La rápida carrera le hizo casi resbalar sobre el barro blando y mojado. Llovía a cántaros y era una de esas noches en las que ningún hombre decente osaría salir de casa. Tenía serias dudas sobre la veracidad de la decencia de los hombres de Port Royal, pero eso era otro asunto.
—¡Vuelve aquí, ladrón! —Una voz tronó tras el primer rayo de la tormenta.
La suela de las botas se deslizó por los adoquines de piedra tan limpiamente que su cuerpo avanzó como lo haría la quilla de un navío por la superficie del agua. Se sujetó al alféizar de una ventana oportuna y esquivó como pudo los disparos, con esa gracia y habilidad natural suya tan espectacular y por la que se suponía el Caribe debía reconocerle. Se agachó al sentir las astillas estallando sobre la cabeza y frenó justo antes de que otro tiro abriera un humeante agujero en la pared.
¡Ese había estado cerca!
Giró rápidamente sobre la punta de los pies y continuó corriendo.
—¡Que no escape!
Las voces de sus perseguidores retumbaron a la vuelta de la esquina y él apretó el paso todo lo que pudo. Patinó a través del empedrado de una calleja adyacente y cruzó la contigua hasta detenerse bajo un pequeño soportal medio cochambroso y escondido. Allí quieto esperó a que los hombres que intentaban darle caza no siguieran su rastro y pasaran de largo. Aguantó el aliento y se apretó contra el pecho el bulto que había estado cargando consigo. El murmullo de las voces sonaba cada vez más apagado tras el ruido de la cortina de agua. La lluvia había borrado sus huellas, suerte la suya. Lentamente se oteó a través del resquicio abierto de los portones, para comprobar que ya nadie le seguía. Respiró más tranquilo al oír los pasos de aquellos bribones alejándose en la penumbra. Más allá no había nadie, tan sólo el agua cayendo a plomo contra el suelo como pequeña balas de cañón.
Con un suspiro aliviado, se escurrió por la pared hasta caer sentado. Con destreza, desató los nudos que cerraban la bolsa y metió la mano para sacar su contenido. El tacto del pergamino le hizo levantar las cejas. Con cuidado para que no se mojara demasiado con los goterones que caían desde el techo, extendió ante sí la pieza. A la pobre luz de las antorchas que todavía quedaban encendidas en la galería, pudo ver lo que era.
—Vaya, vaya… —murmuró sin darse cuenta.
Una sonrisa, entre ambiciosa y animada se dibujó lentamente en sus labios, dejando ver el brillo de los dientes de oro que llenaban los huecos de una dentadura picada.
—Interesante. Muy… interesante.
Una semana. Sólo una semana tras de la declaración de Guerra.
La situación de Tierra de Partida aquella mañana no era de las más alegres, al igual que todas las anteriores. Después de todo lo que había pasado en La Red, de la «traición» a Bastión Hueco estando a punto de firmar una paz, nadie lograba levantar cabeza realmente. Algunos de los aprendices se habían cambiado de bando, quizá más impactados por la acción de Ronin que por afinidad de ideales. Aunque eso ya no podían saberlo. Ellos mismos se preguntaban si habían hecho bien en quedarse, en si era correcto continuar bajo las órdenes de un hombre capaz de cometer tamaña falta de honor. O no…
Sin embargo tenían que seguir adelante, intentar avanzar con la cabeza alta y afrontar la idea de que ahora estaban en guerra. Y que una guerra conllevaba obligaciones y deberes especiales. Además de los sincorazón, debían preocuparse también por las acciones de Bastión Hueco y prepararse para defenderse de cualquier tipo de ofensiva.
A los aprendices nombrados a continuación,
—Fátima Laforet. Xefil. Bavol Trené. Stelios. Albert.—
Se os convoca para una misión importante.
Debéis viajar al Mundo de Port Royal y averiguar el paradero de un objeto denominado Espada de Cortés. Una vez localizado, tenéis que traerlo a Tierra de Partida para su custodia y vigilancia. Es un objeto peligroso y no podemos dejar que caiga en manos de Bastión Hueco.
Reuníos en el aula 01. Organizaros como más creáis conveniente y partid lo más pronto posible. El trabajo en equipo es vital al igual que la discreción.
Sed cautelosos y no falléis.
Maestra Rebecca
Una nota como esa le llegó a todos y cada uno de los aprendices citados por medio de un moguri mensajero, estuvieran donde estuvieran. Rebecca no especificaba nada más sobre los pormenores de la misión, el viaje o la línea de actuación, dejaba claro qué era lo que tenían que hacer. El cómo se prepararan ellos era su asunto. Quizá en esa falta de extensión podía notarse nerviosismo, tensión, impaciencia. Ninguno de ellos podía estar seguro de eso.
¿Qué era lo que escondía esa espada para que los maestros estuvieran tan desesperados por encontrarla justo en esos momentos tan precarios?
El aula 01 estaba ubicada en el primer piso, junto a la biblioteca y otras aulas, y estaba vacía a excepción de los aprendices requeridos que iban llegando. Nada indicaba que la misión fuera difícil, únicamente que debían conseguirlo a toda costa sin destapar sus identidades de caballeros.
Quién sabía lo que podía pasar si Bastón Hueco se enteraba o pretendía lo mismo que ellos.