Acecándome a los dos jovenes y aceptando alegremente el caramelo que me ofreció Xefil, comencé a saborearlo tras un breve:
—¡El placer es mío, Feliz Halloween!—
Madre mía. No sabía de qué estaba hecho aquel caramelo, pero tenía un sabor digno de dioses... tanto que me quedé completamente ensimismado mientras lo degustaba. No sabía cuando tiempo había pasado cuando escuché a Xefil hablar, en tono de queja.
—Si vosotros no decidís... pues iré yo. No es mi intención parecer maleducado, pero tengo algo de hambre y mantengo la esperanza de que alguien me dé algo de fruta.
—Ah... eh... ¡Espera Xefil! ¡Voy contigo!— estaba hecho un completo desastre, me sentía fatal por quedarme pasmado como un tonto.
Pude ver como Myxa se despedía de nosotros, con intención de observar más la Ciudad, pero por su cuenta. Tras un rápido gesto de despedida por mi parte, me coloqué la máscara y salí corriendo tras Xefil.
Extraño, sentía algo clavado en la nuca, como si algo nos vigilara. Halloween me estaba volviendo paranoico.
Para cuando alcancé a Xefil, ya se había dirigido a la casa a la que menos me hubiese gustado ir: Estaba cubierta de un moco verde espeso y asqueroso, y la verdad es que no me mataba la curiosidad por averiguar qué era.
—¿Estás seguro de que...?—
Pero Xefil ya no me oía. Habia alcanzado con su mano libre del guante y había tocado la pared con la mano desnuda... no iba a estrecharle la mano hasta que viera como se la limpiaba.
>>Olvídalo.
Y llamó a la puerta.
—¿Qué era...? ¿Cómo se decía...? —murmuré, olvidando por un momento cuál era la frase correcta—: Ah... ¡Truco o... trato!
Al menos esperaba que diesen buenos caramelos en aquella ciénaga de mocos. Cuando bajé la cabeza con desgana, pude ver como una sombra se deslizaba por el suelo bajo nuestros pies, y atufaba a oscuridad. Justo en el momento que estaba delante de nosotros, emergió del suelo y pude sentir como el miedo se apoderaba de mí más de lo que hubiese esperado. Un par de ojos amarillos y antenas negras salieron de la sombra, haciéndome pegar un pequeño grito de alarma y pegar un buen salto, tanto que se me cayó la peluca blanca que había añadido al disfraz.
—¡¿U-un Sincorazón?!— iba a alargar la mano para sacar mi llave, justo cuando el ¿Sincorazón? habló con un tono burlón.
—Sorpresa.— rió.
El miedo desapareció de golpe, reemplazado por la vergüenza por haberme asustado tan fácilmente. ¿Qué había hecho para causar tal efecto? Intentando no montar una escena, para conservar la dignidad, me coloqué bien la capa y comenté.
—Muy gracioso. Si el disfraz no dejase ver tu humanidad, ahora mismo podrías haberte llevado un Piro o dos de regalo.—