Medio en sueños, en el estado de alerta permanente que me caracterizaba, escuché voces y ruidos. Mi subconsciente lo procesó de forma irracional, llevándome a un estado de duermevela arrollado por el leve bamboleo del barco y la cortante voz de Faris en un susurro. Unos pasos sobre la oscura madera y silencio.
El sueño volvió a cernirse sobre mi mente, arropándome en la oscuridad e invitándome a sumirme de nuevo.
Y de repente, sin esperármelo, algo me despertó. No fue de golpe como una patada en la tripa, no fue de sopetón, sino más bien como cuando te acarician con una pluma. Sabes que algo te está despertando suavemente y justo antes de abrir los ojos tu mente realiza miles de hipótesis para adivinar qué.
Antes de abrir los ojos ya sabía que era música. Suave, candente, variable. Era el propio mar que me estaba cantando, el que me instaba a abrir los ojos y subir a cubierta. Mis párpados se abrieron, mi corazón enfurecido golpeó mi pecho, mis piernas se movieron solas, y antes de darme cuenta ya estaba en cubierta.
El aire frío me golpeó de pronto, pero no fue lo único que me dejó sin aire. Ahí, semitumbada en el suelo, yacía una de las criaturas más nombradas en las canciones y por otro lado más temidas. Mi espalda chocó con la madera de las paredes como si un impulso magnético se hubiese adueñado de mi cuerpo, movido como un resorte por la sorpresa y la emoción.
Una sirena cantaba envuelta en luz de luna.
Era un espectáculo mágico y a la vez aterrador. Pero tenía tanta curiosidad, quería verla más de cerca, quería acariciarla, sentir su piel y escamas bajo mis dedos, saber que no era una ilusión. Ojalá hubiera sido una ilusión, pero había caído en su hechizo inevitablemente.
Cuando abrí los ojos la tenía a medio palmo de distancia, y estábamos peligrosamente sentados en la barandilla del barco. No sabía cómo había llegado hasta allí, pero no me importó. Acaricié su rostro marmóreo y su cabello oscuro, sus pechos, toda su fisionomía húmeda y rugosa por la sal. Era preciosa. Seguía cantando, más bajito, murmurando mi nombre y encandilándome completamente.
Y su cola pálida y escamada, fuerte y brillante. Se balanceaba sobre las aguas calmadas a metros de distancia, pero no había más criaturas como ella bajo la superficie. Solo estaba ella. La miré a sus ojos oscuros, enmarcados por un cabello azabache. Un instinto de pertenencia surgió en mí, un instinto casi olvidado de no usarlo.
Y la besé. La sirena pareció ronronear sobre mis labios, satisfecha. Me cogió por los hombros yo la atrapé por la cintura. Estaba fría y sabía a sal y a promesas por cumplir. Y para cuando nos separamos decidí que no la dejaría escapar.
La criatura pareció notar el cambio y se tensó en mi agarre, miró el agua y luego me miró a mí. Algo brilló en sus pupilas: miedo. Forcejeó contra mis brazos, apartándome, pero no la dejé, la sostuve en su sitio a pesar de que ella parecía tener bastante más fuerza. Me miraba como un cervatillo, como si no estuviera mirando a la presa que había seducido, sino a un cazador.