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Parecía que habían pasado semanas desde que el joven sastre llegó a Tierra de Partida. Su idea del tiempo se encontraba distorsionada por su propio opresivo aislamiento, cuando en realidad solo lleva tres días allí. Pero, para Albert, ese cambio tan drástico que había tomado su vida era complicado de digerir. Aunque había partido muy ilusionado de su mundo, se sentía tan intimidado por todo lo que le rodeaba que apenas salió de su cuarto en ese tiempo.
No podía creer todo lo que tenía que haber asimilado en esos días, pues tenía que comprender el destino que había abrazado. Pero no estaba seguro de ser capaz de poder cumplir con ello. Su hogar, lo que para el joven era todo su mundo, no era más que una pequeña estrella en un vasto universo formado por muchos otros mundos. Además, éstos, estaban amenazados por una oscuridad que crecía cada día más, concretamente por una criaturas llamadas Sincorazón, unos terribles seres capaces de arrebatar los corazones de la gente y engullirlos en las tinieblas.
Para ello estaban los portadores de la Llave Espada, para proteger el orden y el equilibrio de la luz en los mundos y derrotar a tan horribles entes. Cada vez que Albert lo pensaba, ponía en duda su capacidad para hacerlo, él solo sabía coser, no sabía luchar, y cuestionaba si había hecho bien en aceptar todo aquello.
Sin duda tenía miedo. Puede que incluso más que cuando se ahogaba en las profundidades del mar de Atlántica. Solo de recordarlo, le recorrió un escalofrío y empezaron a llorarle los ojos. No quería volver a repetir la experiencia de ahogarse.
Tal vez, el hecho de que pudiera aprender magia de verdad le había tentado, pero, ¿cómo no sentirse tentado por un sueño que tanto ansiaba?
Acurrucado en una esquina de su cuarto, sobre su cama, alzó la vista para mirar por la ventana. Aquel mundo era precioso. Nunca había visto un lugar rodeado de tan hermosos jardines acompañados de abundantes fuentes, que creaban un paisaje de una belleza sin igual. Pero eso no le animaba, pues solía pensar mucho en su familia y su hogar.
Allí estaba solo, no tenía a nadie en quien apoyarse, él, que siempre había tenido la necesidad de estar en continua dependencia con alguien, pero que en aquel lugar, eso iba a ser imposible. Tendría que afrontar todo por sí mismo.
—Victor… —susurró.
Volvió su vista sobre el objeto que había puesto enfrente suya, sobre el colchón: la Llave Espada. Tenía mucho que aprender sobre ella y lo que implicaba con el resto de los mundos, pero le aterraba el fracasar sin apenas haber llegado a hacer nada. Aunque tampoco llegaría a hacer nada si no salía de su cuarto.
Se sentó al borde de su cama, desinvocó su arma y se calzó. Se le hacía raro llevar un tipo de ropa tan informal a la que estaba acostumbrado, pero necesitaba prendas ligeras para poder moverse con más soltura.
Caminó hacia la puerta y se paró en seco al tocar el manillar de ésta. Tomó aire y salió de su cuarto. Los pasillos estaban tranquilos, no había jaleo de ningún tipo y algunos jóvenes aprendices caminaban por el lugar. Albert caminó con la cabeza agachada, evitando el contacto visual con los otros alumnos y puso rumbo a los jardines que había visto al otro lado de su ventana.
Cuando finalmente llegó a su destino, la increíble visión lo dejó unos minutos absorto y salió de su trance al oír las risas de algunos discípulos, dándose cuenta de que se había quedado con la boca abierta, como si fuera un niño pequeño.
Rojo de vergüenza giró en otra dirección y se internó entre los jardines, hasta que encontró un lugar en el que no había nadie. Paseó un rato por el lugar, admirando las diversas formas de los setos del jardín que lo rodeaba y tras un rato se sentó ante una de las fuentes. Se arrimó para ver su reflejo en el agua y metió la mano izquierda en la fuente, pero la sacó rápidamente al sentir el frío del agua.
Albert se sentía a gusto en ese lugar, cerró los ojos recordando sus tardes junto al mar de Atlántica.
«Espero acostumbrarme a todo esto».