Saqué un pesado tomo de una estantería de la biblioteca, en la sección de datos sobre la Orden. Intenté retirarle el polvo con la mano, y al verlo poco efectivo, soplé. Mientras la nube de partículas caía hacia el suelo. Lo coloqué en una de las mesas y leí el título, escrito con unas grotescas letras rojas sobre un fondo azul claro: Reglamento de la Orden de los Caballeros de la Llave-Espada. Después, pude observar debajo del título un trozo de papel pegado con celo, en la que una letra apresurada decía: Tierra de Partida. Supuse que aquel libro era anterior a la división de la Orden en dos bandos.
Me senté a hojearlo. Tras leer las primeras tres páginas, no pude evitar cerrarlo. Aquello era demasiado aburrido; admití. Miré de nuevo el índice por si algún apartado me interesaba, pero todo eran leyes absurdas que jamás llegarían a quebrantarse (¿a qué alumno se le ocurriría cubrir de papel higiénico el castillo entero?) u otras que ya conocía. Suspiré mientras lo devolvía a su sitio. Aquel libro había exterminado mi ánimo de lectura.
Decidí, pues, salir de la Casa de los Libros (así la llamaba yo) y darme un paseo por los pasillos del castillo. Tenía todo el día libre, y después de varias aventuras en Castillo de Bestia y Ciudad de la Navidad, no me apetecía salir a explorar.
Odiaba los días en los que, como este, el vacío reinaba mi agenda. Me costaba horrores lo que a muchos le salía con total naturalidad: hacer el vago.
Suspiré. No había nada que hacer en aquel caluroso y despejado día. Nada…