La pequeña peliazul se encontraba caminando por el pasillo mientras un delicioso olor llamó su atención repentinamente, como era de esperar, ese olor provenía de la cocina.
Acercándose agachada, Aru pudo divisar unas deliciosas magdalenas de chocolate que estaban justamente acabadas de salir del horno, eso hizo que la barriga le pidiera a gritos querer comerse una inmediatamente, pero la muchacha sabía que los moguris tenían prohibido repartir comida fuera de los horarios y que si alguien intentaba acercarse a coger algo, se llevarían un buen castigo.
La chica se las ingenió como para esconderse debajo de un carrito donde se llevaba la comida del almacén a la cocina, solo era cuestión de tiempo que astutamente la llevaran justo a su botín.
—¡Traigo la mercancía, kupó —dijo uno de los moguris encargados
—Perfecto kupó, llevalo dentro de la cocina kupopo —dijo el moguri jefe de cocina
Aru pudo escuchar una larga conversación sobre aquellos dos moguris, pero también sentía el abrasador calor que desprendía aquellos gordos manteles pero si quería conseguir las magdalenas debería aguantarlo.
Cuando dejó de escuchar baruyo, decidió asomarse de su escondite, pero lo que vió era algo tan poco inusual como su llegada a la cocina, otro chico estaba apunto de atrapar las magdalenas que la joven quería virlar.
—¿Qué crees que estás haciendo? —le susurró al extraño.