—Transversal…
Como si el bosque hubiera escuchado aquel murmullo y estuviese obedeciendo una orden oculta, el ambiente del pequeño claro se enrareció: el aire se llenó de electricidad estática, aquella que cosquillea en la nuca y hace a uno estremecerse; y la luz de la luna llena pareció parpadear, como si en lugar de venir del astro resplandeciente proviniera de una bombilla a punto de fundirse. Si alguien con las capacidades necesarias hubiera estado allí aquella noche, habría percibido que algún tipo de hechizo había sido conjurado. Pero no, no había nadie allí. Aparte de un trío de venados que pastaba con tranquilidad en un borde del claro, no hubo nadie que pudiese notar ni la magia en la atmósfera ni la sombra que salió disparada al follaje de un árbol con la velocidad de una flecha.
Las hojas se sacudieron lo suficiente para que los animales movieran sus orejas en dirección al ruido. Sus cuerpos se congelaron al instante, con la intención de que el posible depredador los pasara por alto. Esperaron así unos cuantos segundos, en búsqueda de alguna otra señal que indicara peligro; pero cuando no llegó ninguna, volvieron a moverse y continuaron alimentándose como si nada hubiera ocurrido.
El cazador también se había quedado quieto, colgado de cabeza en una de las ramas más gruesas de un viejo roble. Sus ojos estaban clavados en su presa y su mano derecha estaba posada en la brillante daga que llevaba en el cinturón. Por un momento había temido que los animales hubiesen reparado en su presencia, por lo que se había preparado para saltar y clavarle el arma a cualquiera de los tres. Pero ahora que estaba seguro que seguía oculto, pegado a la madera como una araña pegada al techo, podía volver a su estrategia original.
Las pieles se volvían menos valiosas conforme se maltrataban más. Usar su daga o uno de sus hechizos eran sus últimas opciones; si quería sacar el mayor provecho a su presa de aquella noche, tendría que hacer lo que cualquier otro cazador sensato haría: matarla con una flecha. Soltó la empuñadura de su daga y, con lentitud y delicadeza para no hacer ningún ruido, deslizó sus dedos hasta el carcaj en miniatura que llevaba atado al pecho.
No llevaba arco ni ballesta. Tenía suficiente puntería para acertar con un hechizo, pero para disparar un proyectil tan pequeño como una bala o una flecha, sencillamente no tenía talento. Era por eso que siempre cargaba con una, y solo una.
Él no la disparaba. La clavaba. Así de veloz era.
Un doble salto fue suficiente para que el joven surcara varios metros por el aire. El sonido de las hojas revoloteando, las ramitas rompiéndose y el largo abrigo ondeando contra el viento fueron más que suficientes señales de alerta para que los ciervos echaran a correr. En sólo unos instantes, en lo más alto de su trayectoria, el joven evaluó a sus tres posibles blancos. Cuál era eĺ más grande, cuál el más cercano, cuál el más joven, cuál el más sano, cuál el más lento; todo lo consideró en un parpadeo, hizo su elección…
—Elusión.
Ni siquiera aterrizó. La figura que se recortaba contra la luz de la luna desapareció en una décima de segundo, consumida por una extraña magia invisible. El depredador se desvaneció en la noche como si jamás hubiera estado allí.
Uno de los pobres ciervos jamás supo qué ocurrió. Sólo alcanzó a sentir un brazo rodeando con fuerza su cuello y el metal frío atravesando la piel de su hocico hasta el interior de su cráneo. No pudo ni bufar de dolor: su cuerpo se apagó tan rápido que ni siquiera terminó de precipitarse al suelo antes de que la muerte lo alcanzara.
Xefil alcanzó a desmontarse del ciervo apenas un segundo antes de que éste cayera muerto. Suspiró aliviado, satisfecho de que su plan hubiese funcionado: no hubiera sido la primera vez que un animal lo suficientemente fuerte se lo sacudía de encima; y no quería recordar aquella terrible ocasión en la que decidió teletransportarse debajo del lobo en lugar de montarlo. Al menos a aquel había logrado matarlo casi al instante, sin que el animal sufriera mucho. Supuso que eso, añadido a que el cuerpo estaba prácticamente intacto, era digno de celebración.
Se desató el listón que sujetaba su largo cabello en una coleta, se quitó su abrigo y su chaleco, junto con sus guantes, y luego se puso en cuclillas a un lado del cadáver fresco. Juntó sus manos en un gesto de oración y agradeció la presa que la naturaleza le había regalado. Del cinturón en su pecho sacó su tercera daga, la ḿenos valiosa de las tres, y se arremangó hasta la mitad de los brazos.
Destripar al animal le tomó un largo rato. Sabía cómo hacerlo bien, le había costado aprender y lo había hecho a las malas; pero seguía siendo un poco lento cuando se trataba de un animal grande. Aun así, no se ensució más allá de las muñecas, lo cual pudo limpiar con el agua que le quedaba en la cantimplora. Volvió a ponerse su ropa, se ató al muslo el saco de cuero donde había puesto las vísceras y luego cargó el resto del animal —ya bien amarrado y cubierto— sobre su hombro. Lo único que dejó atrás para los carroñeros fueron los intestinos.
***
—Setecientos platines.
—Mil.
—¿Estás jugando conmigo?
Xefil no disfrazó su mueca de desagrado. Deslizó la bolsita del cuero sobre el mostrador y se la acercó un poquito más, amenazando con llevarse todo. Sabía que en el fondo el carnicero quería comprarle la bolsa entera, pero no iba a hacerlo hasta poder robarse un buen pedazo del precio original. Lo había estado haciendo por meses; a veces ganaba uno, a veces ganaba el otro.
—No. ¿Estás tú jugando conmigo? —contestó el muchacho, desafiando a su oponente—. Míralos bien, están en perfecto estado. Ni una mancha en esos pulmones.
—Oui, enteros —coincidió el hombre, apuntando al saco con su mano abierta para ilustrarse—. Pero he visto más grandes.
—Ugh, por favor... ¿Y el corazón? ¿Cuántos vienen y te ofrecen un corazón completo?
—Tienes razón... Gastón generalmente me ofrece varios —replicó el otro, levantando una ceja.
Xefil bufó, haciendo que uno de sus mechones diera un saltito. Se hizo un poco más hacia adelante y, sin darse cuenta, alzó todavía más la voz:
—¿Qué esperabas? Son sobras, ¡yo no me dedico a esto!
—Ni a esto ni a nada, en todo caso... —respondió el otro en un murmullo, pero con toda la intención de que el muchacho alcanzara a escucharlo. Xefil sintió que las mejillas se le ponían rojas, pero no retrocedió ni un poco.
—Pulmones, corazón y páncreas —Volvió a enumerar, sin dejar que el insulto lo afectara más—. Quiero mil. Al menos
—Setecientos cincuenta —Xefil resopló por enésima vez y el carnicero se apresuró a excusarse—: ¡Estoy a punto de cerrar! Las cosas serían diferentes si me los hubieras traído por la mañana.
—¡Está fresco afuera, no se te van a echar a perder en doce horas!
—¿Y qué, crees que la calidad de la carne no será peor por la mañana? Agradece que quiera comprarte algo siquiera —El chico se rascó un costado de la cabeza, desesperado. El carnicero pareció ceder un poco, porque pronto añadió—: Pon el hígado y lo discutiremos.
—¡Te estoy dando el corazón! —replicó con enfado. Sabía con certeza que el corazón era la carne más tierna y por ello una de las vísceras más valiosas. El hecho de que le estuvieran exigiendo todavía más le ofendió—. Además, ya me lo he comido. Mil.
—Ochocientos.
—Que sean novecientos. Quiero comprar arroz —Se cruzó de brazos y apartó la mirada, dejando claras sus intenciones. No iba a discutir más.
—¡Bah!
Xefil sonrió con orgullo al escuchar el sonido de metal tintineando contra metal. La pequeña bolsita con su dinero fue una victoria bien merecida. Con aquello y con lo que ganaría al vender la piel y algo de carne al día siguiente, ya tenía suficiente para pagar la renta de su habitación por la semana.
Salió de la carnicería y lo recibió una aldea vacía, cobijada por una noche especialmente fresca. Caminó por el sendero que lo llevaría hasta la posada, agradeciendo la serenidad que lo acompañaba, mientras jugaba con su bolsa de platines en una mano. Repitió en su mente el día que acababa de vivir, pensando en cómo se le parecía mucho a los anteriores... y con seguridad, también a los que estaban por venir.
Escuchó a los lobos aullar en la lejanía. Lobos que también eran Sincorazón, lo sabía. Algo se retorció en el interior de su pecho, algo que lo hizo mirar en dirección al bosque y lo hizo desear adentrarse de nuevo en él. Aquella noche sonaban... bastante cerca. ¿Y si llegaban a acercarse al pueblo?
Hizo caso omiso. Ya no era su problema. Tenían a Gastón y a su pandilla para defenderlos.
—No debo hacer excepciones —se repitió en voz baja, como un adicto convenciéndose para no recaer en sus malas costumbres—. La excepción refuta la regla.
Xefil, ex-Portador de la Llave-Espada, siguió caminando en dirección a la posada, pensando en si debía preparar el hígado con miel o con cebollas.