―Sí, ehm... Es todo esto ―Kazuki señaló el interior del sótano con desgana y, quizá, algo de vergüenza.
Después de pedirle al encargado de las misiones en el Gremio, juntos o separados, que les inscribieran a una muy particular de limpieza, éste les informó que llevaba años colgada y eran los primeros interesados en realizarla. No obstante, había sido demandada por Nanashi, una antigua Maestra que ya no vivía en Tierra de Partida, por lo que había quedado obsoleta. El hombre prometió retirarla y les pidió disculpas por no haberse dado cuenta del error.
Al día siguiente, en cambio, les mandó llamar Kazuki mediante correo moguri. Había escuchado el caso del encargado y quería retomar el propósito de Nanashi, ya que el sótano seguía igual de desordenado que cuando ella estaba al mando. Les guió por algunos pasillos, hasta un ala poco concurrida, y tras una puerta y bajar unas escaleras, llegaron a una habitación a oscuras. Kazuki encendió la luz y unas cuantas bombillas a cada lado de la pared titilaron y se encendieron.
El sótano era, literalmente, un caos. No sólo no había cambiado desde la época de Nanashi, sino que había empeorado, con probabilidad, a juzgar por las cajas, cofres y maletines sin polvo que había más cerca de la entrada. El resto era una maraña de trastos tirados de cualquier manera, en un espacio gigantesco que parecía extenderse en alrededor de tres salas del piso superior, o quizá más. Mientras unos estaban esparcidos, otros se hallaban apiñados en increíbles montañas que se sostenían sólo por buenas maniobras que hiciera quien comenzara a amontonarlos (amontonarlos, en vez de ordenarlos, cabe especificar).
Y el polvo, por supuesto. Desde el suelo hasta el techo, estaban flotando en el aire partículas blanquecinas de éste inherentes del paisaje, enturbiaban aún más la vista de la habitación. Había unas cuantas telarañas en esquinas y bártulos por igual, pero no se vio ni un ser vivo.
―Sí, bueno... ―comenzó a decir algo, pero calló y escogió otro tema―. Podéis estar el tiempo que queráis. Nadie baja nunca, ni se cierra la puerta. No os... llevéis nada... eh, ¿vale? Porque... son cosas importantes... Importantes de conservar ―bostezó, con sueño, aunque lo último parecía incluso dudarlo él mismo, mientras observaba una caja cercana con una vajilla de cerámica―. No hay nada, eh... peligroso, aquí, pero si tenéis un problema, llamadme. Estaré... arriba.
Comenzó a encaminarse de nuevo hacia las escaleras, y mientras subía, giró la cabeza para advertir:
―Oh, puede que os encontréis a Mordisquitos. A veces viene a... hacer... uhm... cosas de ratones ―si le preguntaban quién era Mordisquitos, les respondería que la mascota de Ronin. Antes de cerrar la puerta, añadió―. Limpio, ordenado y... ¿cómo era...? Ah, transitable.
Y tras ésta despedida, se quedaron solos.
Encontrarían a mano izquierda nada más entrar un mueble que alguien, inteligentemente, había colocado hacía tiempo para almacenar productos de limpieza, que podían usar como quisieran.
Una vez se pusieran con la ardua tarea, a la que podrían dedicar el tiempo que quisieran, encontrarían de todo entre las cajas: material didáctico (redacciones sobre la fauna de cada mundo, un mapa del espacio conocido, dibujos de las luchas entre la luz y la oscuridad, etcétera), porcelana de las cocinas y el Gremio (junto a botellas y conservas vacías o caducadas), libros de registros (donde figuraban listas de nombres, presuntamente de aprendices, pero estaban tan deterioradas que resultaban ilegibles), ropa corroída de diferentes épocas (que había quedado desfasada incluso en los mundos donde se empezó a usar) y aparatos rotos (como una especie de micrófono que sonaba ya poco; un microscopio con muestras que parecían de sangre, ojos, tejidos cardíacos y otras partes; un cachivache del que salía una navaja y una cuchara; y una alfombra con cuatro cuerdas atadas que, presumiblemente, alguien tenía que sostener desde arriba para volar con ella).
Y otras tantísimas cosas más.