que no se la viera sonreír, y aquella, precisamente, era una de ellas. Los funerales no amilanaban su alegría, pero sí la despedida para siempre de alguien. «Una buena chica. Me contaba cosas increíbles de su mundo, porque verás, procedía de uno muy particular. Se llama Tierras del Reino, me parece. Ella nació como una leona, y visitó en sus correrías de cachorra todo tipo de lugares: desde cementerios de elefantes hasta bosques agrestes ¡Y vivió muchas aventuras! Incluso una vez tuvo que socorrerla el soberano de ese reino por el lío en el que se habían metido ella y sus amigos».
«También había veces en las que me decía que no se acababa de acostumbrar a las dos patas, después de toda una vida a cuatro. Pero se esforzaba en transformarse en humana para relacionarse con los demás aprendices. Pensaba que la dejarían de lado si no lo hacía».
Así era ella. Después de tanto rito solemne con el funeral, había localizado una presa idónea para hablarle de todo lo que se le había pasado por la cabeza en la última hora. Si no fuera porque aún duraba la atmósfera protocolaria, contaría las historias que sabía de manera más jovial.
Ni siquiera la mudez de sus labios le impedía hablar por los codos. Se comunicaba de la única manera que sabía: por lengua de signos. Y lo hacía incluso mejor que si hablara. Los gráciles movimientos, las descripciones tan visuales y la rapidez con la supresión de los conectores. Movía las manos a tal velocidad que a los aprendices más novatos les costaba seguir su ritmo, sobre todo cuando éstos habían empezado a aprenderla. Y aun así, pocos desfallecían en el intento. Merecía la pena el esfuerzo con tal de poder conversar con la alegre Maestra.
Al ver ésta los ojos del hombre desviarse en más de una ocasión, comprendió que no le estaba prestando nada de atención. Tenía la cabeza en otra parte. Al darse cuenta, decidió incidir en el tema directamente.
«Es la séptima que desaparece».
―Lo sé. Es preocupante, sí ―corroboró el Maestro―. Cada muerte o desaparición tiene su explicación. El primero, perdido en el bosque; el siguiente, caído desde su Glider; otra que disparó a su compañero, y luego se suicidó; el turbio asuntillo del flan gigante, aún sin aclarar; el muchacho perdido por el espacio, y del que sólo se encontró su armadura; y, por último, ésta, Nanami, aparentemente ahogada por la mala ejecución del hechizo. Sin embargo, no puedo dejar de estar inquieto…
La Maestra asintió.
«No parecen coincidencias».
―O puede que me esté empezando a hacer viejo y vea enemigos hasta de debajo de las piedras ―soltó una carcajada, relajando el ambiente tan tenso que habían tenido hasta entonces―. En cuyo caso, señorita, no debería dejarme hacer conjeturas precipitadas. Los cascarrabias como yo nos equivocamos muchas veces.
Por fin, Awyr sonrió, asintiendo de nuevo. Ambos seguían intranquilos, pero confiaban en que pudieran llegar a la verdad del asunto antes del siguiente accidente.
¡Qué ingenuos!
El Maestro abrió un Portal de Luz, invitándola a marcharse juntos. Aquel cielo permanentemente encapotado nunca le había gustado, ni mucho menos tener que estar rodeado de las cientos de Llaves Espada, cada una representante de su anterior dueño. Era un sitio demasiado sagrado para mantener en él una charla más optimista.
«Por cierto, Rayim, ese nuevo alumno tuyo…».
Nadhia y Rhía
Como todas las historias sobre aventuras que se cuentan, el día comenzó como otro cualquiera. Ninguna de las jóvenes aprendices fue llamada para alguna misión en el exterior, tarea o recado que a algún Maestro se le antojase. Por lo tanto, tenían la mañana libre.
O eso pensarían.
Estaban haciendo… bueno, quién sabe, lo que hacen las jóvenes en la flor de la vida durante su tiempo libre. Por un lado y por otro, ocurrió que llegó un moguri volando hacia ellos, Nadhia y Tandy; y hacia ella, Rhía, irrumpiéndoles a todos en la tarea que fuese. Ambos parecían emocionado.
―¡Tandy! ¡Necesitamos tu ayuda, kupó! Y la de todos los moguris, kupopopó! ¡Por fin ha llegado el día! ―exclamó. Luego, se fijó en Nadhia―. También puede ayudarnos, señorita, si es tan amable, kupó.
―¿Tú quién eres, kupó? ―le preguntaría, por el contrario, el otro moguri a Rhía―. ¿Nueva, no? ¡Da igual, servirás, kupó! ¡Ven conmigo! ¡Va a ser genial, kupó, te lo prometo!
Si Nadhia preguntaba a Tandy, éste tampoco sabría a qué se refería, puesto que llevaba menos tiempo en Tierra de Partida que ella. Por otro lado, Rhía había tenido anteriores contactos con moguris, que por cierto… no habían salido demasiado bien, por lo que podía fiarse más o menos de la palabra de éste, según su criterio.
―¡Rápido, o lo harán sin nosotros! ―les apremió.
Sus intenciones eran llevarles a una parte lateral de los Jardines, cercana a la espesura. Los dos moguris ya se marchaban hacia allí, cumplidas las tareas: una, la de avisar a su compañero de raza; y otra, la de hacer correr la voz. Fuera lo que fuese, si el primero había ido a buscarles, es que Tandy estaba involucrado… de algún modo. Y el segundo podría estar tan ilusionado que estaría llamando a todo aprendiz que se encontrase.
Saeko
―Es hoy ―comentó Nanashi.
Unas horas atrás, Saeko había recibido una citación de la Maestra para personarse allí a la hora indicada por ésta. Estaban en la entrada principal de Bastión Hueco, frente a la fuente, donde solía pasar sus horas muertas otra persona, Hisa Wix. En ese momento se encontraba en lo alto de la lámpara. Las observaba a ambas de reojo, pero no osó intervenir en la conversación.
Las dos ya se habían conocido tiempo atrás, cuando la mujer se ofreció a curarles las heridas de la cruel prueba que les habían impuesto, a ella y a otro chico. Entonces, no tuvieron demasiado tiempo para hablar. De hecho, apenas intercambiaron unas cuantas palabras, a pesar del interés de Saeko por saber si podía encontrar en ella a otra apasionada de los libros en aquel castillo.
Tal vez aquella fuese una oportunidad mejor para volver a abordar el tema, si no había perdido el interés.
La Maestra Nanashi había cambiado. Sin embargo, seguramente sólo lo notasen sus antiguos aprendices o conocidos más cercanos. Seguía manteniendo un porte alto, estricto y reglamentario, pero había perdido todo su brillo. Ponía el mismo empeño de siempre en sus labores de instructora, y aun así, la desmotivación hacia su trabajo de Maestra era palpable. Pocos eran los días en los que no se la viera más pálida de lo habitual, o sin esbozar ni una triste sonrisa.
La traición no le había sentado demasiado bien.
―Hisa también habría querido venir. Al fin y al cabo, le traería buenos recuerdos. Pero el Maestro Ryota se lo ha prohibido ―cerró los ojos, lamentando que hubiese tomado dicha decisión, y sin osar, no obstante, oponerse a ésta―. Qué lástima.
No se escuchó ninguna respuesta del techo.
―Hoy es un día muy especial ―prosiguió Nanashi, aludiendo de nuevo a la importancia de algo que a Saeko poco le decía―. Ya han pasado veintisiete años… Por entonces, yo ni siquiera era una aprendiza. Ojalá hubiese podido vivirlo por mí misma. Y, al mismo tiempo, debería alegrarme de que no fuera así.
»Es imposible resistir la tentación de ir a la propia “inauguración” para mirar, aunque el resto de Maestros no estén interesados. Y me gustaría que me acompañaras. Si de verdad te interesa el conocimiento, la lección de Historia de hoy te será muy productiva.
Si Saeko era curiosa, a aquellas alturas estaría deseando saber de qué hablaba Nanashi, y por qué no era nada clara en sus palabras. Si, por el contrario, el tema le importaba bien poco, desgraciadamente el resultado sería el mismo: la Maestra parecía no admitir réplica.
―Tampoco quiero llevarme a más gente. Podrían considerarnos una amenaza, y mi intención es que nuestra presencia sea meramente de espectadoras. Un encuentro pacífico.
»¿Estás lista? No será peligroso, porque irás conmigo, pero prepárate bien. Vamos a un mundo donde nunca has estado.
La Maestra salió al exterior, donde esperaría a Saeko, por si la aprendiza quería ir a buscar algo a su habitación. O hacer alguna otra cosa antes.