—¡Nos vemos en Tierra de Partida, campeona! —se despidió Ronin con una sonrisa y una palmada en el hombro de Mei, quedándose en el interior de la cabaña mientras ella salía junto con su Maestra.
Hacía bastante frío fuera, pero parecía que Lyn estaba lo suficientemente capacitada para soportarlo; claro, aquella armadura debía mantener su cuerpo bien caliente, debió suponer la chica. Había anochecido y la nieve no ayudaba a entrar en calor; en el interior de algunas casas las familias habían encendido sus chimeneas para resguardarse del frío, por lo que quizás la niña sintiese algo de envidia por ellos.
Ambas féminas salieron del pueblo dirección monte abajo, alejándose de la población. Una vez lejos de oídos curiosos, la híbrida comenzó a hablar, todavía caminando.
—El hombre de antes, Ronin, es nuestro mayor superior. Fue también mi Maestro en su día, cuando era una joven debilucha e inocente... Como tú —le dedicó una mirada de reojo a Mei—. Voy a contarte un secreto. El mitrilo no existe aquí. Son cuentos, leyendas sin fundamento. Y he aquí lo interesante: sí que está. ¿Qué ves cada vez que alzas la mirada al cielo? ¿Estrellas? Todas y cada una de ellas son un mundo. Todas. Y nosotros viajamos por ellas, gracias a... Esto.
Un destello surgió en la mano de Lyn, dando lugar a aparecer un arma de madera color marrón, tallada aparentemente de forma artesanal. Sin embargo, aunque por un momento Mei pudiese llegar a pensar que era una espada, cuando se volvió completamente visible pudo comprobar que se equivocaba. ¿Era...? ¿Una llave?
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