Respiré el aroma salado de Port Royal. Era áspero, duro. Estaba atardeciendo cuando paseaba, meditando sobre los últimos acontecimientos, con la capa ondeando al viento de poniente y el laúd colgado en la espalda. Algunos rudos marineros se paraban para mirar mi extraño atuendo, confusos por un momento. Solía lanzar miradas desconfiadas a aquellos que miraban mi instrumento con codicia.
Cuando la puesta de sol estaba a punto de culminar, paré en una taberna ya conocida. Una taberna que vio nacer una canción desgarradora sobre una mujer hecha de hielo. Lo habéis adivinado, La teta enroscada, la misma taberna en la que compartí una noche de borrachera con Freya. ¿Por qué había vuelto?
Quería volver al hogar. Al calor de la chimenea, al ruido de las botellas yendo y viniendo, a las sonrisas tímidas de las jóvenes que se me acercaban a pedirme noches interminables, al tacto de las cuerdas sobre mis dedos, a mi propia voz resonando como un susurro de ultratumba. Lo amaba. Lo amaba demasiado. En la Cité no podía tocar más que en las calles. Allí… era tan rudo, tan acogedor.
Entré silenciosamente, no llamé la atención de aquellos que bebían en la barra o comían en las mesas. El olor de cordero asado penetró en mis fosas nasales, y me sorprendí de no tener hambre alguna, en Bastión Hueco nos alimentaban bien, algo que agradecía y a lo que me había acostumbrado.
Me acerqué al camarero y lo que parecía dueño de la taberna, que limpiaba un vaso con un paño mugriento.
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Vengo a tocar por platines, soy bardo —informé. Algo brilló en la mirada del posadero, la curiosidad innata de los héroes de leyenda. Quizás me reconoció. Fuera como fuese, me señaló con la barbilla un pequeño escenario al fondo, al lado de la chimenea, aunque que yo recordara, parecía nuevo.
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Cien platines y una copa de Bloody Ryota. —Asentí, casi conforme con el trato que me proponía. No iba a probar esa bebida de nuevo. Ni de broma.
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Te puedes ahorrar el trago.Sin demorarme más me dirigí al escenario. Me senté sobre el borde, con cuidado de no pisar la capa y tapar mi rostro con el sombrero, y comencé a tocar una canción que tantos recuerdos me trajo. Una canción animada, de esas que quieres oír cuando tu mujer se march de casa sin decir adiós.