Tenía la mejilla apoyada sobre una mesa de la biblioteca, pasando páginas de un libro cuyo título no recordaba casi sin prestar atención a su contenido. Soñolienta y con la mirada perdida, recordaba las últimas horas con una claridad inusual.
Sí. Recordaba haberme sentido tan perdida, tan asustada, que nada habría sido más fácil que mandarlo todo a la porra y confesar. Habían sido meses muy duros, pero hasta entonces no me había dado cuenta de lo muchísimo que echaba de menos a mi madre. Más que a nadie. La necesidad de hablarle de Bastión Hueco, de la Orden, de los Sincorazón y los mundos era tan urgente que sentía que iba a estallar.
Y al final, así había sido. Un estallido en forma de lágrimas, aterrada, avergonzada y agradecida por que Fleur no me hubiese rechazado. Ella se había permitido llorar poco después, conmigo en sus brazos. Pero no le había contado nada. Sólo volcado toda mi angustia sobre ella.
Después de eso, le había costado volver a dejarme marchar. Era muy intuitiva: sabía que la razón de mi pequeño «colapso» no era sólo por la nostalgia. Le aseguré mil veces que estaba bien, que el sitio en el que estaba me daba un propósito y me hacía feliz, y aún así maman era capaz de ver mis dudas. Sólo lo aceptó cuando le volví a asegurar que ya podría venir más a menudo, y que estaría en casa para celebrar mi cumpleaños con el resto de la familia. Sonrió con cariño —«Nous allons attendre, ma chérie»—, volvió a abrazarme, y me acompañó hasta los límites de la Corte.
Donde ya no era tan bienvenida.
Me aparté el pelo de la cara y, abrumada por la aguda molestia, estiré los brazos. ¡Demasiadas horas sin cambiar de postura! Con un quejido, eché un vistazo a la biblioteca. Todavía no había amanecido, y la sala estaba vacía. Ajusté la luz de la lámpara, pestañeé y, después de revisar su portada, volví a centrarme en «Secretos de la magia y otros misterios». Había dejado de lado ya los libros de historia, pues tratar de encontrar al titiritero ahí era como buscar una aguja en un pajar. Me conformaba con comprender un poco mejor su magia y la manera en la que nos había encerrado en nuestros corazones… en cuanto encontrara dónde.
—Sé que estás por alguna parte —le gruñí al libro con voz pastosa—. Deja de jugar conmigo.
Hastiada, me salté el párrafo sobre magia arcana y terminé de hojear el volumen. Incluso tras haber dormido doce horas lo encontraría tedioso, pero así era imposible captar una sola palabra. Lo aparté con desgana y eché mano al siguiente. Suficiente de descripciones abstractas, teorías conspirativas y hechizos que deformaban a las personas. Un vistazo a las ilustraciones y, si no había nada, a otra cosa. Ya le dedicaría más atención mañana. O quizás pasado.
Hice una mueca. Vaya, pues sí que eran desagradables las imágenes. Podría haberme pasado el resto de mi vida sin haber visto esa. O esa otra. Puaj. Menudo morboso el dibujante. ¿Eso era un brazo o..?
Solté la cubierta de golpe, que chocó contra la mesa con un sonoro golpe. Por poco me levanté de la silla y todo. Esa máscara...
Era su máscara.
El sopor se esfumó. Mis ojos se fueron abriendo más y más a medida que leía. Eran ideas cortas, muy vagas, pero sentía cada frase como un manto helado.
Tenía que hablar con Simbad. Enseguida.
Habíamos dejado escapar a un monstruo.