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—¡Demos la bienvenida al clan a nuestras guardianas!
Agradecí que llevara la máscara puesta, pues se me subieron los colores repentinamente al escuchar el aplauso con el que nos recibieron los miembros de la tribu. Los niños gritaban entusiasmados, y sus madres se acercaban para tomarnos las manos y agradecernos haber protegido a sus familias. Sonreí bajo los atuendos de color rojo y recibí a unos cuantos niños que querían quitarme la máscara. No hizo falta, en cuanto vi los suculentos manjares que nos ofrecían en torno al fuego, me la quité yo misma y me lancé a por la comida. Los niños rieron y se unieron a mí, mientras que una niña, algo tímida, intentaba apartarme la túnica de la cabeza para dejar al aire mi cabellera. Su madre la riñó para que no me molestara, pero dejé que me hiciera peinado con una sonrisa. Fátima reía y se quitaba la parte superior de la túnica para pedirle a la niña que siguiera con ella, con ojos brillantes.
La música llegaba a nuestros oídos y hombres y mujeres se reunían en corro alrededor de la hoguera para bailar en torno a ella. Acostumbrándome al fuerte sabor de algunas especias, observé anonadada a Bahira, de la que Sirâj no podía apartar la mirada, claramente prendado por su mujer.
—¡Está preciosa!
—¡Lo sé! —grité como ella entre el jolgorio, entre risas cuando varios hombres gritaron el nombre de su líder y lo empujaron junto a ellos al corrillo para que se uniera al festejo. Los niños nos invitaron tanto a mí como a Fátima, pero nos negamos. Sinceramente, preferíamos quedarnos allí, contemplando las llamas que ansiaban con tocar las estrellas del cielo.
Pensé en todo lo que había ocurrido e, inevitablemente, sonreí. Entre las llamas vi la imagen de Ragun alejándose. Pero, por primera vez en mucho tiempo, me sentí en paz conmigo misma.
Al día siguiente, el Viaje me enseñaría muchas cosas. Más de las que podría llegar a imaginar.
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—¡Ni se te ocurra, tan, tan!
Tandy sollozaba en soledad, acompañado del mayor incordio que se había encontrado durante sus cincuenta años de vida. La pequeña cría de dragón que había adoptado Fátima había provocado el caos en el cuarto de Nadhia, sin ya importarle lo mucho que la quisiera, tanto como a su dueña.
Y no es para menos, cuando habían pasado ya más de cuarenta y ocho horas sin saber de ellas.
—¡No, no! ¡Por favor, detente, tan, tan!
Los libros esparcidos por el suelo y algunos fogonazos en las paredes demostraban que Harun ya estaba al borde de la desesperación, y el pequeño Vaan Hoghes ya no sabía qué hacer. Había probado con todo, pero sus canciones apenas conseguían hacer efecto sobre el bebé de dragón. Y tampoco podía hacerle daño.
¿¡Dónde diantres estaban Nadhia y Fátima!?
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