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A pesar del grito, a pesar de toda la adrenalina, me dirigió una sonrisa en cuanto le ayudé a subir a la cornisa. Todavía parecía algo asustada, le temblaban las manos un tanto y parecía un poco tocada, pero no estaba nada mal para casi morir por unas magdalenas.

―Sí… ―casi suspiró―. Pero no me pidas repetir.

Me apoyé contra la ventana y dejé que la sensación de la adrenalina recorriendo mis venas se disipara hasta que solo quedó un pequeño resquicio de lo que era la intensa emoción. Se sentía exageradamente bien, aunque por lo general no me gustaba estar bajo sus efectos por las locuras que podía llegar a hacer.

Saqué otra magdalena de uno de los múltiples bolsillos de la capa, al igual que había hecho ella y le di un mordisco. Curiosamente sabía a libertad pura y salvaje. Mientras el sol se hundía en el horizonte, la miré de reojo.

―¿Sabes? Me recuerdas un poco a mí cuando era más joven ―le comenté jugueteando con el bollo―. Esa forma que tienes de desenvolverte en el entorno… ―compuse un suspiro divertido―. Quizás sea algo de ladrones ¿no?

Dejé unos minutos de silencio para que ella respondiera mientras un viento cálido mecía nuestras capas. Las mismas capas que nos habían salvado la vida.

La verdad era que Renata era una persona explosiva. Era astuta, sin duda, pero tampoco tenía miedo al fracaso. Quizás fuera un pecado compararla con el atardecer que mis ojos estaban contemplando, pero al fin y al cabo, no era precisamente el prototipo de un ángel. Sí, Renata era como una ventisca al atardecer. Era lo contrario que Jeanne, en realidad, a pesar de que el amanecer y el anochecer estuvieran tan íntimamente relacionados. El atardecer da paso a la noche fría y desigual, pero el amanecer a la brillantez y constancia.

A pesar de la incómoda postura, llevé mi laúd a mi regazo, olvidado en mi espalda y me apoyé bien contra la ventana para no caerme. Mis dedos trazaron un acorde suave, alegre y pizpireto. Sonreí totalmente relajado. Me llevé otra magdalena a la boca.

―¿Quieres una canción en especial? Si no la conozco, con solo tararearla podré sacarla.

Nos quedamos un buen rato en silencio, sentados sobre el alféizar de la ventana. Manteníamos nuestra sonrisa mientras nos relajábamos poco a poco, asimilando aquella experiencia cercana a la muerte y observando con calma el ocaso. Una agradable tranquilidad deteriorada tan solo por nuestras bocas devorando la bollería birlada.

―¿Sabes? Me recuerdas un poco a mí cuando era más joven ―comentó Simbad poco después―. Esa forma que tienes de desenvolverte en el entorno… Quizás sea algo de ladrones ¿no?

―Suenas como un viejecito ―bromeé con una sonrisa, sacando la última magdalena que tenía―. Debe serlo. Desde que tengo memoria he sido criada entre ladrones.

Y hasta hace poco, había estado en su regazo. Disfrutando de la comodidad del hogar y perdiéndome las quizás un tanto peligrosas aventuras que me esperaban en el exterior. Y no solo se limitaba a experiencias.

Miré de reojo a Simbad mientras trasteaba con su laúd. No solo incumplía el tópico de ladrón egoísta y arrogante, sino que además parecía ser alguien en quien poder confiar. Calmado e inteligente, lanzado y atrevido. Estar con él me traía algunos recuerdos de mi anhelado hogar.

―¿Quieres una canción en especial? Si no la conozco, con solo tararearla podré sacarla.

―Prefiero que me sorprendas. ―le dediqué una amplia sonrisa, tragando el último pedazo de magdalena que me quedaba.

Me recosté sobre la ventana para observar mejor a Simbad, apoyando mis manos detrás de mi cabeza y escuchando atentamente la agradable sinfonía con la que el ladronzuelo me deleitaría.

Nunca unas magdalenas me generaron tanto problema. Me había perseguido un grupo de peluches asesinos, me había chamuscado los pantalones, me había rasgado la capa… Pero había hecho una agradable amistad.

―Suenas como un viejecito ―bromeó mientras engullía otro postre―. Debe serlo. Desde que tengo memoria he sido criada entre ladrones.

Reí un poco pero a la vez me entró más y más curiosidad. La verdad era que me intrigaba la forma que tenía de pensar. Estaba claro que la avaricia precedía sus casos, pero también cierta mezcla de astucia y locura relampagueante. Éclairer, decidí que se llamaría.

―Prefiero que me sorprendas ―me respondió con una sonrisa. Se la devolví socarrona, aceptando el reto.

Hice crujir mis dedos antes de tocar. Lo cierto era que echaba de menos tocar a la luz del atardecer, no por necesidad sino por puro entretenimiento y amor al arte. Era increíble lo que tocar un instrumento significaba para mí. Era como si de verdad me sintiera en casa.

Afiné las cuerdas tranquilamente y comencé a tocar una entonadilla alegre.



Venga, escuchad, cabezas huecas,
al menos aquellos, que no esperen quejas ,
oíd esta historia fabulosa y genial,
de los dos ladronzuelos pilluelos sin par.

Vamos, habrá que esconder,
el oro y las joyas sin tiempo perder,
no puedes huir y no puedes gritar,
tarde o temprano ellos lo encontrarán...

Y seguí inventándome las letras hasta que la momentánea inspiración se secó totalmente, haciendo que la historia derivara hacia algo alegre, con un indudable final feliz en el que los protagonistas conseguían robar los brillantes lingotes de oro puro.