Un hombre de grandes riquezas tuvo que enfrentar la grave enfermedad de su esposa durante un verano abrasador. La mujer, sabiendo que se acercaba su fin, llamó a la hija de ambos para dedicarle con cariño las siguientes palabras:
Hija mía, sé buena y piadosa, Dios te protegerá desde el cielo... y yo también. Jamás me apartaré de tu lado.
Al caer la última hoja de otoño, la mujer cerró los ojos y espiró. La niña fue todos los días a llorar al sepulcro de su madre, llevándole las flores que tanto le habían gustado en vida y cumpliendo su promesa al regalarle al viudo tiernas y bondadosas sonrisas, acompañándole en el difícil duelo por el que pasaba. Llegó el invierno, y la nieve cubrió con un blanco manto la tumba de la mujer.
Llegó la primavera, y el sol regaló a las flores del campo su grácil luz.
Entonces, el padre de la pequeña se casó de nuevo. Y comenzaron los malos tiempos para la pobre huérfana.
Ragun quizás no estaba preparado para salir de Bastión Hueco, o tal vez sí. Desde que regresaron del mundo informático, la tensión en el ambiente era más que palpable. Y no porque, al contrario, pensara que en Tierra de Partida las cosas debían estar peor con un Maestro tirano, cínico y cruel. Ellos tenían un problema preocupante, y era el estado de salud del Maestro Ryota.
Apenas se sabía sobre él, y tanto Ariasu como Nanashi no decían palabra alguna durante los entrenamientos. Ellas eran las únicas que podían verle y comprobar si cabía esperanza alguna para él.
Había pasado una semana, y no había indicios, al menos, de que Ryota fuera a morir. Pero, igualmente, la preocupación era inminente, sobretodo de aquellos que eran sus pupilos.
Aquel día, Ragun fue convocado a la Sala del Trono, encontrándose a Shinju por el camino. Ésta, ignorando por completo al aprendiz durante todo el trayecto hacia su destino, fue la primera en abrir los dos grandes portones que daban a la sala donde esperaba la Maestra Nanashi. Seguidamente alguien más entró, un aprendiz nuevo, de nombre Gonax.
Y aunque la situación fuera ante todo delicada, aquella mujer mostraba un porte envidiable para cualquiera de los presentes. Cerró el pequeño libro que sostenía entre sus manos cuando se escuchó a alguien tras Shinju y Ragun cerrar las puertas: Diana Thorn.
La muchacha se colocó al lado de los tres, y aunque se encontrara a cierta distancia de los dos muchachos, estos no pudieron evitar la agradable y placentera sensación del olor que desprendía Diana. A pesar de que Ragun estuviera más que acostumbrado, le era muy, muy complicado prestar atención si ella andaba cerca. Eso sí, se dio cuenta de que Diana no le regalaba ningún guiño travieso, y eso le entristecía. Gonax, en cambio, lo experimentaba por primera vez y era una sensación maravillosa, que ante todo no se daba cuenta de que podía ser un auténtico problema.
A las pocas horas de reunirse con Nanashi, los cuatro aprendices habían aterrizado en el bosque de un mundo en particular. Habían sido mandados a una especie de investigación acerca de los sincorazón de la zona: al parecer, en cierto punto de entre los árboles, los enemigos de la Llave-Espada se detenían y no avanzaban más allá.
Una investigación que podría haber esperado, con los problemas que existían últimamente dentro del castillo, los comentarios sobre la guerra o los rumores sobre el estado de salud del Maestro. Pero Nanashi, ante las quejas de Shinju o las dudas de Diana, dejó claro que aunque Ryota no estuviera ahora en condiciones, su deseo sería que todos no se detuvieran dentro de lo que él mismo había construido.
Shinju no paraba de quejarse desde que aterrizaron, y Diana ladeaba la cabeza hacia el otro lado del bosque, más llano y luminoso. A las dos no parecían interesarles en absoluto la misión.
Había dos caminos: adentrarse en las profundidades del bosque, o dirigirse hacia las zonas más llanas y libres de vegetación, a donde Diana prestaba, claramente, toda su atención.
―¡Estáis lindos, lindísimos, mis chocobitos! ¡Sí, sí!
Salir con Yami fuera de Tierra de Partida podría ser, para algunos, un auténtico suplicio. O puede que no tanto. Desde que habían regresado de La Red, algunos aprendices intentaban no cruzarse con Ronin por los pasillos. O con cualquiera de los demás maestros. Sin embargo, la despreocupación de aquella mujer era contagiosa y puede que al menos una pizca de su excentricidad consiguiera distraer a Maya, quien había vivido dichos sucesos de primera mano. Otros, como Jeanne o Lune, no sabían a qué se debía la tensión por los rincones del castillo, siendo unos primerizos dentro de la Orden, o que les diera miedo preguntar con los rumores que llegaban a sus oídos sobre una guerra. O puede que tampoco le hubieran dado importancia alguna.
La Maestra los había acorralado con sus extraños bailes y giros imposibles para regalarles unas invitaciones. Según Yami, una vieja amiga se las había obsequiado en un mundo "maravilloso" para asistir a un baile de la realeza. Dando a entender las ganas que tenía por probar el jazmín con toda variedad del banquete real, u opinar o criticar sobre los feos vestidos de las caza-hombres, puso ojos de corderito degollado a los tres, en pos de que le acompañaran.
No era tiempo para juegos, estaban a punto de comenzar una guerra, ¿qué demonios se le pasaba a Yami por la cabeza?
Chocobos, jamón y jazmín. Nada más.
Los tres, aceptaran o no la propuesta, serían arrastrados literalmente por la mujer, que aunque parecía de cuerpo frágil bajo aquel vistoso atuendo denominado "kimono", tenía una fuerza sobrehumana.
Cuando los cuatro llegaron a su destino, aterrizaron en unos hermosos jardines a las afueras de palacio. ¡Sí, un palacio precioso y blanco como el marfil! Parecía brillar con luz propia y los invitados llegaban de todas partes en sus carros o caballos para asistir. Sospechoso que la mayoría fueran mujeres... bastante desesperadas por ser las primeras en entrar.
Pero lo que menos estaban dispuestos a tolerar los tres aprendices de Tierra de Partida eran... los atuendos que les había dado Yami para asistir al baile.
Más pomposos, incómodos y llamativos imposibles. Daba auténtica vergüenza ir con aquello puesto, apenas podían dar tres pasos sin caerse de bruces contra el suelo o sin que sonara algún roto por las zonas bajas de lo ajustados que le estaban. Y, para colmo, no paraban de escuchar risitas a su alrededor, bajo los abanicos de las recién llegadas.
Maya quizás estaba acostumbrada a las locuras de Yami, o puede que estuviera igual de desesperada que los dos primerizos. Todavía existía alguna posibilidad de que los tres pudieran escapar de aquella situación sin que Yami los descubriera.
¿Pero dejarían pasar la oportunidad de asistir a una celebración de tal calibre?