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Tierra de Partida había recibido con los brazos abiertos un nuevo grupo de Aprendices aquella semana. Los Maestros de la Llave-Espada siempre se las arreglaban para encontrar en cada uno de sus viajes por lo menos un joven digno de portar el arma del corazón, por lo que la peculiar Academia se encontraba cada unos cuantos días con un cuerpo más que entrenar y una mente más por fortalecer. El número de nuevos reclutas aumentaba cada semana, y aquella no había sido la excepción.
De tres mundos diferentes, la lejana y antigua China, unas pequeñas islas perdidas en un gran océano y una villa bien conocida por su brillante atardecer, dos Maestros habían encontrado a jóvenes capaces de heredar el poder de la Llave-Espada. Ahora, pese a ser tan diferentes, el poseer tan peculiar arma y vivir en un nuevo hogar los unía de una manera que ellos aún no podían comprender, pero que fortalecía sus corazones.
Las cifras variaban entre los tres, pero aquella mañana marcaba apenas unos cuantos días desde su llegada a Tierra de Partida. Podían asombrarse con el vasto contenido de la biblioteca o respirar el aire puro que corría por las colinas; podían entrenar por su cuenta o podían ir a degustar el maravilloso desayuno que preparaba el legendario Higashizawa; podían quedarse descansado en su cómoda y mullida cama o podían permanecer bajo la tibia agua de su ducha...
Podían hacer tantas cosas, pero en un límite de noventa minutos, pues un pequeño moguri les había dejado a los tres Aprendices un mensaje similar:
—La Mogumaestra Rebecca quiere verte a ti, junto a otros dos Aprendices en la puerta principal dentro de una hora y media, kupó. ¡No llegues tarde, kupó!
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