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Cada vez que creía que iba a conseguir escapar, Andrei la atrapaba en el último momento, como un maldito gato jugando con un ratón entre sus zarpas.
Fátima soltó un gemido de frustración cuando Andrei cerró la puerta. Forcejeó con el picaporte, tratando de conseguir un resquicio, pero en cuanto se percató de la vanalidad de sus esfuerzos, furiosa, arremetió contra el joven con un puño. Andrei se echó a un lado en el último segundo y el impulso a punto de hacerle perder el equilibrio. Pero consiguió no tropezar. Plantó los pies con firmeza en el suelo y lanzó el codo contra el pómulo del chico, tal y como le había enseñado a hacer Lyn. De nuevo, no acertó. Maldiciendo a gritos en su interior, adelantó un pie para atacar con un rodillazo Era, sin embargo, tan útil como intentar atrapar el aire entre las manos. No conseguía ni rozarle.
El abismo entre ambos era abrumador.
Y, entonces, Andrei abrió los brazos y la estrechó entre ellos. Fátima gruñó y luchó por librarse de su agarre. Pero ni aun así consiguió que sus brazos se desplazaran más que un par de centímetros. Soltó un grito, mezcla de rabia y frustración al ver que él parecía estar divirtiéndose con su resistencia, como quien recibe las pataditas furiosas de un lactante.
—¡Suéltame! ¡Déjame en paz! —gritaba, desesperada con su propia impotencia—. ¿Pero qué te he hecho yo? ¿Por qué me haces esto? —acabó por sollozar.
Retrocedieron un par de pasos en su forcejeo y, de pronto, captó por el rabillo del ojo un movimiento. Se le subió el corazón a la boca al pensar que no estaban solos. Pero no, no era eso. Se trataba de un espejo.
Vio la venenosa sonrisa de Andrei en la pulida superficie del mismo y apartó la mirada, asqueada, dispuesta a asestarle un cabezazo que le partiera la nariz ahora que estaban tan pegados. Entonces, como si le hubiera leído la mente, Andrei le atrapó la barbilla, hundiéndole los dedos en la piel y la forzó a encararse hacia el espejo.
—Esto es lo que eres, Fátima —dijo, derramando su aliento sobre el oído de la chica.
No quería verse, no quería hacerlo, pero se encontró mirándose, pálida, llorosa, con el pelo revuelto y…
El ejercicio había endurecido su cuerpo y, quizás, si no hubiera sido quien era, habría pensado que era hasta bonito para alguien tan menudo. Sus pectorales eran finos y no muy exagerados —ya se había preocupado ella por mantenerse delgada y porque no se le marcaran demasiado los músculos—, claramente de hombre. Lo mismo podía decir de su abdomen y de su cintura recta.
—¿Un engaño para los demás? Puede... pero como te he dicho, toda una caja de sorpresas.
De repente dejó de ver, por culpa de las lágrimas, que lo volvieron todo borroso. ¿Por qué le hacía algo tan cruel?
¿Por qué la obligaba a ver?
¿Por qué disfrutaba tanto haciéndole daño?
—Además, ¿crees que me disgusta lo que veo? Lo haces todo más interesante, me sorprendes cada vez más. La de cosas inimaginables que aprenderías conmigo, mi querida Laforet.
Se quedó de piedra al escuchar aquellas palabras y sus ojos se abrieron de par en par.
«¿Qué…?».
No había ni comenzado a asimilar el significado de esa frase cuando sintió los dientes de Andrei en torno a su oreja. Un violento estremecimiento la sacudió de arriba abajo y apartó con brusquedad la cara, sintiendo que una helada mano le cerraba la boca del estómago. No podía hablar en serio. No podía estar haciéndolo, ¿verdad? Era todo una forma más de burlarse de ella, era sólo su forma de alargar el juego.
Porque, ¿cómo no iba a darle asco?
Entonces recibió un empujón en la espalda que la hizo trastabillar hacia la puerta.
—Supongo que ya es suficiente por hoy, ¿no te parece?
Y Andrei se dejó caer de espaldas, sin más, en la cama. Fátima se quedó sin saber qué hacer. Permaneció inmóvil unos segundos, como un animal asustado, hasta que comprobó que Andrei ni siquiera parecía percatarse de su presencia.
Su primer impulso fue el de salir corriendo, huir lo más lejos que le permitieran las piernas, ahora, ¡ya!, antes de que la oportunidad volara. Pero era dolorosamente consciente de su semi desnudez. No podía salir así y arriesgarse a que la vieran alguno de sus compañeros. Dar el primer paso hacia la cama de Andrei le costó un infierno, y todavía más el segundo. El corazón le martilleaba el pecho y su sentido común vociferaba que no fuera idiota, que no tentara más la suerte, que saliera corriendo y no mirara atrás. ¡Qué más daba la ropa!
Pero se negaba a irse así. Sin quitarle los ojos de encima a Andrei, temblando ante la mera posibilidad de que él hiciese un solo movimiento, aferró la parte superior de su uniforme.
Entonces echó a correr.
No se molestó en cerrar la puerta. Se precipitó contra ella y la abrió de golpe, escuchándola rebotar con brusquedad a su espalda. Luego voló sobre la hierba, moviéndose tan rápido que por un momento le pareció que sus pies dejaban de tocar el suelo.
De pronto y se dio de bruces contra la tierra. El golpe la devolvió a la realidad y se incorporó entre espasmos, incapaz de retener más el llanto. Se sentía tan miserable, tan sucia, tan ridícula. Quería ver a su hermano, refugiarse entre sus brazos, olvidarse de mundo y llorar hasta que no le quedaran lágrimas.
Pero su hermano estaba muy lejos. Y ella estaba sola.
Fátima se alejó del campamento, consciente de que no sería capaz de explicar nada si la veía alguno de sus compañeros o la misma Mulan. Caminaba con pasos torpes, temerosa de tropezar de nuevo, ya que las lágrimas no le permitían distinguir con claridad el suelo, que más bien parecía una masa borrosa.
Alcanzó casi sin darse cuenta un riachuelo. Se arrodilló y hundió las manos en la clara y fría agua, que le mordió la piel y le provocó un escalofrío. Después se pasó el agua helada por el cuello y el pecho, restregándose las zonas donde Andrei le había tocado hasta que se hizo daño. Quería borrar el tacto de Andrei, quería hacer desaparecer la impresión de sus horribles dedos, de su aliento, de todo. Quería borrar su risa y su sonrisa maliciosa.
Sintió una arcada y la boca se le llenó de ácida bilis que tuvo que escupir, asqueada. Redobló entonces la fuerza de su llanto al pensar en lo que había estado a punto de hacerle, en la indefesión que había sentido cuando le quitaba la ropa y en que, si no hubiera sido por lo que era en realidad, Andrei habría continuado hasta el final.
Sin embargo, lo peor no era lo que había estado a punto de ocurrir… Sino que Andrei conocía la verdad.
Incapaz de reprimir los hipidos, se puso como pudo la parte superior de uniforme y se ató con manos temblorosas la ropa. Cuando, por fin, consiguió cerrar la túnica, exhaló un pequeño suspiro de alivio. Pero fue un consuelo muy fugaz. A la hora de la verdad, no le habían servido de nada.
La risotada del joven Maestro restalló de nuevo en los oídos de Fátima, que notó un latigazo de dolor en el pecho. La impotencia, la frustración de tantos años de silencio y de fingir ser quien no era, la lenta agonía de temer que cualquier persona, por un error estúpido, pudiera darse cuenta de que era un hombre, estallaron en su interior.
Quería levantarse y gritar al cielo y a quien quisiera escucharla que nadie tenía derecho a reírse de cómo era. Que no se podía denigrar así a una persona, hasta hacerla sentir como se sentía ella en ese momento. Un error de la naturaleza, un fallo, un fracaso, un anormal que se ponía ropas de mujer cuando en realidad era un hombre.
Apretó las mandíbulas e hizo rechinar los dientes, emitiendo un llanto agudo, furioso, desesperado.
Lloró, se vació, hasta que no pudo más y se le acabaron las lágrimas.
Cuando se hubo calmado, miró su desfigurado reflejo en el arroyo y se dijo que tenía que moverse, que la estaban esperando.
No quería ir. Sólo deseaba era coger el glider y viajar a Tierra de Partida, abrazar a Harun y ocultarse debajo de las mantas de su cama para toda la eternidad.
Pero no podía y lo sabía. Además, Mulan se preocuparía y no tenía ni idea de cuándo volvería a verla. Esa noche partían hacia la guerra. ¿Y si…?
Entonces abrió los ojos de par en par. Con todo lo ocurrido, había olvidado su principal objetivo: intentar averiguar qué estaba planeando Andrei.
Se le escapó una carcajada amarga y se pasó una mano por la frente, apartándose el flequillo. Todo lo que había provocado para conseguir hablar con Andrei y, al final, no había servido para nada…
Estaba convencida de que no se notaba que había estado llorando. Se había lavado la cara varias veces con el agua fría para bajar la hinchazón, y se había arreglado el pelo durante un buen rato, mientras pensaba qué decir, qué hacer, cómo actuar.
Se repitió una y otra vez que sólo Andrei sabía la verdad y que no parecía que fuera a ir contándoselo a gritos a la gente. Y, aunque lo hiciera, ¿quién iba a creerle?
«Mi fachada como mujer es más que sólida» pensó con tristeza.
Debía convencerse a sí misma de que todo estaba bien o resultaría sospechosa. Lo primero de todo era creérselo ella misma.
El problema era que ya no podía.
Exhaló un largo, eterno suspiro. Pero cuando encontrara a Mulan se forzaría a sonreír, a fingir que todo estaba bien.
Porque en su interior se había forjado una clara determinación: no permitir que nadie más supiera la verdad.
No iba a permitir que su mundo terminara de desmoronarse por completo.
Cuando encontró a Mulan, ya dentro del campamento, le tiró de una manga y dijo, fingiendo tranquilidad:
—Ping, tengo que hablar contigo. A solas. Hay algo urgente que debo decirte.
Si Mulan se negaba, insistiría hasta convencerla y llevarla a algún rincón donde nadie pudiera ni verlas ni escucharlas. Entonces, mirándola a los ojos, preguntándose cómo reaccionaría —y si sería capaz de soportar su rechazo—, dijo:
—Te he mentido. Y lo siento. Pero no se me ocurrió otra manera de que Andrei te dejara ir sin más —levantó una mano para pedirle silencio si intentaba interrumpirla—. Andrei no es compañero mío, ni tampoco de mi Maestro. Es un rival nuestro y… Y no es una buena persona —dijo con esfuerzo, tratando de contener las arcadas. En cuanto se rehizo continuó—: Te juro que no te habría obligado a ir hasta allí de haber sabido quién era antes, pero cuando estuvimos allí ya era demasiado tarde. Y no sabía qué pretendía hacer. Mentí porque tenía la esperanza de que si nos quedábamos a solas podría sonsacarle algo —esbozó una sonrisa de desagrado—. Pero no lo he conseguido. No tengo ni idea de qué planea hacer, ni si sus intenciones son sinceras o no. A quien odia es a nosotros, no a vosotros. Pero… Pero, por favor, mantén los ojos muy abiertos esta noche. No me fío.
Miró a Mulan, tragando saliva y reprimiendo unas ganas horribles de vomitar.
—Tengo que ir a hablar con mi Maestro… Y... De verdad que lo siento —dijo con un hilo de voz, sin atreverse a mirarla—. No quería inmiscuirte en nuestros problemas y no sabía cómo reaccionaría si le acusaba delante de ti.
»Lo siento.
En cuanto pudiera, iría a buscar a Ronin. Tenía que explicarle que Andrei estaba allí y que estaba influenciando en las decisiones del alto mando del ejército.
Apretó los puños. No iba a dejar que se saliera con la suya sin más.