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El monstruo era enorme. Cubría el barco desaparecido con sus grandes tentáculos, y rugía con una fuerza inhóspita. Sus ojos eran vacuos, y a la vez brillantes, mientras que su cuerpo se hallaba tiznado por agujeros que le permitían adecuarse a las distintas superficies. No parecía un Sincorazón, pero desde luego tampoco tenía el aspecto de ser un animal convencional.
Sea como fuere, era agresivo, y por tanto debíamos apartarlo de nuestro camino y de la tripulación. Teníamos el riesgo de que decidieran castigarnos y lanzarnos por la tabla (otra vez), pero siempre teníamos la posibilidad de salir por patas.
Corrí hacia el monstruo, junto con el resto de la tripulación. Hubieron muecas de sorpresa y otras de inconformidad al verme aparecer, pero las ignoré. Había un menester que me acuciaba.
Enok se unió también, y entre los dos arremetimos contra la bestia. Él incluso invocó un hechizo Aero que sirvió de escudo contra el pulpo, aunque no fue muy necesario. El monstruo imponía mucho más de lo que a primera vista parecía, y no fue muy difícil dejarle inconsciente… O eso pareció en un principio.
Jadeando, me apoyé sobre uno de los mástiles del barco, mientras dejaba que la tripulación rematara la faena.
La capitana, que también había luchado furiosamente contra la bestia, se irguió solemnemente y reagrupó a la tripulación. Parte del grupo volvería al barco, mientras las otras se quedarían para buscar supervivientes y cargar con el tesoro. Nos dirigió una mirada de reojo a Enok y a mí, más bien envenenada, e hizo el amago de hablar con Faris.
Pero la historia no había terminado. El monstruo abrió los ojos, y en menos de un segundo, alzó uno de sus tentáculos hacia Ana Lucía, que abrió los ojos sin poder reaccionar a tiempo.
Mis piernas corrieron por instinto. Fue, en menos de lo que dura un parpadeo, en menos de lo que dura un latido, que pude empujarla al suelo. Ambos caímos en cubierta esquivando por los pelos el temible apéndice, que se estrelló en la baranda del barco. El monstruo emitió un rugido de dolor.
Ana Lucía compuso un gesto desconcertado, para luego volver a su natural carácter. Fría y sin compasión.
—¡Aparta de encima, mocoso! —gritó mientras me daba un empujón y se ponía de pie.
Aquello me devolvió a la vida. El gigante rugió, una vez más, pero la patada de la capitana me había devuelto a la vida.
—¡Enok! —grité con toda la fuerza de mis pulmones—. ¡Sube al palo mayor y corta el cabo de la vela!
Hice lo propio. Las jarcias eran inestables, y necesitamos de todo nuestro coraje para subirlas. Enok parecía haber dejado su timidez y su miedo atrás, y sus brazos pálidos le ascendían con determinación. Me saqué un viejo cuchillo de la bota con los dientes (una tarea difícil pero necesaria) y se lo ofrecí.
—¡A la de tres! ¡Una. Dos. Tres!
Todo pasó muy rápido. El palo que sujetaba la vela se soltó ante nuestros cortes y descendió en una rápida caída hacia el suelo, cayendo directamente sobre la cabeza del animal, que compuso su último chillido.
Yo caí. El viento me acarició en los instantes que me precipitaba hacia el suelo, y no sabía cuán grave podría ser el golpe.
Enok me salvó. Fue de mente ágil y de cuerpo rápido, puesto que se descolgó de un cabo suelto y me cogió en el aire de la mano. La cuerda se rompió, pero la altura ya no fue tan mortal como para destrozar nuestras cabezas.