por ita » Dom Feb 20, 2011 12:48 am
Bueno Clan, os dejo un relato cutre y malo, para que parezca que hacemos algo.
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Una, entre un millón
Caminaba despacio, entre las máscaras que, resueltas y misteriosas, ocultaban sus rostros, sonrientes o enfurruñados. Iba con cuidado, evitando las largas faldas que se agitaban a su alrededor de alegres damas bailando.
No buscaba a nadie en concreto; simplemente caminaba entre toda la gente que, embrujada, había acudido al baile que se celebraba aquella veraniega noche, bajo los brillantes astros que, como luciérnagas, alumbraban la escena desde el cielo y, cómplices, participaban del ambiente festivo, propiciando encuentros secretos y a oscuras.
Los faros de papel tiritaban a su paso, con sus pequeñas llamas volátiles, llenando de color las tenues flores que decoraban el recinto, colgando entre los arcos que formaban el pasillo que ahora atravesaba.
Al fondo, plumas y lazos saltaban alegres, joviales y divertidos, danzando la música que surgía de la glorieta, donde los intérpretes ofrecían su espectáculo de notas y sinfonías. Se detuvo un instante, contemplando los movimientos, elaborados y complejos, de los participantes que bailaban la “Gran polonesa brillante”, de Chopin, la gran moda de aquel momento.
Sonrió mientras veía a las damas saltar entre los brazos de sus elegantes acompañantes. Vueltas, paso, giro y salto, sin cesar, ocultas sus mejillas sonrojadas tras aquellas máscaras de nácar y cristal. Un arlequín hacia balancear a su hermosa damisela entre sus manos enguantadas, mezclando los colores de sus trajes con el movimiento ondulante.
Él, sentado, observaba aquel espectáculo de compases y ejecuciones, observándoles con la curiosidad y la diversión en sus ojos azules. Vio pasar, frente a él, una joven doncella, con un largo vestido rosa, encajado en su cintura, con una falda larga con vuelo, de seda, decorado con un ribete en el cuello, cruzado, negro y un lazo bajo su busto. Sus cabellos eran dorados, como el trigo bajo el sol, y su rostro, enigmático, cubierto por un brillante antifaz, de colores pálidos, adornado con seda negra y tul rosa, que formaban flores, iguales a las que cubrían su cintura.
Sus ojos, oscuros, le inflamaron el corazón. Sus pupilas, en un instante, se cruzaron en el aire. Y a penas pudo contemplarla un segundo, sus manos blancas encontraron las suyas y, sin mediar palabra, bailaron.
Y supo que no habría otra, que tenía que ser ella. La única, la primera. Una, ente un millón.