—Ha sido una misión difícil para todos. Eso es indiscutible —dijo Ryota, que interrumpió a Simbad antes de que pudiera continuar—. Simbad tiene razón en una cosa: No es tu culpa, y el resto de Maestros opinamos lo mismo. Te has desenvuelto a la perfección, y lo mismo va por el resto de vosotros .—Ryota se volvió hacia Kairi y Simbad—. Habéis trabajado y peleado con valor en un mundo que incluso para nosotros era prácticamente desconocido, en el que los sincorazón atacan en cualquier momento en grandes números... Pero obviamente nadie es perfecto. Aaron contaba con el apoyo de todos los sincorazón de ese mundo y aunque odio admitirlo es mucho más veterano que Ronin y yo.
Fátima no pudo decir nada contra ese argumento. Se retorció un mechón de pelo y respiró hondo varias veces para recuperar la compostura. Lyn compartió con ellos un periódico de Ciudad de Paso donde se dejaba caer descaradamente que la responsabilidad era de los Caballeros. Intentó no deprimirse. Sabía que había sido Aaron.
Pero si hubieran conseguido detenerlo…
Fátima no estuvo muy presente durante la reunión, aunque intentó obligarse a lo contrario. Escuchó los planes de los Maestros sobre cómo detener a los Alfas, objetivo que le parecía cuanto menos imposible. Se estremeció al recordarlos dentro de sus horrendas cabinas.
Y ella que había pensado que las pesadillas se acabarían cuando consiguiera olvidar lo sucedido en el Castillo del Olvido…
«¿Crees que ha sido culpa tuya? ¡Debes de ser imbécil si así lo crees! ¡Lo único que has hecho ha sido demostrar la entereza que el resto ha tirado por lo suelos! ¡Y eres lo suficientemente fuerte como para darte cuenta de ello! ¡Tú no has matado a Myriddin! ¡Tú no has despertado a los Alfas!
»¿Quieres un castigo? Mírame a los ojos y prométeme que nadie más va a morir.
Cerró los ojos. Eso sí que sería un buen castigo. Simbad sabía golpear directo en el corazón.
Cuando salió de la reunión, se dirigió hacia los jardines y silbó una tonadilla repetitiva. Sonrió, cansada, al ver salir a Harun de unos arbustos con los morros manchados de sangre.
—Te vas a poner gordo y nos vas a dejar sin pájaros —dijo, ofreciéndole el brazo para que se apoyara en él. Rápidamente se enroscó alrededor de su cuello. De aquí a un año o así ya no podría dejarle, por miedo a que la asfixiara. Pero ahora su calor, su peso e incluso la suavidad de su pelo le resultaron dulces. Le rascó detrás de las orejas—. ¿Vamos a dar un paseo?
A pesar de todo lo que habían hablado, no tenía nada que hacer y no podría quedarse quieta en su habitación, ni tampoco se sentía con fuerzas para entrenar. Quizás bajaría al lago, o se perdería entre las ruinas de la vieja ciudad.
Cualquier cosa con tal de despejarse un poco y disfrutar del sol.