
Tortuga. Un remanso fuera de la ley, donde rige la ley del más fuerte. El punto de reunión de la peor calaña del mar del Caribe. Una ciudad de tortuosas calles inmundas, edificios destartalados, recintos que apestaban a todo tipo de alcohol y otros fluidos cuya procedencia era preferible no conocer. Uno de los últimos lugares donde todavía reinaba la cruel e inestimable libertad.
La isla de los piratas.
Hasta aquel lugar les había llevado Ronin. Los Aprendices aguardaban en el porche de una mugrienta taberna a que el Maestro de Maestros decidiera salir y explicarles la situación. De momento, no parecía que tuviera la intención de hacerlo.
Si miraban a través de una de las sucias ventanas encontrarían que el interior de la taberna era sucio y abigarrado; a pesar de los churretes podían darse cuenta de que las mesas no debían haber sido limpiadas en mucho tiempo, pero no parecía que a los clientes les importara. Un par de camareras repartían enormes jarras de cerveza y ron esquivando las manos largas de los barbudos hombres que poblaban el establecimiento incluso a esas horas de la madrugada.
Ronin charlaba desde hacía más de media hora con alguien, sin lugar a dudas también un pirata, bastante mejor vestido que los demás y, también, más joven. Era incluso atractivo, aunque sus gestos eran rudos y no parecí muy feliz de hablar con el Maestro.
Los aprendices estaban cansados: Ronin los había levantado poco antes del amanecer ordenándoles que se reunieran en el vestíbulo con todo lo que creyeran necesario para una misión. Una vez allí el Maestro, alegre como él solo, les informó:
—Tenemos una misión en un mundo que, sin duda, os va a encantar. ¡Así que fuera esas caras de sueño y pensad que vais a ver piratas! ¡Vamos a Tortuga, muchachos!
No dijo más; en los jardines de Tierra de Partida invocó su glider y salió disparado hacia el cielo. Tuvieron que apresurarse para que no les dejara atrás. Parecía muy ansioso por llegar a su destino.
Cuando llegaron al mundo de Port Royal, tras un viaje largo y sin contratiempos, todavía era de noche. La visión de la isla de Tortuga fue, desde luego, hermosa: la luna en cuarto creciente brillaba en el cielo tiñendo de plateado no sólo las aguas sino el perfil de la isla, cuyas calles estaban vagamente iluminadas. A continuación les recibió un penetrante olor a salitre, a mar y a pescado. Ronin los llevó a través de las calles, sonriente, haciendo caso omiso a los bucaneros que todavía estaban despiertos y los miraban con hostilidad, extrayendo cuchillos de sus casacas o jugueteando con pistolas. Perdieron la cuenta de los hombres que roncaban entre cajas y barriles, de los perros callejeros que escarbaban en busca de comida y de las figuras furtivas que, de tanto en tanto, aparecían al fondo de un callejón. Más de una mujer trasnochadora y bastante ligera de ropa lanzó descaradas miradas evaluadoras a Ronin y a Malik.
Cuando llegaron, por fin, ante la taberna, Ronin les ordenó que esperaran.
—¡Nada de emborracharos sin mí mientras esperáis! Y menos si sois menores de edad. ¡No creas que no te he calado, muchacha! —el Maestro guiñó su único ojo a Jess—. ¡De todas formas no sé si señoritos como vosotros os atreveréis a beber lo que os pongan! Ah —añadió antes de meterse en la taberna, sonriendo de oreja a oreja—. No os metáis con ninguno de estos amigotes: os meterán una bala entre ceja y ceja. ¡Y no sabéis cuánto cuesta coser esas heridas!
Y allí los dejó, cabeceando de sueño, mientras se alejaba entre carcajadas.
Los aprendices podían hablar entre ellos si lo deseaban, para combatir el sueño y el hambre, aunque había una camarera cerca limpiando con desgana el mugriento suelo, así que no convendría sacar temas espinosos.
Transcurrieron todavía quince largos minutos hasta que la puerta se abriera bruscamente y el hombre que había estado bebiendo con Ronin se plantara frente a ellos con las piernas separadas y cruzado de brazos. Era difícil distinguirlo a la luz que se escapaba por las sucias ventanas, pero tenía la piel tostada, los ojos muy oscuros, una nariz respingona y le caía una trenza negra sobre el hombro. Era sorprendentemente bajo, casi demasiado…
Esbozó una sonrisa desdeñosa, casi insultante.
—Maravilloso, me traes una panda de niños de tierra adentro. Se ahogarán en su propio vómito, si es que pueden moverse el primer día de travesía.
Era una voz, inconfundiblemente, de mujer, aunque bastante grave.
—¡Pero eso a ti no te tiene que importar! —exclamó Ronin, saliendo tras ella.
—Me importa. No voy a pagar por gente que estará echando las entrañas y no será capaz de mantenerse en pie durante el viaje.
—¡Bah! —Ronin restó importancia a las palabras de la mujer con un gesto—. ¡Se acostumbrarán! O les acostumbrarás tú.
La mujer sonrió de medio lado y clavó los ojos por un momento en Malik.
—Al menos ese le alegrará la vista a las mujeres. Pero si mueren, es cosa tuya —dio la espalda a los aprendices; había perdido todo interés en ellos—. No busco a niños en mi barco, sino a gente dispuesta a matar a personas, Ronin. No sé por qué tienes tanto interés en detener a esa Chihiro, pero la quiero muerta. Tiene que correr la sangre o las sirenas acabarán con… con nosotros.
—¡Sin problemas! ¡Tú déjalo todo en mis manos! Si no te sirven, podrás hacer lo que quieras con ellos, Ana.
La tal Ana soltó una resonante carcajada y dedicó una mirada siniestra a los aprendices.
—En ese caso los echaré de comer a las sirenas, te lo aseguro —se encasquetó entonces un amplio sombrero en la cabeza y gruñó:—. Partimos en una hora, Ronin, ni se te ocurra llegar tarde —dedicó una mirada desdeñosa a las mujeres y añadió:—. ¡Por Calipso que si no sois útiles lo pagaréis caro!
Acto seguido se marchó con resolución, dando largas zancadas.
—Encantadora, ¿verdad? —Ronin hizo un gesto a los muchachos y echó a caminar en pos de la mujer, sólo que a un ritmo más plácido—. ¡Va a ser un viaje entretenido! —y rió de muy buen humor.