Hana se quedó mirando el mar de Port Royal desde la bahía durante una hora antes de darse cuenta de que no saltaría.
Desde que había regresado de la misión en la que había viajado en el barco Sombra de Luna de una tripulación de mujeres pirata con Ronin, Jess y Malik, nada había vuelto a ser igual. Ella misma no lo era. Durante la batalla, había estado a punto de morir (o muerto del todo, no lo tenía claro) y la única forma de salvarla había sido transformándola.
Una sirena. Ahora era una maldita sirena.
La primera sirena que vio fue en su habitación del Sombra de Luna. Se acercó a su cama, porque olía la magia y Hana se había encarado con ella, llevándose un mordisco de regalo. Cómo cambiaban las cosas. Esa misma chica actualmente se consideraba su hermana, puesto que su madre había sido quien provocara el cambio en Hana.
Una madre que había muerto ni una hora después. Fue huérfana como humana, y lo volvía a ser de sirena. Parecía como si la desdicha se cerniera sobre ella a cada vuelta de la esquina.
Había regresado a su mundo de origen, al lugar donde habían ocurrido los mayores desastres de su vida, a fin de dar respuestas a muchas de sus preguntas. ¿Qué iba a cambiar en ella por ser una sirena? ¿Tendría una vida más longeva? ¿Estaría obligada a vivir en el mar tarde o temprano? ¿Su voz tenía poderes hipnóticos? ¿Qué peligros representaba el océano para ella? ¿Podían salirle colmillos, y si era así, cómo se hacía?
Cada mañana se levantaba con una nueva pregunta. Las iba apuntando todas y cada una de ellas en un papel, porque no quería olvidarse de nada. Y así había acabado allí: lista para zambullirse y reunirse con sus congéneres, a fin de resolver algunas de sus inquietudes, y papel en mano.
Sin embargo, por mucho que mirara y mirase el mar, sus pies no avanzaban más allá de la roca. Si hubiera reconocido sus propias emociones, habría entendido que se debía a dos motivos: por miedo y por vergüenza.
Al final, llegó a la conclusión de que aquello era una tontería. Era una sirena, pero por encima de eso seguía siendo Hana. Si no quería cambiar, no lo haría. Buscaría la forma de remediarse y volver a ser humana. Adiós, madre sirena muerta. Adiós, hermana sirena viva. Se dejaría de problemas y de líos.
El propio papel era absurdo. Para encontrar a las sirenas, tendría que haberse sumergido en el mar y buscarlas. Para cuando las hallase, se habría desecho en pedazos por el agua, y con él sus preguntas. Enfadada consigo misma, le hizo una bola y se lo guardó en el bolsillo.
Acto seguido, retrocedió sobre sus pasos y abandonó la costa, internándose en una ciudad que conocía muy bien. Aun así, anduvo por ella durante horas sin rumbo fijo. Para abandonar la idea de zambullirse en el mar se había autoconvencido de que podía regresar a su estado normal. No obstante, en el fondo sabía que era imposible. Trataba de ganar tiempo para armarse de valor o encontrar las ganas de llevar a cabo la tarea que había ido a hacer: acudir a las sirenas.
Para cuando quiso darse cuenta, había anochecido. Estaba cansada de vagar y no tenía ningunas ganas de volver a Tierra de Partida, porque eso significaría haber hecho el viaje en balde. El agotamiento la llevó a pararse frente a un local, que no reconoció hasta leer su cartel:
«Taberna la Sopita»
—Justo lo que necesitaba —se dijo, pensando en una cerveza bien fresquita para reponer fuerzas, entretenerse con algo más y… ¿por qué no? Olvidar un poco por qué se hallaba en ese infernal mundo.
Y sin más dilación, entró.