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La leyenda sigue viva. El ángel maldito cuenta su historia a través de la verdad, vive, ama y mata. Símbolo de pesadillas y leyendas, vuelve para desvelar la historia. Pero...
¿Qué le aguardará el destino?
¿Qué le aguardará el destino?
Nota de la autora:
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Bueno, antes de comenzar me gustaría aclarar que esta es una historia conjunta con 15nuxalxv eso quiere decir, que será en el mismo orden cronológico, pero desde el punto de vista de distintos personajes, en mi caso será Zora. Si queréis ver la primera parte de su relato, sólo tenéis que clicar en este link:
http://www.khworld.org/phpbb/viewtopic.php?f=2&t=24275
Mi primera parte será esta, Licántropo. Seguramente actualizaré una vez al mes, aunque no lo tengo muy seguro, ya que mi horario está muy apretado.
También me gustaría aclarar, que saldrán personajes de Las Crónicas de la Torre, Doctor Who (octavo Doctor y Gallifrey que me es imposible recrear a la perfección), Kingdom Hearts Birth by Sleep y de otros Kingdom Hearts, la propia Luna, reservadísima a 15nuxalxv, Nela y Ena (personajes creados por mi amiga Lucía y mi prima Cris), One Piece (cuyas personalidades de los personajes he intentado bordar) y Alas de Fuego; que obviamente no me pertenecen ni quiero enriquecerme con ellos (porque no cobro), he intentado que todo concuerde a la perfección con la sincronización de todas estas series y mi novela, añadiendo de mi mano algunas cosas que seguramente no pasan en ellas (cosas sin importancia que no alteran el orden lógico de las series), pero si algo importante no os cuadra, por favor decídmelo.
Gracias a todos. A Bohemia Lectura y al foro en general ^.^.
Ah, y por petición de la nombrada antes, debo avisar de que esta historia es muy muy larga. Si la quieres seguir, no me hago responsable de tu muerte antes de que acabe la novela. Paz.
http://www.khworld.org/phpbb/viewtopic.php?f=2&t=24275
Mi primera parte será esta, Licántropo. Seguramente actualizaré una vez al mes, aunque no lo tengo muy seguro, ya que mi horario está muy apretado.
También me gustaría aclarar, que saldrán personajes de Las Crónicas de la Torre, Doctor Who (octavo Doctor y Gallifrey que me es imposible recrear a la perfección), Kingdom Hearts Birth by Sleep y de otros Kingdom Hearts, la propia Luna, reservadísima a 15nuxalxv, Nela y Ena (personajes creados por mi amiga Lucía y mi prima Cris), One Piece (cuyas personalidades de los personajes he intentado bordar) y Alas de Fuego; que obviamente no me pertenecen ni quiero enriquecerme con ellos (porque no cobro), he intentado que todo concuerde a la perfección con la sincronización de todas estas series y mi novela, añadiendo de mi mano algunas cosas que seguramente no pasan en ellas (cosas sin importancia que no alteran el orden lógico de las series), pero si algo importante no os cuadra, por favor decídmelo.
Gracias a todos. A Bohemia Lectura y al foro en general ^.^.
Ah, y por petición de la nombrada antes, debo avisar de que esta historia es muy muy larga. Si la quieres seguir, no me hago responsable de tu muerte antes de que acabe la novela. Paz.
Portada:
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Para todos aquellos en los que han creído en mí.
Para ti, Natalia, gracias por soportarme con mis locas obsesiones.
Gracias, pero no soy idiota a posta.
He visto cosas.
He vivido, he viajado, he caminado por el infierno. Me he perdido en los brazos de muchos hombres antes que tú. He llorado las muertes de mis hijos, al no poder amarlos. He estado destinada a la guerra mucho antes de tu existencia. He muerto dos veces. He matado placenteramente. Me he perdido en los rincones de la oscuridad y del sufrimiento. He luchado contra amigos, enemigos y el mejor espadachín del mundo.
¿Qué quién soy?
Para algunos soy Sol, el Ángel de la Muerte; para otros soy La Dama de Ceniza, el Ángel Maldito, Alas Rotas. Otros, me consideran, una compañera o una asesina. He tenido muchos nombres, pero fui, siempre seré, y seguiré siendo Zora.
La dueña de mi propio destino.
Formato word:
PRIMERA PARTE - LICÁNTROPO:
Prólogo - Ceniza
Capítulo 1 - El principio
Capítulo 2 - Inferno
Capítulo 3 - Fenris
Capítulo 4 - Nuevo comienzo
Capítulo 5 - Los lobos
Capítulo 6 - La Luna
Capítulo 7 - Regreso
Capítulo 8 - La navaja
Capítulo 9 - Cada estrella, nuevo mundo
Capítulo 10 - TARDIS
Capítulo 11 - Las Llaves del Destino
Capítulo 12 - Babylonya
Capítulo 13 - Polvo, reloj y esmeralda
Capítulo 14 - Cobarde
Capítulo 15 - Cicatriz
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Siempre en la sombra, como una exhalación, como un suspiro, como alguien que jamás deberían ver. Zor sonrió y prosiguió su camino. Desde las sombras.
Las farolas alumbraban la calle con una luz mortecina de lo que antes habían sido las blancas calles de Aleian, tan brillantes, tan nítidas como las alas de sus habitantes. Los ángeles.
A Zor le traía sin cuidado, no era un ángel, y, sin embargo, la sangre de aquellos, adornaban sus venas cual agua en un río. No le importaba, su sangre poseía lo que algunos considerarían la carga humana.
Al frente de sí, el acantilado final de la ciudad solo dejaba ver resquicios de nubarrones que se extendían hacia el infinito, pues Aleian, la Ciudad de las Nubes había caído. Antes, su gloriosa blancura dejaba ciego a quien la miraba detenidamente; ahora, todo estaba cubierto de ceniza tan negra, que a la luz de la luna menguante que resplandecía aquella noche, parecía las alas de los demonios que habían causado tal estrago.
Zor sonrió con ironía apretando con ansia un bulto entre sus brazos. Todo había sido culpa de su misma sangre, y sí, tal vez el primer golpe fue el de los ángeles… Error. Aquel bulto de sus brazos había sido el desastre de todo. Un llanto lo sacó de sus pensamientos haciendo que bajase la mirada.
—Ssshhhhh… –susurró-, no queremos que nos descubran, ¿verdad hermanita? –Zor limpió las lágrimas del bebé con el dedo pulgar. El bebé rió ante el contacto.
Miró una última vez la maltrecha ciudad y se lanzó al vacío. Lo que a algunos les habría parecido un suicidio, a él le pareció algo demasiado cotidiano, demasiado común, como simplemente, desplegar las alas y planear sobre las nubes.
Las instrucciones de su madre eran claras, tan claras que le rasgaban el alma y le arrancaban el corazón. Sabía que su madre no era como los demás ángeles, era brusca, independiente, letal. Gorlian hacía eso con los ángeles y las personas. A pesar de ello, su madre no era mestiza como él, su padre era el humano. O al menos, eso pensaban.
Voló hasta encontrar con lo que estaba buscando: un pequeño paraje, donde hierba y río adornaban aquella sórdida ciudad. La nieve cubría el suelo, provocando un escalofrío a Zor, que no llevaba zapatos. Esta vez, llevaba a la niña y a una pequeña cesta consigo, además de un gesto triste y una pequeña lágrima en su mejilla.
Zor miró a su hermana, su madre escogió el único nombre que le quedaba bien: Sol. A pesar de ello, la pequeña tendría muchos nombres en su vida, ya que era inmortal, ya que era alguien importante. Tan importante como para crear una guerra entre los ángeles, los demonios y los humanos. Dicen que el oráculo la vio venir en el vientre de su madre, el único ser capaz de controlar las almas de los muertos y de los vivos, cuya función es llevar las almas de los muertos al cielo o al infierno mientras duerme. Lo supieron en cuanto vieron las alas de la criatura. En apariencia, eran normales como la de los ángeles, pero las plumas más grandes del final, no eran blancas, si no que estaban teñidas de un rojo fuerte, como desgastado por el tiempo. El color de la sangre.
El día que su madre dio luz a su hermana, le preguntó quién era el padre, no porque le molestase, si no por curiosidad. Su madre se había quedado un momento mirándole con las alas en tensión hasta responder:
—El mismo que el tuyo.
Zor se había quedado impactado con aquellas palabras, pues su madre le había relatado con lujo de detalles la muerte de su padre al que nunca llegó a conocer. Posteriormente, su madre le había explicado que una noche hace nueve meses, soñó con su padre muerto; le dijo que tenía la sangre de los siete tipos de demonio existentes, las sangres que usaron los demonios mayores para crear a los diablillos; y eso sólo significaba una cosa, la profecía de aquel ser extraordinario se haría realidad si ambos tuviesen un hijo.
El oráculo, los ángeles, los demonios y los humanos, ya le conocían por un nombre: El Ángel de la Muerte. Todos aquellos los querían para sus propios fines. Zor suspiró con tristeza, era por eso por lo que habían tomado aquella decisión.
Se arrodilló al borde del río y metió a la niña en la cesta, procurando taparla con un pequeño trapo.
—Nos volveremos a ver, ¿verdad? –preguntó a su hermana. La niña rió antes de quedarse profundamente dormida.
Mientras Zor veía el cesto alejarse sobre las aguas del río, se juró a sí mismo que la encontraría. Por él. Por su madre.
Aunque fuese un ángel relativamente joven, las experiencias vividas decían lo contrario.
Podría decir mucho sobre aquel pequeño ángel. Pero mi historia estaba en esa cesta. Y mi historia, comienza ahora.
Las farolas alumbraban la calle con una luz mortecina de lo que antes habían sido las blancas calles de Aleian, tan brillantes, tan nítidas como las alas de sus habitantes. Los ángeles.
A Zor le traía sin cuidado, no era un ángel, y, sin embargo, la sangre de aquellos, adornaban sus venas cual agua en un río. No le importaba, su sangre poseía lo que algunos considerarían la carga humana.
Al frente de sí, el acantilado final de la ciudad solo dejaba ver resquicios de nubarrones que se extendían hacia el infinito, pues Aleian, la Ciudad de las Nubes había caído. Antes, su gloriosa blancura dejaba ciego a quien la miraba detenidamente; ahora, todo estaba cubierto de ceniza tan negra, que a la luz de la luna menguante que resplandecía aquella noche, parecía las alas de los demonios que habían causado tal estrago.
Zor sonrió con ironía apretando con ansia un bulto entre sus brazos. Todo había sido culpa de su misma sangre, y sí, tal vez el primer golpe fue el de los ángeles… Error. Aquel bulto de sus brazos había sido el desastre de todo. Un llanto lo sacó de sus pensamientos haciendo que bajase la mirada.
—Ssshhhhh… –susurró-, no queremos que nos descubran, ¿verdad hermanita? –Zor limpió las lágrimas del bebé con el dedo pulgar. El bebé rió ante el contacto.
Miró una última vez la maltrecha ciudad y se lanzó al vacío. Lo que a algunos les habría parecido un suicidio, a él le pareció algo demasiado cotidiano, demasiado común, como simplemente, desplegar las alas y planear sobre las nubes.
Las instrucciones de su madre eran claras, tan claras que le rasgaban el alma y le arrancaban el corazón. Sabía que su madre no era como los demás ángeles, era brusca, independiente, letal. Gorlian hacía eso con los ángeles y las personas. A pesar de ello, su madre no era mestiza como él, su padre era el humano. O al menos, eso pensaban.
Voló hasta encontrar con lo que estaba buscando: un pequeño paraje, donde hierba y río adornaban aquella sórdida ciudad. La nieve cubría el suelo, provocando un escalofrío a Zor, que no llevaba zapatos. Esta vez, llevaba a la niña y a una pequeña cesta consigo, además de un gesto triste y una pequeña lágrima en su mejilla.
Zor miró a su hermana, su madre escogió el único nombre que le quedaba bien: Sol. A pesar de ello, la pequeña tendría muchos nombres en su vida, ya que era inmortal, ya que era alguien importante. Tan importante como para crear una guerra entre los ángeles, los demonios y los humanos. Dicen que el oráculo la vio venir en el vientre de su madre, el único ser capaz de controlar las almas de los muertos y de los vivos, cuya función es llevar las almas de los muertos al cielo o al infierno mientras duerme. Lo supieron en cuanto vieron las alas de la criatura. En apariencia, eran normales como la de los ángeles, pero las plumas más grandes del final, no eran blancas, si no que estaban teñidas de un rojo fuerte, como desgastado por el tiempo. El color de la sangre.
El día que su madre dio luz a su hermana, le preguntó quién era el padre, no porque le molestase, si no por curiosidad. Su madre se había quedado un momento mirándole con las alas en tensión hasta responder:
—El mismo que el tuyo.
Zor se había quedado impactado con aquellas palabras, pues su madre le había relatado con lujo de detalles la muerte de su padre al que nunca llegó a conocer. Posteriormente, su madre le había explicado que una noche hace nueve meses, soñó con su padre muerto; le dijo que tenía la sangre de los siete tipos de demonio existentes, las sangres que usaron los demonios mayores para crear a los diablillos; y eso sólo significaba una cosa, la profecía de aquel ser extraordinario se haría realidad si ambos tuviesen un hijo.
El oráculo, los ángeles, los demonios y los humanos, ya le conocían por un nombre: El Ángel de la Muerte. Todos aquellos los querían para sus propios fines. Zor suspiró con tristeza, era por eso por lo que habían tomado aquella decisión.
Se arrodilló al borde del río y metió a la niña en la cesta, procurando taparla con un pequeño trapo.
—Nos volveremos a ver, ¿verdad? –preguntó a su hermana. La niña rió antes de quedarse profundamente dormida.
Mientras Zor veía el cesto alejarse sobre las aguas del río, se juró a sí mismo que la encontraría. Por él. Por su madre.
Aunque fuese un ángel relativamente joven, las experiencias vividas decían lo contrario.
Podría decir mucho sobre aquel pequeño ángel. Pero mi historia estaba en esa cesta. Y mi historia, comienza ahora.
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Podría comenzar esta historia de muchas, muchísimas maneras.
Podría contaros a dónde llegué en esa cesta; atravesando el río, y llegando al temible Mar de Hielo; pasando semanas en la cesta, totalmente sola y desprotegida. Sin comida, sin agua, sin refugio, a una pequeña cala de roca volcánica, mecida por el suave viento.
Una humana normal, nunca habría sobrevivido; pero claro, yo no soy humana, no soy un ángel, no soy un demonio, no necesito ni comer ni beber, aunque tenga hambre y sed.
El término más adecuado para definirme es un bizcocho. Un bizcocho con alas blancas, con el final de sus plumas de carmesí desvaído. Un bizcocho inmortal, sólo para transportar las almas de los muertos a las puertas del cielo, o a los infiernos. Un bizcocho con la capacidad de quitar y arrancarse el alma, pero sin morir del todo hasta que tenga descendencia de su misma sangre. Así fue como me describió él.
Podría contaros todo eso, o podría describir al hombre que me rescató, y en consecuencia, a dónde me llevó. Dado que lo anterior son datos parcialmente irrelevantes, me declinaré por la segunda opción.
El hombre era bajito, moreno, y en su cara habían pinturas tribales meticulosamente dibujadas en tinta roja. Vestía con pieles de diversos animales como zorros, arces, e incluso de osos, todas de tonos marrones y muy peludas, en las que se descomponían en frondosas parcas y botas ligeras o en zurrones anaranjados, decorados con plumas de colores grises.
Sus pisadas resonaban en la arena, dirigiéndose con la cesta hacia un bosque frondoso, andando hacia el este, siempre hacia el este. En esa dirección, más allá de su bosque, habían montañas; al oeste estaban las tierras muertas; y al norte, eran las tierras inexploradas, pero se decía que estaban bañadas por el manto gélido de la nieve.
Los ojos oscuros del dicho, escrutaban a las fieras, protegiéndome ellas con sus fuertes brazos, una daga y una honda. Yo lloraba de vez en cuando, porque tenía hambre. En esos casos, lo único que podía darme de comer, eran las frutas que manaban de los árboles, blandas y doradas. El resto del tiempo, lo pasaba durmiendo en el suave calor del bosque primaveral.
En la tarde del segundo día, llegamos a un gran valle rodeado de árboles. La hierba verde coqueteaba con el cálido viento, acompañado de veloces caballos que iban y venían a su antojo, y los robles que lo rodeaban, susurraban palabras inteligibles pero honestamente hermosas. El cielo se extendía hasta el mismo infinito, coloreado de tonos rosas y cálidos, en el que se encontraban multitud de aves de plumaje blanco, negro y marrón, cantando suaves melodías. Un río de agua transparente, bordeaba la parte este del bosque, perdiéndose en el infinito y fusionándose con el azul celeste.
Habían niños salpicándose y jugando, totalmente desnudos pero estábamos demasiado lejos como para que nos viesen.
En medio de todo ese paraje, habían cabañas. La mayoría estaban confeccionadas con pieles de oso, pintadas con motivos de caza hechos con la misma pintura que adornaba la cara de mi salvador. Muchas eran pequeñas, el marco era de hueso tallado y troncos de roble sujetaban el techo. Estaban arremolinadas formando una circunferencia, en la que en el medio, habían brasas con troncos. Yo lo observaba con mezcla de curiosidad, asombro y ensoñación.
La gente iba y venía, todos eran bajitos con la tez ligeramente bronceada por el sol, y hasta los bebés llevaban las pinturas tribales en sus mejillas, a diferencia de mí, muchos tenían el pelo negro en vez de marrón chocolate, igual que mis ojos. Algunos cargaban carne, otros la limpiaban, y otros llevaban troncos hacia la brasa del centro. Los más ancianos se sentaban sobre rocas pulidas, para contar viejas historias a los más jóvenes.
Mi salvador no paró de andar hasta que divisé una gran tienda de piel de arce, decorada con plumas y huesos deliciosamente tallados. Yo era un bebé, por lo que no aprecié la belleza de tal indumentaria tribal.
Entramos en la tienda, y el interior fue una de las imágenes que más recuerdo. Un hogar estaba en medio, dando calor y despidiendo un olor agridulce. El suelo estaba forrado con piel de caribú, y del techo colgaban infinidad de botellitas, así como huesos con el ciclo lunar, medicinas rudimentarias, ropa, herramientas de sílex e incluso algún trozo de carne seca. Todas las paredes estaban pintadas, pero esta vez, de muchos más colores: azul, amarillo, y naranja mayoritariamente, que se mezclaban para formar dibujos de danzas en torno a la hoguera e infinidad de animales.
Detrás del hogar, arrodillado, había un hombre.
A pesar de que era un infante, intuía que no era un hombre como los demás. Sus ropas eran blancas y largas, dejando sólo ver su cara y sus manos; fusionándose con los filamentos de su pelo nevado y su barba. Sus pinturas, se extendían desde su frente, hasta perderse en su cuello, ambos plagados de arrugas por la edad. Su mirada era azul, pero no un azul fuerte como el mar en verano, sino un azul desvaído… Pero era una mirada sabia. Una pequeña sonrisa adornaba su rostro, acentuando más su edad. Era el chamán de la tribu, el brujo de las almas, lo más parecido a un Ángel de la Muerte que podrías encontrar por allí.
Mi salvador, tomó asiento. Yo aún estaba en sus brazos.
—Mira quién tenemos aquí –dijo. Yo no lo entendía, pero sus ojos sinceros y su sonrisa, me dieron a entender que no era una persona de la que desconfiar. Su voz era suave, como una tormenta de verano.
—Las profecías se han cumplido –murmuró inseguro quién me tenía en brazos.
—Así es. Zora, El Ángel de la Muerte ha venido, la guerra ha comenzado. Debemos protegerla para que no caiga en malas manos.
Eché una carcajada al oír “zora”. No sabía lo que significaba, pero pronto aprendí que era, y es mi nombre, que significa “aullido de lobo” en el idioma que se platicaba en aquella tribu. El chamán sabía lo que era y, por tanto, todo el poder que significaba.
El hombre se levantó, cogiendo un bastón de madera que había en el suelo y apoyándose en él. Multitud de abalorios colgantes en su pelo tintinearon. Me cogió en brazos y yo reí.
—Eres una niña muy lista –susurró, y yo reí más todavía. En ese instante, fue cuando por primera vez desplegué mis alas, tan grandes como mi cuerpecito. El chamán no las acarició, pero sonrió al ver el color rojo de éstas-. Sirius, quiero que me hagas un favor.
El hombre se levantó, Sirius, se levantó.
—Lo que sea, Rou.
—Llévate a esta niña y entrégasela a Oda, ha perdido una hija y no sabe en quién utilizar su leche –me entregó a Sirius y éste me cogió-. Dile que es Zora, ella lo entenderá.
El hombre no dijo nada y salió de la tienda, caminando hacia una mucho más modesta, pero de fuerte estructura. El cielo ya estaba medio oscuro, y la gente preparaba la hoguera, haciendo saltar chispas con piedras.
Delante de nosotros, en la puerta de la cabaña, había una mujer madura, con el gesto triste, admirando las estrellas y una tímida luna creciente que asomaba entre las nubes. Parecía estar tejiendo un parka de reducidas dimensiones. Lo dejó a un lado en cuanto llegamos. Sus pieles estaban viejas y llenas de arañazos, seguramente del terrible invierno que seguramente pasaron. Una daga adornaba un grueso cinturón alojado en su cadera.
—Oda –llamó Sirius tímidamente, ésta giró la cabeza y se sorprendió al verme e hizo el gesto de cogerme en brazos, cosa que él y yo le permitimos-. Rou, dice que…
Ella le cortó con un suave ademán, pero tenía una sonrisa radiante. Sus ojos oscuros estaban empañados de lágrimas.
—Lo sé –mustió ella, secándose las lágrimas con énfasis-. Cuidaré a Zora y le presentaré a Rua, tiene tres añitos, ahora está durmiendo.
Sirius sonrió y se sentó a su lado, yo comenzaba a dormirme ante la brisa primaveral.
Rua era su otra hija, la que no había perdido, claro. En circunstancias normales no le afectaría, pero jamás supo quién era el padre de ésta, y el muy cobarde huyó en el bosque, demasiado joven para aceptar ser padre. Dejándola sola con la criatura.
—Sabes –Sirius interrumpió el silencio con un tono alegre-, tal vez deba ayudarte a cuidarla. Eres buena cazadora, y todos te ayudamos a mantener a Rua, pero dos…
—Te lo agradezco –cortó Oda, haciéndose una trenza de cabello negro con su mano libre-. Y lo cierto es que no me vendría mal un poco de ayuda.
Sirius sonrió. A esas alturas, había cogido un sueño profundo, envolviéndome en mis pequeñas alas.
Cinco lunas más tarde, Sirius y Oda se enlazaron en el "jinpei". Para que lo entendáis mejor, era un ritual en el que tus almas quedaban unidas para siempre, y sólo la muerte podía separarlas. El chamán era quién dirigía la ceremonia, pero, a diferencia de mí, éste no podía unir las almas de verdad. Yo sí que puedo. A parte de transportar las almas de cuerpos muertos a sus respectivos lugares, tengo los poderes de manipularlas a mi antojo. Un poder peligroso.
El chamán se vestía de rojo, mientras que el "zenshin" (que equivaldría al hombre), y la "oneh" (la mujer); se vestirían con ropas de zorro y caribú, adornando su cara de rojo y sus cuerpos con hueso. En la ceremonia, se jurarían protegerse el uno al otro para siempre, en frente de una hoguera encendida y en una noche de luna llena. Sus hijos (si tenían), tenían que esperar a un lado; en mi caso, yo estaba dormida mientras Rua me mecía suavemente.
Aquella noche hubo grandes festejos para celebrar la unión de la nueva pareja. Bailaron al ritmo de las panderetas y de las flautas de hueso, comieron y bebieron jugo de "aknane", que era la fruta dorada de la que os he hablado antes.
Tal vez penséis que es irrelevante su enlace en mi historia, pero aquella pareja junto al chamán, me cuidaron hasta las cuarenta y ocho lunas de edad, en las que desgraciadamente, Sirius murió de frío.
Jamás olvidaré ese invierno. Oda llorando desconsolada mientras Rua intentaba con todas sus fuerzas consolar a su madre. Yo le consolé como mejor pude, pero no sentía la pérdida de Sirius tanto como ellas. Enterramos a Sirius cerca del bosque, cubierto por tierra, y un gélido manto de nieve. Realmente, jamás llegué a amarle como ellas al igual que Oda, que murió dos días después; según Rua, de pena.
A partir de ahí, perdí la cuenta de todas las lunas que viví.
Podría contaros a dónde llegué en esa cesta; atravesando el río, y llegando al temible Mar de Hielo; pasando semanas en la cesta, totalmente sola y desprotegida. Sin comida, sin agua, sin refugio, a una pequeña cala de roca volcánica, mecida por el suave viento.
Una humana normal, nunca habría sobrevivido; pero claro, yo no soy humana, no soy un ángel, no soy un demonio, no necesito ni comer ni beber, aunque tenga hambre y sed.
El término más adecuado para definirme es un bizcocho. Un bizcocho con alas blancas, con el final de sus plumas de carmesí desvaído. Un bizcocho inmortal, sólo para transportar las almas de los muertos a las puertas del cielo, o a los infiernos. Un bizcocho con la capacidad de quitar y arrancarse el alma, pero sin morir del todo hasta que tenga descendencia de su misma sangre. Así fue como me describió él.
Podría contaros todo eso, o podría describir al hombre que me rescató, y en consecuencia, a dónde me llevó. Dado que lo anterior son datos parcialmente irrelevantes, me declinaré por la segunda opción.
El hombre era bajito, moreno, y en su cara habían pinturas tribales meticulosamente dibujadas en tinta roja. Vestía con pieles de diversos animales como zorros, arces, e incluso de osos, todas de tonos marrones y muy peludas, en las que se descomponían en frondosas parcas y botas ligeras o en zurrones anaranjados, decorados con plumas de colores grises.
Sus pisadas resonaban en la arena, dirigiéndose con la cesta hacia un bosque frondoso, andando hacia el este, siempre hacia el este. En esa dirección, más allá de su bosque, habían montañas; al oeste estaban las tierras muertas; y al norte, eran las tierras inexploradas, pero se decía que estaban bañadas por el manto gélido de la nieve.
Los ojos oscuros del dicho, escrutaban a las fieras, protegiéndome ellas con sus fuertes brazos, una daga y una honda. Yo lloraba de vez en cuando, porque tenía hambre. En esos casos, lo único que podía darme de comer, eran las frutas que manaban de los árboles, blandas y doradas. El resto del tiempo, lo pasaba durmiendo en el suave calor del bosque primaveral.
En la tarde del segundo día, llegamos a un gran valle rodeado de árboles. La hierba verde coqueteaba con el cálido viento, acompañado de veloces caballos que iban y venían a su antojo, y los robles que lo rodeaban, susurraban palabras inteligibles pero honestamente hermosas. El cielo se extendía hasta el mismo infinito, coloreado de tonos rosas y cálidos, en el que se encontraban multitud de aves de plumaje blanco, negro y marrón, cantando suaves melodías. Un río de agua transparente, bordeaba la parte este del bosque, perdiéndose en el infinito y fusionándose con el azul celeste.
Habían niños salpicándose y jugando, totalmente desnudos pero estábamos demasiado lejos como para que nos viesen.
En medio de todo ese paraje, habían cabañas. La mayoría estaban confeccionadas con pieles de oso, pintadas con motivos de caza hechos con la misma pintura que adornaba la cara de mi salvador. Muchas eran pequeñas, el marco era de hueso tallado y troncos de roble sujetaban el techo. Estaban arremolinadas formando una circunferencia, en la que en el medio, habían brasas con troncos. Yo lo observaba con mezcla de curiosidad, asombro y ensoñación.
La gente iba y venía, todos eran bajitos con la tez ligeramente bronceada por el sol, y hasta los bebés llevaban las pinturas tribales en sus mejillas, a diferencia de mí, muchos tenían el pelo negro en vez de marrón chocolate, igual que mis ojos. Algunos cargaban carne, otros la limpiaban, y otros llevaban troncos hacia la brasa del centro. Los más ancianos se sentaban sobre rocas pulidas, para contar viejas historias a los más jóvenes.
Mi salvador no paró de andar hasta que divisé una gran tienda de piel de arce, decorada con plumas y huesos deliciosamente tallados. Yo era un bebé, por lo que no aprecié la belleza de tal indumentaria tribal.
Entramos en la tienda, y el interior fue una de las imágenes que más recuerdo. Un hogar estaba en medio, dando calor y despidiendo un olor agridulce. El suelo estaba forrado con piel de caribú, y del techo colgaban infinidad de botellitas, así como huesos con el ciclo lunar, medicinas rudimentarias, ropa, herramientas de sílex e incluso algún trozo de carne seca. Todas las paredes estaban pintadas, pero esta vez, de muchos más colores: azul, amarillo, y naranja mayoritariamente, que se mezclaban para formar dibujos de danzas en torno a la hoguera e infinidad de animales.
Detrás del hogar, arrodillado, había un hombre.
A pesar de que era un infante, intuía que no era un hombre como los demás. Sus ropas eran blancas y largas, dejando sólo ver su cara y sus manos; fusionándose con los filamentos de su pelo nevado y su barba. Sus pinturas, se extendían desde su frente, hasta perderse en su cuello, ambos plagados de arrugas por la edad. Su mirada era azul, pero no un azul fuerte como el mar en verano, sino un azul desvaído… Pero era una mirada sabia. Una pequeña sonrisa adornaba su rostro, acentuando más su edad. Era el chamán de la tribu, el brujo de las almas, lo más parecido a un Ángel de la Muerte que podrías encontrar por allí.
Mi salvador, tomó asiento. Yo aún estaba en sus brazos.
—Mira quién tenemos aquí –dijo. Yo no lo entendía, pero sus ojos sinceros y su sonrisa, me dieron a entender que no era una persona de la que desconfiar. Su voz era suave, como una tormenta de verano.
—Las profecías se han cumplido –murmuró inseguro quién me tenía en brazos.
—Así es. Zora, El Ángel de la Muerte ha venido, la guerra ha comenzado. Debemos protegerla para que no caiga en malas manos.
Eché una carcajada al oír “zora”. No sabía lo que significaba, pero pronto aprendí que era, y es mi nombre, que significa “aullido de lobo” en el idioma que se platicaba en aquella tribu. El chamán sabía lo que era y, por tanto, todo el poder que significaba.
El hombre se levantó, cogiendo un bastón de madera que había en el suelo y apoyándose en él. Multitud de abalorios colgantes en su pelo tintinearon. Me cogió en brazos y yo reí.
—Eres una niña muy lista –susurró, y yo reí más todavía. En ese instante, fue cuando por primera vez desplegué mis alas, tan grandes como mi cuerpecito. El chamán no las acarició, pero sonrió al ver el color rojo de éstas-. Sirius, quiero que me hagas un favor.
El hombre se levantó, Sirius, se levantó.
—Lo que sea, Rou.
—Llévate a esta niña y entrégasela a Oda, ha perdido una hija y no sabe en quién utilizar su leche –me entregó a Sirius y éste me cogió-. Dile que es Zora, ella lo entenderá.
El hombre no dijo nada y salió de la tienda, caminando hacia una mucho más modesta, pero de fuerte estructura. El cielo ya estaba medio oscuro, y la gente preparaba la hoguera, haciendo saltar chispas con piedras.
Delante de nosotros, en la puerta de la cabaña, había una mujer madura, con el gesto triste, admirando las estrellas y una tímida luna creciente que asomaba entre las nubes. Parecía estar tejiendo un parka de reducidas dimensiones. Lo dejó a un lado en cuanto llegamos. Sus pieles estaban viejas y llenas de arañazos, seguramente del terrible invierno que seguramente pasaron. Una daga adornaba un grueso cinturón alojado en su cadera.
—Oda –llamó Sirius tímidamente, ésta giró la cabeza y se sorprendió al verme e hizo el gesto de cogerme en brazos, cosa que él y yo le permitimos-. Rou, dice que…
Ella le cortó con un suave ademán, pero tenía una sonrisa radiante. Sus ojos oscuros estaban empañados de lágrimas.
—Lo sé –mustió ella, secándose las lágrimas con énfasis-. Cuidaré a Zora y le presentaré a Rua, tiene tres añitos, ahora está durmiendo.
Sirius sonrió y se sentó a su lado, yo comenzaba a dormirme ante la brisa primaveral.
Rua era su otra hija, la que no había perdido, claro. En circunstancias normales no le afectaría, pero jamás supo quién era el padre de ésta, y el muy cobarde huyó en el bosque, demasiado joven para aceptar ser padre. Dejándola sola con la criatura.
—Sabes –Sirius interrumpió el silencio con un tono alegre-, tal vez deba ayudarte a cuidarla. Eres buena cazadora, y todos te ayudamos a mantener a Rua, pero dos…
—Te lo agradezco –cortó Oda, haciéndose una trenza de cabello negro con su mano libre-. Y lo cierto es que no me vendría mal un poco de ayuda.
Sirius sonrió. A esas alturas, había cogido un sueño profundo, envolviéndome en mis pequeñas alas.
Cinco lunas más tarde, Sirius y Oda se enlazaron en el "jinpei". Para que lo entendáis mejor, era un ritual en el que tus almas quedaban unidas para siempre, y sólo la muerte podía separarlas. El chamán era quién dirigía la ceremonia, pero, a diferencia de mí, éste no podía unir las almas de verdad. Yo sí que puedo. A parte de transportar las almas de cuerpos muertos a sus respectivos lugares, tengo los poderes de manipularlas a mi antojo. Un poder peligroso.
El chamán se vestía de rojo, mientras que el "zenshin" (que equivaldría al hombre), y la "oneh" (la mujer); se vestirían con ropas de zorro y caribú, adornando su cara de rojo y sus cuerpos con hueso. En la ceremonia, se jurarían protegerse el uno al otro para siempre, en frente de una hoguera encendida y en una noche de luna llena. Sus hijos (si tenían), tenían que esperar a un lado; en mi caso, yo estaba dormida mientras Rua me mecía suavemente.
Aquella noche hubo grandes festejos para celebrar la unión de la nueva pareja. Bailaron al ritmo de las panderetas y de las flautas de hueso, comieron y bebieron jugo de "aknane", que era la fruta dorada de la que os he hablado antes.
Tal vez penséis que es irrelevante su enlace en mi historia, pero aquella pareja junto al chamán, me cuidaron hasta las cuarenta y ocho lunas de edad, en las que desgraciadamente, Sirius murió de frío.
Jamás olvidaré ese invierno. Oda llorando desconsolada mientras Rua intentaba con todas sus fuerzas consolar a su madre. Yo le consolé como mejor pude, pero no sentía la pérdida de Sirius tanto como ellas. Enterramos a Sirius cerca del bosque, cubierto por tierra, y un gélido manto de nieve. Realmente, jamás llegué a amarle como ellas al igual que Oda, que murió dos días después; según Rua, de pena.
A partir de ahí, perdí la cuenta de todas las lunas que viví.
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Cuando Rua y yo tuvimos suficiente fuerza para cazar, el chamán me instruyó en el arte de las almas. Cazaba por las mañanas y me reunía con él al atardecer para averiguar mi naturaleza. No había que ser muy listo para ver que todos los demás niños de mi edad, miraban con algo de recelo mis alas. Pero me aceptaban, porque era muy buena con el arco, y era la que confeccionaba las flechas y pintaba las tiendas.
Aprendí a volar y a nadar en el río junto a la tribu, que jamás sufría sequía. El chamán me enseñó lo que era, aunque no sabía muy bien qué era un ángel o un demonio. Pero los humanos los aprendí bien, vivía rodeada de ellos. Aprendí a moverme sólo con el alma, dejando mi cuerpo atrás aunque en un periodo de tiempo ligeramente escaso. Aprendí a fusionar almas de animales o a quitárselas. Era una práctica que me fascinaba y me horrorizaba, pero con el paso del tiempo, aprendí que la naturaleza de un ser como yo, no se podía cambiar.
También curaba las heridas. En una ocasión, recuerdo que Sima, un niño de mi edad, se rompió la pierna al tratar de cazar un caribú y yo se la curé con un torniquete y cataplasmas de hierbas. Estuve dieciocho días con él en los que le estuve curando la pierna. Aquel invierno, Rua, y yo, tuvimos carne todas las semanas.
Y las lunas pasaban, y yo aprendía más y más.
Me fijé en que cuando los adolescentes se iban haciendo más mayores, yo permanecía igual: con las mismas piernas bien redondeadas en músculo, los brazos morenos de cazar, la misma complexión delgada y las mismas pinturas tribales que nos dibujábamos a una edad determinada. El pelo me crecía y las ojeras aparecían, pero mis huesos ya no se hacían largos ni se ensanchaban. Deduje que era por mi estado de inmortalidad.
Un día de verano más cálido de lo normal, el bosque que nos rodeaba se incendió. Las llamas lamían las hojas de los árboles junto a sus troncos. Estábamos atrapados como los topos que se quedan atrapados frente a la escarcha del invierno, y tienen que esperar a la primavera. El humo grisáceo nos quemaba los pulmones y, con el corazón de la garganta y nuestras tiendas a cuestas, huimos hacia el norte, atravesando corriendo el bosque, dejando atrás todo lo que había conocido hasta la fecha.
Sobrevivimos muchos, dadas las circunstancias. Algunos ancianos murieron, presa del humo, pero los más jóvenes, (en los que yo me encontraba), los ayudamos a escapar. El chamán también sobrevivió, pues era quien nos marcaba el camino de huida.
Por suerte, el claro no estaba lejos de la salida del bosque y pudimos detenernos, justo cuando las llamas se extendían hacia nosotros. Nos quedamos todos de pie mirando las llamas engullir todo nuestro hogar, inexpresivos, pero con un sentimiento de muda tristeza y preocupación. Acampamos un poco más al norte, donde la hierba se iba haciendo cada vez más escasa dejando paso a rocas sin vida.
Algunos lloraban, otros bebían agua después del arduo camino. Yo escrutaba a mí alrededor el yermo paisaje, totalmente convencida de que los animales carnívoros nos engullirían antes de que pudiéramos encontrar un paraje en el que continuar nuestras vidas. Aferré el arco con fuerza, envolviéndome en el calor que desprendía mi parka y a la bolsa con provisiones. Rua estaba a mi lado, con el semblante triste y melancólico.
Aquella noche, montamos una pequeña hoguera cada familia del clan, para asar la carne que habíamos traído y que racionaríamos durante mucho tiempo más. Me sumí en un sueño de pesadillas. Ya estaba acostumbrada, pues soñaba con el rostro de las personas muertas a las que debía llevar, pero en aquella, olía a pelo quemado y veía carne desgarrada por las llamas.
Desperté en medio de las pieles que me había traído, dentro de mi modesta cabaña improvisada, totalmente sudorosa y con las alas espigadas. Tragué saliva y salí al exterior.
Era muy temprano, aunque las nubes no me dejaban ver nada, lo supe por el viento frío y que todo estaba plagado de pequeñísimas tiendas, pero nadie estaba despierto. El árido y yermo paraje salpicado de rocas, hizo que me mordiese los labios, preocupada por no encontrar comida y morir allí.
>>Pero tú no necesitas comer –me dijo una vocecita en mi cabeza-. Has pasado semanas sin probar bocado en el bosque, y no estas muerta…<<
Revolví la cabeza. Tal vez yo no necesite la comida como tal; y cuando me corto, las heridas sanan automáticamente, la piel se regenera y la sangre se seca. Pero Rua, su madre y mi clan sí que la necesitaban. Aspiré profundamente y me dediqué a despertar a mi partida de caza.
Tardamos horas en encontrar un riachuelo. En definitiva, todo era un paisaje de piedra, y cuando pude sumergir la cabeza en el agua, di gracias a Theur, que era experto en encontrarla. Se podía adivinar porque siempre llevaba multitud de botellitas en la cintura y pieles de zorro, a los que odiaba profundamente.
En todo el trayecto no habíamos visto ni un solo animal. Nos empezábamos a preocupar ya que era verano y los animales ya deberían haber salido de sus madrigueras. Pero volvimos a nuestro pequeño campamento y todos juntos, incluido el chamán, que estaba preparando hierbas medicinales con polvo de roca; nos emprendimos a la búsqueda de un sitio menos hostil, caminando siempre hacia el norte. No podíamos volver.
Las semanas pasaron, y el hambre hizo mella en mí y en la tribu. Mi piel se pegó a las costillas y tenía los pómulos marcados; pero aun así, me rehusé a comer, ya que nos quedaban muy pocas provisiones y aún no habíamos encontrado nada.
Una mañana, mi partida de caza y yo nos fuimos a cazar con las esperanzas por los suelos. Llevábamos mucho tiempo sin comer apropiadamente, por lo que estábamos demasiado débiles.
—Zora –me dijo Ank, el mejor luchador con la lanza de la tribu-, no creo que encontremos nada, si ya no hay…
—Tal vez tengas razón –le afirmé, mientras su pelo negro revoloteaba en su cuello-. Pero no hay que perder la fe, si no traemos nada, moriremos de hambre.
El chamán me enseñó a guardar el secreto de mis poderes. Desde que era pequeña me enseñó que eran demasiado corruptos, demasiado peligrosos. Incluso, algunos días plegaba mis alas, que se acoplan dentro de la piel de mi espalda, haciendo que parezca una humana cualquiera.
Llegamos a una pendiente muy escarpada y descendimos con sumo cuidado. Yo bajé volando, mientras ayudaba a los demás a bajar desde el aire. Una vez en el suelo, me dio muy mala espina: las rocas formaban una cuenca y las paredes eran demasiado altas y empinadas para poder volver a subir.
Anduvimos hacia el único camino posible. Y entonces, me entró esa sensación de cuando te están observando, no podía dar un paso tranquila. Era como si las rocas afiladas del final, me estuviesen escrutando desde arriba. Cargué una flecha de las que sujetaba en mi arco, dispuesta a disparar si fuese necesario; la punta de ésta, estaba bañada en un veneno muy potente. El grupo pareció también notarlo, pues aferraron sus armas y nos quedamos en silencio.
El sendero se iba haciendo mucho más estrecho hasta que sólo quedó una pared muy alta y de superficie pulida, entonces lo comprendí todo.
—¡Una emboscada! –me quitó la palabra As, una chica que apuntaba con una honda hacia los riscos.
De repente, cuatro cuerpos peludos, blancos en su mayoría; bajaron de las piedras y nos rodearon contra la pared. Iban a cuatro patas y tenían el hocico muy alargado. Tenían mucho pelo, lo suficiente como para resistir a un fuerte invierno y por lo menos, nos llegaban a las rodillas en cuatro. Se pararon delante de nosotros, impidiéndonos escapar. El cazador se convertía en la presa.
Un animal saltó con las fauces abiertas hacia Rua, quien lo esquivó como buenamente pudo cogiendo una piedra del suelo y lanzándosela al animal, éste se apartó ágilmente.
Disparé una flecha que fue a parar a las patas de la bestia, que gruñó con fuerza y me enseñó sus dientes, yo hice lo mismo para alertarle.
Lo demás fue una confusión de pelo blanco y sangre. Yo intentaba abrirme paso, ayudando a Rua y a otros. Pero me fue imposible a todos, y algunos fueron retenidos a contra voluntad. Echamos a correr. Los animales nos pisaban los talones y en más de una vez, casi me alcanzan. Cogí a Rua de los hombros y eché a volar.
Ésta gritó por la impresión y mi vuelo era muy a ras del suelo por su peso. Alcancé los riscos con puro agotamiento y comenzamos a escalar, las bestias no se hicieron esperar.
Y sentí un dolor agudo en el tobillo derecho. Con lágrimas de frustración y de dolor, miré hacia abajo. Un lobo castaño, me había agarrado del tobillo, mientras clavaba sus uñas en mí, y cada vez iba perdiendo más altura, chocándome dolorosamente contra las afiladas rocas.
Y algo en mí dijo: “basta”.
Con auténtica furia, me lancé sobre aquella masa de pelo, que caímos en medio de una maraña patas y descubrí que era mucho más grande que los demás.
Rua me lanzó una daga y la atrapé en el aire, mientras la bestia y yo, rodábamos por el suelo.
Conseguí clavársela en el hombro. El animal aulló de dolor y se alejó un poco de mí. La daga, aún clavada en su hombro, se abría paso entre su pelo, como si fuese madera, y ésta fuego. Los demás se apartaron con el rabo entre las piernas, huyendo como buenamente podían y volviéndose a fusionar en las rocas.
Rua seguía colgada del acantilado, y mi pie no paraba de sangrar, pero lo ignoré, aunque me pregunté por qué no se había regenerado ya. Lo que más me interesaba era la bestia, que intentaba arrancarse la mortífera daga.
Me acerqué poco a poco mientras Rua me gritaba que me detuviese. El animal estaba aullando de dolor, intentándose arrancar la daga con los dientes, y al no poder, me miró con auténtica súplica en su mirada. Sus ojos eran de caramelo y transferían dolor y pánico. No era la mirada de un animal hambriento.
Aprendí a volar y a nadar en el río junto a la tribu, que jamás sufría sequía. El chamán me enseñó lo que era, aunque no sabía muy bien qué era un ángel o un demonio. Pero los humanos los aprendí bien, vivía rodeada de ellos. Aprendí a moverme sólo con el alma, dejando mi cuerpo atrás aunque en un periodo de tiempo ligeramente escaso. Aprendí a fusionar almas de animales o a quitárselas. Era una práctica que me fascinaba y me horrorizaba, pero con el paso del tiempo, aprendí que la naturaleza de un ser como yo, no se podía cambiar.
También curaba las heridas. En una ocasión, recuerdo que Sima, un niño de mi edad, se rompió la pierna al tratar de cazar un caribú y yo se la curé con un torniquete y cataplasmas de hierbas. Estuve dieciocho días con él en los que le estuve curando la pierna. Aquel invierno, Rua, y yo, tuvimos carne todas las semanas.
Y las lunas pasaban, y yo aprendía más y más.
Me fijé en que cuando los adolescentes se iban haciendo más mayores, yo permanecía igual: con las mismas piernas bien redondeadas en músculo, los brazos morenos de cazar, la misma complexión delgada y las mismas pinturas tribales que nos dibujábamos a una edad determinada. El pelo me crecía y las ojeras aparecían, pero mis huesos ya no se hacían largos ni se ensanchaban. Deduje que era por mi estado de inmortalidad.
Un día de verano más cálido de lo normal, el bosque que nos rodeaba se incendió. Las llamas lamían las hojas de los árboles junto a sus troncos. Estábamos atrapados como los topos que se quedan atrapados frente a la escarcha del invierno, y tienen que esperar a la primavera. El humo grisáceo nos quemaba los pulmones y, con el corazón de la garganta y nuestras tiendas a cuestas, huimos hacia el norte, atravesando corriendo el bosque, dejando atrás todo lo que había conocido hasta la fecha.
Sobrevivimos muchos, dadas las circunstancias. Algunos ancianos murieron, presa del humo, pero los más jóvenes, (en los que yo me encontraba), los ayudamos a escapar. El chamán también sobrevivió, pues era quien nos marcaba el camino de huida.
Por suerte, el claro no estaba lejos de la salida del bosque y pudimos detenernos, justo cuando las llamas se extendían hacia nosotros. Nos quedamos todos de pie mirando las llamas engullir todo nuestro hogar, inexpresivos, pero con un sentimiento de muda tristeza y preocupación. Acampamos un poco más al norte, donde la hierba se iba haciendo cada vez más escasa dejando paso a rocas sin vida.
Algunos lloraban, otros bebían agua después del arduo camino. Yo escrutaba a mí alrededor el yermo paisaje, totalmente convencida de que los animales carnívoros nos engullirían antes de que pudiéramos encontrar un paraje en el que continuar nuestras vidas. Aferré el arco con fuerza, envolviéndome en el calor que desprendía mi parka y a la bolsa con provisiones. Rua estaba a mi lado, con el semblante triste y melancólico.
Aquella noche, montamos una pequeña hoguera cada familia del clan, para asar la carne que habíamos traído y que racionaríamos durante mucho tiempo más. Me sumí en un sueño de pesadillas. Ya estaba acostumbrada, pues soñaba con el rostro de las personas muertas a las que debía llevar, pero en aquella, olía a pelo quemado y veía carne desgarrada por las llamas.
Desperté en medio de las pieles que me había traído, dentro de mi modesta cabaña improvisada, totalmente sudorosa y con las alas espigadas. Tragué saliva y salí al exterior.
Era muy temprano, aunque las nubes no me dejaban ver nada, lo supe por el viento frío y que todo estaba plagado de pequeñísimas tiendas, pero nadie estaba despierto. El árido y yermo paraje salpicado de rocas, hizo que me mordiese los labios, preocupada por no encontrar comida y morir allí.
>>Pero tú no necesitas comer –me dijo una vocecita en mi cabeza-. Has pasado semanas sin probar bocado en el bosque, y no estas muerta…<<
Revolví la cabeza. Tal vez yo no necesite la comida como tal; y cuando me corto, las heridas sanan automáticamente, la piel se regenera y la sangre se seca. Pero Rua, su madre y mi clan sí que la necesitaban. Aspiré profundamente y me dediqué a despertar a mi partida de caza.
Tardamos horas en encontrar un riachuelo. En definitiva, todo era un paisaje de piedra, y cuando pude sumergir la cabeza en el agua, di gracias a Theur, que era experto en encontrarla. Se podía adivinar porque siempre llevaba multitud de botellitas en la cintura y pieles de zorro, a los que odiaba profundamente.
En todo el trayecto no habíamos visto ni un solo animal. Nos empezábamos a preocupar ya que era verano y los animales ya deberían haber salido de sus madrigueras. Pero volvimos a nuestro pequeño campamento y todos juntos, incluido el chamán, que estaba preparando hierbas medicinales con polvo de roca; nos emprendimos a la búsqueda de un sitio menos hostil, caminando siempre hacia el norte. No podíamos volver.
Las semanas pasaron, y el hambre hizo mella en mí y en la tribu. Mi piel se pegó a las costillas y tenía los pómulos marcados; pero aun así, me rehusé a comer, ya que nos quedaban muy pocas provisiones y aún no habíamos encontrado nada.
Una mañana, mi partida de caza y yo nos fuimos a cazar con las esperanzas por los suelos. Llevábamos mucho tiempo sin comer apropiadamente, por lo que estábamos demasiado débiles.
—Zora –me dijo Ank, el mejor luchador con la lanza de la tribu-, no creo que encontremos nada, si ya no hay…
—Tal vez tengas razón –le afirmé, mientras su pelo negro revoloteaba en su cuello-. Pero no hay que perder la fe, si no traemos nada, moriremos de hambre.
El chamán me enseñó a guardar el secreto de mis poderes. Desde que era pequeña me enseñó que eran demasiado corruptos, demasiado peligrosos. Incluso, algunos días plegaba mis alas, que se acoplan dentro de la piel de mi espalda, haciendo que parezca una humana cualquiera.
Llegamos a una pendiente muy escarpada y descendimos con sumo cuidado. Yo bajé volando, mientras ayudaba a los demás a bajar desde el aire. Una vez en el suelo, me dio muy mala espina: las rocas formaban una cuenca y las paredes eran demasiado altas y empinadas para poder volver a subir.
Anduvimos hacia el único camino posible. Y entonces, me entró esa sensación de cuando te están observando, no podía dar un paso tranquila. Era como si las rocas afiladas del final, me estuviesen escrutando desde arriba. Cargué una flecha de las que sujetaba en mi arco, dispuesta a disparar si fuese necesario; la punta de ésta, estaba bañada en un veneno muy potente. El grupo pareció también notarlo, pues aferraron sus armas y nos quedamos en silencio.
El sendero se iba haciendo mucho más estrecho hasta que sólo quedó una pared muy alta y de superficie pulida, entonces lo comprendí todo.
—¡Una emboscada! –me quitó la palabra As, una chica que apuntaba con una honda hacia los riscos.
De repente, cuatro cuerpos peludos, blancos en su mayoría; bajaron de las piedras y nos rodearon contra la pared. Iban a cuatro patas y tenían el hocico muy alargado. Tenían mucho pelo, lo suficiente como para resistir a un fuerte invierno y por lo menos, nos llegaban a las rodillas en cuatro. Se pararon delante de nosotros, impidiéndonos escapar. El cazador se convertía en la presa.
Un animal saltó con las fauces abiertas hacia Rua, quien lo esquivó como buenamente pudo cogiendo una piedra del suelo y lanzándosela al animal, éste se apartó ágilmente.
Disparé una flecha que fue a parar a las patas de la bestia, que gruñó con fuerza y me enseñó sus dientes, yo hice lo mismo para alertarle.
Lo demás fue una confusión de pelo blanco y sangre. Yo intentaba abrirme paso, ayudando a Rua y a otros. Pero me fue imposible a todos, y algunos fueron retenidos a contra voluntad. Echamos a correr. Los animales nos pisaban los talones y en más de una vez, casi me alcanzan. Cogí a Rua de los hombros y eché a volar.
Ésta gritó por la impresión y mi vuelo era muy a ras del suelo por su peso. Alcancé los riscos con puro agotamiento y comenzamos a escalar, las bestias no se hicieron esperar.
Y sentí un dolor agudo en el tobillo derecho. Con lágrimas de frustración y de dolor, miré hacia abajo. Un lobo castaño, me había agarrado del tobillo, mientras clavaba sus uñas en mí, y cada vez iba perdiendo más altura, chocándome dolorosamente contra las afiladas rocas.
Y algo en mí dijo: “basta”.
Con auténtica furia, me lancé sobre aquella masa de pelo, que caímos en medio de una maraña patas y descubrí que era mucho más grande que los demás.
Rua me lanzó una daga y la atrapé en el aire, mientras la bestia y yo, rodábamos por el suelo.
Conseguí clavársela en el hombro. El animal aulló de dolor y se alejó un poco de mí. La daga, aún clavada en su hombro, se abría paso entre su pelo, como si fuese madera, y ésta fuego. Los demás se apartaron con el rabo entre las piernas, huyendo como buenamente podían y volviéndose a fusionar en las rocas.
Rua seguía colgada del acantilado, y mi pie no paraba de sangrar, pero lo ignoré, aunque me pregunté por qué no se había regenerado ya. Lo que más me interesaba era la bestia, que intentaba arrancarse la mortífera daga.
Me acerqué poco a poco mientras Rua me gritaba que me detuviese. El animal estaba aullando de dolor, intentándose arrancar la daga con los dientes, y al no poder, me miró con auténtica súplica en su mirada. Sus ojos eran de caramelo y transferían dolor y pánico. No era la mirada de un animal hambriento.
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Me acerqué hasta poder acariciar su hocico totalmente en tensión. Éste no se movió, pero aún producía lastimeros gemidos. Acaricié toda la extensión de su cabeza hasta llegar a su hombro.
El animal se tumbó, no, más bien se inclinó para que le pudiese extraer la daga. Cogí el puño de ésta y se la empecé a sacar con mucho cuidado. Un río de sangre adornó su pelaje y todo mi brazo. Pero entonces, me detuve.
—Sé que es una trampa –mascullé, más para mí que para el animal-. Sé que después de arrancarte la daga vas a devorarme en cuestión de segundos. Pero confiaré en que no sea así.
Sus ojos me miraban inquisitivos, como si no me entendiera (cosa obvia ya que los animales no hablan), pero como si comprendiera lo que dijese, en un idioma de dialecto canino.
Extraje la daga del todo, guardándomela en mi cinto y le inmovilicé las patas con mis piernas, el animal no se movió. Me arranqué un trozo de piel de mi parka y lo presioné contra la herida, que sanaba con una rapidez sobrehumana. El animal se quedó adormecido con la respiración relajada.
Mis rodillas y todo su pelaje estaban impregnados de su sangre y la mía, formando un macabro collage. Respiré profundamente pensando en huir. Pero después, un movimiento me puso en alerta y me levanté de un salto en posición defensiva.
Era como si su cuerpo peludo se estuviese moviendo, pero no con movimientos naturales, si no como si sus huesos se estuviesen deformando para hacerse pequeños. Sus patas iban disminuyendo hasta formar brazos, su pelo desapareció en cuestión de minutos, dejando a la vista un cuerpo moreno y desnudo. En frente de mí hubo un hombre dormido y medio bañado en sangre.
Reconozco que me asusté. Rua profirió un grito muy agudo y suplicó que nos fuésemos.
Yo me quedé estática mirando aquel cuerpo. El olor de la sangre ahondaba en mis fosas nasales, tanto la suya, como la mía. Me acerqué muy lentamente.
Me agaché y le toqué el rostro. Tenía las facciones marcadas y una barba castaña poco espesa. Tenía los ojos cerrados y su respiración era regular. Lo único que había quedado de la herida era una cicatriz rosada en su hombro izquierdo. Lo zarandeé para que se despertase.
Era curioso cómo no huí en ese preciso instante, pero era un hombre al fin y al cabo. Tal vez también se estuviera muriendo de hambre como nosotros, ya que éramos una presa fácil. Su forma canina me sorprendió, pero quería averiguar cómo lo había hecho. Mutar en una bestia no era el tipo de cosas que se veían a diario.
—¡Zora! –me gritó Rua por enésima vez desde las alturas-. ¿Qué se supone que haces?
El hombre despertó sobándose la cabeza. Yo me aparté notando mi tobillo adolorido y la regeneración aún se estaba ejecutando. Evalué mis opciones. Una de ellas era salir volando, huir no entraba en el abanico de posibilidades por mi tobillo y si la cosa se ponía un poco fea, podría sacar mi arco y dispararle allí mismo.
Se incorporó y me miró con los mismos ojos de color caramelo. Su mirada era sagaz y desconfiada. No pareció sorprenderse de que tuviera alas, en ese instante estaban tensas y espigadas.
—¿Quién eres? –pregunté, con un tono medianamente autoritario.
Éste se levantó sin dejar de mirarme, parecía no tener frío a pesar de que estaba desnudo. Su cabello le llegaba a la mandíbula, confeccionado con un liso rebelde. Frunció el ceño. Parecía no entenderme.
—Yo soy Zora –le dije, señalándome a mí misma. A continuación le señalé a él-. ¿Y tú?
Sonrió con una forma astuta, sagaz y diabólica. No respondió, pero comenzó a caminar hacia mí.
Me puse tensa. Muy tensa. Yo iba retrocediendo con la daga aferrada en mi cinto, mientras daba vueltas a mí alrededor escrutándome con la mirada. Tragué saliva. El desconocido dio un largo rodeo mientras decía cosas en voz baja en una lengua extraña.
—¿"Jonis" "eu" "tei" "pai" "cona" "ei", lobo "prellé"? –me miró a los ojos. Yo no lo entendí por lo que negué con la cabeza para intentar expresárselo. Tenía un acento áspero y rudo. Se le borró la sonrisa.
Hizo un movimiento demasiado rápido como para verlo. Movimiento al cogerme de las caderas y echarme a su hombro. Plegué automáticamente las alas.
—¡¿Qué haces?! –grité, consciente de que no me entendía. Pataleé para que me soltase, pero mis brazos estaban inmovilizados. Nos alejamos hacia el camino contrario de hacia dónde estaba Rua. Miré hacia las peñas, justo donde debería haber estado. No había nadie.
Un miedo me atenazó las entrañas. ¿Y si Rua me había abandonado? Pero deseché esa información, seguramente habría ido a buscar ayuda.
Nos alejamos hacia la pared rocosa que escaló con rapidez. Toda mi partida de caza había desaparecido por completo, pero por el camino pude apreciar trozos de cuero y sangre. Se me hizo un nudo en la garganta. Dejé de luchar y me dejé llevar.
Pasaron las horas y nos íbamos alejando hacia, literalmente, ninguna parte. Por lo menos, el dolor del arañazo disminuyó hasta quedarse en nada y memoricé el camino por si me surgía la ocasión de escapar. Estaba medio adormecida cuando me depositó sobre las duras rocas. Saqué mi puñal y le amenacé con él, ya de pie.
No me hizo caso, siguió como si nada, cogiendo tres piedras y sentándose sobre la roca negra. Y aulló al cielo.
Di un paso atrás. Él me miró a los ojos mientras rozaba una piedra contra otra, hasta formar una pequeña hoguera. El combustible eran las mismas rocas. Puso las manos delante del fuego.
—"Te" –me dijo, e hizo un gesto para animarme a sentarme a su lado. Lo hice, pero a una cierta distancia y con la daga aún en alto. Me miró con una ceja arqueada.
—¿Qué quieres de mí? –le exigí.
Éste vaciló un momento, y después me señaló el tobillo derecho donde me habían quedado tres líneas rosadas de una larga cicatriz. Todas mis cicatrices desaparecían al momento, ésta no. ¿Por qué? Tal vez él tuviera la respuesta.
—"Eu"… "Shet" "ei" "ka" –me susurró, señalando la cicatriz y a sí mismo.
¿Qué quería decir? ¿Tú eres yo? Negué con la cabeza, con el ceño visiblemente fruncido. Parecía exasperado. Apagó la hoguera enterrándola bajo la nieve, se levantó y me tendió la mano. Bajé la daga. Pensé que a pesar de que me había secuestrado y quisiera devorarme, tal vez sus intenciones no eran malas. Además, necesitaba que me enseñase a encontrar comida para mi tribu. Esperé que Rua estuviera bien.
Agarré su mano y me levanté.
Descubrí que vivía en una pequeña cueva no muy lejos de allí. Mientras arreglaba las pieles para hacer una pequeña cama, le intenté enseñarle mi idioma. Le pregunté sobre su transformación, pero entendía muy poco para comprenderme. Tenía tantas preguntas…
Decidí quedarme sólo por la comida, necesitaba averiguar cómo cazaba. Eso me decía la razón. Pero en el fondo quería saber de dónde nacía la bestia. ¿Asustada? No, más bien interesada. Aunque pensé que era como dormir con un oso, podía comerte en cuanto tú hubieras caído en las garras del sueño.
—Ni si quiera sé tu nombre –le dije cuando acabó de poner las pieles. Me señalé a mí misma como la otra vez-. Yo me llamo Zora. Zo-ra.
Me miró con sus ojos caramelo, mientras iba metamorfoseándose en el animal, convirtiéndose en una maraña de pelo marrón. Habló cuando estuvo transformado, en una voz ronca y gutural. Se acomodó en el suelo para dormir.
—Fenris.
El animal se tumbó, no, más bien se inclinó para que le pudiese extraer la daga. Cogí el puño de ésta y se la empecé a sacar con mucho cuidado. Un río de sangre adornó su pelaje y todo mi brazo. Pero entonces, me detuve.
—Sé que es una trampa –mascullé, más para mí que para el animal-. Sé que después de arrancarte la daga vas a devorarme en cuestión de segundos. Pero confiaré en que no sea así.
Sus ojos me miraban inquisitivos, como si no me entendiera (cosa obvia ya que los animales no hablan), pero como si comprendiera lo que dijese, en un idioma de dialecto canino.
Extraje la daga del todo, guardándomela en mi cinto y le inmovilicé las patas con mis piernas, el animal no se movió. Me arranqué un trozo de piel de mi parka y lo presioné contra la herida, que sanaba con una rapidez sobrehumana. El animal se quedó adormecido con la respiración relajada.
Mis rodillas y todo su pelaje estaban impregnados de su sangre y la mía, formando un macabro collage. Respiré profundamente pensando en huir. Pero después, un movimiento me puso en alerta y me levanté de un salto en posición defensiva.
Era como si su cuerpo peludo se estuviese moviendo, pero no con movimientos naturales, si no como si sus huesos se estuviesen deformando para hacerse pequeños. Sus patas iban disminuyendo hasta formar brazos, su pelo desapareció en cuestión de minutos, dejando a la vista un cuerpo moreno y desnudo. En frente de mí hubo un hombre dormido y medio bañado en sangre.
Reconozco que me asusté. Rua profirió un grito muy agudo y suplicó que nos fuésemos.
Yo me quedé estática mirando aquel cuerpo. El olor de la sangre ahondaba en mis fosas nasales, tanto la suya, como la mía. Me acerqué muy lentamente.
Me agaché y le toqué el rostro. Tenía las facciones marcadas y una barba castaña poco espesa. Tenía los ojos cerrados y su respiración era regular. Lo único que había quedado de la herida era una cicatriz rosada en su hombro izquierdo. Lo zarandeé para que se despertase.
Era curioso cómo no huí en ese preciso instante, pero era un hombre al fin y al cabo. Tal vez también se estuviera muriendo de hambre como nosotros, ya que éramos una presa fácil. Su forma canina me sorprendió, pero quería averiguar cómo lo había hecho. Mutar en una bestia no era el tipo de cosas que se veían a diario.
—¡Zora! –me gritó Rua por enésima vez desde las alturas-. ¿Qué se supone que haces?
El hombre despertó sobándose la cabeza. Yo me aparté notando mi tobillo adolorido y la regeneración aún se estaba ejecutando. Evalué mis opciones. Una de ellas era salir volando, huir no entraba en el abanico de posibilidades por mi tobillo y si la cosa se ponía un poco fea, podría sacar mi arco y dispararle allí mismo.
Se incorporó y me miró con los mismos ojos de color caramelo. Su mirada era sagaz y desconfiada. No pareció sorprenderse de que tuviera alas, en ese instante estaban tensas y espigadas.
—¿Quién eres? –pregunté, con un tono medianamente autoritario.
Éste se levantó sin dejar de mirarme, parecía no tener frío a pesar de que estaba desnudo. Su cabello le llegaba a la mandíbula, confeccionado con un liso rebelde. Frunció el ceño. Parecía no entenderme.
—Yo soy Zora –le dije, señalándome a mí misma. A continuación le señalé a él-. ¿Y tú?
Sonrió con una forma astuta, sagaz y diabólica. No respondió, pero comenzó a caminar hacia mí.
Me puse tensa. Muy tensa. Yo iba retrocediendo con la daga aferrada en mi cinto, mientras daba vueltas a mí alrededor escrutándome con la mirada. Tragué saliva. El desconocido dio un largo rodeo mientras decía cosas en voz baja en una lengua extraña.
—¿"Jonis" "eu" "tei" "pai" "cona" "ei", lobo "prellé"? –me miró a los ojos. Yo no lo entendí por lo que negué con la cabeza para intentar expresárselo. Tenía un acento áspero y rudo. Se le borró la sonrisa.
Hizo un movimiento demasiado rápido como para verlo. Movimiento al cogerme de las caderas y echarme a su hombro. Plegué automáticamente las alas.
—¡¿Qué haces?! –grité, consciente de que no me entendía. Pataleé para que me soltase, pero mis brazos estaban inmovilizados. Nos alejamos hacia el camino contrario de hacia dónde estaba Rua. Miré hacia las peñas, justo donde debería haber estado. No había nadie.
Un miedo me atenazó las entrañas. ¿Y si Rua me había abandonado? Pero deseché esa información, seguramente habría ido a buscar ayuda.
Nos alejamos hacia la pared rocosa que escaló con rapidez. Toda mi partida de caza había desaparecido por completo, pero por el camino pude apreciar trozos de cuero y sangre. Se me hizo un nudo en la garganta. Dejé de luchar y me dejé llevar.
Pasaron las horas y nos íbamos alejando hacia, literalmente, ninguna parte. Por lo menos, el dolor del arañazo disminuyó hasta quedarse en nada y memoricé el camino por si me surgía la ocasión de escapar. Estaba medio adormecida cuando me depositó sobre las duras rocas. Saqué mi puñal y le amenacé con él, ya de pie.
No me hizo caso, siguió como si nada, cogiendo tres piedras y sentándose sobre la roca negra. Y aulló al cielo.
Di un paso atrás. Él me miró a los ojos mientras rozaba una piedra contra otra, hasta formar una pequeña hoguera. El combustible eran las mismas rocas. Puso las manos delante del fuego.
—"Te" –me dijo, e hizo un gesto para animarme a sentarme a su lado. Lo hice, pero a una cierta distancia y con la daga aún en alto. Me miró con una ceja arqueada.
—¿Qué quieres de mí? –le exigí.
Éste vaciló un momento, y después me señaló el tobillo derecho donde me habían quedado tres líneas rosadas de una larga cicatriz. Todas mis cicatrices desaparecían al momento, ésta no. ¿Por qué? Tal vez él tuviera la respuesta.
—"Eu"… "Shet" "ei" "ka" –me susurró, señalando la cicatriz y a sí mismo.
¿Qué quería decir? ¿Tú eres yo? Negué con la cabeza, con el ceño visiblemente fruncido. Parecía exasperado. Apagó la hoguera enterrándola bajo la nieve, se levantó y me tendió la mano. Bajé la daga. Pensé que a pesar de que me había secuestrado y quisiera devorarme, tal vez sus intenciones no eran malas. Además, necesitaba que me enseñase a encontrar comida para mi tribu. Esperé que Rua estuviera bien.
Agarré su mano y me levanté.
Descubrí que vivía en una pequeña cueva no muy lejos de allí. Mientras arreglaba las pieles para hacer una pequeña cama, le intenté enseñarle mi idioma. Le pregunté sobre su transformación, pero entendía muy poco para comprenderme. Tenía tantas preguntas…
Decidí quedarme sólo por la comida, necesitaba averiguar cómo cazaba. Eso me decía la razón. Pero en el fondo quería saber de dónde nacía la bestia. ¿Asustada? No, más bien interesada. Aunque pensé que era como dormir con un oso, podía comerte en cuanto tú hubieras caído en las garras del sueño.
—Ni si quiera sé tu nombre –le dije cuando acabó de poner las pieles. Me señalé a mí misma como la otra vez-. Yo me llamo Zora. Zo-ra.
Me miró con sus ojos caramelo, mientras iba metamorfoseándose en el animal, convirtiéndose en una maraña de pelo marrón. Habló cuando estuvo transformado, en una voz ronca y gutural. Se acomodó en el suelo para dormir.
—Fenris.
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Pasó el tiempo.
Fenris me enseñó algunas palabras de su idioma, pero a cazar, sobre todo a cazar. Decía que la vida en “lanthana”, que significaba el norte; era difícil, incluso siendo aquella bestia, que poco después supe que lo llamaba “lobo”.
Salíamos a cazar todas las mañanas, él en su forma lobuna y yo en su espalda con un arco preparado. Era como montar en una gran mole de pelo a la que tenías que aferrar con dientes y uñas.
Los animales eran blancos, pequeños y normalmente se escondían bajo las rocas, por lo que era una tarea difícil. A veces encontrábamos un oso blanco, con carne para diez días y piel para revestir toda la cueva de blanco pelaje. Pero éstos eran demasiado grandes para cazarlos.
Le pregunté sobre su familia, sobre su tribu y para qué me quería. Tal vez fuera demasiado confiada. Logré entender mediante gestos y señales, que yo era parte de su tribu, que los lobos eran su familia y que lo entendería en “akken”.
Me asusté. Fenris me miró compasivo y me alentó que no tuviese miedo, que era todo parte del ritual, que dentro de poco sería como él.
Yo no lo entendía. ¿Por qué tendría que ser como él? ¿Qué quería decir?
Cogió la daga alojada en mi cinto y me la señaló; a ésta y a la cicatriz de mi tobillo, la cual aún no había desaparecido por razones que no llegaba a entender. Me habló de que la Luna me lo enseñaría, que sería como él y que me enseñaría a ser “retkiteven” que literalmente significaba “Señor de los Lobos”.
—No entiendo –murmuré, con gesto preocupado y con mis manos temblando.
Fenris negó con el cabeza, exhausto. No volvimos a hablar del tema.
Una mañana me despertó muy bruscamente, alegando que tenía que ver una cosa. La cueva en donde vivíamos se había transformado en un refugio para mí, ya no era un sitio desconocido y frío; y él ya no era un extraño. De hecho, ya nos comunicábamos bastante bien con palabras de su lengua y de la mía, inventándonos un dialecto diferente.
Me vestí con una larga capa de oso que cacé y despellejé yo misma, notando la suavidad de su pelaje y la cabeza del oso encima de la mía, dejándome ver unos dientes afilados en mi ángulo de visión. Cogí mi arco y multitud de flechas sin veneno, ya que no lograba encontrar las flores que me lo otorgaban. Aferré la daga de Rua, rocé la hoja y me quemé intensamente. La miré en el suelo mientras pensaba.
En los últimos días, no podía ni si quiera rozar su filo, pues éste era fuego para mi piel, sólo que antes no me pasaba. Sabía que Rua me la había dejado porque estaba bendecida con el agua del chamán, elaborada con roca, nieve y plata; un material muy poco común. Tal vez fuera el castigo por haberme ido.
Era curioso como olvidé parcialmente a la tribu, cómo las pinturas de mi cara se habían ido con el paso de las lunas, y cómo no los echaba de menos, pero sobretodo el hecho de haberles abandonado a su suerte. Ni si quiera sabía cuánto tiempo había pasado.
Una vez, Rou me enseñó que era un espíritu libre, que no podía estar en un sitio mucho tiempo. Porque si no me acabaría matando, como las rocas de un río azotadas por el agua. Que algún día todos morirían pero yo seguiría igual de joven. Porque era única.
Tal vez fuera por eso.
Tal vez.
La mañana era fresca. Fenris me esperaba justo delante con su pelo a la altura de los hombros bailando al viento como una bandera. Sus ojos caramelo escrutaban el horizonte, tenía las pupilas dilatadas y se había vestido con pieles debido al intenso frío. Parecía estar pensando.
—¿Qué querías? –le pregunté, mientras me sobaba los ojos para quitarme las legañas.
Señaló el horizonte, el cielo estaba despejado y el viento me abofeteaba en la cara. Pero ni el viento ni la lluvia más intensa me hubiesen impedido exclamar al ver lobos.
Estaban fielmente sentados en una colina cubierta con las primeras nieves y… eran majestuosos. No eran como los lobos que nos atacaron, éstos eran como Fenris. Grandes, marrones, con la mirada castaña, azul o carmesí; sus colas bailoteaban de un lado a otro como quien desgarra las briznas de hierbas por impaciencia.
Fenris me cogió de la mano y me condujo hacia allí, yo era incapaz de hacer nada, estaba cegada por el impacto de ver a más como él.
>>Su familia<<-, entendí de pronto.
Ellos eran como Fenris. Ellos podían convertirse en humanos. No entendía que hacía allí, me sentía como un caribú en la costa o como un pez fuera del agua. Pero…
¿Y si yo era como ellos?
La prueba estaba en que la daga me quemaba igual que a Fenris. Que me empezó a gustar la carne cruda. Que adoraba trasnochar y dormir de día. Que mi pelo ya no crecía ordenado en fino chocolate, sino alborotado en sucias marañas. Que antes odiaba matar animales, y me empezó a gustar cazarlos. Y en más de una ocasión, cuando Fenris aullaba al cielo, me habría gustado unirme a él.
¿Y si todo lo que quería decir es que mediante algo podía transformarme en un lobo? ¿Cómo? ¿Por qué? ¿Cuándo? ¿La daga de alguna forma era mortal para ellos, para… nosotros? ¿Y si me estaba volviendo paranoica?
Destensé el arco y me lo acoplé en la espalda con el corazón en la boca. Uno de ellos, con el pelo de color pardo; descendió brincando cuadrúpedamente hasta estar delante de mí, escrutando mis ojos con un brillo inteligente.
Era enorme. No me hacía falta agachar mucho la cabeza para mirar sus ojos ambarinos y su cola moviéndose redundantemente. No parecía tenerme asco o desprecio, sino una cálida ternura fraternal.
Vi lo mismo que le ocurrió a Fenris con aquel lobo: los huesos se le empequeñecieron, su columna se volvió recta, la cola y el pelo desaparecieron. Y en un instante vi a un hombre mucho más alto que yo, del mismo pelo caramelo y ojos ámbar claro mirándome con superioridad, pero con un deje de la misma ternura del lobo. Me había acostumbrado a ver a Fenris en paños menores, o sin paños, así que su desnudez no era un problema.
Se agachó hasta quedar cara a cara conmigo y di un paso atrás intimidada.
—Tú eres Zora -me pasó la mano por debajo de la clavícula. Me estremecí-. ¿Verdad?
—¿Sabes mi idioma? –contrarresté ante la suavidad de su pregunta.
El ambarino se rió ante lo que sería una respuesta obvia.
—Seguramente estás confusa, sola, perdida. Da gracias que Fenris te protegió.
La afirmación me enervó. Desplegué mis alas olvidando completamente la seguridad de mi condición como criatura mitológica y me encaré hacia él.
—Seguramente estaría mucho mejor si aquellos lobos no se hubieran comido a mi partida de caza- repliqué mordazmente.
—Turbada y asustada –declaró igual de tranquilo-. Por fin has averiguado tu naturaleza.
Me entraron ganas de reír, de llorar y de tirarme por un precipicio. Él no sabía nada sobre mi naturaleza, era, lo que una vez leí en un libro mucho después, El Ángel de la Muerte.
Él no sabía que podía matar animales con solo pensarlo, que podía arrancarle el alma con mis propias manos, que mi sangre consumida podía otorgarle la inmortalidad o curar heridas; o incluso, el roce de mis plumas hacía desaparecer la cicatriz más profunda, aunque no funcionaban con las mías.
Vio mis alas, pero ellas no significaban nada para él. Cosas más raras se habían visto.
Tal vez se refería a que yo había intuido la naturaleza del lobo en mi interior. Y acertó. Lo sabía inconscientemente desde que vi que la cicatriz no desaparecía. Pensé que las transformaciones se transmitían igual que una enfermedad, con saliva, contacto o… arañazos.
Arañazos como el que tengo en mi tobillo derecho, tres gruesas líneas marrones pero más rojas que el resto de mi piel. Los arañazos que me permiten ser como ellos.
Mucho después supe que mi teoría era correcta.
No sé lo que me pasó en ese instante, pero algo me decía que confiase plenamente en ellos, que les tuviera una fe ciega inquebrantable. Que ellos me protegerían y me enseñarían a proteger. Tal vez no me pudieran dar una familia biológica como nadie podría, pero necesitaba ayuda. Mi tribu necesitaba ayuda. Ya lo había pospuesto demasiado tiempo.
—Quiero saber –le dije, mirándole a los ojos-. Quiero ser una de los vuestros.
Sonrió de medio lado, en una sonrisa que me dio escalofríos.
Fenris me enseñó algunas palabras de su idioma, pero a cazar, sobre todo a cazar. Decía que la vida en “lanthana”, que significaba el norte; era difícil, incluso siendo aquella bestia, que poco después supe que lo llamaba “lobo”.
Salíamos a cazar todas las mañanas, él en su forma lobuna y yo en su espalda con un arco preparado. Era como montar en una gran mole de pelo a la que tenías que aferrar con dientes y uñas.
Los animales eran blancos, pequeños y normalmente se escondían bajo las rocas, por lo que era una tarea difícil. A veces encontrábamos un oso blanco, con carne para diez días y piel para revestir toda la cueva de blanco pelaje. Pero éstos eran demasiado grandes para cazarlos.
Le pregunté sobre su familia, sobre su tribu y para qué me quería. Tal vez fuera demasiado confiada. Logré entender mediante gestos y señales, que yo era parte de su tribu, que los lobos eran su familia y que lo entendería en “akken”.
Me asusté. Fenris me miró compasivo y me alentó que no tuviese miedo, que era todo parte del ritual, que dentro de poco sería como él.
Yo no lo entendía. ¿Por qué tendría que ser como él? ¿Qué quería decir?
Cogió la daga alojada en mi cinto y me la señaló; a ésta y a la cicatriz de mi tobillo, la cual aún no había desaparecido por razones que no llegaba a entender. Me habló de que la Luna me lo enseñaría, que sería como él y que me enseñaría a ser “retkiteven” que literalmente significaba “Señor de los Lobos”.
—No entiendo –murmuré, con gesto preocupado y con mis manos temblando.
Fenris negó con el cabeza, exhausto. No volvimos a hablar del tema.
Una mañana me despertó muy bruscamente, alegando que tenía que ver una cosa. La cueva en donde vivíamos se había transformado en un refugio para mí, ya no era un sitio desconocido y frío; y él ya no era un extraño. De hecho, ya nos comunicábamos bastante bien con palabras de su lengua y de la mía, inventándonos un dialecto diferente.
Me vestí con una larga capa de oso que cacé y despellejé yo misma, notando la suavidad de su pelaje y la cabeza del oso encima de la mía, dejándome ver unos dientes afilados en mi ángulo de visión. Cogí mi arco y multitud de flechas sin veneno, ya que no lograba encontrar las flores que me lo otorgaban. Aferré la daga de Rua, rocé la hoja y me quemé intensamente. La miré en el suelo mientras pensaba.
En los últimos días, no podía ni si quiera rozar su filo, pues éste era fuego para mi piel, sólo que antes no me pasaba. Sabía que Rua me la había dejado porque estaba bendecida con el agua del chamán, elaborada con roca, nieve y plata; un material muy poco común. Tal vez fuera el castigo por haberme ido.
Era curioso como olvidé parcialmente a la tribu, cómo las pinturas de mi cara se habían ido con el paso de las lunas, y cómo no los echaba de menos, pero sobretodo el hecho de haberles abandonado a su suerte. Ni si quiera sabía cuánto tiempo había pasado.
Una vez, Rou me enseñó que era un espíritu libre, que no podía estar en un sitio mucho tiempo. Porque si no me acabaría matando, como las rocas de un río azotadas por el agua. Que algún día todos morirían pero yo seguiría igual de joven. Porque era única.
Tal vez fuera por eso.
Tal vez.
La mañana era fresca. Fenris me esperaba justo delante con su pelo a la altura de los hombros bailando al viento como una bandera. Sus ojos caramelo escrutaban el horizonte, tenía las pupilas dilatadas y se había vestido con pieles debido al intenso frío. Parecía estar pensando.
—¿Qué querías? –le pregunté, mientras me sobaba los ojos para quitarme las legañas.
Señaló el horizonte, el cielo estaba despejado y el viento me abofeteaba en la cara. Pero ni el viento ni la lluvia más intensa me hubiesen impedido exclamar al ver lobos.
Estaban fielmente sentados en una colina cubierta con las primeras nieves y… eran majestuosos. No eran como los lobos que nos atacaron, éstos eran como Fenris. Grandes, marrones, con la mirada castaña, azul o carmesí; sus colas bailoteaban de un lado a otro como quien desgarra las briznas de hierbas por impaciencia.
Fenris me cogió de la mano y me condujo hacia allí, yo era incapaz de hacer nada, estaba cegada por el impacto de ver a más como él.
>>Su familia<<-, entendí de pronto.
Ellos eran como Fenris. Ellos podían convertirse en humanos. No entendía que hacía allí, me sentía como un caribú en la costa o como un pez fuera del agua. Pero…
¿Y si yo era como ellos?
La prueba estaba en que la daga me quemaba igual que a Fenris. Que me empezó a gustar la carne cruda. Que adoraba trasnochar y dormir de día. Que mi pelo ya no crecía ordenado en fino chocolate, sino alborotado en sucias marañas. Que antes odiaba matar animales, y me empezó a gustar cazarlos. Y en más de una ocasión, cuando Fenris aullaba al cielo, me habría gustado unirme a él.
¿Y si todo lo que quería decir es que mediante algo podía transformarme en un lobo? ¿Cómo? ¿Por qué? ¿Cuándo? ¿La daga de alguna forma era mortal para ellos, para… nosotros? ¿Y si me estaba volviendo paranoica?
Destensé el arco y me lo acoplé en la espalda con el corazón en la boca. Uno de ellos, con el pelo de color pardo; descendió brincando cuadrúpedamente hasta estar delante de mí, escrutando mis ojos con un brillo inteligente.
Era enorme. No me hacía falta agachar mucho la cabeza para mirar sus ojos ambarinos y su cola moviéndose redundantemente. No parecía tenerme asco o desprecio, sino una cálida ternura fraternal.
Vi lo mismo que le ocurrió a Fenris con aquel lobo: los huesos se le empequeñecieron, su columna se volvió recta, la cola y el pelo desaparecieron. Y en un instante vi a un hombre mucho más alto que yo, del mismo pelo caramelo y ojos ámbar claro mirándome con superioridad, pero con un deje de la misma ternura del lobo. Me había acostumbrado a ver a Fenris en paños menores, o sin paños, así que su desnudez no era un problema.
Se agachó hasta quedar cara a cara conmigo y di un paso atrás intimidada.
—Tú eres Zora -me pasó la mano por debajo de la clavícula. Me estremecí-. ¿Verdad?
—¿Sabes mi idioma? –contrarresté ante la suavidad de su pregunta.
El ambarino se rió ante lo que sería una respuesta obvia.
—Seguramente estás confusa, sola, perdida. Da gracias que Fenris te protegió.
La afirmación me enervó. Desplegué mis alas olvidando completamente la seguridad de mi condición como criatura mitológica y me encaré hacia él.
—Seguramente estaría mucho mejor si aquellos lobos no se hubieran comido a mi partida de caza- repliqué mordazmente.
—Turbada y asustada –declaró igual de tranquilo-. Por fin has averiguado tu naturaleza.
Me entraron ganas de reír, de llorar y de tirarme por un precipicio. Él no sabía nada sobre mi naturaleza, era, lo que una vez leí en un libro mucho después, El Ángel de la Muerte.
Él no sabía que podía matar animales con solo pensarlo, que podía arrancarle el alma con mis propias manos, que mi sangre consumida podía otorgarle la inmortalidad o curar heridas; o incluso, el roce de mis plumas hacía desaparecer la cicatriz más profunda, aunque no funcionaban con las mías.
Vio mis alas, pero ellas no significaban nada para él. Cosas más raras se habían visto.
Tal vez se refería a que yo había intuido la naturaleza del lobo en mi interior. Y acertó. Lo sabía inconscientemente desde que vi que la cicatriz no desaparecía. Pensé que las transformaciones se transmitían igual que una enfermedad, con saliva, contacto o… arañazos.
Arañazos como el que tengo en mi tobillo derecho, tres gruesas líneas marrones pero más rojas que el resto de mi piel. Los arañazos que me permiten ser como ellos.
Mucho después supe que mi teoría era correcta.
No sé lo que me pasó en ese instante, pero algo me decía que confiase plenamente en ellos, que les tuviera una fe ciega inquebrantable. Que ellos me protegerían y me enseñarían a proteger. Tal vez no me pudieran dar una familia biológica como nadie podría, pero necesitaba ayuda. Mi tribu necesitaba ayuda. Ya lo había pospuesto demasiado tiempo.
—Quiero saber –le dije, mirándole a los ojos-. Quiero ser una de los vuestros.
Sonrió de medio lado, en una sonrisa que me dio escalofríos.
Spoiler: Mostrar
La manada se componía de seis lobos. Dos mujeres sin contarme a mí y cuatro hombres.
Supongo que pensaréis cosas como que la vida sería igual que en la tribu, que sería sobrevivir a base de pieles, hambre y sed.
Pues suponéis mal.
Cada día me enseñaban una cosa nueva. Lo cierto es que me sentía un poco fuera de lugar, al ser ellos capaces de transformarse y yo no. O que todos rondaban los veinte años y yo aparentaba los quince largos. Pero me trataban como una más. Era como comer nieve, al principio está congelada y te duelen los dientes, luego te acostumbras.
Recuerdo que les encantaba cazar y hacer el vago. Sobretodo hacer el vago. Cada vez que les preguntaba sobre las pieles para el frío invierno, ellos me decían que no hacían falta, que con su forma lobuna podían pasar el invierno totalmente calentitos, y que si quería podía refugiarme en su piel peluda. La comida no era un problema, ni el agua tampoco.
No necesitaban arcos, flechas, ondas o lanzas. Tenían dientes y garras.
Descubrí que no tenían rituales como el jinpei o bendecir a los bebés recién nacidos. Hacían lo que querían cuando querían. Me daba un poco de miedo no volver a pintarme la cara o las propias cuevas donde dormíamos, pues estaba demasiado acostumbrada a ello. Pero poco a poco me fui ajustando a su ritmo de vida e incluso aprendí a hablar su idioma y ellos un poco del mío.
Lo peor fue el nomadismo al que fui sometida. Nunca nos instalábamos en un lugar fijo, y cada día me costaba más recordar el camino de vuelta, pero jamás le di mucha importancia pues cuando para cuando supiese transformarme, nos habríamos recorrido todo el frío norte. Al menos, ésos eran mis cálculos.
Atziqui, una mujer del clan de pelo castaño y ojos azules, decía que cuando era pequeña encontró a Atket, que era el hermano de Fenris y el único que sabía hablar perfectamente mi idioma, pero que Fenris se esforzaba mudamente en aprenderlo también.
Por aquel entonces, ella vivía en una tribu nórdica a punto de desaparecer por el frío. Se enamoraron apasionadamente. Atket era un lobo desde que nació, por lo que estaba convencido de que si Atziqui recibía su don, podría sobrevivir junto a él para no perderla.
Aceptó. El mordisco lo llevaba en el brazo derecho.
Ése fue el inicio de nuestra pequeña familia.
Pronto, muchos varones se fueron uniendo entre los que se encontraban. Rujiyikt, de pelo blanco y ojos rojos, totalmente albino y aventurero, buscando nuevas tierras desde el Sur y uniéndose cuando Atziqui le concedió el don al declarar que era guapo y extraño. Con él iba Zen, un amigo suyo un más moreno y de pelo pajizo que igual de audaz, el que también se unió por su increíble curiosidad hacia los lobos.
Por último estaba Anubis. Era una mujer de pelo oscuro y penetrantes ojos verdes a la que le apasionaba la biología. Con ella siempre llevaba muchos libros, y aunque yo no sabía leer ni escribir, veía los dibujos de animales diseccionados y todo tipo de plantas que nunca había visto.
Le pregunté si era correcta mi teoría de la enfermedad de los lobos, pero me respondió que realmente era un don que había concedido la madre naturaleza a Atket, yo estaba en lo cierto, pero la enfermedad había salido del código genético de éste. Por aquella época no sabía ni contar apropiadamente, por lo que no me enteré mucho de no-se-qué-de-código-genético.
Fenris, por el contrario, nunca nació con el don, a pesar de ser el hermano de Atket. Lo consiguió al pelear con su hermano por ser el líder de la manada. Y ganó. Desaparecía y aparecía cuando le venía en gana, para vigilar el territorio o para cazar con los lobos puros, que eran mucho más pequeños que nosotros y no podían transformarse en hombre. Nadie más hacía eso.
Él me intrigaba.
Tenía un brillo extraño en la mirada. Salvaje. Frío.
Podía hacer crecer las plantas sobre la nieve. Podía hacer hervir el agua con sólo pensarlo. Podía acariciar las brasas de una hoguera sin quemarse. El día que se puso enfermo y me ofrecí a cuidarle, me dijo que no hacía falta; se puso la mano en el vientre y la enfermedad desapareció en cuatro días en los que le estuve dando todo lo que me pedía; así como hierbas, nieve o rocas.
Es mi defecto. No puedo negarle nada a un enfermo.
Mis compañeros no hablaban del tema, ni si quiera su hermano. Le temían y le respetaban a bandos iguales, por eso se asustaban un poco de mí cuando hablaba de él con tanta confianza.
Atziqui decía que era un mago, que estaba ligado a la naturaleza porque se crió en una escuela de magia, ella tenía más contacto con Fenris, por lo que me fié de su palabra. Sin embargo, Zen o Rujiyikt no se comían la cabeza con ésas cosas, a pesar de su curiosidad. Anubis llegó a jurar por uno de sus libros que él no era humano.
Ninguno de nosotros lo éramos.
Atket se ofreció a enseñarme. No a cazar, sino a controlar de alguna forma el lobo de mi interior. Me plantaba en medio de la nieve y él se transformaba en una maraña parda. Decía que en el “akken” me transformaría a la fuerza y que me sentiría gloriosa. Ya había oído ese término antes de los labios de Fenris.
—Pero no sé qué es el akken- dije una mañana al entrenar.
—Cuando la Luna está completa- respondió, señalando al cielo con la cabeza.
>>El plenilunio<<-, me dije. El momento en que sería un lobo.
Pero los días pasaban y yo no me transformaba. Atket era muy mal maestro. No entendía muchas cosas y cada vez que preguntaba, resoplaba con desdén, por no decir que tenía un humor de perros. No pude culparle, hacía lo que podía.
Por esa razón, Fenris ocupó el puesto de Atket y mandó a Zen que se ocupara de vigilar el terreno. Todos se preguntaban por qué una niña escuchimizada había despertado tanto interés en él. Yo me preguntaba si sabía lo que era en realidad.
Supongo que pensaréis cosas como que la vida sería igual que en la tribu, que sería sobrevivir a base de pieles, hambre y sed.
Pues suponéis mal.
Cada día me enseñaban una cosa nueva. Lo cierto es que me sentía un poco fuera de lugar, al ser ellos capaces de transformarse y yo no. O que todos rondaban los veinte años y yo aparentaba los quince largos. Pero me trataban como una más. Era como comer nieve, al principio está congelada y te duelen los dientes, luego te acostumbras.
Recuerdo que les encantaba cazar y hacer el vago. Sobretodo hacer el vago. Cada vez que les preguntaba sobre las pieles para el frío invierno, ellos me decían que no hacían falta, que con su forma lobuna podían pasar el invierno totalmente calentitos, y que si quería podía refugiarme en su piel peluda. La comida no era un problema, ni el agua tampoco.
No necesitaban arcos, flechas, ondas o lanzas. Tenían dientes y garras.
Descubrí que no tenían rituales como el jinpei o bendecir a los bebés recién nacidos. Hacían lo que querían cuando querían. Me daba un poco de miedo no volver a pintarme la cara o las propias cuevas donde dormíamos, pues estaba demasiado acostumbrada a ello. Pero poco a poco me fui ajustando a su ritmo de vida e incluso aprendí a hablar su idioma y ellos un poco del mío.
Lo peor fue el nomadismo al que fui sometida. Nunca nos instalábamos en un lugar fijo, y cada día me costaba más recordar el camino de vuelta, pero jamás le di mucha importancia pues cuando para cuando supiese transformarme, nos habríamos recorrido todo el frío norte. Al menos, ésos eran mis cálculos.
Atziqui, una mujer del clan de pelo castaño y ojos azules, decía que cuando era pequeña encontró a Atket, que era el hermano de Fenris y el único que sabía hablar perfectamente mi idioma, pero que Fenris se esforzaba mudamente en aprenderlo también.
Por aquel entonces, ella vivía en una tribu nórdica a punto de desaparecer por el frío. Se enamoraron apasionadamente. Atket era un lobo desde que nació, por lo que estaba convencido de que si Atziqui recibía su don, podría sobrevivir junto a él para no perderla.
Aceptó. El mordisco lo llevaba en el brazo derecho.
Ése fue el inicio de nuestra pequeña familia.
Pronto, muchos varones se fueron uniendo entre los que se encontraban. Rujiyikt, de pelo blanco y ojos rojos, totalmente albino y aventurero, buscando nuevas tierras desde el Sur y uniéndose cuando Atziqui le concedió el don al declarar que era guapo y extraño. Con él iba Zen, un amigo suyo un más moreno y de pelo pajizo que igual de audaz, el que también se unió por su increíble curiosidad hacia los lobos.
Por último estaba Anubis. Era una mujer de pelo oscuro y penetrantes ojos verdes a la que le apasionaba la biología. Con ella siempre llevaba muchos libros, y aunque yo no sabía leer ni escribir, veía los dibujos de animales diseccionados y todo tipo de plantas que nunca había visto.
Le pregunté si era correcta mi teoría de la enfermedad de los lobos, pero me respondió que realmente era un don que había concedido la madre naturaleza a Atket, yo estaba en lo cierto, pero la enfermedad había salido del código genético de éste. Por aquella época no sabía ni contar apropiadamente, por lo que no me enteré mucho de no-se-qué-de-código-genético.
Fenris, por el contrario, nunca nació con el don, a pesar de ser el hermano de Atket. Lo consiguió al pelear con su hermano por ser el líder de la manada. Y ganó. Desaparecía y aparecía cuando le venía en gana, para vigilar el territorio o para cazar con los lobos puros, que eran mucho más pequeños que nosotros y no podían transformarse en hombre. Nadie más hacía eso.
Él me intrigaba.
Tenía un brillo extraño en la mirada. Salvaje. Frío.
Podía hacer crecer las plantas sobre la nieve. Podía hacer hervir el agua con sólo pensarlo. Podía acariciar las brasas de una hoguera sin quemarse. El día que se puso enfermo y me ofrecí a cuidarle, me dijo que no hacía falta; se puso la mano en el vientre y la enfermedad desapareció en cuatro días en los que le estuve dando todo lo que me pedía; así como hierbas, nieve o rocas.
Es mi defecto. No puedo negarle nada a un enfermo.
Mis compañeros no hablaban del tema, ni si quiera su hermano. Le temían y le respetaban a bandos iguales, por eso se asustaban un poco de mí cuando hablaba de él con tanta confianza.
Atziqui decía que era un mago, que estaba ligado a la naturaleza porque se crió en una escuela de magia, ella tenía más contacto con Fenris, por lo que me fié de su palabra. Sin embargo, Zen o Rujiyikt no se comían la cabeza con ésas cosas, a pesar de su curiosidad. Anubis llegó a jurar por uno de sus libros que él no era humano.
Ninguno de nosotros lo éramos.
Atket se ofreció a enseñarme. No a cazar, sino a controlar de alguna forma el lobo de mi interior. Me plantaba en medio de la nieve y él se transformaba en una maraña parda. Decía que en el “akken” me transformaría a la fuerza y que me sentiría gloriosa. Ya había oído ese término antes de los labios de Fenris.
—Pero no sé qué es el akken- dije una mañana al entrenar.
—Cuando la Luna está completa- respondió, señalando al cielo con la cabeza.
>>El plenilunio<<-, me dije. El momento en que sería un lobo.
Pero los días pasaban y yo no me transformaba. Atket era muy mal maestro. No entendía muchas cosas y cada vez que preguntaba, resoplaba con desdén, por no decir que tenía un humor de perros. No pude culparle, hacía lo que podía.
Por esa razón, Fenris ocupó el puesto de Atket y mandó a Zen que se ocupara de vigilar el terreno. Todos se preguntaban por qué una niña escuchimizada había despertado tanto interés en él. Yo me preguntaba si sabía lo que era en realidad.
Spoiler: Mostrar
El vaho escapaba suavemente de mi boca formando finas virutas de humo.
Aunque mis ojos estaban cerrados, podía escuchar el agua correr tras mío. Olía el olor de Fenris tras la cascada y mi piel desnuda no tenía ningún frío. Hacía mucho que sólo me vestía con mi capa de oso sin nada debajo, pronto ya no la necesitaría.
Mis alas completamente plegadas e invisibles, se habrían erizado ante el contacto del frio viento formando un collage de blanco y rojo en las puntas de éstas.
Respiré.
Al día siguiente sería el plenilunio.
Me había preparado. Había escalado los riscos más altos, me había bañado en el agua más fría y había corrido hasta quedarme sin fuerzas. Luchaba contra Fenris todos los días, incluido en ese preciso instante.
Y no era suficiente.
Sabía que en la transformación un dolor atroz me recorrería el cuerpo, la mente dejaría de pertenecerme y haría un enorme esfuerzo físico al dejar a la bestia al mando. Muchos no sobrevivían, Zen casi llegó a sucumbir.
El lobo se removió en mi interior. Tenía hambre.
Podía oler la pequeña manada de renos un kilómetro al norte y podía oír sus pisadas. Era… antinatural, pero muy útil a la hora de la caza.
Rujiyikt estaba sentado a unos cuantos metros de nosotros, a la entrada de la cueva dónde nos habíamos instalado esos días. Su pelo ondeaba confundiéndose con la nieve y sus ojos sanguinolentos nos escrutaban con curiosidad. Los demás estarían cazando por diversión o en la cueva durmiendo.
Oía la levísima respiración de Fenris y los latidos de su corazón, pausados e intensos. Él estaba transformado, por lo que mi lobo interior se incomodaba ante su presencia. Era molesto e irritable.
Muy irritable.
Él fue el primero en atacar. Saltó a través de la cascada, mojando su pelaje castaño dispuesto a abalanzarse y clavar sus garras en mi piel. Lo esquivé ágilmente, saltando sobre su lomo y agarrándome a él, con una sonrisa de satisfacción cruzando mi cara. Él gruñó sin rendirse aún.
Me mordió la pierna y grité mientras le clavaba mis uñas en su lomo. Sentí la sangre resbalar por mi muslo. Caí al suelo, pero la herida infringida ya había sanado, por lo que me levanté con rapidez y le encaré en posición defensiva.
Nos escrutamos mutuamente dando lentos pasos en círculos. Sabía que estaba en desventaja, pues mis dientes y uñas no eran tan afilados como los suyos. Pero sí que era más inteligente.
Salté y desplegué mis alas muy levemente, lo justo para saltar a Fenris y cogerle de los cuartos traseros, a lo que cayó con un estrépito. Gruñó, y yo hice lo mismo, pero enseñando los dientes.
Le mordí el lomo hasta que el hueso de la cadera me impidió avanzar más y sentí su sangre correr en mi garganta. El lobo aulló en mi interior en un grito de júbilo macabro. Le inmovilicé las patas aún sin soltar mi agarre.
Fenris me miró severamente. Sabía que era un truco, que lo hacía para que le soltase, pero en el momento en que dejase de sentir mis dientes en su carne, me destrozaría viva ya que sus heridas se regeneraban a un ritmo vertiginoso. Apreté más, desgarrándole la piel y decidí que ya era suficiente, por lo que me aparté y me dirigí a la entrada de la caverna.
Escupí la sangre en la nieve y miré el horizonte teñido de blanco. Pensé en Rua.
—¿Piensas otra vez en esa tribu? –preguntó Fenris en su forma humana mientras se sentaba en una roca.
—No es esa tribu –le reproché-, es mi tribu.
—Sólo te traerá problemas –intervino Rujiyikt.- La gente como nosotros debemos mantenernos alejados de cualquier contacto totalmente humano. Te tomarán por un monstruo.
Respiré pesadamente. Por desgracia tenía razón. Volvería sólo para enseñarles a sobrevivir, a valerse en esta tierra yerma. Luego me iría solitariamente a descubrir el mundo, no quería que me tomasen por… un monstruo.
Di por hecho de que Rua me había abandonado a mi suerte, aunque con razón. Si no me hubiese esperado para escrutar a aquel endemoniado Fenris, nada de esto habría pasado y ahora seguramente estaría tan campante muriéndome sin morir de hambre. Es un concepto demasiado abstracto para que lo entendáis.
Pasé el resto del día cazando con Zen mientras me felicitaba afablemente sobre que aquella noche sería “akken” y que sería uno de los suyos para siempre.
Para siempre.
Aquella tarde, mis compañeros me rodearon en la nieve alejados a unos metros de mí, con el ocaso en mi frente. Sus colores rojos y anaranjados me lamían todo mi cuerpo desnudo, acariciando mi piel morena, mis piernas cortas pero ágiles y mis pechos, poco abultados pero orgullosos contra el viento.
Cerré los ojos justo cuando al sol le quedaba un resquicio de luz antes de hundirse en la tierra.
La oscuridad lo invadió todo.
Una corriente eléctrica me recorrió la columna de arriba abajo, doblándome la columna y obligándome a quedarme de rodillas. La nieve me pareció cálida.
Cerré los ojos con fuerza al notar un terrible dolor en mis piernas y en la cara. Rememoré cómo los huesos cambiaban en Atket al transformarse y me estremecí entre el dolor.
Vi mis manos llenarse de pelo marrón chocolate mientras de ellas salían uñas de color marfil. Noté mis dientes deformarse para volverse afilados y cortarme la lengua. La sangre resbalaba por lo que sería mi hocico.
Por una vez en mi vida experimenté lo que era el dolor. Pero no un dolor instantáneo, si no el más puro dolor que se extendía desde tu cabeza hacia todo tu cuerpo.
Mi cuerpo se puso sin ningún problema a cuatro patas y respiré roncamente sin abrir aún los ojos. El dolor había desaparecido dejándome una sensación de paz y grandeza.
Mi pecho respiraba roncamente y mis patas temblaban. Noté una extremidad más, la cola, que movía descubriendo que era como un brazo más. Mis sentidos se habían agudizado, el oído me mostraba las respiraciones agitadas de los otros y mi nariz su olor. Un olor mezclado, agridulce y ácido.
Abrí los ojos. Me encontraba en el mismo sitio, y la Luna llena se alzaba en todo su esplendor.
Mi mente racional me decía que era imposible, que el lobo se adueñaría de mi cuerpo y no sería consciente de mis actos. Pero allí estaba, parada y totalmente consciente.
Aquello sólo podía significar una cosa.
Era una "retkiteven", Señora de los Lobos. Normalmente esta habilidad, la de controlar el lobo que hay en nuestro interior, sólo se conseguía con años y años de práctica y entrenamiento. El pacto con el lobo. El doble aullido a la Luna.
No fue mi caso.
Todos me miraban intensamente, esperando a mi primer movimiento.
Observé mi nuevo cuerpo, cubierto de un grueso pelaje marrón oscuro. No era tan grande como Fenris o incluso Zen, que era el más pequeño del grupo. Pero yo me sentía grandiosa. La sangre caliente bombeó mis patas y mi cola. Eché a correr, saltando a Atket, que era el que estaba delante de mí.
Me sentí ligera como el viento cabalgando a cuatro patas. El viento me golpeó la cara con una caricia tímida pero helada. La nieve bajo mis patas se derretía con su contacto. Y por primera vez, y con un grito interior de júbilo, aullé al disco plateado colgado en el cielo.
Lo veía todo con mucha más claridad y distinguía los olores de mi clan lobuno.
Todos olían a nieve mezclada con sangre y roca.
Es difícil describirlo.
Anubis y Atziqui olían a eso, y al típico aroma de una mujer adulta, al aroma de la hierba de verano y a viento sucio. Me pregunté si yo también olía así.
Había algo en el olor de los hombres que era… raro, sin ir más lejos. Era atrayente, pero a la vez fiero y salvaje, algo que no olía ni huelo en los hombres humanos, pero tampoco en los lobos. Nunca olvidaré ese olor.
Corrimos toda la noche, olfateando rastros de animales perdidos y cazándolos al instante, tintando nuestros pelajes de rojo escarlata. Y cuando el sol de la mañana iluminó nuestro pelo, se dieron cuenta de que no me transformaba de nuevo en una humana, llegando a la misma conclusión que yo.
Fenris se paró enfrente de mí y me miró de forma severa pero orgullosa. Levantó la garra delantera y me la puso en la cabeza en un amago de caricia.
—Eres de los nuestros –le quitó la palabra Atziqui, la loba castaña.
Fenris asintió. Yo lloré de alivio.
Aunque mis ojos estaban cerrados, podía escuchar el agua correr tras mío. Olía el olor de Fenris tras la cascada y mi piel desnuda no tenía ningún frío. Hacía mucho que sólo me vestía con mi capa de oso sin nada debajo, pronto ya no la necesitaría.
Mis alas completamente plegadas e invisibles, se habrían erizado ante el contacto del frio viento formando un collage de blanco y rojo en las puntas de éstas.
Respiré.
Al día siguiente sería el plenilunio.
Me había preparado. Había escalado los riscos más altos, me había bañado en el agua más fría y había corrido hasta quedarme sin fuerzas. Luchaba contra Fenris todos los días, incluido en ese preciso instante.
Y no era suficiente.
Sabía que en la transformación un dolor atroz me recorrería el cuerpo, la mente dejaría de pertenecerme y haría un enorme esfuerzo físico al dejar a la bestia al mando. Muchos no sobrevivían, Zen casi llegó a sucumbir.
El lobo se removió en mi interior. Tenía hambre.
Podía oler la pequeña manada de renos un kilómetro al norte y podía oír sus pisadas. Era… antinatural, pero muy útil a la hora de la caza.
Rujiyikt estaba sentado a unos cuantos metros de nosotros, a la entrada de la cueva dónde nos habíamos instalado esos días. Su pelo ondeaba confundiéndose con la nieve y sus ojos sanguinolentos nos escrutaban con curiosidad. Los demás estarían cazando por diversión o en la cueva durmiendo.
Oía la levísima respiración de Fenris y los latidos de su corazón, pausados e intensos. Él estaba transformado, por lo que mi lobo interior se incomodaba ante su presencia. Era molesto e irritable.
Muy irritable.
Él fue el primero en atacar. Saltó a través de la cascada, mojando su pelaje castaño dispuesto a abalanzarse y clavar sus garras en mi piel. Lo esquivé ágilmente, saltando sobre su lomo y agarrándome a él, con una sonrisa de satisfacción cruzando mi cara. Él gruñó sin rendirse aún.
Me mordió la pierna y grité mientras le clavaba mis uñas en su lomo. Sentí la sangre resbalar por mi muslo. Caí al suelo, pero la herida infringida ya había sanado, por lo que me levanté con rapidez y le encaré en posición defensiva.
Nos escrutamos mutuamente dando lentos pasos en círculos. Sabía que estaba en desventaja, pues mis dientes y uñas no eran tan afilados como los suyos. Pero sí que era más inteligente.
Salté y desplegué mis alas muy levemente, lo justo para saltar a Fenris y cogerle de los cuartos traseros, a lo que cayó con un estrépito. Gruñó, y yo hice lo mismo, pero enseñando los dientes.
Le mordí el lomo hasta que el hueso de la cadera me impidió avanzar más y sentí su sangre correr en mi garganta. El lobo aulló en mi interior en un grito de júbilo macabro. Le inmovilicé las patas aún sin soltar mi agarre.
Fenris me miró severamente. Sabía que era un truco, que lo hacía para que le soltase, pero en el momento en que dejase de sentir mis dientes en su carne, me destrozaría viva ya que sus heridas se regeneraban a un ritmo vertiginoso. Apreté más, desgarrándole la piel y decidí que ya era suficiente, por lo que me aparté y me dirigí a la entrada de la caverna.
Escupí la sangre en la nieve y miré el horizonte teñido de blanco. Pensé en Rua.
—¿Piensas otra vez en esa tribu? –preguntó Fenris en su forma humana mientras se sentaba en una roca.
—No es esa tribu –le reproché-, es mi tribu.
—Sólo te traerá problemas –intervino Rujiyikt.- La gente como nosotros debemos mantenernos alejados de cualquier contacto totalmente humano. Te tomarán por un monstruo.
Respiré pesadamente. Por desgracia tenía razón. Volvería sólo para enseñarles a sobrevivir, a valerse en esta tierra yerma. Luego me iría solitariamente a descubrir el mundo, no quería que me tomasen por… un monstruo.
Di por hecho de que Rua me había abandonado a mi suerte, aunque con razón. Si no me hubiese esperado para escrutar a aquel endemoniado Fenris, nada de esto habría pasado y ahora seguramente estaría tan campante muriéndome sin morir de hambre. Es un concepto demasiado abstracto para que lo entendáis.
Pasé el resto del día cazando con Zen mientras me felicitaba afablemente sobre que aquella noche sería “akken” y que sería uno de los suyos para siempre.
Para siempre.
Aquella tarde, mis compañeros me rodearon en la nieve alejados a unos metros de mí, con el ocaso en mi frente. Sus colores rojos y anaranjados me lamían todo mi cuerpo desnudo, acariciando mi piel morena, mis piernas cortas pero ágiles y mis pechos, poco abultados pero orgullosos contra el viento.
Cerré los ojos justo cuando al sol le quedaba un resquicio de luz antes de hundirse en la tierra.
La oscuridad lo invadió todo.
Una corriente eléctrica me recorrió la columna de arriba abajo, doblándome la columna y obligándome a quedarme de rodillas. La nieve me pareció cálida.
Cerré los ojos con fuerza al notar un terrible dolor en mis piernas y en la cara. Rememoré cómo los huesos cambiaban en Atket al transformarse y me estremecí entre el dolor.
Vi mis manos llenarse de pelo marrón chocolate mientras de ellas salían uñas de color marfil. Noté mis dientes deformarse para volverse afilados y cortarme la lengua. La sangre resbalaba por lo que sería mi hocico.
Por una vez en mi vida experimenté lo que era el dolor. Pero no un dolor instantáneo, si no el más puro dolor que se extendía desde tu cabeza hacia todo tu cuerpo.
Mi cuerpo se puso sin ningún problema a cuatro patas y respiré roncamente sin abrir aún los ojos. El dolor había desaparecido dejándome una sensación de paz y grandeza.
Mi pecho respiraba roncamente y mis patas temblaban. Noté una extremidad más, la cola, que movía descubriendo que era como un brazo más. Mis sentidos se habían agudizado, el oído me mostraba las respiraciones agitadas de los otros y mi nariz su olor. Un olor mezclado, agridulce y ácido.
Abrí los ojos. Me encontraba en el mismo sitio, y la Luna llena se alzaba en todo su esplendor.
Mi mente racional me decía que era imposible, que el lobo se adueñaría de mi cuerpo y no sería consciente de mis actos. Pero allí estaba, parada y totalmente consciente.
Aquello sólo podía significar una cosa.
Era una "retkiteven", Señora de los Lobos. Normalmente esta habilidad, la de controlar el lobo que hay en nuestro interior, sólo se conseguía con años y años de práctica y entrenamiento. El pacto con el lobo. El doble aullido a la Luna.
No fue mi caso.
Todos me miraban intensamente, esperando a mi primer movimiento.
Observé mi nuevo cuerpo, cubierto de un grueso pelaje marrón oscuro. No era tan grande como Fenris o incluso Zen, que era el más pequeño del grupo. Pero yo me sentía grandiosa. La sangre caliente bombeó mis patas y mi cola. Eché a correr, saltando a Atket, que era el que estaba delante de mí.
Me sentí ligera como el viento cabalgando a cuatro patas. El viento me golpeó la cara con una caricia tímida pero helada. La nieve bajo mis patas se derretía con su contacto. Y por primera vez, y con un grito interior de júbilo, aullé al disco plateado colgado en el cielo.
Lo veía todo con mucha más claridad y distinguía los olores de mi clan lobuno.
Todos olían a nieve mezclada con sangre y roca.
Es difícil describirlo.
Anubis y Atziqui olían a eso, y al típico aroma de una mujer adulta, al aroma de la hierba de verano y a viento sucio. Me pregunté si yo también olía así.
Había algo en el olor de los hombres que era… raro, sin ir más lejos. Era atrayente, pero a la vez fiero y salvaje, algo que no olía ni huelo en los hombres humanos, pero tampoco en los lobos. Nunca olvidaré ese olor.
Corrimos toda la noche, olfateando rastros de animales perdidos y cazándolos al instante, tintando nuestros pelajes de rojo escarlata. Y cuando el sol de la mañana iluminó nuestro pelo, se dieron cuenta de que no me transformaba de nuevo en una humana, llegando a la misma conclusión que yo.
Fenris se paró enfrente de mí y me miró de forma severa pero orgullosa. Levantó la garra delantera y me la puso en la cabeza en un amago de caricia.
—Eres de los nuestros –le quitó la palabra Atziqui, la loba castaña.
Fenris asintió. Yo lloré de alivio.
Spoiler: Mostrar
Al día siguiente, en la noche, hicimos un gran festejo.
Atket cazó un gran oso y se alegró mucho por mí al comprender que no me hacía falta practicar para transformarme, ya que era una de las afortunadas Señoras de los Lobos de las que podían invocar al lobo cuando quisieran, y no por la fuerza en "akken", que era muchísimo más doloroso y contra tu voluntad.
Conseguimos encender un fuego en el interior de la cueva con unas rocas que ardían como la madera seca y cocinamos toda la carne con la que nos dimos un gran atracón. Zen rió y cantó canciones del Sur, de cómo los hombres vivían en casas de ladrillos y amaban en Los Reinos.
Recuerdo el agradable calor que desprendía la hoguera y las risas de mis compadres reflejados en las llamas. Me sentí completamente a salvo, como si nada malo me pudiera pasar entre la gente medio o totalmente desnuda que se hallaba conmigo.
Entre el apremiante barullo de las risas y la charla, Rujiyikt tomó la palabra aún sentado.
—Hoy me gustaría decir, –comenzó seguro- que Zora hoy nos ha enseñado una valiosa lección.
Me sorprendí por sus palabras y de no ser por el apoyo que me daba Atket mediante leves codazos, habría estado totalmente ruborizada.
—¿Qué lección? –Le cuestioné, con una sonrisilla de satisfacción pero algo incómoda.
—Que cualquiera que quiera algo, por muy escuchimizado que esté puede conseguirlo mediante un poco de esfuerzo.
—!Eh! ¡Yo no estoy escuchimizada! –Le repliqué.
Todos se quedaron en silencio mirándome con ironía. Yo me crucé de brazos enfurruñada.
—Oh vamos, no hay nada de malo –comentó Fenris, quien no había abierto la boca en toda la velada-. De hecho, alguien tan escuchimizada como tú ha conseguido dominar al lobo a la primera. Y además es una excelente enfermera.
—!Qué romántico! –Gritó Anubis en broma y todos se rieron, incluida yo.
Me fijé en que Atziqui le decía algo al oído a Atket mientras éste asentía. Se levantó con la mujer a su lado y me fijé en su poco parecido. Atziqui con sus ojos azules impenetrables, con su pelo castaño cayéndole en cascada por los hombros, dibujando ondas imperfectas; Atket, con sus ojos miel perfectamente compatibles con su cabello pardo. Su desnudez no se podía comparar abiertamente, ya que físicamente eran igual de robustos y morenos.
—Tenemos algo que anunciar –comunicó Atziqui con una gran sonrisa en el rostro.
—Dentro de… Ocho meses, según Anubis…
—Vamos a ser padres.
Me quedé con la boca abierta todavía sin reaccionar mientras la cueva entera estallaba en gritos de júbilo. Había visto mujeres embarazadas en la tribu, había visto su felicidad y escuchar los latidos del corazón de los pequeños aún en sus vientres.
Y, aunque me alegré por ellos, no pude sentir una punzada de remordimientos ante mi tribu. La tribu a la que había abandonado hacía no sabía cuánto tiempo.
La tribu que me había criado.
—!Eso significa un nuevo miembro más para nuestro clan! –Exclamó Zen entusiasmado-. Y eso que…
—No –interrumpí casi en un susurro.
Todos me miraron con el ceño fruncido con sólo el sonido del crepitar de las llamas.
—Lo siento –continué-, pero tengo que volver a mi tribu. Me necesitan, se están muriendo de hambre. Sé que todo este tiempo estabais convencidos de que me quedaría, pero ellos… Son mi familia.
Alguien me puso una mano en el hombro pero no lo vi ya que tenía los ojos cerrados. Supe que era Fenris.
—Jamás tendrás un hogar Zora –levanté la vista, encarándome hacia sus ojos caramelizados-. Y eso es un hecho, lo supe el mismo día que vi tus alas. Porque, a diferencia de los demás, conozco tu secreto.
Se giró y se marchó fuera de la cueva. Yo miré interrogante al clan sentado alrededor de la hoguera, que me miraban con los semblantes a camino entre preocupados y decepcionados. Atket era el único que tenía un rostro indescifrable. Respiré hondamente.
La noche era clarísima y el cielo estaba salpicado de brillantes estrellas que sólo había visto en el bosque donde vivíamos antes del incendio. Fenris, sólo iluminado por la Luna, me esperaba de espaldas mirando hacia ninguna parte.
—Sabes mi secreto –susurré, nerviosa.
—Sí, de dónde yo vengo eres una celebridad que muchos afirman que no existes.
Me acaricié los brazos ante la frialdad de sus palabras, y no intenté acercarme como siempre hacía. Pasado un rato de tenso silencio, Fenris decidió continuar, sentándose en una roca tintada de nieve pero sin mirarme.
—Hace mucho tiempo –prosiguió en voz queda-, los oráculos visualizaron a un ángel. Un ángel mestizo que sería capaz de llevar las almas de las personas al cielo o al infierno, con la sangre de un humano, un ángel y las siete razas de demonios. Al menos es lo que oí. Eres como un tipo de bizcocho.
Yo jamás había visto ni sabía lo que era un bizcocho, pero tampoco pregunté.
—Yo no soy un objeto que la gente pueda mirar con adoración –repliqué-, yo no escogí ser lo que soy y si es cierto lo que dices… Entiendo por qué me abandonaron.
Fenris me dirigió la mirada por primera vez. Su semblante era tan frío como el hielo.
—Dicen que no podrás morir hasta que tengas descendencia –sonrió de medio lado y chasqueó la lengua-. Me pregunto cuántos hijos tendrás a lo largo de tu inmortalidad. Supongo que siempre podrás formar una familia.
Me quedé un momento en silencio notando como el lobo estaba deseoso por salir y desgarrarle la garganta.
—¿Por eso me rescataste?
Por una vez pareció sorprendido y… dolido.
—Te ayudaré a buscar tu tribu –se levantó con gesto enojado sin responder mi pregunta-, y cuando la encuentres, jamás volverás con nosotros. Eres una traidora.
No dormí en la cálida cueva.
Aquella misma mañana me despedí de todos mis efímeros compañeros, los que se me dirigieron a caballo entre preocupados y entristecidos, pero nadie se atrevía a levantar la mano contra Fenris, ni siquiera su hermano. No se lo reprochaba.
Nos transformamos y tomamos rumbo al horizonte sin dirigirnos la palabra. Cada vez que mis garras se hundían en la nieve un escalofrío recorría mi pelaje y podía escuchar el aliento agitado de Fenris mientas caminaba delante de mí y balanceaba la cola con hartazgo.
Aún me estaba acostumbrando a mi nuevo cuerpo cuando el terreno se fue haciendo más y más escarpado. Una empinada colina descendía en frente nuestra, dificultándonos el paso en demasía, a punto estuve de resbalar y despeñarme varias veces.
Al final, había un acantilado en el que no se veía el fondo. Fenris me indico que diésemos un rodeo por el borde, y tras un paso en falso, me despeñé de la roca y por un momento mis cuartos traseros quedaron colgando a un pelo del abismo.
Miré hacia arriba y vi a Fenris mientras me agarraba fuertemente de mis patas delanteras con ambas garras. Un hilillo de sangre se deslizaba por éstas, pero cuando conseguí auparme, desaparecieron completamente. Fenris se metamorfoseó.
-Deberías tener más cuidado –me reprochó-. No sé cómo has podido sobrevivir todos estos años con lo patosa que eres.
Le gruñí en respuesta. No tenía ganas de discutir.
Fenris me miró receloso mientras reemprendía la marcha.
—Será mejor dar un rodeo –informó-. O si no la próxima vez acabarás en el fondo del abismo.
Asentí con la cabeza reprimiendo mis impulsos asesinos.
La noche cayó impávida sobre nuestras cabezas cuando aún estábamos rodeando el precipicio. Acampamos a un lado de éste, comiendo las pocas piezas de caza que nos habíamos llevado de la cueva y las comimos en un sepulcral silencio, sólo roto por el crepitar de las llamas que lamían la roca. Me hice un ovillo y dormí entre pesadillas.
El viaje fue largo debido a que no encontrábamos ningún resto de mi tribu, y por un momento pensé con un nudo en el estómago que habían sucumbido y la nieve los había cubierto en su manto gélido. Pero salí de mi error cuando me percaté que en las pesadillas no mostraban sus rostros.
La relación entre Fenris y yo no pareció relajarse en absoluto, sino que siguió reprochándome de las formas más crueles por ser… una traidora. En ese aspecto no me sentía lo propiamente dicho culpable, jamás pertenecería a nadie ni a un grupo de personas, y ya lo tenía asumido. Ser inmortal era un gran inconveniente en aquella cara de la moneda, todos morirían excepto yo. Y en el fondo me dolía.
Él nunca dio muestras de rendirse ante la búsqueda, por muchas semanas y meses que pasasen. Me sorprendió lo constante que era y cuando le pregunté por aquello, se rió y me dijo en el campamento de aquella noche:
—Te dije que te ayudaría. ¿Qué clase de hombre sería si no puedo cumplir aquello que digo?
Fruncí el ceño tratando de comprender. ¿Era todo una cuestión de principios? ¿O había algo más?
Sea como fuere, le di bastantes vueltas al asunto aquella noche, las suficientes como para olvidarme de él durante los días siguientes.
Recuerdo el día que por fin encontramos lo que quedaba de la tribu.
Aquel día amaneció un sol que calentaba y fundía la nieve bajo mis pies. Sólo por eso di mudas gracias a los chamanes. Anduvimos buena parte de la mañana hasta que Fenris divisó algo en la lejanía.
Unas toscas cabañas elaboradas con piel envejecida y semi cubiertas por nieve se mostraron ante nuestros ojos como vagos montoncitos. La esperanza creció en mi pecho como hacía meses que no lo hacía, pero pensé que tal vez no era mi tribu, sino otra más antigua que si sabían sobrevivir.
En cuanto nos acercamos con cautela, decidimos metamorfosearnos de nuevo en humanos, podrían considerarnos como una amenaza. Suerte que llevaba mi capa, pues el aire seguía siendo frío.
De pronto, a menos de un metro de la primera cabaña; oí un grito de sorpresa y temor. Alcé la vista, pero no me dio tiempo a decir nada, pues una maraña de pelo negro había interceptado mi campo de visión y unos brazos femeninos pero fuertes, me rodeaban el cuello.
—Creíamos que habías muerto –sollozó Rua, pero al separarse miró desconfiada y algo ruborizada a mi compañero.
Ella estaba más alta, pero también bastante más delgada que la última vez, y a pesar de que su rostro seguía tan moreno como de costumbre, no pude evitar fijarme en los profundos surcos negros bajo sus ojos ni en sus raídas pieles que dejaban ver más de lo que a ella le habría gustado enseñar.
—Tranquila –observé-, él no es un enemigo.
Pareció relajarse, aunque no del todo.
Poco a poco, toda mi tribu fue asomándose de las cabañas, e, incluso el chamán, mucho más viejo que de costumbre, sonrió al desconocido. Entre abrazos y risas conté toda la historia no sin dificultad pues hacía tiempo que no hablaba mi lengua natal, pero obvié los detalles de mi condición lobuna.
Atket cazó un gran oso y se alegró mucho por mí al comprender que no me hacía falta practicar para transformarme, ya que era una de las afortunadas Señoras de los Lobos de las que podían invocar al lobo cuando quisieran, y no por la fuerza en "akken", que era muchísimo más doloroso y contra tu voluntad.
Conseguimos encender un fuego en el interior de la cueva con unas rocas que ardían como la madera seca y cocinamos toda la carne con la que nos dimos un gran atracón. Zen rió y cantó canciones del Sur, de cómo los hombres vivían en casas de ladrillos y amaban en Los Reinos.
Recuerdo el agradable calor que desprendía la hoguera y las risas de mis compadres reflejados en las llamas. Me sentí completamente a salvo, como si nada malo me pudiera pasar entre la gente medio o totalmente desnuda que se hallaba conmigo.
Entre el apremiante barullo de las risas y la charla, Rujiyikt tomó la palabra aún sentado.
—Hoy me gustaría decir, –comenzó seguro- que Zora hoy nos ha enseñado una valiosa lección.
Me sorprendí por sus palabras y de no ser por el apoyo que me daba Atket mediante leves codazos, habría estado totalmente ruborizada.
—¿Qué lección? –Le cuestioné, con una sonrisilla de satisfacción pero algo incómoda.
—Que cualquiera que quiera algo, por muy escuchimizado que esté puede conseguirlo mediante un poco de esfuerzo.
—!Eh! ¡Yo no estoy escuchimizada! –Le repliqué.
Todos se quedaron en silencio mirándome con ironía. Yo me crucé de brazos enfurruñada.
—Oh vamos, no hay nada de malo –comentó Fenris, quien no había abierto la boca en toda la velada-. De hecho, alguien tan escuchimizada como tú ha conseguido dominar al lobo a la primera. Y además es una excelente enfermera.
—!Qué romántico! –Gritó Anubis en broma y todos se rieron, incluida yo.
Me fijé en que Atziqui le decía algo al oído a Atket mientras éste asentía. Se levantó con la mujer a su lado y me fijé en su poco parecido. Atziqui con sus ojos azules impenetrables, con su pelo castaño cayéndole en cascada por los hombros, dibujando ondas imperfectas; Atket, con sus ojos miel perfectamente compatibles con su cabello pardo. Su desnudez no se podía comparar abiertamente, ya que físicamente eran igual de robustos y morenos.
—Tenemos algo que anunciar –comunicó Atziqui con una gran sonrisa en el rostro.
—Dentro de… Ocho meses, según Anubis…
—Vamos a ser padres.
Me quedé con la boca abierta todavía sin reaccionar mientras la cueva entera estallaba en gritos de júbilo. Había visto mujeres embarazadas en la tribu, había visto su felicidad y escuchar los latidos del corazón de los pequeños aún en sus vientres.
Y, aunque me alegré por ellos, no pude sentir una punzada de remordimientos ante mi tribu. La tribu a la que había abandonado hacía no sabía cuánto tiempo.
La tribu que me había criado.
—!Eso significa un nuevo miembro más para nuestro clan! –Exclamó Zen entusiasmado-. Y eso que…
—No –interrumpí casi en un susurro.
Todos me miraron con el ceño fruncido con sólo el sonido del crepitar de las llamas.
—Lo siento –continué-, pero tengo que volver a mi tribu. Me necesitan, se están muriendo de hambre. Sé que todo este tiempo estabais convencidos de que me quedaría, pero ellos… Son mi familia.
Alguien me puso una mano en el hombro pero no lo vi ya que tenía los ojos cerrados. Supe que era Fenris.
—Jamás tendrás un hogar Zora –levanté la vista, encarándome hacia sus ojos caramelizados-. Y eso es un hecho, lo supe el mismo día que vi tus alas. Porque, a diferencia de los demás, conozco tu secreto.
Se giró y se marchó fuera de la cueva. Yo miré interrogante al clan sentado alrededor de la hoguera, que me miraban con los semblantes a camino entre preocupados y decepcionados. Atket era el único que tenía un rostro indescifrable. Respiré hondamente.
La noche era clarísima y el cielo estaba salpicado de brillantes estrellas que sólo había visto en el bosque donde vivíamos antes del incendio. Fenris, sólo iluminado por la Luna, me esperaba de espaldas mirando hacia ninguna parte.
—Sabes mi secreto –susurré, nerviosa.
—Sí, de dónde yo vengo eres una celebridad que muchos afirman que no existes.
Me acaricié los brazos ante la frialdad de sus palabras, y no intenté acercarme como siempre hacía. Pasado un rato de tenso silencio, Fenris decidió continuar, sentándose en una roca tintada de nieve pero sin mirarme.
—Hace mucho tiempo –prosiguió en voz queda-, los oráculos visualizaron a un ángel. Un ángel mestizo que sería capaz de llevar las almas de las personas al cielo o al infierno, con la sangre de un humano, un ángel y las siete razas de demonios. Al menos es lo que oí. Eres como un tipo de bizcocho.
Yo jamás había visto ni sabía lo que era un bizcocho, pero tampoco pregunté.
—Yo no soy un objeto que la gente pueda mirar con adoración –repliqué-, yo no escogí ser lo que soy y si es cierto lo que dices… Entiendo por qué me abandonaron.
Fenris me dirigió la mirada por primera vez. Su semblante era tan frío como el hielo.
—Dicen que no podrás morir hasta que tengas descendencia –sonrió de medio lado y chasqueó la lengua-. Me pregunto cuántos hijos tendrás a lo largo de tu inmortalidad. Supongo que siempre podrás formar una familia.
Me quedé un momento en silencio notando como el lobo estaba deseoso por salir y desgarrarle la garganta.
—¿Por eso me rescataste?
Por una vez pareció sorprendido y… dolido.
—Te ayudaré a buscar tu tribu –se levantó con gesto enojado sin responder mi pregunta-, y cuando la encuentres, jamás volverás con nosotros. Eres una traidora.
No dormí en la cálida cueva.
Aquella misma mañana me despedí de todos mis efímeros compañeros, los que se me dirigieron a caballo entre preocupados y entristecidos, pero nadie se atrevía a levantar la mano contra Fenris, ni siquiera su hermano. No se lo reprochaba.
Nos transformamos y tomamos rumbo al horizonte sin dirigirnos la palabra. Cada vez que mis garras se hundían en la nieve un escalofrío recorría mi pelaje y podía escuchar el aliento agitado de Fenris mientas caminaba delante de mí y balanceaba la cola con hartazgo.
Aún me estaba acostumbrando a mi nuevo cuerpo cuando el terreno se fue haciendo más y más escarpado. Una empinada colina descendía en frente nuestra, dificultándonos el paso en demasía, a punto estuve de resbalar y despeñarme varias veces.
Al final, había un acantilado en el que no se veía el fondo. Fenris me indico que diésemos un rodeo por el borde, y tras un paso en falso, me despeñé de la roca y por un momento mis cuartos traseros quedaron colgando a un pelo del abismo.
Miré hacia arriba y vi a Fenris mientras me agarraba fuertemente de mis patas delanteras con ambas garras. Un hilillo de sangre se deslizaba por éstas, pero cuando conseguí auparme, desaparecieron completamente. Fenris se metamorfoseó.
-Deberías tener más cuidado –me reprochó-. No sé cómo has podido sobrevivir todos estos años con lo patosa que eres.
Le gruñí en respuesta. No tenía ganas de discutir.
Fenris me miró receloso mientras reemprendía la marcha.
—Será mejor dar un rodeo –informó-. O si no la próxima vez acabarás en el fondo del abismo.
Asentí con la cabeza reprimiendo mis impulsos asesinos.
La noche cayó impávida sobre nuestras cabezas cuando aún estábamos rodeando el precipicio. Acampamos a un lado de éste, comiendo las pocas piezas de caza que nos habíamos llevado de la cueva y las comimos en un sepulcral silencio, sólo roto por el crepitar de las llamas que lamían la roca. Me hice un ovillo y dormí entre pesadillas.
El viaje fue largo debido a que no encontrábamos ningún resto de mi tribu, y por un momento pensé con un nudo en el estómago que habían sucumbido y la nieve los había cubierto en su manto gélido. Pero salí de mi error cuando me percaté que en las pesadillas no mostraban sus rostros.
La relación entre Fenris y yo no pareció relajarse en absoluto, sino que siguió reprochándome de las formas más crueles por ser… una traidora. En ese aspecto no me sentía lo propiamente dicho culpable, jamás pertenecería a nadie ni a un grupo de personas, y ya lo tenía asumido. Ser inmortal era un gran inconveniente en aquella cara de la moneda, todos morirían excepto yo. Y en el fondo me dolía.
Él nunca dio muestras de rendirse ante la búsqueda, por muchas semanas y meses que pasasen. Me sorprendió lo constante que era y cuando le pregunté por aquello, se rió y me dijo en el campamento de aquella noche:
—Te dije que te ayudaría. ¿Qué clase de hombre sería si no puedo cumplir aquello que digo?
Fruncí el ceño tratando de comprender. ¿Era todo una cuestión de principios? ¿O había algo más?
Sea como fuere, le di bastantes vueltas al asunto aquella noche, las suficientes como para olvidarme de él durante los días siguientes.
Recuerdo el día que por fin encontramos lo que quedaba de la tribu.
Aquel día amaneció un sol que calentaba y fundía la nieve bajo mis pies. Sólo por eso di mudas gracias a los chamanes. Anduvimos buena parte de la mañana hasta que Fenris divisó algo en la lejanía.
Unas toscas cabañas elaboradas con piel envejecida y semi cubiertas por nieve se mostraron ante nuestros ojos como vagos montoncitos. La esperanza creció en mi pecho como hacía meses que no lo hacía, pero pensé que tal vez no era mi tribu, sino otra más antigua que si sabían sobrevivir.
En cuanto nos acercamos con cautela, decidimos metamorfosearnos de nuevo en humanos, podrían considerarnos como una amenaza. Suerte que llevaba mi capa, pues el aire seguía siendo frío.
De pronto, a menos de un metro de la primera cabaña; oí un grito de sorpresa y temor. Alcé la vista, pero no me dio tiempo a decir nada, pues una maraña de pelo negro había interceptado mi campo de visión y unos brazos femeninos pero fuertes, me rodeaban el cuello.
—Creíamos que habías muerto –sollozó Rua, pero al separarse miró desconfiada y algo ruborizada a mi compañero.
Ella estaba más alta, pero también bastante más delgada que la última vez, y a pesar de que su rostro seguía tan moreno como de costumbre, no pude evitar fijarme en los profundos surcos negros bajo sus ojos ni en sus raídas pieles que dejaban ver más de lo que a ella le habría gustado enseñar.
—Tranquila –observé-, él no es un enemigo.
Pareció relajarse, aunque no del todo.
Poco a poco, toda mi tribu fue asomándose de las cabañas, e, incluso el chamán, mucho más viejo que de costumbre, sonrió al desconocido. Entre abrazos y risas conté toda la historia no sin dificultad pues hacía tiempo que no hablaba mi lengua natal, pero obvié los detalles de mi condición lobuna.
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Sus rostros eran amables y alegres, pero tras esa máscara pude ver la verdad. Sentían la pérdida de sus hijos de mi partida de caza y parecía que no habían tenido mucha suerte con la comida. Sus rostros estaban chupados y se les notaban las costillas. Se morían de hambre. Y no ayudaba el hecho de que los lobos comunes parecían estar rondando por allí cada dos por tres.
Rua me contó cómo después de su partida para buscar ayuda, nunca me encontró allí donde el lobo casi me devora. Por lo que decidió esperar, pero nunca volví. No tuvo más remedio que volver con la tribu.
—Supongo que ya no pinto nada aquí –terció Fenris en su lengua dando media vuelta-, adiós Zora. Ha sido un placer.
—Espera –el chamán se había apoyado en un bastón que no le había visto nunca y con voz débil se dirigió al desconocido al ver que se iba-. Has ayudado a Zora, pero yo sé que no ha sido por compasión. No es la misma.
Fenris le miró de soslayo sin entender, pero antes de que pudiera decir nada, le traduje apresuradamente lo que el chamán había dicho. Y tal fue mi sorpresa, que cuando acabé, comenzó a reírse a grandes carcajadas como si lo que hubiera dicho fuera un chiste.
—Por supuesto que no es la misma –anunció hablando en mi idioma, lo cual me sorprendió, pues no sabía que tenía el conocimiento de la lengua-. Ahora es como yo. Fíjate en su tobillo derecho y allí hallarás la respuesta.
Se quedaron un momento en tenso silencio. Yo no sabía dónde meterme, estaba ansiosa por desplegar mis alas y salir de allí volando, pero me reprimí. El chamán pareció comprender, pues una sombra cruzó su rostro, pero no dijo nada.
—Tal vez deba quedarme unos cuantos días –dijo Fenris para mi asombro-. Se nota que no sabéis sobrevivir en este clima.
Su mirada acaramelada pasó por todos los miembros de la tribu como esperando a que alguno le retase en aquel silencio. Pero absolutamente nadie lo hizo, y aunque Rua parecía a punto de estallar, se contuvo apretando los puños.
Como siempre hacía, cumplió lo dicho. Se quedó con nosotros y al igual que a mí, les enseñó a cazar desde los pequeños animalitos que merodeaban entre las rocas, a los grandes caribús que emigraban en determinadas épocas del año, nos protegió de los lobos que amenazaban con devorar a los más infantes.
¿Cómo lo hizo? La respuesta es muy simple.
Magia.
Yo sabía, todos sabíamos que Fenris tenía algo raro y aunque me fie de la palabra de Atziqui al decirme que se crió en una escuela de magos, nunca la creí del todo a pesar de que hacía cosas maravillosas y sin ningún sentido lógico.
Se alzó sobre una gran roca para mirar al clan y pronunció palabras en un idioma extraño que se asemejaban al susurro del viento. Sentí y creo que todos también, un agradable escalofrío que descendía desde mi nuca a la planta de mis pies. Desde ese día, cualquier lobo que atacase a nosotros o a nuestros descendientes, chocaría en una barrera invisible y huiría despavorido.
Le miré con sorpresa y muda admiración. Y Fenris me miró con altivez.
Él aprendió de nosotros. La cultura le hizo pintarse la cara con nuevos polvos que habíamos fabricado y empezó a ayudarnos, no sólo por su promesa, sino por el propio beneficio de estar rodeado de caras sonrientes. Comenzó a vestirse, lo cual me sorprendió gratamente, pues él odiaba sentir las pieles sobre su piel.
En cuanto a mí, las cosas no iban tan bien.
El chamán, al descubrir mi naturaleza, sólo me impartió una clase más; en la que me enseñó a ver, mediante la hoguera o dibujado, el futuro. No fue fácil, pero tampoco inútil, puesto que las visiones iban y venían, y aunque sólo podía distinguir formas informes en el fuego, libré a un miembro más joven a morir de un alud.
Rua no me juzgaba. Ella había visto lo que yo cuando establecí contacto con Fenris, y, aunque aún estaba recelosa, acabó por cogerle confianza y hacerse amigos. Un día me dijo que a ella también le gustaría ser un lobo después de vernos cazar. Negué con la cabeza y conseguí convencerla de que no eran todo ventajas.
Fenris se mostró mucho más amable conmigo, me ayudaba mucho más cuando cazábamos o zurcíamos pieles, lo cual agradecí. Había días en los que no me hablaba y otros en los que entablaba una conversación nerviosa cada vez que me veía. Fue un golpe para mí descubrir que comenzó a caerme muy bien, ya no sólo en el sentido místico que provocaba mi curiosidad.
Un día Rua anunció que iba a enlazar en el “jinpei” y no me sorprendió, pues cuando decidías unirte a tu pareja, solías decidir muy joven, al igual que Sirius y Oda. Su pareja parecía ser el perfecto complemento para Rua, un hombre tan alto como ella, moreno y de ojos oscuros. Su nombre era Musci, lo reconocí como un joven de las otras partidas de caza, y aunque los dos compartíamos una muda rivalidad, nos respetábamos en silencio.
La ceremonia se inició con luna llena, al igual que todas. La diferencia fue que no se vistieron con las ostentosas y ricas pieles de la ocasión, pues estábamos escasos de recursos. Pero prendimos una gran hoguera con aquellas piedras y ambos juraron protegerse el uno al otro para siempre.
De alguna forma noté que mi corazón se partía, pues yo jamás podría asentar un vínculo tan poderoso e intenso como aquel. Yo era inmortal, y jamás podría compartir una vida de vejez con una persona, y, de alguna forma, aquello me mortificaba por dentro retorcidamente. Ésa fue la razón de por la que, después de que tanto “zenshin” como “oneh” se fueran a su tienda matrimonial, yo me tumbara en la fría nieve a contemplar las estrellas.
—Atziqui siempre decía –susurró una voz a mi lado, sentada en una roca-: que ante la tristeza, lo mejor era no callárselo dentro.
—¿Qué quieres? Pregunté lacónicamente.
Fenris se sobresaltó ante la brusquedad de mis palabras, pero; aún sin responder mi pregunta, se tumbó a mi lado a una distancia prudencial, mascando lo que parecía un hierbajo seco. Pareció ido por un momento, pero después de un rato, comenzó a murmurar entre dientes el nombre de las distintas constelaciones que yo nunca me aprendí a pesar de que Rua insistía en que era muy importante.
—Orié, Rek, Namei, Etkuara, Reva…
—¿Reva? –Le interrumpí frunciendo el entrecejo, pero sin mirarle aún-. No me suena.
—Son esas de allí –señaló al borde del firmamento, en el que se apreciaban las salpicaduras de los astros celestes.
—Tiene forma de oso.
Fenris rió de forma agradable, y aquello me reconfortó cálidamente.
—Eso es que tienes algo de hambre –dedujo, aún alegre, pero después se le borró la sonrisa-. Zora, no sólo he venido para enseñarte las estrellas.
Le miré extrañada, pero cuando giré la cabeza, su rostro estaba serio y pensativo, escrutándome con el caramelo de su mirada y su pelo marrón desparramado contrastando suavemente con la blanca nieve.
—Tú dirás –carraspeé, notándome incómoda de pronto.
Fenris se medio incorporó y echó su mano a sus nuevas botas que se había confeccionado. De dentro de la bota derecha, sacó un bulto cubierto de pieles que me entregó con una media sonrisa.
—Quiero que lo tengas tú –casi rogó con la voz cascada-. Por si algún día quieres acabar conmigo. Además, vi cómo enterrabas la daga de Rua y pensé que te gustaría tener otra.
Le miré muy sorprendida, era cierto que la había enterrado, pero parecía que hubiera pasado una eternidad desde entonces. Desenvolví el paquete y me quemé. Algo brillante y plateado cayó al suelo. Tenía la hoja muy afilada, ancha, y el mango forrado enteramente con una piel roja que jamás había visto, en la que estaba grabado mi nombre con fuego. Era un puñal de plata, un material que sólo usaba el chamán, y que según Anubis, era mortal para nosotros, los licántropos.
La primera reacción que tuve fue de pegarle una bofetada, sin embargo; se había tomado la molestia de grabar mi nombre y permitirme que, si se daba el caso, matarle con el mismo puñal. Era un sentimiento masoquista y algo desagradable, que para mi sorpresa no me disgustó del todo. La cogí del mango y me sorprendí lo ligera que era y lo afilada que parecía. A la luz de la Luna llena, parecía una ironía que el destino se había propuesto regalarme. Antes de que pudiera reaccionar como fuera debido, Fenris la tomó con cuidado, la envolvió en la tela (la que en realidad era una funda), y me la ató bajo la rodilla derecha, sobre la larga cicatriz.
—No sé qué decir –vacilé, cuando él se levantó.
Me miró de soslayo y casi juré que sus ojos brillaban en la oscuridad. Se acercó y me acarició el mentón mientras susurraba:
—Pues no digas nada.
Después se alejó y me dejó allí, con el peso de la daga bajo mi rodilla y un nudo en la garganta.
Rua me contó cómo después de su partida para buscar ayuda, nunca me encontró allí donde el lobo casi me devora. Por lo que decidió esperar, pero nunca volví. No tuvo más remedio que volver con la tribu.
—Supongo que ya no pinto nada aquí –terció Fenris en su lengua dando media vuelta-, adiós Zora. Ha sido un placer.
—Espera –el chamán se había apoyado en un bastón que no le había visto nunca y con voz débil se dirigió al desconocido al ver que se iba-. Has ayudado a Zora, pero yo sé que no ha sido por compasión. No es la misma.
Fenris le miró de soslayo sin entender, pero antes de que pudiera decir nada, le traduje apresuradamente lo que el chamán había dicho. Y tal fue mi sorpresa, que cuando acabé, comenzó a reírse a grandes carcajadas como si lo que hubiera dicho fuera un chiste.
—Por supuesto que no es la misma –anunció hablando en mi idioma, lo cual me sorprendió, pues no sabía que tenía el conocimiento de la lengua-. Ahora es como yo. Fíjate en su tobillo derecho y allí hallarás la respuesta.
Se quedaron un momento en tenso silencio. Yo no sabía dónde meterme, estaba ansiosa por desplegar mis alas y salir de allí volando, pero me reprimí. El chamán pareció comprender, pues una sombra cruzó su rostro, pero no dijo nada.
—Tal vez deba quedarme unos cuantos días –dijo Fenris para mi asombro-. Se nota que no sabéis sobrevivir en este clima.
Su mirada acaramelada pasó por todos los miembros de la tribu como esperando a que alguno le retase en aquel silencio. Pero absolutamente nadie lo hizo, y aunque Rua parecía a punto de estallar, se contuvo apretando los puños.
Como siempre hacía, cumplió lo dicho. Se quedó con nosotros y al igual que a mí, les enseñó a cazar desde los pequeños animalitos que merodeaban entre las rocas, a los grandes caribús que emigraban en determinadas épocas del año, nos protegió de los lobos que amenazaban con devorar a los más infantes.
¿Cómo lo hizo? La respuesta es muy simple.
Magia.
Yo sabía, todos sabíamos que Fenris tenía algo raro y aunque me fie de la palabra de Atziqui al decirme que se crió en una escuela de magos, nunca la creí del todo a pesar de que hacía cosas maravillosas y sin ningún sentido lógico.
Se alzó sobre una gran roca para mirar al clan y pronunció palabras en un idioma extraño que se asemejaban al susurro del viento. Sentí y creo que todos también, un agradable escalofrío que descendía desde mi nuca a la planta de mis pies. Desde ese día, cualquier lobo que atacase a nosotros o a nuestros descendientes, chocaría en una barrera invisible y huiría despavorido.
Le miré con sorpresa y muda admiración. Y Fenris me miró con altivez.
Él aprendió de nosotros. La cultura le hizo pintarse la cara con nuevos polvos que habíamos fabricado y empezó a ayudarnos, no sólo por su promesa, sino por el propio beneficio de estar rodeado de caras sonrientes. Comenzó a vestirse, lo cual me sorprendió gratamente, pues él odiaba sentir las pieles sobre su piel.
En cuanto a mí, las cosas no iban tan bien.
El chamán, al descubrir mi naturaleza, sólo me impartió una clase más; en la que me enseñó a ver, mediante la hoguera o dibujado, el futuro. No fue fácil, pero tampoco inútil, puesto que las visiones iban y venían, y aunque sólo podía distinguir formas informes en el fuego, libré a un miembro más joven a morir de un alud.
Rua no me juzgaba. Ella había visto lo que yo cuando establecí contacto con Fenris, y, aunque aún estaba recelosa, acabó por cogerle confianza y hacerse amigos. Un día me dijo que a ella también le gustaría ser un lobo después de vernos cazar. Negué con la cabeza y conseguí convencerla de que no eran todo ventajas.
Fenris se mostró mucho más amable conmigo, me ayudaba mucho más cuando cazábamos o zurcíamos pieles, lo cual agradecí. Había días en los que no me hablaba y otros en los que entablaba una conversación nerviosa cada vez que me veía. Fue un golpe para mí descubrir que comenzó a caerme muy bien, ya no sólo en el sentido místico que provocaba mi curiosidad.
Un día Rua anunció que iba a enlazar en el “jinpei” y no me sorprendió, pues cuando decidías unirte a tu pareja, solías decidir muy joven, al igual que Sirius y Oda. Su pareja parecía ser el perfecto complemento para Rua, un hombre tan alto como ella, moreno y de ojos oscuros. Su nombre era Musci, lo reconocí como un joven de las otras partidas de caza, y aunque los dos compartíamos una muda rivalidad, nos respetábamos en silencio.
La ceremonia se inició con luna llena, al igual que todas. La diferencia fue que no se vistieron con las ostentosas y ricas pieles de la ocasión, pues estábamos escasos de recursos. Pero prendimos una gran hoguera con aquellas piedras y ambos juraron protegerse el uno al otro para siempre.
De alguna forma noté que mi corazón se partía, pues yo jamás podría asentar un vínculo tan poderoso e intenso como aquel. Yo era inmortal, y jamás podría compartir una vida de vejez con una persona, y, de alguna forma, aquello me mortificaba por dentro retorcidamente. Ésa fue la razón de por la que, después de que tanto “zenshin” como “oneh” se fueran a su tienda matrimonial, yo me tumbara en la fría nieve a contemplar las estrellas.
—Atziqui siempre decía –susurró una voz a mi lado, sentada en una roca-: que ante la tristeza, lo mejor era no callárselo dentro.
—¿Qué quieres? Pregunté lacónicamente.
Fenris se sobresaltó ante la brusquedad de mis palabras, pero; aún sin responder mi pregunta, se tumbó a mi lado a una distancia prudencial, mascando lo que parecía un hierbajo seco. Pareció ido por un momento, pero después de un rato, comenzó a murmurar entre dientes el nombre de las distintas constelaciones que yo nunca me aprendí a pesar de que Rua insistía en que era muy importante.
—Orié, Rek, Namei, Etkuara, Reva…
—¿Reva? –Le interrumpí frunciendo el entrecejo, pero sin mirarle aún-. No me suena.
—Son esas de allí –señaló al borde del firmamento, en el que se apreciaban las salpicaduras de los astros celestes.
—Tiene forma de oso.
Fenris rió de forma agradable, y aquello me reconfortó cálidamente.
—Eso es que tienes algo de hambre –dedujo, aún alegre, pero después se le borró la sonrisa-. Zora, no sólo he venido para enseñarte las estrellas.
Le miré extrañada, pero cuando giré la cabeza, su rostro estaba serio y pensativo, escrutándome con el caramelo de su mirada y su pelo marrón desparramado contrastando suavemente con la blanca nieve.
—Tú dirás –carraspeé, notándome incómoda de pronto.
Fenris se medio incorporó y echó su mano a sus nuevas botas que se había confeccionado. De dentro de la bota derecha, sacó un bulto cubierto de pieles que me entregó con una media sonrisa.
—Quiero que lo tengas tú –casi rogó con la voz cascada-. Por si algún día quieres acabar conmigo. Además, vi cómo enterrabas la daga de Rua y pensé que te gustaría tener otra.
Le miré muy sorprendida, era cierto que la había enterrado, pero parecía que hubiera pasado una eternidad desde entonces. Desenvolví el paquete y me quemé. Algo brillante y plateado cayó al suelo. Tenía la hoja muy afilada, ancha, y el mango forrado enteramente con una piel roja que jamás había visto, en la que estaba grabado mi nombre con fuego. Era un puñal de plata, un material que sólo usaba el chamán, y que según Anubis, era mortal para nosotros, los licántropos.
La primera reacción que tuve fue de pegarle una bofetada, sin embargo; se había tomado la molestia de grabar mi nombre y permitirme que, si se daba el caso, matarle con el mismo puñal. Era un sentimiento masoquista y algo desagradable, que para mi sorpresa no me disgustó del todo. La cogí del mango y me sorprendí lo ligera que era y lo afilada que parecía. A la luz de la Luna llena, parecía una ironía que el destino se había propuesto regalarme. Antes de que pudiera reaccionar como fuera debido, Fenris la tomó con cuidado, la envolvió en la tela (la que en realidad era una funda), y me la ató bajo la rodilla derecha, sobre la larga cicatriz.
—No sé qué decir –vacilé, cuando él se levantó.
Me miró de soslayo y casi juré que sus ojos brillaban en la oscuridad. Se acercó y me acarició el mentón mientras susurraba:
—Pues no digas nada.
Después se alejó y me dejó allí, con el peso de la daga bajo mi rodilla y un nudo en la garganta.
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El tiempo pasó como un reloj sin manecillas. Parecía que pasaba lento, pero era sólo un espejismo. La prisa que tenía el tiempo me abrumaba cada vez más.
Mientras mis pensamientos divagaban por un campo totalmente desconocido, mi mirada se paseaba por el helado páramo en el que vivía. Si hubiera soplado el viento, no habría estado en el marco de mi cabañita; sino en el interior de ésta. Pero como no era tal caso, mi espalda se apoyaba contra el marco de hueso, mis manos jugueteaban con algo suave bajo mi rodilla y mi cabeza funcionaba a toda velocidad.
Simplemente, y en pocas palabras, me había vuelto adulta de repente. No puedo demostrarlo de ninguna forma, pues, mientras Rua ya había tenido su primera hija y mechones blancos adornaban su cabellera, yo seguía físicamente igual que siempre. No debió importarme, pero lo hizo, y no sabéis hasta qué punto. Y, en ese momento, me dí cuenta de lo sola que estaba.
Tal vez no fue una madurez convencional, no fue la madurez de un humano simplemente. Me hice todo lo madura que pude en aquel tiempo; que, desde luego, no fue mucha.
Comenzó hace tiempo, en primavera, cuando las parejas se unían en el “jinpei”, una ceremonia en la que los aludidos jurarían protegerse mutuamente, pues sus almas quedarían unidas para el resto de la eternidad. Un joven se me acercó mientras yo curtía algunas pieles y me pidió ingeniosamente que el próximo “jinpei” fuera, en efecto, el nuestro.
Le rechacé. Y la tentación que supuso aceptar su propuesta, me hizo querer arrancarme la piel.
Yo soy inmortal. Jamás, en ningún caso mi alma debería estar enlazada con la de nadie.
Yo soy un licántropo. Jamás debería siquiera plantearme el tener descendencia alguna, eso condenaría a mis hijos a sufrir un terrible dolor cada luna llena. Eso por no hablar de mi ascendencia como demonio y ángel; sin duda, no estaba diseñada para tener herederos, además de suponer mi destrucción en un futuro venidero. Eran pensamientos egoístas, pero eran la cruda realidad.
Le rechacé amablemente, poniendo como excusa que no estaba preparada. ¿Lo estaba? Ni yo misma lo sabía. Y luego, en las semanas siguientes, apareció otro y otro. Iba a pedir consejo al chamán, pero había llegado demasiado tarde: murió días después, y su sucesor ocupó el puesto que antes le pertenecía. Su primer mandato fue el de bautizar a la tribu como La Tribu del Lobo en honor a la ayuda de Fenris.
El frío me estaba calando las pantorrillas, pero no me levanté hasta que Fenris llegó y se sentó a mi lado.
—Zora espera —rogó cogiéndome del brazo.
Fenris no se había ido con la manada. No supe exactamente para qué se quedó cuando mi tribu ya sabía sobrevivir por sí sola.
Él tampoco había cambiado nada.
No supe si fue porque su mirada seguía igual, inescrutable y acaramelada; o porque tenía un poder distinto a los demás, un poder mucho más allá que el del lobo. Me senté, pero me quedé callada y Fenris miró al cielo.
Tras la muerte del chamán, algunos pretendientes más parecieron interesarse por mi persona, pero fueron disminuyendo conforme avanzaba el verano, y cuando todo parecía haberse calmado, me lo pidió el susodicho que estaba sentado a mi lado.
—¿Sabes? —Dijo mirando al cielo—. Cada estrella es un mundo nuevo.
Fruncí el ceño sin mirarle mientras me calentaba las manos con el aliento.
—¿Por qué lo dices? —Pregunté tras un momento, casi inaudiblemente.
Fenris me cogió de la mejilla para que tuviera que mirarle, intenté zafarme bruscamente, pero su agarre era demasiado firme. Y una vez más desde que lo conocía, me miró dolido.
—Porque este no es tu sitio susurró. No puedes vivir entre mortales, Zora.
Cerré los ojos con fuerza para que las lágrimas no cayesen. Sabía perfectamente que me estaba insinuando que me fuera, que buscara horizontes más lejanos y gente tan inmortal como yo.
—Tú no has cambiado tampoco mustié con la voz como papel de lija. ¿Eres como yo, verdad? Por favor dime que sí, aunque luego sea mentira.
Me acarició el rostro con delicadeza, pero aquello no pudo disimular el levísimo temblor de su mano.
—No estipuló entre una exhalación. No soy como tú, mi piel no cambia porque soy mago y sé unos cuantos hechizos que me mantienen joven para seguir siendo fuerte y estar sano. Pero algún día moriré, como...
—¿…Como todos? —Acabé la frase casi con un grito mientras me zafaba de su agarre y me levantaba con lágrimas de frustración ya resbalando en mis mejillas. Desenfundé la daga alojada bajo mi rodilla y me encaré a él con ella—. Entonces… ¿Por qué querías unirte a mí? ¿Por qué me diste esta daga? Nada de lo que haces tiene sentido.
Fenris se quedó callado unos momentos mientras su mirada me atravesó como una aguja al rojo.
—Tu curiosidad es inaudita —alegó mientras se levantaba y me rodeaba con pasos lentos, igual como la primera vez que le vi.
Para ser sinceros, confiaba demasiado en él. No podíamos olvidar que él y algunos lobos comunes mataron a mis compañeros de cacería, pero ya no le podía considerar como un asesino. Vivió demasiado tiempo con nosotros.
—No puedo darte respuesta para esas preguntas, deberás encontrarlas tu sola. Aullaré todas las noches por ti.
Y sin más se levantó y se fue rumbo al horizonte nevado. Aquella vez fue la última que le vi, ni si quiera volvió a la tribu.
Estuve cavilando varios días sobre su paradero, y tras mucho romperme la cabeza decidí cargar con mis cosas, entre las que se encontraban mi arco, flechas, la daga, unas cuantas pieles y víveres. Me corté el cabello por el mentón, puesto que me había crecido hasta la cintura, y nunca miré atrás.
No me despedí ni de Rua ni del nuevo chamán. Ya iba siendo hora de controlar mi camino.
>>Cada estrella es un mundo nuevo<<. Las palabras de Fenris acariciaron mi mente como un lejano susurro, aunque no les di mucha importancia por aquel entonces, fueron un hecho bastante transcendental en mi vida.
Nadie me vio marchar, pero mientras desplegaba mis alas con un suspiro, supe que Fenris me estaba observando desde el suelo, estuviera donde estuviera. Supe que mi manada estaría a salvo, esperando el regreso de su líder. Supe que nadie me echaría de menos en la tribu. Supe que las nubes no se desharían a mi paso conforme las sobrevolase, pero lo que sí que no supe fue el cambio tan radical al que me vi sometida al descender.
Cuando digo cambio radical no me refiero al cambio de cambiar para una manada de licántropos, sino al hecho de cambiar por propia voluntad. Parece un concepto difícil y abstracto, pero no lo es.
Ocurrió cuando la nieve dio paso a una tierra plagada de malas hierbas.
Al estar cansada de casi un día completo de vuelo ininterrumpido, decidí descender para dar un bocado y beber algo de agua. Mientras me acomodaba a la sombra de un árbol marchito me dispuse a pensar, como había estado haciendo últimamente. No me pregunté si se habían percatado o no de mi ausencia, pero cuanto más me alejaba hacia lo desconocido, más ansiosa estaba por llegar.
Es curioso, porque yo nunca llegué a lo desconocido; lo desconocido llegó a mí.
Iba husmeando en mi forma lobuna entre las zarzas, buscando alguna presa pequeña, cuando encontré un pequeño agujero.
En apariencia, sólo era un agujero escarbado en la tierra, tapado por varios hierbajos espinosos, probablemente hecho por algún topo. Pero en seguida me percaté de que no parecía un agujero hecho por un animal, pues era demasiado grande y regular. Estuve cavilando, probablemente si lo ensanchaba con mis patas podría entrar poco a poco.
Y así fue, cuando conseguí dilatarlo un poco, me deslicé hacia dentro. Y entonces, oí un chasquido. Antes de que me diera cuenta, ya estaba rodando por una superficie pedregosa y húmeda, producto del derrumbamiento del agujero.
Lo único que llegué a ver desde el suelo antes de perder el sentido con la poca luz que traspasaba el agujero, fue una cabina.
Una cabina azul.
Mientras mis pensamientos divagaban por un campo totalmente desconocido, mi mirada se paseaba por el helado páramo en el que vivía. Si hubiera soplado el viento, no habría estado en el marco de mi cabañita; sino en el interior de ésta. Pero como no era tal caso, mi espalda se apoyaba contra el marco de hueso, mis manos jugueteaban con algo suave bajo mi rodilla y mi cabeza funcionaba a toda velocidad.
Simplemente, y en pocas palabras, me había vuelto adulta de repente. No puedo demostrarlo de ninguna forma, pues, mientras Rua ya había tenido su primera hija y mechones blancos adornaban su cabellera, yo seguía físicamente igual que siempre. No debió importarme, pero lo hizo, y no sabéis hasta qué punto. Y, en ese momento, me dí cuenta de lo sola que estaba.
Tal vez no fue una madurez convencional, no fue la madurez de un humano simplemente. Me hice todo lo madura que pude en aquel tiempo; que, desde luego, no fue mucha.
Comenzó hace tiempo, en primavera, cuando las parejas se unían en el “jinpei”, una ceremonia en la que los aludidos jurarían protegerse mutuamente, pues sus almas quedarían unidas para el resto de la eternidad. Un joven se me acercó mientras yo curtía algunas pieles y me pidió ingeniosamente que el próximo “jinpei” fuera, en efecto, el nuestro.
Le rechacé. Y la tentación que supuso aceptar su propuesta, me hizo querer arrancarme la piel.
Yo soy inmortal. Jamás, en ningún caso mi alma debería estar enlazada con la de nadie.
Yo soy un licántropo. Jamás debería siquiera plantearme el tener descendencia alguna, eso condenaría a mis hijos a sufrir un terrible dolor cada luna llena. Eso por no hablar de mi ascendencia como demonio y ángel; sin duda, no estaba diseñada para tener herederos, además de suponer mi destrucción en un futuro venidero. Eran pensamientos egoístas, pero eran la cruda realidad.
Le rechacé amablemente, poniendo como excusa que no estaba preparada. ¿Lo estaba? Ni yo misma lo sabía. Y luego, en las semanas siguientes, apareció otro y otro. Iba a pedir consejo al chamán, pero había llegado demasiado tarde: murió días después, y su sucesor ocupó el puesto que antes le pertenecía. Su primer mandato fue el de bautizar a la tribu como La Tribu del Lobo en honor a la ayuda de Fenris.
El frío me estaba calando las pantorrillas, pero no me levanté hasta que Fenris llegó y se sentó a mi lado.
—Zora espera —rogó cogiéndome del brazo.
Fenris no se había ido con la manada. No supe exactamente para qué se quedó cuando mi tribu ya sabía sobrevivir por sí sola.
Él tampoco había cambiado nada.
No supe si fue porque su mirada seguía igual, inescrutable y acaramelada; o porque tenía un poder distinto a los demás, un poder mucho más allá que el del lobo. Me senté, pero me quedé callada y Fenris miró al cielo.
Tras la muerte del chamán, algunos pretendientes más parecieron interesarse por mi persona, pero fueron disminuyendo conforme avanzaba el verano, y cuando todo parecía haberse calmado, me lo pidió el susodicho que estaba sentado a mi lado.
—¿Sabes? —Dijo mirando al cielo—. Cada estrella es un mundo nuevo.
Fruncí el ceño sin mirarle mientras me calentaba las manos con el aliento.
—¿Por qué lo dices? —Pregunté tras un momento, casi inaudiblemente.
Fenris me cogió de la mejilla para que tuviera que mirarle, intenté zafarme bruscamente, pero su agarre era demasiado firme. Y una vez más desde que lo conocía, me miró dolido.
—Porque este no es tu sitio susurró. No puedes vivir entre mortales, Zora.
Cerré los ojos con fuerza para que las lágrimas no cayesen. Sabía perfectamente que me estaba insinuando que me fuera, que buscara horizontes más lejanos y gente tan inmortal como yo.
—Tú no has cambiado tampoco mustié con la voz como papel de lija. ¿Eres como yo, verdad? Por favor dime que sí, aunque luego sea mentira.
Me acarició el rostro con delicadeza, pero aquello no pudo disimular el levísimo temblor de su mano.
—No estipuló entre una exhalación. No soy como tú, mi piel no cambia porque soy mago y sé unos cuantos hechizos que me mantienen joven para seguir siendo fuerte y estar sano. Pero algún día moriré, como...
—¿…Como todos? —Acabé la frase casi con un grito mientras me zafaba de su agarre y me levantaba con lágrimas de frustración ya resbalando en mis mejillas. Desenfundé la daga alojada bajo mi rodilla y me encaré a él con ella—. Entonces… ¿Por qué querías unirte a mí? ¿Por qué me diste esta daga? Nada de lo que haces tiene sentido.
Fenris se quedó callado unos momentos mientras su mirada me atravesó como una aguja al rojo.
—Tu curiosidad es inaudita —alegó mientras se levantaba y me rodeaba con pasos lentos, igual como la primera vez que le vi.
Para ser sinceros, confiaba demasiado en él. No podíamos olvidar que él y algunos lobos comunes mataron a mis compañeros de cacería, pero ya no le podía considerar como un asesino. Vivió demasiado tiempo con nosotros.
—No puedo darte respuesta para esas preguntas, deberás encontrarlas tu sola. Aullaré todas las noches por ti.
Y sin más se levantó y se fue rumbo al horizonte nevado. Aquella vez fue la última que le vi, ni si quiera volvió a la tribu.
Estuve cavilando varios días sobre su paradero, y tras mucho romperme la cabeza decidí cargar con mis cosas, entre las que se encontraban mi arco, flechas, la daga, unas cuantas pieles y víveres. Me corté el cabello por el mentón, puesto que me había crecido hasta la cintura, y nunca miré atrás.
No me despedí ni de Rua ni del nuevo chamán. Ya iba siendo hora de controlar mi camino.
>>Cada estrella es un mundo nuevo<<. Las palabras de Fenris acariciaron mi mente como un lejano susurro, aunque no les di mucha importancia por aquel entonces, fueron un hecho bastante transcendental en mi vida.
Nadie me vio marchar, pero mientras desplegaba mis alas con un suspiro, supe que Fenris me estaba observando desde el suelo, estuviera donde estuviera. Supe que mi manada estaría a salvo, esperando el regreso de su líder. Supe que nadie me echaría de menos en la tribu. Supe que las nubes no se desharían a mi paso conforme las sobrevolase, pero lo que sí que no supe fue el cambio tan radical al que me vi sometida al descender.
Cuando digo cambio radical no me refiero al cambio de cambiar para una manada de licántropos, sino al hecho de cambiar por propia voluntad. Parece un concepto difícil y abstracto, pero no lo es.
Ocurrió cuando la nieve dio paso a una tierra plagada de malas hierbas.
Al estar cansada de casi un día completo de vuelo ininterrumpido, decidí descender para dar un bocado y beber algo de agua. Mientras me acomodaba a la sombra de un árbol marchito me dispuse a pensar, como había estado haciendo últimamente. No me pregunté si se habían percatado o no de mi ausencia, pero cuanto más me alejaba hacia lo desconocido, más ansiosa estaba por llegar.
Es curioso, porque yo nunca llegué a lo desconocido; lo desconocido llegó a mí.
Iba husmeando en mi forma lobuna entre las zarzas, buscando alguna presa pequeña, cuando encontré un pequeño agujero.
En apariencia, sólo era un agujero escarbado en la tierra, tapado por varios hierbajos espinosos, probablemente hecho por algún topo. Pero en seguida me percaté de que no parecía un agujero hecho por un animal, pues era demasiado grande y regular. Estuve cavilando, probablemente si lo ensanchaba con mis patas podría entrar poco a poco.
Y así fue, cuando conseguí dilatarlo un poco, me deslicé hacia dentro. Y entonces, oí un chasquido. Antes de que me diera cuenta, ya estaba rodando por una superficie pedregosa y húmeda, producto del derrumbamiento del agujero.
Lo único que llegué a ver desde el suelo antes de perder el sentido con la poca luz que traspasaba el agujero, fue una cabina.
Una cabina azul.
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Me dolía la cabeza a horrores, tenía la boca seca y un hambre atroz.
Recuerdo vagamente cómo abrí los párpados muy lentamente. Todo el cuerpo me pesaba como si de plomo estuviese hecho, y noté como mi forma lobuna había desaparecido, dejando paso a una estela de dolor que recorría cada fibra de mis músculos.
Esperé encontrarme en el mismo ambiente sombrío que en aquella cueva subterránea; pero me equivoqué, la luz se colaba entre mis párpados, dañándome los ojos como si el mismo fuego los hubiera suplantado. Me llevé una mano a la cabeza, no sin cierta dificultad, y palpé algo parecido a una venda.
Me encontraba en una habitación con las paredes de color naranja desvaído. Era bastante pequeña, y al lado de la cama había una mesita de noche con un pequeño escritorio a rebosar de libros. Todo tenía un color cálido y acogedor que tanto caracteriza a la madera.
Creo que no os podéis imaginar lo desorientada que estaba. No había visto un libro en toda mi vida (a excepción de los que tenía Anubis), ni una mesa, e incluso jamás me había tumbado en una cama con pieles tan suaves o tan blandita. Y, aunque os parezca una estupidez digna de una bufa, no pude reconocer ni la puerta.
Con aprensión busqué todas mis pertenencias, y al poder incorporarme, averigüé que estaban todas dentro de una bandolera verde situada en el suelo, al lado de la mesilla. Lo había perdido todo excepto la daga (parecía que nunca iba a librarme de ella), el arco; apoyado en la cama y las pieles.
La puerta se abrió. Con el recelo pintado en mi mirada, y las alas en tensión, miré al que la había abierto. Aquella fue la primera vez que le vi.
No es que fuera un ser divino. De hecho, era exactamente igual que un humano: pelo castaño y desengreñado, ojos azules y barbilla prominente; rozaría los cuarenta y tantos, pero tenía la misma mirada curiosa e inteligente que un niño. Simplemente, tenía algo que no tenían los humanos que yo conocía. Tal vez fuera por su olor, extravagante y dulzón; o porque vestía un abrigo largo de terciopelo verde oscuro, un chaleco plateado y una corbata.
—Saludos, hembra híbrida me dijo con rapidez, como si esperara que entendiese la mitad de sus palabras. Si estás aquí, en la TARDIS, es porque yo te he traído y curado, aunque por lo que veo, no tienes ninguna necesidad; tus células se regeneran a un ritmo vertiginoso y tu sangre también, por lo que deduzco que eres inmortal al igual que los de mi raza. De todas formas, supongo que no sabrás ni dónde estás.
Y estaba en lo cierto: no tenía ni idea de dónde estaba. Me había hablado algo sobre un Tarquis o algo así, pero ni me imaginaba que podría ser. Me incorporé más aturdida de lo que estaba.
—¿Cómo sabes mi idioma? Cuestioné, sin siquiera preguntarle su nombre antes.
—La TARDIS tiene el potencial de traducir cualquier idioma existente en el Universo, incluso el tuyo, seas lo que seas… genéticamente hablando.
Al ver mi cara de desconcierto y de asombro mezclado con curiosidad, decidió enseñarme su mundo. Y yo le seguí encantada, ya apenas recordaba el hambre o la sed.
Primeramente, la TARDIS era un elemento que te permitía viajar por el espacio-tiempo de todo el Universo, incluso a dimensiones paralelas. Su interior era totalmente enorme, si no hubiera algo que no estaba en la TARDIS, muy probablemente no existía. Adoptaba la forma de una cabina londinense (perteneciente a Londres, una ciudad de un planeta alejadísimo del que ahora estábamos), de los años 60. Y cuando conseguí comprender las palabras de Fenris que hablaban de las estrellas, pude entender de qué sitio venía aquel excéntrico personaje.
Cuando aprendí a leer, me enseñó todo lo que él sabía en los libros de la inmensa biblioteca de la nave, por llamarla de alguna manera. Lo curioso era, que las gigantescas estanterías estaban suspendidas en una planta que desembocaba a una piscina, lo cual era todo un engorro tener que secar y colocar todos los libros cada vez que la TARDIS sufría una convulsión. Pero cuando le pregunté por qué no la vaciaba, me dijo que tenía cierto encanto de esa manera.
—Por cierto… No me has dicho tu nombre.
Acabábamos de llegar a la Sala de Control, en la que presidía una altísima columna de cables, que suspendía seis triángulos perfectos llenos de palancas y botones a su alrededor. La sala estaba decorada con altas columnas que se unían a la central como soporte principal, todo, del mismo color naranja.
El desconocido, que miraba atentamente una pantallita semi translúcida suspendida en el aire, no se giró, pero me respondió en tono grave:
—Mi nombre no tiene importancia, para ti, yo soy… El Doctor.
Me detuve un momento a pensar, en cierta manera, lo consideraba un hombre complejo, aunque de hombre poco, ya que el pertenecía a la raza de los Señores del Tiempo, una especie antiquísima tecnológicamente muy avanzada, la más avanzada para ser exactos. Se podían regenerar, sustituyendo todas las células de su cuerpo cuando estaban en peligro de muerte, aunque no me especificó cuantas veces.
Conocían todos los secretos del tiempo, y de las pocas cosas que me reveló sobre él, fue que ningún planeta tenía la misma duración de tiempo; en uno podían pasar cien años, y en otro, cinco. No tenía nada que ver con el espacio o los movimientos de los planetas. Era inconexo e intrigante, pero El Doctor no me quiso revelar nada más.
—”El Doctor” murmuré, el otro miró curioso. Me recuerdas al chamán de mi anterior tribu me encogí de hombros, él podía curar cualquier cosa.
—¿Los echas de menos? Preguntó con añoranza.
—No —respondí desviando la mirada—. Simplemente creo que permanecer en un sitio mucho tiempo no está en mi naturaleza.
El Doctor rió a carcajadas. En aquel momento, no pude comprender la anterior tristeza en sus ojos, ni se me ocurrió preguntárselo. Habría sido una buena pregunta.
—Pues estás en el lugar indicado.
Accionó una palanca, tecleó algo sobre la pantalla y se agarró fuertemente al marco del triángulo. Aquella vez fue la primera que experimenté una turbulencia de la TARDIS y os aseguro que no fue agradable.
Todavía recuerdo aquellos ojos tan azules en el momento que el mecánico ruido de un despegue llenó mis oídos.
Estuvimos mucho tiempo vagando por el Universo, conociendo culturas, aprendiendo cosas inimaginables que jamás se me habrían ocurrido. Por ejemplo, desarrollé un talento especial para la medicina, la cual aprendí en uno de nuestros locos viajes. Debo reconocer, que aunque fue medicina extensa, perteneciente a no sé cuál planeta alienígena, se me hizo demasiado corto, porque era cambiante y en ocasiones absurda. La fisiología humana fue de la que más aprendí, porque de ángeles y demonios encontré poca cosa.
Sin embargo, el Doctor ya tenía vastos conocimientos sobre cualquier materia que encontráramos en bibliotecas o en otro lugar, por lo que decidió investigar sobre mis orígenes y averiguar de qué especie era, por eso, le mostré por primera vez mis alas y aunque no le dejé tocarlas, se mostró interesado en su color rojizo.
Me caía bien, me caía muy bien; no por el hecho que de viaje en viaje fortaleció nuestra amistad, o porque él también era inmortal, o porque se interesaba en las mismas cosas que yo, o por nuestros largos debates sobre cosas sin importancia pero igualmente relevantes. Me caía bien por su curiosidad y frialdad. Lo cierto es que me gustaba que me dejara a mi aire, aunque en un mundo desconocido, no nos separábamos mucho; investigábamos juntos, aunque en ocasiones me dejaba muchísimo tiempo en un mundo nuevo porque él tenía que irse a no sé dónde para no sé qué. Cada vez que se lo preguntaba, él respondía:
—Problemas familiares.
Y ya está. Por eso me diseñé un prototipo de TARDIS en miniatura, con el aspecto físico de un candado de hierro inoxidable (material que descubrí en unos de mis solitarios confinamientos), que no sólo funcionaba como traductor, sino también como teletransportador de materia física por el espacio y tiempo. Debo aclarar, que para esta parte me hizo falta su ayuda, pues los Señores del Tiempo eran los únicos que conocían el secreto del tiempo, pero el invento resultó ser algo inestable, y tenía que ajustarlo cada vez que quería viajar en el tiempo o en el espacio. Además traducía todos los idiomas, lo que me permitía hablar y escuchar en cualesquiera de todo el Universo.
Todavía recuerdo…
—¡Mira Doctor!
Aquel viaje tocó en un planeta completa y totalmente cubierto de hielo, en el que las leyes naturales, así como la normal materia genética humana, no seguían las reglas convencionales.
Estábamos en una posada de vieja madera, tomando un buen plato de comida, mientras yo terminaba mi invento y él leía un volumen pesadísimo sobre la teoría de la física nuclear, que le resultaba algo aburrida, ya que tonteaban con esas cosas en la guardería.
—¿Qué es eso? Se extrañó cuando vio el candado.
Yo sonreí enigmáticamente, pero con el brillo de euforia en mi mirada.
—Una TARDIS en miniatura.
Recuerdo vagamente cómo abrí los párpados muy lentamente. Todo el cuerpo me pesaba como si de plomo estuviese hecho, y noté como mi forma lobuna había desaparecido, dejando paso a una estela de dolor que recorría cada fibra de mis músculos.
Esperé encontrarme en el mismo ambiente sombrío que en aquella cueva subterránea; pero me equivoqué, la luz se colaba entre mis párpados, dañándome los ojos como si el mismo fuego los hubiera suplantado. Me llevé una mano a la cabeza, no sin cierta dificultad, y palpé algo parecido a una venda.
Me encontraba en una habitación con las paredes de color naranja desvaído. Era bastante pequeña, y al lado de la cama había una mesita de noche con un pequeño escritorio a rebosar de libros. Todo tenía un color cálido y acogedor que tanto caracteriza a la madera.
Creo que no os podéis imaginar lo desorientada que estaba. No había visto un libro en toda mi vida (a excepción de los que tenía Anubis), ni una mesa, e incluso jamás me había tumbado en una cama con pieles tan suaves o tan blandita. Y, aunque os parezca una estupidez digna de una bufa, no pude reconocer ni la puerta.
Con aprensión busqué todas mis pertenencias, y al poder incorporarme, averigüé que estaban todas dentro de una bandolera verde situada en el suelo, al lado de la mesilla. Lo había perdido todo excepto la daga (parecía que nunca iba a librarme de ella), el arco; apoyado en la cama y las pieles.
La puerta se abrió. Con el recelo pintado en mi mirada, y las alas en tensión, miré al que la había abierto. Aquella fue la primera vez que le vi.
No es que fuera un ser divino. De hecho, era exactamente igual que un humano: pelo castaño y desengreñado, ojos azules y barbilla prominente; rozaría los cuarenta y tantos, pero tenía la misma mirada curiosa e inteligente que un niño. Simplemente, tenía algo que no tenían los humanos que yo conocía. Tal vez fuera por su olor, extravagante y dulzón; o porque vestía un abrigo largo de terciopelo verde oscuro, un chaleco plateado y una corbata.
—Saludos, hembra híbrida me dijo con rapidez, como si esperara que entendiese la mitad de sus palabras. Si estás aquí, en la TARDIS, es porque yo te he traído y curado, aunque por lo que veo, no tienes ninguna necesidad; tus células se regeneran a un ritmo vertiginoso y tu sangre también, por lo que deduzco que eres inmortal al igual que los de mi raza. De todas formas, supongo que no sabrás ni dónde estás.
Y estaba en lo cierto: no tenía ni idea de dónde estaba. Me había hablado algo sobre un Tarquis o algo así, pero ni me imaginaba que podría ser. Me incorporé más aturdida de lo que estaba.
—¿Cómo sabes mi idioma? Cuestioné, sin siquiera preguntarle su nombre antes.
—La TARDIS tiene el potencial de traducir cualquier idioma existente en el Universo, incluso el tuyo, seas lo que seas… genéticamente hablando.
Al ver mi cara de desconcierto y de asombro mezclado con curiosidad, decidió enseñarme su mundo. Y yo le seguí encantada, ya apenas recordaba el hambre o la sed.
Primeramente, la TARDIS era un elemento que te permitía viajar por el espacio-tiempo de todo el Universo, incluso a dimensiones paralelas. Su interior era totalmente enorme, si no hubiera algo que no estaba en la TARDIS, muy probablemente no existía. Adoptaba la forma de una cabina londinense (perteneciente a Londres, una ciudad de un planeta alejadísimo del que ahora estábamos), de los años 60. Y cuando conseguí comprender las palabras de Fenris que hablaban de las estrellas, pude entender de qué sitio venía aquel excéntrico personaje.
Cuando aprendí a leer, me enseñó todo lo que él sabía en los libros de la inmensa biblioteca de la nave, por llamarla de alguna manera. Lo curioso era, que las gigantescas estanterías estaban suspendidas en una planta que desembocaba a una piscina, lo cual era todo un engorro tener que secar y colocar todos los libros cada vez que la TARDIS sufría una convulsión. Pero cuando le pregunté por qué no la vaciaba, me dijo que tenía cierto encanto de esa manera.
—Por cierto… No me has dicho tu nombre.
Acabábamos de llegar a la Sala de Control, en la que presidía una altísima columna de cables, que suspendía seis triángulos perfectos llenos de palancas y botones a su alrededor. La sala estaba decorada con altas columnas que se unían a la central como soporte principal, todo, del mismo color naranja.
El desconocido, que miraba atentamente una pantallita semi translúcida suspendida en el aire, no se giró, pero me respondió en tono grave:
—Mi nombre no tiene importancia, para ti, yo soy… El Doctor.
Me detuve un momento a pensar, en cierta manera, lo consideraba un hombre complejo, aunque de hombre poco, ya que el pertenecía a la raza de los Señores del Tiempo, una especie antiquísima tecnológicamente muy avanzada, la más avanzada para ser exactos. Se podían regenerar, sustituyendo todas las células de su cuerpo cuando estaban en peligro de muerte, aunque no me especificó cuantas veces.
Conocían todos los secretos del tiempo, y de las pocas cosas que me reveló sobre él, fue que ningún planeta tenía la misma duración de tiempo; en uno podían pasar cien años, y en otro, cinco. No tenía nada que ver con el espacio o los movimientos de los planetas. Era inconexo e intrigante, pero El Doctor no me quiso revelar nada más.
—”El Doctor” murmuré, el otro miró curioso. Me recuerdas al chamán de mi anterior tribu me encogí de hombros, él podía curar cualquier cosa.
—¿Los echas de menos? Preguntó con añoranza.
—No —respondí desviando la mirada—. Simplemente creo que permanecer en un sitio mucho tiempo no está en mi naturaleza.
El Doctor rió a carcajadas. En aquel momento, no pude comprender la anterior tristeza en sus ojos, ni se me ocurrió preguntárselo. Habría sido una buena pregunta.
—Pues estás en el lugar indicado.
Accionó una palanca, tecleó algo sobre la pantalla y se agarró fuertemente al marco del triángulo. Aquella vez fue la primera que experimenté una turbulencia de la TARDIS y os aseguro que no fue agradable.
Todavía recuerdo aquellos ojos tan azules en el momento que el mecánico ruido de un despegue llenó mis oídos.
Estuvimos mucho tiempo vagando por el Universo, conociendo culturas, aprendiendo cosas inimaginables que jamás se me habrían ocurrido. Por ejemplo, desarrollé un talento especial para la medicina, la cual aprendí en uno de nuestros locos viajes. Debo reconocer, que aunque fue medicina extensa, perteneciente a no sé cuál planeta alienígena, se me hizo demasiado corto, porque era cambiante y en ocasiones absurda. La fisiología humana fue de la que más aprendí, porque de ángeles y demonios encontré poca cosa.
Sin embargo, el Doctor ya tenía vastos conocimientos sobre cualquier materia que encontráramos en bibliotecas o en otro lugar, por lo que decidió investigar sobre mis orígenes y averiguar de qué especie era, por eso, le mostré por primera vez mis alas y aunque no le dejé tocarlas, se mostró interesado en su color rojizo.
Me caía bien, me caía muy bien; no por el hecho que de viaje en viaje fortaleció nuestra amistad, o porque él también era inmortal, o porque se interesaba en las mismas cosas que yo, o por nuestros largos debates sobre cosas sin importancia pero igualmente relevantes. Me caía bien por su curiosidad y frialdad. Lo cierto es que me gustaba que me dejara a mi aire, aunque en un mundo desconocido, no nos separábamos mucho; investigábamos juntos, aunque en ocasiones me dejaba muchísimo tiempo en un mundo nuevo porque él tenía que irse a no sé dónde para no sé qué. Cada vez que se lo preguntaba, él respondía:
—Problemas familiares.
Y ya está. Por eso me diseñé un prototipo de TARDIS en miniatura, con el aspecto físico de un candado de hierro inoxidable (material que descubrí en unos de mis solitarios confinamientos), que no sólo funcionaba como traductor, sino también como teletransportador de materia física por el espacio y tiempo. Debo aclarar, que para esta parte me hizo falta su ayuda, pues los Señores del Tiempo eran los únicos que conocían el secreto del tiempo, pero el invento resultó ser algo inestable, y tenía que ajustarlo cada vez que quería viajar en el tiempo o en el espacio. Además traducía todos los idiomas, lo que me permitía hablar y escuchar en cualesquiera de todo el Universo.
Todavía recuerdo…
—¡Mira Doctor!
Aquel viaje tocó en un planeta completa y totalmente cubierto de hielo, en el que las leyes naturales, así como la normal materia genética humana, no seguían las reglas convencionales.
Estábamos en una posada de vieja madera, tomando un buen plato de comida, mientras yo terminaba mi invento y él leía un volumen pesadísimo sobre la teoría de la física nuclear, que le resultaba algo aburrida, ya que tonteaban con esas cosas en la guardería.
—¿Qué es eso? Se extrañó cuando vio el candado.
Yo sonreí enigmáticamente, pero con el brillo de euforia en mi mirada.
—Una TARDIS en miniatura.
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—¿Que, qué?
Se quedó tan extasiado de que hubiera podido, yo, una simple mente mestiza conseguir tal artefacto a través de tantos años de trabajo, que, sin ir más lejos, me arrebató el candado de las manos con admiración y tras unos cuantos ajustes en los que se encontraban llaves inglesas y otros artefactos temporales dijera:
—Ahora es una TARDIS, se te olvidó ajustar los parámetros tempo-espaciales. Ahora, con introducir una coordenada y cuánto tiempo quieres viajar, será casi perfecto.
—¿Casi?
—Bueno, hay que reconocer que es algo poderoso, pero es bastante inestable, a lo mejor puedes introducir una fecha y una coordenada, pero lo más probable es que se desajusten en el salto temporal.
—Por lo menos yo no piloto con los frenos puestos —aludí a su TARDIS, que hacía aquel ruido tan infernal semejante al de una ambulancia, porque los frenos siempre estaban allí, y que ninguno de los dos supimos nunca como quitarlos. Aludió la broma con un relincho.
La probamos allí mismo. Introdujimos las coordenadas de la posada a nivel Universal un año más adelante en el tiempo y cerramos el candado, que era la señal que impulsaba a los parámetros a producir aquellos viajes. Lo mejor fue que funcionó, aunque nos trasladó fuera de la cabaña, los parámetros temporales sólo se habían desviado dos meses, lo cual, fue un pequeño logro para mí.
En cuanto a su investigación sobre mis raíces no sacó nada en claro: historias aludían a un ángel medio demonio y humano, pero eran todo leyendas sin ninguna base probada, en cambio, sí que estudiamos bastante angelología y demonología, en diversos libros mitológicos que aluden a la religión del cristianismo y que explicaban el origen de la creación humana. El Doctor era bastante escéptico respecto a este tipo de religión, pero yo la encontraba fascinante.
¿Sería cierto que los ángeles son criaturas divinas creados por Dios? ¿Qué los demonios son los mismos ángeles pero revelados contra el susodicho, guiados por Lucifer para derrocarlo? Llegué a leer un libro incluso, que contaba como los hijos de los ángeles y los demonios eran los humanos, pero todas estas teorías me parecían huecas si no podía probarlas por mí misma.
Literalmente, no sabía quién era. Bueno sí, El Ángel de la Muerte, pero, aunque en algunos mundos mis alas eran reconocidas (cosa que detesté, y cogí la costumbre de no mostrárselas a nadie); no formaba parte de ningún escrito antiguo. Era como buscar una aguja en un pajar. Incluso decidí buscar información sobre licántropos por si me mencionaban pero nada. Seguía aullando a la Luna, que según en el mundo en que me encontraba eran varias o ninguna, pero era un aullido vacío.
Estuve tentada de viajar en el tiempo hasta los confines de la Tierra en sí , para ver con mis propios ojos la verdad; pero era una fecha demasiado crucial en el tiempo, y sería muy peligroso intervenir en ella. Si cometiera un solo pequeño error, por muy insignificante que fuera, y si volviera atrás en el tiempo para arreglarlo, las posibilidades de encontrarme a mí misma en el espacio-tiempo serían muy probables, lo que causaría un colapso en el tejido espacio-temporal… o un simple desmayo, no tenía ganas de averiguarlo.
Era frustrante, aunque el Doctor se lo tomó como un reto personal, por lo que no dejó ni un solo momento su búsqueda. Recorrimos bibliotecas, mausoleos, todo lo que pudimos cuando él estaba conmigo y no “en sus asuntos familiares”. En aquellos días no llegué a saber mucho de él, ni de dónde venía, pero eso en cierta forma me daba seguridad. La ignorancia me daba seguridad.
Podíamos colarnos en cada archivo o en cada refugio de libros del espacio. El Doctor poseía un artilugio especializado para eso, y no, no era una ganzúa. Era un destornillador sónico.
Un destornillador sónico es físicamente una pequeña barra de madera con una bombilla en su extremo, pero El Doctor hacía maravillas con él. No sólo abría las puertas aparentemente cerradas, sino que también arreglaba aparatos o descifraba códigos. Lo averigüé en uno de nuestros viajes. Aquella vez El Doctor se empeñó en enseñarme el mundo en que los humanos habían nacido.
El siglo XVI en la Tierra era maravilloso. Y al Doctor le encantaba Inglaterra, un país situado en el hemisferio Norte, cuyos días siempre eran lluviosos, los carruajes estaban tirados por caballos y las mujeres vestían con apretados corsés.
Nos vestimos adecuadamente para la ocasión, y debo admitir que se me saltaron las lágrimas al ver al Doctor vestido con una peluca empolvada, pero no podía casi respirar debido a mi voluptuoso vestido de color crema.
—Doctor —le pregunté mientras caminábamos en una calle adoquinada bajo numerosos balcones—. ¿Por qué estamos aquí?
El Doctor se atusó su antiguo chaleco, se detuvo frente a un edificio blanco y se dignó a mirarme.
—¿Sabes? Nunca se me ha ocurrido preguntarte tu nombre.
—Me pregunto que tendrá eso que ver —enarqué una ceja, y aunque su curiosidad innata me hizo decírselo con un suspiro resignado, no pude evitarme darme cuenta de que tenía indudablemente la razón.
Al contrario de la reacción que me esperé, algo así como un análisis sobre la mestiza llamada aullido del lobo; se sorprendió en demasía, y me ofreció la mano para entrar en aquel edificio ornamentado con pequeñas columnas, rezumante de música clásica y con gente que salía y entraba. De pronto pensé que me había llevado a una fiesta, cosa muy rara en su persona.
Al subir la pulida escalinata y abrir el portón, pude fijarme en la complejidad que es el baile humano. Multitud de parejas giraban al son de un vals, acentuado y tejido por un cuarteto de instrumentos de cuerda que tocaban en el fondo del gran salón.
—Allí —el Doctor señaló una puerta en el fondo medio oculta tras una cortina— están las respuestas.
Supuse que era una biblioteca o un archivo. Aun así me pregunté, mientras atravesábamos la sala intentando no destacar (bailando, muy torpemente en mi caso por cierto), por qué una biblioteca del siglo XVI en la Tierra poseía nada más ni nada menos que las respuestas a las incógnitas de mi nombre. Un agujero en el tejido espacio-tiempo permitieron que el libro se teleportara hasta ese mismo estante, pero no debéis preocuparos por eso.
Y efectivamente, era una biblioteca. Otra cosa no, pero podía oler los libros a, por lo menos, diez metros de distancia.
Tras correr un poco la cortina para alejar miradas indeseadas y sellar la puerta con el destornillador sónico, vimos que dos pequeñas estanterías coronadas por lámparas de araña de las que goteaba cera se erigían a ambos lados de la sala.
El Doctor se atusó la peluca empolvada y se dirigió a un punto fijo de la estantería que se encontraba en la izquierda. Estuvo indagando entre los volúmenes y, de un tirón, extrajo un pequeño libro encuadernado en piel roja, con el título ya envejecido por el tiempo: “Zora, El Ángel Maldito”.
Al parecer, el libro estaba escrito por un oráculo que vislumbró mi nacimiento y estudió todo aquello que tenía que ver con las almas, el cielo y los infiernos. Gracias a ese pequeño volumen descubrí que el Cielo, es decir, el lugar donde transportaba las almas de los difuntos que me acosaban cada noche, no era más que un limbo situado en una dimensión subalterna, totalmente inmaterial y conectada a todos los mundos del Universo.
Los siete infiernos, mucho más complejos, eran el hogar de los demonios menores, desterrados por los ángeles, situados todos en la misma dimensión y con tendencia a abrir agujeros temporales hacia todos los mundos; lo que hacía que algunos demonios pudieran viajar de su planeta a otro, aunque ocasionalmente morían al salir de su entorno. Si algún día conocéis a un humano mestizo de demonio, seguramente se deba a un demonio mayor, que en eterna lucha contra los ángeles, tienden a mezclarse con otras especies para sobrevivir.
Y aquí, es donde aparezco yo.
Los dos bandos quieren a un ser capaz de arrancar el alma con sólo pensarlo, quieren a alguien con el poder de viajar a aquel limbo para rescatar el alma de los caídos e invocarla en otro cuerpo nuevo, quieren a alguien que pueda desterrar las almas a cualquiera de los siete infiernos, (del cual, es imposible acceder al Cielo a no ser que encuentres la salida del mismo). Mi sangre concedía la inmortalidad y mis plumas sanaban heridas.
Ambos bandos querían una máquina capaz de destruir a la amenaza contraria, porque es una mezcla de las dos razas; me querían a mí para acabar con el orden natural e inclinar la balanza.
Todo aquello me hizo sacar mis propias teorías. Me abandonaron porque así creerían que estaría a salvo y poder elegir mi camino. Pero mientras pensaba en todo aquello y me preguntaba un millón de incógnitas sin respuesta, algo cayó de entre las páginas.
Dos llaves me miraban desde el suelo.
La primera, tan pura como el mismo cristal del que parecía estar hecha, se contorsionaba y se doblaba formando curvas y desniveles semejantes a un ala, sujetaba delicadamente lo que parecía una amatista perfectamente redondeada y pulida; la segunda, totalmente oxidada y llena de herrumbre, poseía dos esmeraldas y su final estaba coronado por siete finas púas irregulares y asimétricas. Estaban cogidas por una cadena de hierro que parecía no haberse oxidado por el tiempo.
Ésas eran las Llaves del Destino, capaces de abrir la puerta de los infiernos o de aquel limbo conocido como Cielo.
Irónicamente, pensé que el nombre les venía como anillo al dedo. Irónicamente, el Destino las había puesto entre las páginas para mí. Irónicamente, El Doctor me animó a colgármelas al cuello; donde la ironía de la vida les hizo permanecer allí durante mucho, mucho, tiempo.
Se quedó tan extasiado de que hubiera podido, yo, una simple mente mestiza conseguir tal artefacto a través de tantos años de trabajo, que, sin ir más lejos, me arrebató el candado de las manos con admiración y tras unos cuantos ajustes en los que se encontraban llaves inglesas y otros artefactos temporales dijera:
—Ahora es una TARDIS, se te olvidó ajustar los parámetros tempo-espaciales. Ahora, con introducir una coordenada y cuánto tiempo quieres viajar, será casi perfecto.
—¿Casi?
—Bueno, hay que reconocer que es algo poderoso, pero es bastante inestable, a lo mejor puedes introducir una fecha y una coordenada, pero lo más probable es que se desajusten en el salto temporal.
—Por lo menos yo no piloto con los frenos puestos —aludí a su TARDIS, que hacía aquel ruido tan infernal semejante al de una ambulancia, porque los frenos siempre estaban allí, y que ninguno de los dos supimos nunca como quitarlos. Aludió la broma con un relincho.
La probamos allí mismo. Introdujimos las coordenadas de la posada a nivel Universal un año más adelante en el tiempo y cerramos el candado, que era la señal que impulsaba a los parámetros a producir aquellos viajes. Lo mejor fue que funcionó, aunque nos trasladó fuera de la cabaña, los parámetros temporales sólo se habían desviado dos meses, lo cual, fue un pequeño logro para mí.
En cuanto a su investigación sobre mis raíces no sacó nada en claro: historias aludían a un ángel medio demonio y humano, pero eran todo leyendas sin ninguna base probada, en cambio, sí que estudiamos bastante angelología y demonología, en diversos libros mitológicos que aluden a la religión del cristianismo y que explicaban el origen de la creación humana. El Doctor era bastante escéptico respecto a este tipo de religión, pero yo la encontraba fascinante.
¿Sería cierto que los ángeles son criaturas divinas creados por Dios? ¿Qué los demonios son los mismos ángeles pero revelados contra el susodicho, guiados por Lucifer para derrocarlo? Llegué a leer un libro incluso, que contaba como los hijos de los ángeles y los demonios eran los humanos, pero todas estas teorías me parecían huecas si no podía probarlas por mí misma.
Literalmente, no sabía quién era. Bueno sí, El Ángel de la Muerte, pero, aunque en algunos mundos mis alas eran reconocidas (cosa que detesté, y cogí la costumbre de no mostrárselas a nadie); no formaba parte de ningún escrito antiguo. Era como buscar una aguja en un pajar. Incluso decidí buscar información sobre licántropos por si me mencionaban pero nada. Seguía aullando a la Luna, que según en el mundo en que me encontraba eran varias o ninguna, pero era un aullido vacío.
Estuve tentada de viajar en el tiempo hasta los confines de la Tierra en sí , para ver con mis propios ojos la verdad; pero era una fecha demasiado crucial en el tiempo, y sería muy peligroso intervenir en ella. Si cometiera un solo pequeño error, por muy insignificante que fuera, y si volviera atrás en el tiempo para arreglarlo, las posibilidades de encontrarme a mí misma en el espacio-tiempo serían muy probables, lo que causaría un colapso en el tejido espacio-temporal… o un simple desmayo, no tenía ganas de averiguarlo.
Era frustrante, aunque el Doctor se lo tomó como un reto personal, por lo que no dejó ni un solo momento su búsqueda. Recorrimos bibliotecas, mausoleos, todo lo que pudimos cuando él estaba conmigo y no “en sus asuntos familiares”. En aquellos días no llegué a saber mucho de él, ni de dónde venía, pero eso en cierta forma me daba seguridad. La ignorancia me daba seguridad.
Podíamos colarnos en cada archivo o en cada refugio de libros del espacio. El Doctor poseía un artilugio especializado para eso, y no, no era una ganzúa. Era un destornillador sónico.
Un destornillador sónico es físicamente una pequeña barra de madera con una bombilla en su extremo, pero El Doctor hacía maravillas con él. No sólo abría las puertas aparentemente cerradas, sino que también arreglaba aparatos o descifraba códigos. Lo averigüé en uno de nuestros viajes. Aquella vez El Doctor se empeñó en enseñarme el mundo en que los humanos habían nacido.
El siglo XVI en la Tierra era maravilloso. Y al Doctor le encantaba Inglaterra, un país situado en el hemisferio Norte, cuyos días siempre eran lluviosos, los carruajes estaban tirados por caballos y las mujeres vestían con apretados corsés.
Nos vestimos adecuadamente para la ocasión, y debo admitir que se me saltaron las lágrimas al ver al Doctor vestido con una peluca empolvada, pero no podía casi respirar debido a mi voluptuoso vestido de color crema.
—Doctor —le pregunté mientras caminábamos en una calle adoquinada bajo numerosos balcones—. ¿Por qué estamos aquí?
El Doctor se atusó su antiguo chaleco, se detuvo frente a un edificio blanco y se dignó a mirarme.
—¿Sabes? Nunca se me ha ocurrido preguntarte tu nombre.
—Me pregunto que tendrá eso que ver —enarqué una ceja, y aunque su curiosidad innata me hizo decírselo con un suspiro resignado, no pude evitarme darme cuenta de que tenía indudablemente la razón.
Al contrario de la reacción que me esperé, algo así como un análisis sobre la mestiza llamada aullido del lobo; se sorprendió en demasía, y me ofreció la mano para entrar en aquel edificio ornamentado con pequeñas columnas, rezumante de música clásica y con gente que salía y entraba. De pronto pensé que me había llevado a una fiesta, cosa muy rara en su persona.
Al subir la pulida escalinata y abrir el portón, pude fijarme en la complejidad que es el baile humano. Multitud de parejas giraban al son de un vals, acentuado y tejido por un cuarteto de instrumentos de cuerda que tocaban en el fondo del gran salón.
—Allí —el Doctor señaló una puerta en el fondo medio oculta tras una cortina— están las respuestas.
Supuse que era una biblioteca o un archivo. Aun así me pregunté, mientras atravesábamos la sala intentando no destacar (bailando, muy torpemente en mi caso por cierto), por qué una biblioteca del siglo XVI en la Tierra poseía nada más ni nada menos que las respuestas a las incógnitas de mi nombre. Un agujero en el tejido espacio-tiempo permitieron que el libro se teleportara hasta ese mismo estante, pero no debéis preocuparos por eso.
Y efectivamente, era una biblioteca. Otra cosa no, pero podía oler los libros a, por lo menos, diez metros de distancia.
Tras correr un poco la cortina para alejar miradas indeseadas y sellar la puerta con el destornillador sónico, vimos que dos pequeñas estanterías coronadas por lámparas de araña de las que goteaba cera se erigían a ambos lados de la sala.
El Doctor se atusó la peluca empolvada y se dirigió a un punto fijo de la estantería que se encontraba en la izquierda. Estuvo indagando entre los volúmenes y, de un tirón, extrajo un pequeño libro encuadernado en piel roja, con el título ya envejecido por el tiempo: “Zora, El Ángel Maldito”.
Al parecer, el libro estaba escrito por un oráculo que vislumbró mi nacimiento y estudió todo aquello que tenía que ver con las almas, el cielo y los infiernos. Gracias a ese pequeño volumen descubrí que el Cielo, es decir, el lugar donde transportaba las almas de los difuntos que me acosaban cada noche, no era más que un limbo situado en una dimensión subalterna, totalmente inmaterial y conectada a todos los mundos del Universo.
Los siete infiernos, mucho más complejos, eran el hogar de los demonios menores, desterrados por los ángeles, situados todos en la misma dimensión y con tendencia a abrir agujeros temporales hacia todos los mundos; lo que hacía que algunos demonios pudieran viajar de su planeta a otro, aunque ocasionalmente morían al salir de su entorno. Si algún día conocéis a un humano mestizo de demonio, seguramente se deba a un demonio mayor, que en eterna lucha contra los ángeles, tienden a mezclarse con otras especies para sobrevivir.
Y aquí, es donde aparezco yo.
Los dos bandos quieren a un ser capaz de arrancar el alma con sólo pensarlo, quieren a alguien con el poder de viajar a aquel limbo para rescatar el alma de los caídos e invocarla en otro cuerpo nuevo, quieren a alguien que pueda desterrar las almas a cualquiera de los siete infiernos, (del cual, es imposible acceder al Cielo a no ser que encuentres la salida del mismo). Mi sangre concedía la inmortalidad y mis plumas sanaban heridas.
Ambos bandos querían una máquina capaz de destruir a la amenaza contraria, porque es una mezcla de las dos razas; me querían a mí para acabar con el orden natural e inclinar la balanza.
Todo aquello me hizo sacar mis propias teorías. Me abandonaron porque así creerían que estaría a salvo y poder elegir mi camino. Pero mientras pensaba en todo aquello y me preguntaba un millón de incógnitas sin respuesta, algo cayó de entre las páginas.
Dos llaves me miraban desde el suelo.
La primera, tan pura como el mismo cristal del que parecía estar hecha, se contorsionaba y se doblaba formando curvas y desniveles semejantes a un ala, sujetaba delicadamente lo que parecía una amatista perfectamente redondeada y pulida; la segunda, totalmente oxidada y llena de herrumbre, poseía dos esmeraldas y su final estaba coronado por siete finas púas irregulares y asimétricas. Estaban cogidas por una cadena de hierro que parecía no haberse oxidado por el tiempo.
Ésas eran las Llaves del Destino, capaces de abrir la puerta de los infiernos o de aquel limbo conocido como Cielo.
Irónicamente, pensé que el nombre les venía como anillo al dedo. Irónicamente, el Destino las había puesto entre las páginas para mí. Irónicamente, El Doctor me animó a colgármelas al cuello; donde la ironía de la vida les hizo permanecer allí durante mucho, mucho, tiempo.
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En un café de Inglaterra, estudiaba un grueso volumen de anatomía y escuchaba la radio mientras me tomaba un té rojo. Hacía frío, tal como mostraba la escarcha de la ventana.
Alguien se sentó enfrente de mí y puso un paquete que me impidió ver la interesante lectura.
Levanté la vista. El Doctor tenía aquella sonrisa que decía a gritos lo bonita que era la vida, llevaba puesto su atuendo habitual; pero también una bufanda bien calada. Sus pelos seguían tan rebeldes como siempre, y sus ojos irradiaban felicidad en un destello marino.
Le miré confusa, él atusó el paquete. Era de color marrón y estaba atado con cintas de cuero. Sonreí y saqué de mis pantalones otro paquetito, pero éste envuelto en papel rojo.
—Feliz Navidad, Doctor —le tendí el paquete mientras yo abría el mío—. No sabía que te gustaban las fiestas locales.
Sonrió más si cabía, parecía un niño entusiasmado. Desenvolvió su paquete y en él encontró una pequeña libreta negra llena de hojas blancas. Me miró con estupefacción.
—Papel psíquico —medio exclamó, dándole vueltas a la libretita—, habrás tenido que viajar mucho para conseguirlo y te debe haber costado…
Le paré con la mano suavemente. No quería hablar de precios, había conseguido trabajo como enfermera y yo apenas comía nada (razón por la cual acentuó mi delgadez, aunque El Doctor lo atribuyó a la desnutrición que padecí en la Tribu del Lobo).
—Supongo que ya lo sabes —expliqué—. Te permite mostrar a alguien lo que quieras, incluido cualquier tipo de documento.
—No sólo eso —continuó, pasando las páginas con infinito cuidado—. Recibe mensajes de todo el Universo. Lo usaré… cuando más lo necesite.
Me miró con agradecimiento, arrancó una hoja y me la tendió. Yo la recogí. Era un hombre de pocas palabras por lo que no dijo nada, pero yo entendí su mensaje. Si algún día estaba en peligro, sólo tendría que escribir el mensaje y llegaría directamente a su papel.
Bajé la mirada y continué desenvolviendo el paquete. Era mucho más grande que el que le había dado, por lo que me sentí ligeramente culpable... Hasta que vi lo que me aguardaba.
La gabardina era verde oscura, larga y con numerosos botones dorados puestos en fila, que se enganchaban con tiras de cuero amarillento. A ambos lados tenía dos grandes bolsillos que se cerraban con una cremallera de un material desconocido pero del color de la hojalata, con más bolsillos en el interior de ésta. La capucha era amplia; y las mangas estaban dobladas y sujetadas con más botones.
Me la puse con ansia levantándome y observé cómo el tejido era suave pero muy resistente, repelente al agua y parecido al terciopelo. Si querías, se abría sutilmente en triángulo para enseñar escote, me entristecí ligeramente al percatarme de que no tenía suficiente pecho. Lo mejor fue el detalle de la espalda: tenía dos rajas totalmente invisibles, no dejaban tampoco pasar el frío o el calor, por lo que para desplegar mis alas eran perfectas. Olía a lavanda.
—Me… encanta le anuncié extasiada. De verdad que me gustó, El Doctor parecía algo culpable también.
—B-bueno murmuró—. La original estaba en descuento, pero le he hecho algunos retoques como los agujeros de atrás o los bolsillos se apresuró a aclarar—, son totalmente inexpugnables a no ser que seas tú quién los abra. La tela es de Gallifrey, perfecta para cualquier clima…
—¿La has comprado en Gallifrey?— Le pregunté, atónita; mientras me guardaba el Candado en el bolsillo derecho junto al papel psíquico.
Negó con la mano mientras fruncía el ceño. El libro de anatomía se había quedado olvidado en la mesa, pero ni me inmuté por ello. Apagué la radio y me senté de nuevo. Parecía… triste de repente, como si toda su felicidad se hubiera evaporado como el agua hirviendo.
—¿Ocurre… ocurre algo?— Le pregunté con cautela. El Doctor no hablaba mucho de sí mismo, por eso había que ser muy delicado cuando le preguntabas cosas así.
Se levantó de un salto y me dijo que le siguiera. Recogiendo el marginado libro, me encaminé hasta el callejón dónde la TARDIS estaba alojada. Como era de sospechar, me condujo hasta su interior y comenzó a accionar palancas y botones en aquel resplandor naranja. Había dejado su bufanda a un lado, junto al libro de anatomía que rápidamente me aseguré de dejar en un buen lugar.
Y entonces, con la ligera sacudida tan propia de la nave; nos detuvimos en mitad de… algún mundo en algún tiempo.
No tenía ni la más remota idea de por qué había reaccionado así, y la curiosidad, como era normal en mí, se hizo paso hasta acaparar mi mente. Pero no preguntaría, si no me había respondido ya, El Doctor no respondería; por mucho que insistiese.
Se acercó a la puerta, y sin mirarme a los ojos la abrió. La inminente luz hizo que parpadeara, frunciendo el ceño.
Aquella tierra no era como las que había visto antes.
Al encaramarme al exterior, rozando las llaves de mi cuello con los dedos, supe que era un planeta muy querido por El Doctor. Porque el cielo era del color del atardecer, de un naranja fuerte; porque la tierra era tan roja como la sangre, al igual que la hierba; y porque del agua de un río que se veía a lo lejos se reflejaban destellos dorados. Dos soles gemelos se alzaban en el cielo y la silueta de un planeta relativamente alejado se mostraba para culminar el paisaje.
—Es Gallifrey Zora —señaló hacia aquella bola roja, el planeta—. Y ahora, estamos en una de sus lunas: Babylonya.
—¿Por qué me has traído? —Le pregunté, sin poder contenerme. Él se encogió de hombros.
Se tumbó sobre la mullida hierba roja y puso sus manos tras su nuca. Cerró los ojos, ojos cansados de un inmortal. Quizá algún día yo tuviera aquellos mismos ojos también.
Me dediqué a investigar Babylonya, volando. Y descubrí que no había fauna alguna. De vez en cuando, árboles de troncos oscuros salpicaban el paisaje; sus hojas eran plateadas, pero no daban frutos.
Había un lago enorme. El agua era transparente, pero parecía dorada; descendí para rozarla. No habían peces, pero soplaba una ligera brisa. Me bañaría en aquel lago… algún día. No ahora.
Ahora tenía que exigir algunas respuestas. Sabía que algo ocurría, pero no sabía el qué.
El hombre me esperó sentado en la hierba, mirando el horizonte y perdido en sus pensamientos. Sus ojos de color azul intenso miraban, pero sin realmente fijar la vista en una sola cosa.
—No tienes idea de por qué te he dado la gabardina ¿verdad? —Me dijo de repente, fulminándome con la mirada. Negué con la cabeza despacio.
El brillo de sus ojos tembló un momento, como si estuviera cavilando si decírmelo o no. Una ligera brisa enfrió mis mejillas, pero no me senté. Tampoco pensé en la respuesta, una respuesta amenazadora.
—Has sido fichada Zora —aseguró, cuando decía mi nombre no era una buena señal—. Fichada para la guerra.
Fichada para la guerra. Aquella frase resonaría en mis pesadillas. Porque no tenía elección.
La gabardina era uno de los uniformes de médico que se presentaban para el combate. Gallifrey estaba sumido en una guerra infinita, cuyos participantes eran los Daleks y los Señores del Tiempo.
¿Cómo describir a los Daleks sin que suene un insulto? Rastreros y tramposos. Utilizaban el regreso en el tiempo para cambiar batallas en las que muchos de los suyos eran exterminados; por lo que el bando contrario también comenzó a utilizar aquella estratagema… sin saber que eso finalmente supondría su destrucción.
Miré al Doctor como preguntándome: ¿Por qué yo? Por el simple motivo de que viajaba en el tiempo. El consejo de su planeta me juzgó y decidió que yo también participara. Aquello fue lo que me explicó aquella tarde.
No me enfadé, ni me preocupaba perder la vida en el campo de batalla. Simplemente porque no podía, no hasta que tuviera un heredero con mi poder.
Monté en la TARDIS y alenté al Doctor para dirigirnos a Gallifrey. Si querían al Ángel de la Muerte en el campo de batalla… ¿Por qué iba a detenerles?
Me miró como si estuviera loca.
Quizá lo estaba.
Alguien se sentó enfrente de mí y puso un paquete que me impidió ver la interesante lectura.
Levanté la vista. El Doctor tenía aquella sonrisa que decía a gritos lo bonita que era la vida, llevaba puesto su atuendo habitual; pero también una bufanda bien calada. Sus pelos seguían tan rebeldes como siempre, y sus ojos irradiaban felicidad en un destello marino.
Le miré confusa, él atusó el paquete. Era de color marrón y estaba atado con cintas de cuero. Sonreí y saqué de mis pantalones otro paquetito, pero éste envuelto en papel rojo.
—Feliz Navidad, Doctor —le tendí el paquete mientras yo abría el mío—. No sabía que te gustaban las fiestas locales.
Sonrió más si cabía, parecía un niño entusiasmado. Desenvolvió su paquete y en él encontró una pequeña libreta negra llena de hojas blancas. Me miró con estupefacción.
—Papel psíquico —medio exclamó, dándole vueltas a la libretita—, habrás tenido que viajar mucho para conseguirlo y te debe haber costado…
Le paré con la mano suavemente. No quería hablar de precios, había conseguido trabajo como enfermera y yo apenas comía nada (razón por la cual acentuó mi delgadez, aunque El Doctor lo atribuyó a la desnutrición que padecí en la Tribu del Lobo).
—Supongo que ya lo sabes —expliqué—. Te permite mostrar a alguien lo que quieras, incluido cualquier tipo de documento.
—No sólo eso —continuó, pasando las páginas con infinito cuidado—. Recibe mensajes de todo el Universo. Lo usaré… cuando más lo necesite.
Me miró con agradecimiento, arrancó una hoja y me la tendió. Yo la recogí. Era un hombre de pocas palabras por lo que no dijo nada, pero yo entendí su mensaje. Si algún día estaba en peligro, sólo tendría que escribir el mensaje y llegaría directamente a su papel.
Bajé la mirada y continué desenvolviendo el paquete. Era mucho más grande que el que le había dado, por lo que me sentí ligeramente culpable... Hasta que vi lo que me aguardaba.
La gabardina era verde oscura, larga y con numerosos botones dorados puestos en fila, que se enganchaban con tiras de cuero amarillento. A ambos lados tenía dos grandes bolsillos que se cerraban con una cremallera de un material desconocido pero del color de la hojalata, con más bolsillos en el interior de ésta. La capucha era amplia; y las mangas estaban dobladas y sujetadas con más botones.
Me la puse con ansia levantándome y observé cómo el tejido era suave pero muy resistente, repelente al agua y parecido al terciopelo. Si querías, se abría sutilmente en triángulo para enseñar escote, me entristecí ligeramente al percatarme de que no tenía suficiente pecho. Lo mejor fue el detalle de la espalda: tenía dos rajas totalmente invisibles, no dejaban tampoco pasar el frío o el calor, por lo que para desplegar mis alas eran perfectas. Olía a lavanda.
—Me… encanta le anuncié extasiada. De verdad que me gustó, El Doctor parecía algo culpable también.
—B-bueno murmuró—. La original estaba en descuento, pero le he hecho algunos retoques como los agujeros de atrás o los bolsillos se apresuró a aclarar—, son totalmente inexpugnables a no ser que seas tú quién los abra. La tela es de Gallifrey, perfecta para cualquier clima…
—¿La has comprado en Gallifrey?— Le pregunté, atónita; mientras me guardaba el Candado en el bolsillo derecho junto al papel psíquico.
Negó con la mano mientras fruncía el ceño. El libro de anatomía se había quedado olvidado en la mesa, pero ni me inmuté por ello. Apagué la radio y me senté de nuevo. Parecía… triste de repente, como si toda su felicidad se hubiera evaporado como el agua hirviendo.
—¿Ocurre… ocurre algo?— Le pregunté con cautela. El Doctor no hablaba mucho de sí mismo, por eso había que ser muy delicado cuando le preguntabas cosas así.
Se levantó de un salto y me dijo que le siguiera. Recogiendo el marginado libro, me encaminé hasta el callejón dónde la TARDIS estaba alojada. Como era de sospechar, me condujo hasta su interior y comenzó a accionar palancas y botones en aquel resplandor naranja. Había dejado su bufanda a un lado, junto al libro de anatomía que rápidamente me aseguré de dejar en un buen lugar.
Y entonces, con la ligera sacudida tan propia de la nave; nos detuvimos en mitad de… algún mundo en algún tiempo.
No tenía ni la más remota idea de por qué había reaccionado así, y la curiosidad, como era normal en mí, se hizo paso hasta acaparar mi mente. Pero no preguntaría, si no me había respondido ya, El Doctor no respondería; por mucho que insistiese.
Se acercó a la puerta, y sin mirarme a los ojos la abrió. La inminente luz hizo que parpadeara, frunciendo el ceño.
Aquella tierra no era como las que había visto antes.
Al encaramarme al exterior, rozando las llaves de mi cuello con los dedos, supe que era un planeta muy querido por El Doctor. Porque el cielo era del color del atardecer, de un naranja fuerte; porque la tierra era tan roja como la sangre, al igual que la hierba; y porque del agua de un río que se veía a lo lejos se reflejaban destellos dorados. Dos soles gemelos se alzaban en el cielo y la silueta de un planeta relativamente alejado se mostraba para culminar el paisaje.
—Es Gallifrey Zora —señaló hacia aquella bola roja, el planeta—. Y ahora, estamos en una de sus lunas: Babylonya.
—¿Por qué me has traído? —Le pregunté, sin poder contenerme. Él se encogió de hombros.
Se tumbó sobre la mullida hierba roja y puso sus manos tras su nuca. Cerró los ojos, ojos cansados de un inmortal. Quizá algún día yo tuviera aquellos mismos ojos también.
Me dediqué a investigar Babylonya, volando. Y descubrí que no había fauna alguna. De vez en cuando, árboles de troncos oscuros salpicaban el paisaje; sus hojas eran plateadas, pero no daban frutos.
Había un lago enorme. El agua era transparente, pero parecía dorada; descendí para rozarla. No habían peces, pero soplaba una ligera brisa. Me bañaría en aquel lago… algún día. No ahora.
Ahora tenía que exigir algunas respuestas. Sabía que algo ocurría, pero no sabía el qué.
El hombre me esperó sentado en la hierba, mirando el horizonte y perdido en sus pensamientos. Sus ojos de color azul intenso miraban, pero sin realmente fijar la vista en una sola cosa.
—No tienes idea de por qué te he dado la gabardina ¿verdad? —Me dijo de repente, fulminándome con la mirada. Negué con la cabeza despacio.
El brillo de sus ojos tembló un momento, como si estuviera cavilando si decírmelo o no. Una ligera brisa enfrió mis mejillas, pero no me senté. Tampoco pensé en la respuesta, una respuesta amenazadora.
—Has sido fichada Zora —aseguró, cuando decía mi nombre no era una buena señal—. Fichada para la guerra.
Fichada para la guerra. Aquella frase resonaría en mis pesadillas. Porque no tenía elección.
La gabardina era uno de los uniformes de médico que se presentaban para el combate. Gallifrey estaba sumido en una guerra infinita, cuyos participantes eran los Daleks y los Señores del Tiempo.
¿Cómo describir a los Daleks sin que suene un insulto? Rastreros y tramposos. Utilizaban el regreso en el tiempo para cambiar batallas en las que muchos de los suyos eran exterminados; por lo que el bando contrario también comenzó a utilizar aquella estratagema… sin saber que eso finalmente supondría su destrucción.
Miré al Doctor como preguntándome: ¿Por qué yo? Por el simple motivo de que viajaba en el tiempo. El consejo de su planeta me juzgó y decidió que yo también participara. Aquello fue lo que me explicó aquella tarde.
No me enfadé, ni me preocupaba perder la vida en el campo de batalla. Simplemente porque no podía, no hasta que tuviera un heredero con mi poder.
Monté en la TARDIS y alenté al Doctor para dirigirnos a Gallifrey. Si querían al Ángel de la Muerte en el campo de batalla… ¿Por qué iba a detenerles?
Me miró como si estuviera loca.
Quizá lo estaba.
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El consejo me juzgó sabia pero duramente.
Mis ojos estuvieron vendados durante toda la intervención, por lo que no pude ver a todos aquellos Señores del Tiempo que decidieron que marchara a la guerra como enfermera. Maldecí y escupí en todos aquellos. Nadie me había dicho que sólo los viajeros expertos como ellos podían violar el espacio-tiempo, y aquello era lo que más me molestaba.
Tras aquello, el Doctor me condujo, resignada, a la TARDIS. El bamboleo de la cabina consiguió tranquilizarme del todo, me acaricié las alas, inquieta. No podía huir de ninguna forma, ellos me encontrarían.
El aire se me atragantó cuando el Doctor me retiró la venda al bajar de la máquina.
Había volado en Babylonya, acariciado sus nubes polvorientas, admirado su paisaje desde las alturas y había dormido bajo sus hojas plateadas. Gallifrey era una copia exacta, a excepción de una larguísima columna de humo negro, con base al pie de una ciudad amparada bajo una cúpula rota. No se me permitió la entrada.
El Doctor me miró con tristeza, y sus ojos azules estaban bañados por una caricia color turquesa. Supe que era el momento del adiós. De quizá el verdadero. Él se ocuparía de luchar en primera línea de batalla, mientras que yo estaría en la enfermería. Él podía morir si no completaba su regeneración. Yo no.
La despedida fue escueta, atravesada por láseres de ambos bandos que surcaban el aire como lo hacían las moscas.
Volé y desplegar las alas fue una bendición. Esquivar era difícil, pero alcancé la enfermería sin más accidentes que un pequeño rasguño de láser en el ala izquierda. Dolió tanto que se me saltaron las lágrimas, pero la confortable sensación de la regeneración de mi piel contrarrestó los efectos.
Oh, la enfermería. Menuda cuadra. Era absurdamente pequeña y maloliente, con uno o dos camastros al final; hecha de madera, parecía el sitio perfecto para causar un foco de infección. Pero los Señores del Tiempo no cogían infecciones, claro.
Mi misión era intentar curar las heridas antes de que les diera tiempo a regenerarse, o si no era posible, intentar protegerlos mientras se transformaban de aspecto. Si conseguían dañarlos mientras se regeneraban, morirían. Era simple y a la vez macabro.
Un Señor del Tiempo estaba tumbado en el camastro de atrás, no parecía tener ninguna herida de gravedad pero no le dije nada. Quizá estaba demasiado cansado para continuar. La guerra era muy dura.
Me calé la capucha de la gabardina, para intentar que el polvo no se colase en mis ojos y plegué las alas. Bajo la gabardina parecía un ciudadano normal.
En una de las estanterías de la cuadra, aparte de haber innumerables avances médicos así como tiritas que regeneraban la piel o colocahuesos (bastante desagradable, pero eficaz); un arma parecida a un tubo de casi mi altura, reflejaba la luz de los soles gemelos a través de la ventana. El extremo era de color celeste y servía para atontar al enemigo.
Lo cogí y salí al exterior. Los caídos en medio de la batalla no se iban a curar solos.
No sabría decir exactamente cuántos días, semanas o meses pasaron. Para mí, el tiempo ya no tenía importancia de ningún tipo. Creí que la desorientación era por la cantidad de veces de retroceso en el tiempo de ambos bandos, que cada día era mayor.
Aquel día, en medio de la bruma de la batalla, un Señor del Tiempo me llamó la atención. Estaba tendido en el suelo, por lo que me apuré para llevarlo bajo una colina escarlata. Una enorme herida cubría su pierna, me apresuré a sacar el material de medicina que llevaba en mi mochila.
Estaba cubierto de polvo, acentuando aún más su mortecina piel, coloreando lo que habría sido un cabello pelirrojo Dos tatuajes en forma de lágrima vestían sus mejillas. Vestía completamente de negro, y sólo llevaba un arco en la espalda.
Al intentar tocarle, una dolorosa descarga eléctrica recorrió mi cuerpo y caí de espaldas. Casi al instante un grito metalizado que ya conocía rasgó el viento.
—¡Exterminar! —Gritó el Dalek. Aquel tenía un revestimiento de metal color cobre, con la cabeza de color negro de donde surgía una barra que hacía de ojo. Su cuerpo tenía forma de cilindro abombado, con innumerables semiesferas cubriéndolo. Su rayo mortífero me apuntaba a las sienes.
Pero yo fui más rápida. Agarré el arma y disparé apretando el gatillo.
Su coraza se abrió, y la masa informe rosada que son los Dalek me hizo tener arcadas. Pero cuando me iba a llevar al pelirrojo lejos de la batalla, ya no estaba. En su lugar, estaba el arco que llevaba en la espalda. Metálico, largo y mortífero. Su cuerda parecía hilo de diamante, y estaba perfectamente equilibrado gracias a los agujeros en el metal. No tenía flechas.
Extrañada lo rocé, y la misma sensación me cubrió por completo. Estuve así un rato, hasta que el sentimiento se redujo y pude colgármelo a la espalda. Oí un ruido y me giré alertada.
Aquel a quien había tomado por un Señor del Tiempo (y que sin duda no era). Estaba en una bruma de arena mirándome con un verde que yo no había visto jamás; ni si quiera era comparable a las esmeraldas de la llave que pendía en mi pecho. Iba a quitarme le arma de la espalda para devolvérsela cuando el desconocido me detuvo.
—Es un regalo —susurró, y su voz parecía el mismo viento. Parpadeé y desapareció.
Había perdido mi viejo arco de madera y aquel hombre me había dado uno mil veces mejor. Pero seguía sin tener flechas, y un arco sin flechas no servía de mucho.
Volví a la enfermería con mil preguntas que no me atrevía a responder. En una ocasión leí que la magia Oscura podía matarme, aquella que tenían unos seres llamados incorpóreos y sincorazón. Los incorpóreos carecían de corazón, pero tenían un cuerpo y alma; en cambio, los sincorazón se alimentaban de los corazones de las personas, no los físicos, sino aquellos que provocaban los sentimientos.
Y aquel arco, aquel desconocido me había causado un terrible dolor con solamente tocarlo. Quizá él era un incorpóreo, pero lo descarté rápidamente. Tales seres no habitaban en Gallifrey. Los Señores del Tiempo tenían dos corazones físicos, y sólo uno psíquico. Vacilé.
Negué con la cabeza. No era posible.
Al llegar, el Señor del Tiempo que conocí el primer día de mi estancia estaba despierto mientras fabricaba un complicado reloj. Su cabello azabache le caía suelto por las mejillas, y los pantalones que un día fueron lilas estaban ajados. Me miró con ojos de color musgo al entrar.
Él era mudo. Era uno de los poquísimos Señores del Tiempo que tenían malformaciones a la hora de regenerarse, pero fabricaba Relojes Médium de lujo. Eran redondos, con doce agujas y tres filas de números romanos, y lo mejor era que estuvieras en el mundo que estuvieras, siempre se ajustaban a la hora correcta.
Sonrió y de debajo de la mesa de madera en la cual trabajaba, sacó mi candado. Ahora tenía un reloj de ésos incorporados en la parte de atrás. No se lo pedí, pero insistió en construírmelo y yo accedí. Cuando lo tuve en mis manos fue como recuperar a un viejo amigo.
Eran las cinco menos veinte de la tarde.
Pero estaba tan cansada… Me tumbé en un jergón y aquella vez soñé con los muertos, como me pasaba siempre.
El mudo y yo habíamos estado estudiando este fenómeno, y parecía ser que durante exactamente cuarenta y cinco segundos mi corazón dejaba de latir, y luego volvía a la vida de nuevo. Si me transformaba en lobo y dormía, en una parte de la noche volvía a mi estado original tras morir. Nunca era en la misma hora.
Aquella tarde, multitud de rostros e imágenes atravesaron mis sueños como lanzas.
Pero hubo un rostro que me conmocionó. No por su belleza, sino por su valentía. Era un hombre de tez clara, con una cicatriz en forma de cruz en su mejilla izquierda, su pelo era azabache, peinado hacia atrás menos uno, que le atravesaba la cara. Tenía un tiro en la cabeza, y muchos más en el pecho. Estaba sucio por el barro.
>>Esas alas —pareció decir mientras le miraba desde arriba—. Yo también las quiero<<.
Sonrió mientras me daba la mano.
No sabía su nombre, ni de dónde venía. Pero aceptó su muerte.
Yo no le maté, fueron las balas.
Todavía lo dudo.
Mis ojos estuvieron vendados durante toda la intervención, por lo que no pude ver a todos aquellos Señores del Tiempo que decidieron que marchara a la guerra como enfermera. Maldecí y escupí en todos aquellos. Nadie me había dicho que sólo los viajeros expertos como ellos podían violar el espacio-tiempo, y aquello era lo que más me molestaba.
Tras aquello, el Doctor me condujo, resignada, a la TARDIS. El bamboleo de la cabina consiguió tranquilizarme del todo, me acaricié las alas, inquieta. No podía huir de ninguna forma, ellos me encontrarían.
El aire se me atragantó cuando el Doctor me retiró la venda al bajar de la máquina.
Había volado en Babylonya, acariciado sus nubes polvorientas, admirado su paisaje desde las alturas y había dormido bajo sus hojas plateadas. Gallifrey era una copia exacta, a excepción de una larguísima columna de humo negro, con base al pie de una ciudad amparada bajo una cúpula rota. No se me permitió la entrada.
El Doctor me miró con tristeza, y sus ojos azules estaban bañados por una caricia color turquesa. Supe que era el momento del adiós. De quizá el verdadero. Él se ocuparía de luchar en primera línea de batalla, mientras que yo estaría en la enfermería. Él podía morir si no completaba su regeneración. Yo no.
La despedida fue escueta, atravesada por láseres de ambos bandos que surcaban el aire como lo hacían las moscas.
Volé y desplegar las alas fue una bendición. Esquivar era difícil, pero alcancé la enfermería sin más accidentes que un pequeño rasguño de láser en el ala izquierda. Dolió tanto que se me saltaron las lágrimas, pero la confortable sensación de la regeneración de mi piel contrarrestó los efectos.
Oh, la enfermería. Menuda cuadra. Era absurdamente pequeña y maloliente, con uno o dos camastros al final; hecha de madera, parecía el sitio perfecto para causar un foco de infección. Pero los Señores del Tiempo no cogían infecciones, claro.
Mi misión era intentar curar las heridas antes de que les diera tiempo a regenerarse, o si no era posible, intentar protegerlos mientras se transformaban de aspecto. Si conseguían dañarlos mientras se regeneraban, morirían. Era simple y a la vez macabro.
Un Señor del Tiempo estaba tumbado en el camastro de atrás, no parecía tener ninguna herida de gravedad pero no le dije nada. Quizá estaba demasiado cansado para continuar. La guerra era muy dura.
Me calé la capucha de la gabardina, para intentar que el polvo no se colase en mis ojos y plegué las alas. Bajo la gabardina parecía un ciudadano normal.
En una de las estanterías de la cuadra, aparte de haber innumerables avances médicos así como tiritas que regeneraban la piel o colocahuesos (bastante desagradable, pero eficaz); un arma parecida a un tubo de casi mi altura, reflejaba la luz de los soles gemelos a través de la ventana. El extremo era de color celeste y servía para atontar al enemigo.
Lo cogí y salí al exterior. Los caídos en medio de la batalla no se iban a curar solos.
No sabría decir exactamente cuántos días, semanas o meses pasaron. Para mí, el tiempo ya no tenía importancia de ningún tipo. Creí que la desorientación era por la cantidad de veces de retroceso en el tiempo de ambos bandos, que cada día era mayor.
Aquel día, en medio de la bruma de la batalla, un Señor del Tiempo me llamó la atención. Estaba tendido en el suelo, por lo que me apuré para llevarlo bajo una colina escarlata. Una enorme herida cubría su pierna, me apresuré a sacar el material de medicina que llevaba en mi mochila.
Estaba cubierto de polvo, acentuando aún más su mortecina piel, coloreando lo que habría sido un cabello pelirrojo Dos tatuajes en forma de lágrima vestían sus mejillas. Vestía completamente de negro, y sólo llevaba un arco en la espalda.
Al intentar tocarle, una dolorosa descarga eléctrica recorrió mi cuerpo y caí de espaldas. Casi al instante un grito metalizado que ya conocía rasgó el viento.
—¡Exterminar! —Gritó el Dalek. Aquel tenía un revestimiento de metal color cobre, con la cabeza de color negro de donde surgía una barra que hacía de ojo. Su cuerpo tenía forma de cilindro abombado, con innumerables semiesferas cubriéndolo. Su rayo mortífero me apuntaba a las sienes.
Pero yo fui más rápida. Agarré el arma y disparé apretando el gatillo.
Su coraza se abrió, y la masa informe rosada que son los Dalek me hizo tener arcadas. Pero cuando me iba a llevar al pelirrojo lejos de la batalla, ya no estaba. En su lugar, estaba el arco que llevaba en la espalda. Metálico, largo y mortífero. Su cuerda parecía hilo de diamante, y estaba perfectamente equilibrado gracias a los agujeros en el metal. No tenía flechas.
Extrañada lo rocé, y la misma sensación me cubrió por completo. Estuve así un rato, hasta que el sentimiento se redujo y pude colgármelo a la espalda. Oí un ruido y me giré alertada.
Aquel a quien había tomado por un Señor del Tiempo (y que sin duda no era). Estaba en una bruma de arena mirándome con un verde que yo no había visto jamás; ni si quiera era comparable a las esmeraldas de la llave que pendía en mi pecho. Iba a quitarme le arma de la espalda para devolvérsela cuando el desconocido me detuvo.
—Es un regalo —susurró, y su voz parecía el mismo viento. Parpadeé y desapareció.
Había perdido mi viejo arco de madera y aquel hombre me había dado uno mil veces mejor. Pero seguía sin tener flechas, y un arco sin flechas no servía de mucho.
Volví a la enfermería con mil preguntas que no me atrevía a responder. En una ocasión leí que la magia Oscura podía matarme, aquella que tenían unos seres llamados incorpóreos y sincorazón. Los incorpóreos carecían de corazón, pero tenían un cuerpo y alma; en cambio, los sincorazón se alimentaban de los corazones de las personas, no los físicos, sino aquellos que provocaban los sentimientos.
Y aquel arco, aquel desconocido me había causado un terrible dolor con solamente tocarlo. Quizá él era un incorpóreo, pero lo descarté rápidamente. Tales seres no habitaban en Gallifrey. Los Señores del Tiempo tenían dos corazones físicos, y sólo uno psíquico. Vacilé.
Negué con la cabeza. No era posible.
Al llegar, el Señor del Tiempo que conocí el primer día de mi estancia estaba despierto mientras fabricaba un complicado reloj. Su cabello azabache le caía suelto por las mejillas, y los pantalones que un día fueron lilas estaban ajados. Me miró con ojos de color musgo al entrar.
Él era mudo. Era uno de los poquísimos Señores del Tiempo que tenían malformaciones a la hora de regenerarse, pero fabricaba Relojes Médium de lujo. Eran redondos, con doce agujas y tres filas de números romanos, y lo mejor era que estuvieras en el mundo que estuvieras, siempre se ajustaban a la hora correcta.
Sonrió y de debajo de la mesa de madera en la cual trabajaba, sacó mi candado. Ahora tenía un reloj de ésos incorporados en la parte de atrás. No se lo pedí, pero insistió en construírmelo y yo accedí. Cuando lo tuve en mis manos fue como recuperar a un viejo amigo.
Eran las cinco menos veinte de la tarde.
Pero estaba tan cansada… Me tumbé en un jergón y aquella vez soñé con los muertos, como me pasaba siempre.
El mudo y yo habíamos estado estudiando este fenómeno, y parecía ser que durante exactamente cuarenta y cinco segundos mi corazón dejaba de latir, y luego volvía a la vida de nuevo. Si me transformaba en lobo y dormía, en una parte de la noche volvía a mi estado original tras morir. Nunca era en la misma hora.
Aquella tarde, multitud de rostros e imágenes atravesaron mis sueños como lanzas.
Pero hubo un rostro que me conmocionó. No por su belleza, sino por su valentía. Era un hombre de tez clara, con una cicatriz en forma de cruz en su mejilla izquierda, su pelo era azabache, peinado hacia atrás menos uno, que le atravesaba la cara. Tenía un tiro en la cabeza, y muchos más en el pecho. Estaba sucio por el barro.
>>Esas alas —pareció decir mientras le miraba desde arriba—. Yo también las quiero<<.
Sonrió mientras me daba la mano.
No sabía su nombre, ni de dónde venía. Pero aceptó su muerte.
Yo no le maté, fueron las balas.
Todavía lo dudo.
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Conforme los días, los años o los meses pasaban, el peso de aquel arco de mi espalda fue disminuyendo, hasta que me pareció tan natural el bamboleo de aquella plateada arma, como el cielo anaranjado de aquel planeta.
Si construía flechas con la madera de aquellos sinuosos árboles, éstas se rompían ante la presión del hilo. Quizá necesitara flechas especiales, pero… ¿Para qué regalarme un arco sin flechas?
Tras aquello decidí irme de allí. Me despedí del mudo y me calé la capucha de la gabardina, pero no desplegué mis alas. Volar sobre un campo enemigo era una mala idea.
El día aquella mañana era frío, e hizo que mi cabello se enredara; había vuelto a crecer tanto que caía en una suave cascada de chocolate en mis delgados hombros. Y aunque me saltara las normas tan deliberadamente, decidí financiarme un objetivo de búsqueda: encontrar al Doctor.
Y mientras recorría los campos de batalla, haciendo escala en el suelo y en las cuevas, sin comer y sin dormir; pensé en aquel hombre cuya mirada verde resaltaba sobre la sanguinaria guerra.
En ningún momento utilicé el papel psíquico para llamarle, o el candado para viajar mucho más rápido. Ya había mucha condensación temporal gracias a los tramposos de los Dalek en este sitio, no hacía falta más.
Me enfrenté a Daleks, al frío, al viento, a la lluvia, al calor, a interminables pesadillas.
Pesadillas en las que hablaba con aquellos que habían muerto. Pero las conversaciones iban y venían en mi mente como hojas mecidas por un huracán. Eran confusas y desvaídas. Jamás me había pasado antes, y no me alegre demasiado.
Oí al chamán decir que mis poderes no se desarrollarían del todo hasta que experimentase el odio, la traición o el amor. Todas aquellas emociones harían expandir mi mente, y por tanto, también mi don.
A pesar haber vivido muchos más años que la mayoría de adolescentes, era todavía una niña. Y no alcanzaría la madurez hasta haber perdido por tercera vez a alguien a quien amaba.
Era frustrante buscar a ciegas, en aquella tierra árida y rojiza.
Sin querer, me fui alejando de aquella cúpula con la impresionante ciudad, que veía todas las mañanas desde la enfermería. Subí cúmulos de tierra impresionantes, ignorando el hambre que atenazaba mis entrañas, temblando de puro cansancio en cuanto me podía echar un rato, al caer la noche.
No encendía ninguna hoguera, por temor a delatar mi posición. Fue en una de esas noches que conocí el sabor del miedo.
No era el tipo de miedo en el cual gritabas porque tu hermano pequeño se había escondido tras la puerta y te asustaba, para luego reírte de tu estupidez. No era el tipo del terror y ansiedad, al ver imágenes en una pantalla vibrante de luz y color. Y sobre todo no fue el tipo de miedo en el que aquel muchacho se me presentó tan conforme para morir.
Aquel tipo de miedo te paralizaba las entrañas. Sudabas frío. Dejabas de respirar.
No fue por la horda de Daleks que pasaron justo al lado de mi improvisado escondite, entre unas rocas altas y puntiagudas. Las estrellas del cielo emitían luz que rebotaba contra sus corazas, haciendo de éste un espectáculo admirable y terrorífico.
Fue cuando bajé la guardia, que me taparon la boca con una mano enguantada. Me entró el pánico y forcejeé, contra lo que sería un hombre más alto que yo; pero la oscuridad velaba su rostro. Me sujetó de la cadera con el otro brazo libre y esperó a que me tranquilizase.
Pero aquello no ocurrió, y a pesar de que me quedé estática; mi corazón bombeaba sangre tan roja como el final de mis alas, gotas de sudor resbalaban por mi nuca, tan frías como el hielo y tenía los ojos abiertos a más no poder.
—Te estarás quietecita ¿verdad? —Me susurró al oído en cuanto las máquinas se fueron, gritando mecánicamente su expresión guerrera. Su voz me recordaba a alguien y no sabía a quién. Tras aquello, me soltó muy lentamente.
Sin girarme desplegué las alas en un acto reflejo y eché a volar, sin siquiera correr; sin siquiera mirar al hombre. Cerré los ojos con fuerza, al notar la violencia del viento estampándose contra mi cara.
El grito de frustración del desconocido me llegó a los oídos, cortado por el aire. Volé en la oscuridad hasta que los tímidos rayos de ambos soles se elevaban en el amanecer.
Aterricé agotada, con la garganta reseca y el corazón palpitándome en la garganta. Pero aquella sensación de la oscuridad alzándose a mi alrededor todavía estaba presente en el sudor frío de mi cuello, en los músculos de mis alas agarrotados por el esfuerzo, y sobre todo estaba presente en mi consciencia. Me azotó con un látigo de hielo el insufrible terror que me embargó sentirme sola y desprotegida.
Era irónico que me diera cuenta en ese momento de aquellas dos certezas. Me habían estado acechando como perros de presa, y en cuanto me descuidé un momento, me habían atrapado y descuartizado.
Traté de ocultarme en una pequeña cueva escarbada en las faldas de una montaña seca y sin vida, y allí terminé de tranquilizarme, además de dormir un poco. Al despertar supe de quién era la voz:
La del mismo hombre que me había dado el arco. Sus ojos, que me habían parecido bellos en un tiempo, me recordaron a cuchillas afiladas y con un brillo nuclear malsano.
Experimenté la verdadera sensación del miedo gracias a él. Y por ello le estaría agradecida mucho más adelante, cuando la rueda del destino volvió a encontrarnos.
Hice una improvisada bandolera con trozos de madera de árbol que pude encontrar en mi camino, junto con algunas raíces y hojas de los mismos; y en ella guardé mis pertenencias, quedándome desnuda.
Entonces fue cuando el lobo se adueñó de mi cuerpo y la nostalgia me invadió como a una viuda. Negué con el hocico y me lavé el pelaje con la lengua, para luego ponerme en camino. Cogí la bandolera, pasándomela por los “hombros”.
Quizá así pudiera despistarlo un poco.
Deambulé varios días más hasta que por fin pude encontrar lo que estaba buscando. La TARDIS estaba junto a un árbol, y sus hojas plateadas, posadas en su mayoría sobre la parte superior de la nave. Parecía vacía.
Abrí la puerta con mi cuerpo lupino y observé que su interior estaba como siempre. Las paredes igual de naranjas, con todas aquellas lucecitas y botoncitos psicodélicos adornando el panel central. Me recosté en un rincón, y dormí como hacía días que no lo hacía.
Me despertó el Doctor. Di tal respingo que de poco más le muerdo en la pierna. Pero él sólo me acaricio la cabeza, como a un perro. Me zafé, molesta; viendo la burla en sus ojos azules, como dos luces de neón.
—Tienes que irte —me dijo con voz calmada, fruncí el ceño; él ya iba a preparar las coordenadas de viaje—. Estás en peligro.
Su rostro se había vuelto una máscara helada. Volví a mi forma original, sin prestar atención a mi desnudez, para vestirme de nuevo; colgando aquel arco en mi espalda.
—¿Por qué? Pregunte lacónicamente. No respondió, y el estruendo que indicaba que la TARDIS estaba viajando me puso nerviosa de pronto.
—Doctor —casi le rogué—. Dime qué está pasando.
Siguió imperturbable, meciéndose nervioso; de un lado a otro. Repentinamente, me cogió de los hombros mirándome directamente.
—No puedo —casi podía sentir su frustración a través de su chaleco—. Prométeme que no harás ninguna estupidez.
Me zafé de su agarre, visiblemente cabreada. Apreté los puños.
—Yo no me voy de aquí hasta saber por qué no estamos en Gallifrey.
Suspiró, frustrado. Y aquella vez sus ojos me atravesaron, y vieron a la chiquilla asustada que en realidad era. Negó con la cabeza y cerró los ojos.
—El silencio caerá —murmuró, como si estuviera ausente. Le miré ligeramente preocupada y resignada. No sabía el significado de aquellas tres palabras, pero si supe que eran importantes, tanto para huir de la guerra.
Para ser tan cobarde como para huir.
Si construía flechas con la madera de aquellos sinuosos árboles, éstas se rompían ante la presión del hilo. Quizá necesitara flechas especiales, pero… ¿Para qué regalarme un arco sin flechas?
Tras aquello decidí irme de allí. Me despedí del mudo y me calé la capucha de la gabardina, pero no desplegué mis alas. Volar sobre un campo enemigo era una mala idea.
El día aquella mañana era frío, e hizo que mi cabello se enredara; había vuelto a crecer tanto que caía en una suave cascada de chocolate en mis delgados hombros. Y aunque me saltara las normas tan deliberadamente, decidí financiarme un objetivo de búsqueda: encontrar al Doctor.
Y mientras recorría los campos de batalla, haciendo escala en el suelo y en las cuevas, sin comer y sin dormir; pensé en aquel hombre cuya mirada verde resaltaba sobre la sanguinaria guerra.
En ningún momento utilicé el papel psíquico para llamarle, o el candado para viajar mucho más rápido. Ya había mucha condensación temporal gracias a los tramposos de los Dalek en este sitio, no hacía falta más.
Me enfrenté a Daleks, al frío, al viento, a la lluvia, al calor, a interminables pesadillas.
Pesadillas en las que hablaba con aquellos que habían muerto. Pero las conversaciones iban y venían en mi mente como hojas mecidas por un huracán. Eran confusas y desvaídas. Jamás me había pasado antes, y no me alegre demasiado.
Oí al chamán decir que mis poderes no se desarrollarían del todo hasta que experimentase el odio, la traición o el amor. Todas aquellas emociones harían expandir mi mente, y por tanto, también mi don.
A pesar haber vivido muchos más años que la mayoría de adolescentes, era todavía una niña. Y no alcanzaría la madurez hasta haber perdido por tercera vez a alguien a quien amaba.
Era frustrante buscar a ciegas, en aquella tierra árida y rojiza.
Sin querer, me fui alejando de aquella cúpula con la impresionante ciudad, que veía todas las mañanas desde la enfermería. Subí cúmulos de tierra impresionantes, ignorando el hambre que atenazaba mis entrañas, temblando de puro cansancio en cuanto me podía echar un rato, al caer la noche.
No encendía ninguna hoguera, por temor a delatar mi posición. Fue en una de esas noches que conocí el sabor del miedo.
No era el tipo de miedo en el cual gritabas porque tu hermano pequeño se había escondido tras la puerta y te asustaba, para luego reírte de tu estupidez. No era el tipo del terror y ansiedad, al ver imágenes en una pantalla vibrante de luz y color. Y sobre todo no fue el tipo de miedo en el que aquel muchacho se me presentó tan conforme para morir.
Aquel tipo de miedo te paralizaba las entrañas. Sudabas frío. Dejabas de respirar.
No fue por la horda de Daleks que pasaron justo al lado de mi improvisado escondite, entre unas rocas altas y puntiagudas. Las estrellas del cielo emitían luz que rebotaba contra sus corazas, haciendo de éste un espectáculo admirable y terrorífico.
Fue cuando bajé la guardia, que me taparon la boca con una mano enguantada. Me entró el pánico y forcejeé, contra lo que sería un hombre más alto que yo; pero la oscuridad velaba su rostro. Me sujetó de la cadera con el otro brazo libre y esperó a que me tranquilizase.
Pero aquello no ocurrió, y a pesar de que me quedé estática; mi corazón bombeaba sangre tan roja como el final de mis alas, gotas de sudor resbalaban por mi nuca, tan frías como el hielo y tenía los ojos abiertos a más no poder.
—Te estarás quietecita ¿verdad? —Me susurró al oído en cuanto las máquinas se fueron, gritando mecánicamente su expresión guerrera. Su voz me recordaba a alguien y no sabía a quién. Tras aquello, me soltó muy lentamente.
Sin girarme desplegué las alas en un acto reflejo y eché a volar, sin siquiera correr; sin siquiera mirar al hombre. Cerré los ojos con fuerza, al notar la violencia del viento estampándose contra mi cara.
El grito de frustración del desconocido me llegó a los oídos, cortado por el aire. Volé en la oscuridad hasta que los tímidos rayos de ambos soles se elevaban en el amanecer.
Aterricé agotada, con la garganta reseca y el corazón palpitándome en la garganta. Pero aquella sensación de la oscuridad alzándose a mi alrededor todavía estaba presente en el sudor frío de mi cuello, en los músculos de mis alas agarrotados por el esfuerzo, y sobre todo estaba presente en mi consciencia. Me azotó con un látigo de hielo el insufrible terror que me embargó sentirme sola y desprotegida.
Era irónico que me diera cuenta en ese momento de aquellas dos certezas. Me habían estado acechando como perros de presa, y en cuanto me descuidé un momento, me habían atrapado y descuartizado.
Traté de ocultarme en una pequeña cueva escarbada en las faldas de una montaña seca y sin vida, y allí terminé de tranquilizarme, además de dormir un poco. Al despertar supe de quién era la voz:
La del mismo hombre que me había dado el arco. Sus ojos, que me habían parecido bellos en un tiempo, me recordaron a cuchillas afiladas y con un brillo nuclear malsano.
Experimenté la verdadera sensación del miedo gracias a él. Y por ello le estaría agradecida mucho más adelante, cuando la rueda del destino volvió a encontrarnos.
Hice una improvisada bandolera con trozos de madera de árbol que pude encontrar en mi camino, junto con algunas raíces y hojas de los mismos; y en ella guardé mis pertenencias, quedándome desnuda.
Entonces fue cuando el lobo se adueñó de mi cuerpo y la nostalgia me invadió como a una viuda. Negué con el hocico y me lavé el pelaje con la lengua, para luego ponerme en camino. Cogí la bandolera, pasándomela por los “hombros”.
Quizá así pudiera despistarlo un poco.
Deambulé varios días más hasta que por fin pude encontrar lo que estaba buscando. La TARDIS estaba junto a un árbol, y sus hojas plateadas, posadas en su mayoría sobre la parte superior de la nave. Parecía vacía.
Abrí la puerta con mi cuerpo lupino y observé que su interior estaba como siempre. Las paredes igual de naranjas, con todas aquellas lucecitas y botoncitos psicodélicos adornando el panel central. Me recosté en un rincón, y dormí como hacía días que no lo hacía.
Me despertó el Doctor. Di tal respingo que de poco más le muerdo en la pierna. Pero él sólo me acaricio la cabeza, como a un perro. Me zafé, molesta; viendo la burla en sus ojos azules, como dos luces de neón.
—Tienes que irte —me dijo con voz calmada, fruncí el ceño; él ya iba a preparar las coordenadas de viaje—. Estás en peligro.
Su rostro se había vuelto una máscara helada. Volví a mi forma original, sin prestar atención a mi desnudez, para vestirme de nuevo; colgando aquel arco en mi espalda.
—¿Por qué? Pregunte lacónicamente. No respondió, y el estruendo que indicaba que la TARDIS estaba viajando me puso nerviosa de pronto.
—Doctor —casi le rogué—. Dime qué está pasando.
Siguió imperturbable, meciéndose nervioso; de un lado a otro. Repentinamente, me cogió de los hombros mirándome directamente.
—No puedo —casi podía sentir su frustración a través de su chaleco—. Prométeme que no harás ninguna estupidez.
Me zafé de su agarre, visiblemente cabreada. Apreté los puños.
—Yo no me voy de aquí hasta saber por qué no estamos en Gallifrey.
Suspiró, frustrado. Y aquella vez sus ojos me atravesaron, y vieron a la chiquilla asustada que en realidad era. Negó con la cabeza y cerró los ojos.
—El silencio caerá —murmuró, como si estuviera ausente. Le miré ligeramente preocupada y resignada. No sabía el significado de aquellas tres palabras, pero si supe que eran importantes, tanto para huir de la guerra.
Para ser tan cobarde como para huir.
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Al detenerse el bamboleo de la cabina, supe que habíamos llegado.
—¿Volveré a verte?
Sonrió melancólicamente, sin mirarme a los ojos; apoyándose en el panel. Pareció pensárselo un momento, como si no estuviera muy seguro qué responder. Era doloroso, en cierto sentido.
—Si ese no fuera el caso —anunció tras unos largos minutos—. Vive por mí.
Algo se rompió, en mi mente. Otra vez, otra despedida. Y aquella vez, no había sido voluntaria. Fue un chasquido rápido, como un cable que se desconecta; como si mi corazón fuera un espejo, y se hubiera resquebrajado ligeramente, tanto para doler, pero no lo suficiente para romperse.
Sabía que no podía hacer nada, los ojos se envolvieron en lágrimas transparentes; volviéndolos brillantes por un momento. Y miré a aquel Señor del Tiempo que había vuelto a ver el panel de aquella nave, mientras me dirigía hacia la puerta desplegando las alas. Sentí el aire congelado cuando abrí la puerta.
No volvería a ver su sonrisa aniñada, su ansia por vivir, sus impactantes ojos azules. Pero tampoco volvería a ver a la Tribu del Lobo, del cual nunca fui parte de ella. Tampoco volvería a ver a Rua, ni a Fenris, ni a Atket, ni a los otros en la manada; no vería a sus hijos crecer y morir. Sus sonrisas y sus miedos.
Tampoco volvería a escuchar el ruido de la TARDIS, con sus frenos puestos siempre. No volvería a ver un Señor del Tiempo. No volvería a ver a aquél humano con dos corazones.
Salí de la cabina, cerrando la puerta. El sonido que me indicó que desapareció en el aire hizo que las lágrimas que estaba conteniendo escapasen a mis mejillas, resbalando hasta el suelo.
Noté la daga de plata en mi muslo derecho, las Llaves en mi cuello, el arco en mi espalda y la suavidad del papel médium en mi bolsillo. No lo usaría.
Sería mejor así.
El nuevo mundo era oscuro, frío. Tal como mi estado de ánimo. El sendero oscuro, alumbrado por la luz de la luna y farolas coronadas por calabazas brillantes me hizo estremecer. Aquel, desde luego, no era un mundo como los había visto.
Mis alas se erizaron ante el viento helado de la noche. Quizá así tomaran un halo siniestro en torno a mí, pero no desentonaría ante el mundo aquel. Desde luego, era tétrico.
Tétrico como aquel encapuchado que me tapó la boca en Gallifrey, del cual aún recordaba su voz: cálida, pero cortante. Había huido de la guerra y de él. Aquella era la pura verdad.
Iba sumida en aquellos pensamientos cuando di con una vieja verja. Estaba oxidada por el tiempo, y la multitud de barrotes de la que formaban parte, se doblaban como mi voluntad. Estaba fuertemente anclada en el suelo, pero gracias a aquellos barrotes y a mi poca estatura y delgadez, pude pasar a través de ellos.
Al otro lado había una plaza. Lo supe porque estaba rodeada de casas fúnebres y porque era medio redonda. Había ligeros escalones negros, muy mal pulidos, como si se hubieran insertado en el suelo por la fuerza. Una tétrica fuente de agua verde estaba sobre éstos, representando la figura de un dragón.
Pero lo que más me llamó la atención fue una guillotina que se encontraba no muy lejos de la fuente. Al acercarme con pasos cautelosos me percaté que la calle estaba vacía, y el viento aún soplaba con más fiereza.
Rocé con cuidado y un ligero temor el filo de la guillotina, y el metal refulgió a la luz de la Luna. Una gota de mi sangre resbaló por la madera y cayó al suelo, la herida se curó en cuestión de milésimas.
Acaricié la estructura de madera, notando su suavidad y todas las astillas clavándose en mi piel. Me pregunté por qué tal arma estaba en aquel mundo, aparte de para cortar cabezas, claro.
Y de pronto todo se giró en mi contra.
No sabría decir qué pasó en aquel momento. Fue borroso y confuso. Pero de lo que sí recuerdo, fue de un cuerpo aprisionando al mío contra un pilar de la guadaña. Aquella cara tenía los ojos verdes, con lágrimas tatuadas, y estaba vestido con una túnica negra.
Era él.
—¿Te acuerdas de mí?— Preguntó, y su voz restalló en mi mente como un látigo. Era el mismo hombre que me dio el arco e intentó atraparme en las rocas. Y lo había conseguido en otro mundo, no supe cómo.
—Por desgracia, sí le repliqué mientras forcejeaba con toda la fuerza que pude, pero había algo inusual en aquellas manos; magia negra. Su agarre me quemaba, me hacía tanto daño como me lo había hecho el arma de mi espalda. Estaba contra la espada y la pared.
—El arco no necesita flechas —me explicó, yo le miré confundida—. Aparecen del centro de éste.
Le escupí, y no me arrepentí hasta que noté como me asfixiaba contra el arma. Podía notar su aliento en mi cara, y todo el calor que emanaba su cuerpo. Tenía ganas de vomitar.
—¿Qué quieres?
Mi tono era hosco, brusco y frío. Aquel sujeto me había seguido. No sabía exactamente cómo, y aquello era lo que más me asustaba.
No contestó. Sin embargo, con una seriedad que no denotaba ningún sentimiento, sacó con su mano libre una espina de su bolsillo, me la acercó a la cara; y la giré, mirando hacia la derecha.
—Vengo a darte un regalo —abrí mucho los ojos, intentando no pensar en lo que aquello significaba—. Eres débil a los incorpóreos, pero con esto —acercó la punta de la espina a mi rostro—, esa debilidad va cambiar. Además, así podremos mantenerte vigilada.
Le encaré con mi mirada furiosa. Deseando por un momento de ciego odio, relajarme para poder quitarle el alma de la forma más dolorosa posible. Pero no pude hacerlo, era médico, enfermera, y aquello no estaría bien. Aunque fuera para defensa propia, me pareció demasiado cobarde.
El dolor atravesó mi mejilla izquierda mientras mis alas se tensaban como las cuerdas de un piano. Grité en su agarre y cerré los ojos, algo cálido resbaló hasta mi cuello. El dolor continuó desde aquella zona hasta la parte inferior de mi frente, no llegó a tocar mi ojo izquierdo, pero sí la ceja.
Abrí los párpados, y vi su mirada. Triste por un lado, preocupada incluso; pero con el escrutinio del triunfo en ellos. Pensé que se iba a largar por donde había venido, que podría perseguirle en mi forma de lobo hasta descuartizarle, pero algo me lo impidió.
Él me besó.
Fue un beso húmedo y cálido, largo e intenso. Fue el primer beso de mi vida y se lo había dado a él. Me odié a mí misma, me sentí tan sucia y tan impotente que por un momento me habría gustado abandonar mi cuerpo y dejarlo vacío e inerte.
Me vi reflejada en sus ojos verdes, cuando sus labios se separaron de los míos. Una cicatriz que iba desde mi ceja izquierda hasta su recurrente mejilla surcaba mi rostro. Roja, inquebrantable; como un recuerdo tormentoso de lo que había pasado. La sangre corría por mi rostro como lágrimas carmesíes.
De alguna forma, aquellas esmeraldas estaban bañadas por lágrimas. No me había dado cuenta hasta ese momento, pero de alguna forma aquel hombre estaba llorando. No me pregunté el qué, ni por qué. Sólo quería salir de su agarre e irme corriendo.
Tosí, cuando las arcadas se hicieron prominentes; pero llevaba días sin comer, por lo que no vomité. Aquel malnacido me había besado. Me había regalado un arco, la inmunidad a la magia oscura y me había besado.
Su agarre seguía siendo fuerte, pero ya no me dolía como lo había hecho hace un momento. Entonces, cuando estaba a punto de empujarle, un sonido escalofriante recorrió su cuerpo y llamas negras le inundaron.
Desapareció, y cuando lo hizo, resbalé hasta el suelo; como una muñeca a la que le habían cortado los hilos.
Una nota blanca, como escrita a toda prisa, estaba posada en el suelo donde él había estado.
—¿Volveré a verte?
Sonrió melancólicamente, sin mirarme a los ojos; apoyándose en el panel. Pareció pensárselo un momento, como si no estuviera muy seguro qué responder. Era doloroso, en cierto sentido.
—Si ese no fuera el caso —anunció tras unos largos minutos—. Vive por mí.
Algo se rompió, en mi mente. Otra vez, otra despedida. Y aquella vez, no había sido voluntaria. Fue un chasquido rápido, como un cable que se desconecta; como si mi corazón fuera un espejo, y se hubiera resquebrajado ligeramente, tanto para doler, pero no lo suficiente para romperse.
Sabía que no podía hacer nada, los ojos se envolvieron en lágrimas transparentes; volviéndolos brillantes por un momento. Y miré a aquel Señor del Tiempo que había vuelto a ver el panel de aquella nave, mientras me dirigía hacia la puerta desplegando las alas. Sentí el aire congelado cuando abrí la puerta.
No volvería a ver su sonrisa aniñada, su ansia por vivir, sus impactantes ojos azules. Pero tampoco volvería a ver a la Tribu del Lobo, del cual nunca fui parte de ella. Tampoco volvería a ver a Rua, ni a Fenris, ni a Atket, ni a los otros en la manada; no vería a sus hijos crecer y morir. Sus sonrisas y sus miedos.
Tampoco volvería a escuchar el ruido de la TARDIS, con sus frenos puestos siempre. No volvería a ver un Señor del Tiempo. No volvería a ver a aquél humano con dos corazones.
Salí de la cabina, cerrando la puerta. El sonido que me indicó que desapareció en el aire hizo que las lágrimas que estaba conteniendo escapasen a mis mejillas, resbalando hasta el suelo.
Noté la daga de plata en mi muslo derecho, las Llaves en mi cuello, el arco en mi espalda y la suavidad del papel médium en mi bolsillo. No lo usaría.
Sería mejor así.
El nuevo mundo era oscuro, frío. Tal como mi estado de ánimo. El sendero oscuro, alumbrado por la luz de la luna y farolas coronadas por calabazas brillantes me hizo estremecer. Aquel, desde luego, no era un mundo como los había visto.
Mis alas se erizaron ante el viento helado de la noche. Quizá así tomaran un halo siniestro en torno a mí, pero no desentonaría ante el mundo aquel. Desde luego, era tétrico.
Tétrico como aquel encapuchado que me tapó la boca en Gallifrey, del cual aún recordaba su voz: cálida, pero cortante. Había huido de la guerra y de él. Aquella era la pura verdad.
Iba sumida en aquellos pensamientos cuando di con una vieja verja. Estaba oxidada por el tiempo, y la multitud de barrotes de la que formaban parte, se doblaban como mi voluntad. Estaba fuertemente anclada en el suelo, pero gracias a aquellos barrotes y a mi poca estatura y delgadez, pude pasar a través de ellos.
Al otro lado había una plaza. Lo supe porque estaba rodeada de casas fúnebres y porque era medio redonda. Había ligeros escalones negros, muy mal pulidos, como si se hubieran insertado en el suelo por la fuerza. Una tétrica fuente de agua verde estaba sobre éstos, representando la figura de un dragón.
Pero lo que más me llamó la atención fue una guillotina que se encontraba no muy lejos de la fuente. Al acercarme con pasos cautelosos me percaté que la calle estaba vacía, y el viento aún soplaba con más fiereza.
Rocé con cuidado y un ligero temor el filo de la guillotina, y el metal refulgió a la luz de la Luna. Una gota de mi sangre resbaló por la madera y cayó al suelo, la herida se curó en cuestión de milésimas.
Acaricié la estructura de madera, notando su suavidad y todas las astillas clavándose en mi piel. Me pregunté por qué tal arma estaba en aquel mundo, aparte de para cortar cabezas, claro.
Y de pronto todo se giró en mi contra.
No sabría decir qué pasó en aquel momento. Fue borroso y confuso. Pero de lo que sí recuerdo, fue de un cuerpo aprisionando al mío contra un pilar de la guadaña. Aquella cara tenía los ojos verdes, con lágrimas tatuadas, y estaba vestido con una túnica negra.
Era él.
—¿Te acuerdas de mí?— Preguntó, y su voz restalló en mi mente como un látigo. Era el mismo hombre que me dio el arco e intentó atraparme en las rocas. Y lo había conseguido en otro mundo, no supe cómo.
—Por desgracia, sí le repliqué mientras forcejeaba con toda la fuerza que pude, pero había algo inusual en aquellas manos; magia negra. Su agarre me quemaba, me hacía tanto daño como me lo había hecho el arma de mi espalda. Estaba contra la espada y la pared.
—El arco no necesita flechas —me explicó, yo le miré confundida—. Aparecen del centro de éste.
Le escupí, y no me arrepentí hasta que noté como me asfixiaba contra el arma. Podía notar su aliento en mi cara, y todo el calor que emanaba su cuerpo. Tenía ganas de vomitar.
—¿Qué quieres?
Mi tono era hosco, brusco y frío. Aquel sujeto me había seguido. No sabía exactamente cómo, y aquello era lo que más me asustaba.
No contestó. Sin embargo, con una seriedad que no denotaba ningún sentimiento, sacó con su mano libre una espina de su bolsillo, me la acercó a la cara; y la giré, mirando hacia la derecha.
—Vengo a darte un regalo —abrí mucho los ojos, intentando no pensar en lo que aquello significaba—. Eres débil a los incorpóreos, pero con esto —acercó la punta de la espina a mi rostro—, esa debilidad va cambiar. Además, así podremos mantenerte vigilada.
Le encaré con mi mirada furiosa. Deseando por un momento de ciego odio, relajarme para poder quitarle el alma de la forma más dolorosa posible. Pero no pude hacerlo, era médico, enfermera, y aquello no estaría bien. Aunque fuera para defensa propia, me pareció demasiado cobarde.
El dolor atravesó mi mejilla izquierda mientras mis alas se tensaban como las cuerdas de un piano. Grité en su agarre y cerré los ojos, algo cálido resbaló hasta mi cuello. El dolor continuó desde aquella zona hasta la parte inferior de mi frente, no llegó a tocar mi ojo izquierdo, pero sí la ceja.
Abrí los párpados, y vi su mirada. Triste por un lado, preocupada incluso; pero con el escrutinio del triunfo en ellos. Pensé que se iba a largar por donde había venido, que podría perseguirle en mi forma de lobo hasta descuartizarle, pero algo me lo impidió.
Él me besó.
Fue un beso húmedo y cálido, largo e intenso. Fue el primer beso de mi vida y se lo había dado a él. Me odié a mí misma, me sentí tan sucia y tan impotente que por un momento me habría gustado abandonar mi cuerpo y dejarlo vacío e inerte.
Me vi reflejada en sus ojos verdes, cuando sus labios se separaron de los míos. Una cicatriz que iba desde mi ceja izquierda hasta su recurrente mejilla surcaba mi rostro. Roja, inquebrantable; como un recuerdo tormentoso de lo que había pasado. La sangre corría por mi rostro como lágrimas carmesíes.
De alguna forma, aquellas esmeraldas estaban bañadas por lágrimas. No me había dado cuenta hasta ese momento, pero de alguna forma aquel hombre estaba llorando. No me pregunté el qué, ni por qué. Sólo quería salir de su agarre e irme corriendo.
Tosí, cuando las arcadas se hicieron prominentes; pero llevaba días sin comer, por lo que no vomité. Aquel malnacido me había besado. Me había regalado un arco, la inmunidad a la magia oscura y me había besado.
Su agarre seguía siendo fuerte, pero ya no me dolía como lo había hecho hace un momento. Entonces, cuando estaba a punto de empujarle, un sonido escalofriante recorrió su cuerpo y llamas negras le inundaron.
Desapareció, y cuando lo hizo, resbalé hasta el suelo; como una muñeca a la que le habían cortado los hilos.
Una nota blanca, como escrita a toda prisa, estaba posada en el suelo donde él había estado.
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“Incorpóreo” fue la palabra que se me quedó grabada a fuego en la memoria. Y la mención de tenerme vigilada.
Con las manos temblando conseguí incorporarme levemente, aturdida y con la mejilla llena de sangre. La cicatriz me daba un aspecto siniestro, como roto.
El papelito dejado por aquel encapuchado se balanceaba por el viento en el suelo. Lo recogí con manos cautelosas, pero no me atreví a mirarlo.
Tragué saliva, y noté la garganta seca. Como un campo de espinas.
A trompicones me dirigí a la fuente de la plaza. El agua no parecía muy saludable, teniendo en cuenta que estaba de color verde, como sus ojos; pero tampoco pensaba beber de ella.
Me lavé el rostro concienzudamente, los brazos y el cuello. Me sentía sucia, tanto como para querer pasarme papel de lija por la piel. Sin poder evitarlo, mi reflejo me miró desde el agua; la cicatriz se burlaba de mí como un bufón se ríe del que pasa.
Mi pelo, que había crecido durante la guerra, salvaje e irregular; cayó resignado en cuanto le pasé la daga de plata por él, quedando a la altura de los hombros. Me lo distribuí y corté de forma que tapara la gran cicatriz.
No veía mi ojo izquierdo en el reflejo.
Fingir que no existe, pero sabiendo que está ahí es un acto de cobardía. Apreté con fuerza el papelito y el arco. Uno no me atrevía a ver que secretos guardaba, y el otro dudaba que pudiera leerlo sin recordar aquel aliento chocando contra mi cara.
Tiré el arco, y al golpear el suelo resonó como una barra de acero contra la roca.
Miré el papel casi con desesperación, las letras medio emborronadas se leían en la blancura de la hoja.
Vergel Radiante.
Enfermera en el Castillo.
Perdóname.
Desde aquel instante, en el que lancé el papel a la fuente con rabia; juré que buscaría a los incorpóreos, que a pesar haberme regalado la inmunidad a la magia Oscura, me habían robado algo mucho más profundo.
Desde lo más profundo del agua, el humo se alzó con el viento, como si hubiera hecho reacción.
En cuanto lo encontrara, le mataría con el mismo arco que me había dado. Y no le iba a perdonar.
Mi odio había sido grabado para siempre.
Con las manos temblando conseguí incorporarme levemente, aturdida y con la mejilla llena de sangre. La cicatriz me daba un aspecto siniestro, como roto.
El papelito dejado por aquel encapuchado se balanceaba por el viento en el suelo. Lo recogí con manos cautelosas, pero no me atreví a mirarlo.
Tragué saliva, y noté la garganta seca. Como un campo de espinas.
A trompicones me dirigí a la fuente de la plaza. El agua no parecía muy saludable, teniendo en cuenta que estaba de color verde, como sus ojos; pero tampoco pensaba beber de ella.
Me lavé el rostro concienzudamente, los brazos y el cuello. Me sentía sucia, tanto como para querer pasarme papel de lija por la piel. Sin poder evitarlo, mi reflejo me miró desde el agua; la cicatriz se burlaba de mí como un bufón se ríe del que pasa.
Mi pelo, que había crecido durante la guerra, salvaje e irregular; cayó resignado en cuanto le pasé la daga de plata por él, quedando a la altura de los hombros. Me lo distribuí y corté de forma que tapara la gran cicatriz.
No veía mi ojo izquierdo en el reflejo.
Fingir que no existe, pero sabiendo que está ahí es un acto de cobardía. Apreté con fuerza el papelito y el arco. Uno no me atrevía a ver que secretos guardaba, y el otro dudaba que pudiera leerlo sin recordar aquel aliento chocando contra mi cara.
Tiré el arco, y al golpear el suelo resonó como una barra de acero contra la roca.
Miré el papel casi con desesperación, las letras medio emborronadas se leían en la blancura de la hoja.
Vergel Radiante.
Enfermera en el Castillo.
Perdóname.
Desde aquel instante, en el que lancé el papel a la fuente con rabia; juré que buscaría a los incorpóreos, que a pesar haberme regalado la inmunidad a la magia Oscura, me habían robado algo mucho más profundo.
Desde lo más profundo del agua, el humo se alzó con el viento, como si hubiera hecho reacción.
En cuanto lo encontrara, le mataría con el mismo arco que me había dado. Y no le iba a perdonar.
Mi odio había sido grabado para siempre.
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Podía seguir el camino del misterio. Configurar el candado aleatoriamente y llegar a cualquier otro mundo.
No pensaba quedarme mucho más en aquel mundo tan frío y tétrico. Pero había algo que me retenía, y no era aquel hombre. Era el conocimiento.
Un rato después de mi accidente, la calle comenzó a llenarse de monstruosas criaturas que compartían una sociedad común. Tras el susto inicial me detuve a investigar en sus actos, básicamente, en preparar una fiesta local llamada Halloween.
Amaneció un par de horas más tarde, cuando todas las personas, fueran vampiros con paraguas, licántropos, monstruos de las profundidades, payasos maquiavélicos y esqueletos seguían con su labor imperturbable.
Pero resultó curioso y desafortunado, que tratando de huir de todo aquel ajetreo, me chocara contra un abuelo en una silla de ruedas. O lo que me pareció, ya que lo que había sentado en ella, era un esqueleto blanco, como sílex pulido.
Recuerdo que su voz era cascada, y apenas me extrañó; debía tener la garganta seca. Tenía la apariencia de científico, y él me lo confirmó un poco después, entonces, me ofreció la entrada a su casa, donde habían infinidad de libros.
Era una extraña para ellos, pero aquel personaje me había acogido como si perteneciera a aquel extraño mundo. ¿Mi apariencia no era tan terrorífica, no? Quizá habían sentido de alguna forma el licántropo en mí.
De las enormes y polvorientas estanterías, llenas de libros, calaveras y cosas que no me atreví a mirar muy de cerca; extraje con sumo cuidado un volumen al azar, algo grueso, pero en un estado inmejorable.
—¿Puedo ayudarte? —La voz a mi espalda fue tan imprevista, que solté el volumen, el cual cayó irremediablemente al suelo; sentí como se erizaban mis alas.
La dueña de la voz, una muñeca de trapo a escala humana, se encontraba posada en el marco de la puerta. Tenía las extremidades cosidas, la piel ligeramente verduzca y un asomo de curiosidad en la mirada. A su lado, envejecida y oscura casa de aquel abuelo en silla de ruedas, parecía bien construida a su lado. Carraspeé, recogiendo el libro del suelo.
—Pues… —vacilé, no muy segura—. Algo sobre… Quizás….
Se acercó a mí con pasos rápidos, como si se conociera la casa palmo a palmo. Miró por encima la portada del libro, y sopló para quitarle el resto del polvo. Su pelo castaño de tela ondeó en la estancia.
—”Visiones del Ángel Maldito” —leyó, pasando suavemente sus cosidos dedos por encima de la cubierta, muy apropiado.
No supe el significado de esa frase hasta que abrí el libro por la primera página. Estaba yo. Literalmente, dibujada en perfecto carboncillo, vestida con una túnica blanca y las alas desplegadas con su tono rojizo.
—¿Sabéis quién soy aquí? —Pregunté, consternada.
—Sí, por supuesto —asintió, pasando una página—. Desde que nuestro visor muerto te vio, nos ha parecido espeluznante tu habilidad. También es normal que nadie te haya reconocido, aquello pasó hace ya mucho.
Decidí no comentar nada. Ya había pasado en varias ocasiones, en una, llegué a enterarme en que los demonios, los ángeles y los humanos habían montado una guerra por tener mi control. Empecé a ver con claridad por qué me abandonaron: era peligrosa.
Cada dibujo era más borroso que el anterior, y había anotaciones escritas en los márgenes con una letra casi ilegible. Recordé, curiosamente, que yo también tenía la visión del futuro en papel… a veces, claro.
Aparecía vestida con estrafalarias ropas, en algunos casos. Y debía añadir que me habían exagerado los contornos de las caderas y pechos en otros. Unos estaban dibujados con el ala azul derecha, y la izquierda llena de sangre; en otros, rodeada de niños de cabello cobrizo, azabache y azul. Fruncí el ceño ante éstos.
En el último aparecía un hombre. Era alto, pálido. Su cabello plateado descendía hasta perderse en su cintura, coloreada de negro. Tenía los ojos verdes, con un extraño brillo en la mirada, como si traspasara tu piel y pudiera ver más allá. Yo estaba a su lado, sonriendo de lado con una expresión seductora, pero retadora; con la cicatriz a la vista. Nunca me había visto con esa expresión.
—¿Quién es? —Le pregunté, señalando al susodicho. La muchacha negó con la cabeza.
—No lo sabemos —negó con la cabeza—, pero parece estar loco.
Dejé el libro en la estantería, pensando que aquello no tenía sentido. Me giré para verla de soslayo, cambiando de tema. No quería verme con hombres de ojos verdes.
—¿Por qué estás en esta casa?
—El Doctor Flinklenstein me creó —alcé tanto las cejas que las notaba a punto de saltar de mi frente—. Soy su sirvienta, pero últimamente me siento…
Se llevó las manos al pecho. Había visto esa reacción en humanas, las había leído en los libros románticos. Era la expresión del amor por otra persona, hasta las muñecas de trapo podían amar. Sonreí con tristeza, pues yo nunca podría sentir tal cosa, todos aquellos a los que amara envejecerían y morirían mientras que yo seguiría con la misma apariencia.
—Espero que sea correspondido —murmuré, acariciando las cubiertas de los libros.
Ella negó con la cabeza, y me explicó que su creador no le dejaba salir de la casa, pues ella era un objeto sin sentimientos, sin conciencia; diseñada sólo para servir. Le miré con compasión y mientras salía de la casa, le recomendé que usara belladona, para que pudiera dormir a aquel malnacido. Me lo agradeció con una brillante sonrisa cosida.
Me dirigí por fin para abandonar aquel mundo, desplegando mis alas agarrotadas. Las observé intensamente y me pregunté si aquel oráculo o lo que fuera me habría visto como una criatura monstruosa. Mis alas eran dos veces más grandes que yo, completamente emplumadas en una blancura de espuma de mar, con rojizo en las de las puntas. No parecían monstruosas.
Y recordé la nota de aquel cuyos ojos me habían hipnotizado. Se me revolvieron las tripas, pero decidí anteponerme a mis emociones por una vez. Aquella nota decía que podía encontrar un trabajo en “Vergel Radiante” como enfermera.
Negué con la cabeza mientras garabateaba la información en un trozo de papel, pues ya no disponía del original.
Mientras pasaba los días en aquel bosque, alejada del pueblo, me decidí a cortarme el pelo aún más. En aquel momento, el marrón chocolate se paralizaba hasta el mentón, pero seguí tapando mi nueva cicatriz. Era dolorosa en el punto en que cortaba mi ceja, y también dolorosa por haberse añadido a la colección. Las tres franjas marrones, ancladas en mi tobillo seguían allí.
Me cambié los pantalones por unos marrones agujereados y una camisa blanca, de manga ancha. Las llaves tintinearon en mi cuello, y me pregunté si algún día llegaría a utilizarlas. La daga, anclada firmemente en mi muslo, no se movería; y tampoco pensaba deshacerme de la gabardina.
El arco reflejaba la luz, como un rayo plateado. Lo acaricié hasta su centro, cuando una pequeña corriente traspasó mi dedo índice. Fruncí el ceño, e intenté coger del centro del arco. Entonces, de la punta de mis dedos, surgió un rayo de luz que se tensaba y se destensaba a mi antojo.
Aquellas eran las flechas, que se clavaban en la materia como el propio fuego. Parecía ser un arco específico para mí, duro como el hielo, pero inseguro como la plata.
Al haber cazado durante el inicio de mi vida, dependiente de poder sobrevivir con un arco, no me costó mucho adaptarme a aquel nuevo. Pensé en un nombre adecuado para él y opté por llamarlo revenge. Era una palabra que inspiraba temor a los enemigos, que propinaba dolor a los caídos.
Era una palabra en un lenguaje hecho de látigos de seda. Dura y suave como el abrazo de una madre.
Entonces recordé la embelesada mirada de aquella muñeca en aquel triste y desolado mundo, donde una colina se retorcía en forma de una espiral. Me juré que intentaría no enamorarme de un mortal. Nunca. Era una decisión egoísta. Pero era una decisión necesaria.
Y sin remordimientos, atravesé el bache en el tiempo que me conduciría hacia Vergel Radiante.
No pensaba quedarme mucho más en aquel mundo tan frío y tétrico. Pero había algo que me retenía, y no era aquel hombre. Era el conocimiento.
Un rato después de mi accidente, la calle comenzó a llenarse de monstruosas criaturas que compartían una sociedad común. Tras el susto inicial me detuve a investigar en sus actos, básicamente, en preparar una fiesta local llamada Halloween.
Amaneció un par de horas más tarde, cuando todas las personas, fueran vampiros con paraguas, licántropos, monstruos de las profundidades, payasos maquiavélicos y esqueletos seguían con su labor imperturbable.
Pero resultó curioso y desafortunado, que tratando de huir de todo aquel ajetreo, me chocara contra un abuelo en una silla de ruedas. O lo que me pareció, ya que lo que había sentado en ella, era un esqueleto blanco, como sílex pulido.
Recuerdo que su voz era cascada, y apenas me extrañó; debía tener la garganta seca. Tenía la apariencia de científico, y él me lo confirmó un poco después, entonces, me ofreció la entrada a su casa, donde habían infinidad de libros.
Era una extraña para ellos, pero aquel personaje me había acogido como si perteneciera a aquel extraño mundo. ¿Mi apariencia no era tan terrorífica, no? Quizá habían sentido de alguna forma el licántropo en mí.
De las enormes y polvorientas estanterías, llenas de libros, calaveras y cosas que no me atreví a mirar muy de cerca; extraje con sumo cuidado un volumen al azar, algo grueso, pero en un estado inmejorable.
—¿Puedo ayudarte? —La voz a mi espalda fue tan imprevista, que solté el volumen, el cual cayó irremediablemente al suelo; sentí como se erizaban mis alas.
La dueña de la voz, una muñeca de trapo a escala humana, se encontraba posada en el marco de la puerta. Tenía las extremidades cosidas, la piel ligeramente verduzca y un asomo de curiosidad en la mirada. A su lado, envejecida y oscura casa de aquel abuelo en silla de ruedas, parecía bien construida a su lado. Carraspeé, recogiendo el libro del suelo.
—Pues… —vacilé, no muy segura—. Algo sobre… Quizás….
Se acercó a mí con pasos rápidos, como si se conociera la casa palmo a palmo. Miró por encima la portada del libro, y sopló para quitarle el resto del polvo. Su pelo castaño de tela ondeó en la estancia.
—”Visiones del Ángel Maldito” —leyó, pasando suavemente sus cosidos dedos por encima de la cubierta, muy apropiado.
No supe el significado de esa frase hasta que abrí el libro por la primera página. Estaba yo. Literalmente, dibujada en perfecto carboncillo, vestida con una túnica blanca y las alas desplegadas con su tono rojizo.
—¿Sabéis quién soy aquí? —Pregunté, consternada.
—Sí, por supuesto —asintió, pasando una página—. Desde que nuestro visor muerto te vio, nos ha parecido espeluznante tu habilidad. También es normal que nadie te haya reconocido, aquello pasó hace ya mucho.
Decidí no comentar nada. Ya había pasado en varias ocasiones, en una, llegué a enterarme en que los demonios, los ángeles y los humanos habían montado una guerra por tener mi control. Empecé a ver con claridad por qué me abandonaron: era peligrosa.
Cada dibujo era más borroso que el anterior, y había anotaciones escritas en los márgenes con una letra casi ilegible. Recordé, curiosamente, que yo también tenía la visión del futuro en papel… a veces, claro.
Aparecía vestida con estrafalarias ropas, en algunos casos. Y debía añadir que me habían exagerado los contornos de las caderas y pechos en otros. Unos estaban dibujados con el ala azul derecha, y la izquierda llena de sangre; en otros, rodeada de niños de cabello cobrizo, azabache y azul. Fruncí el ceño ante éstos.
En el último aparecía un hombre. Era alto, pálido. Su cabello plateado descendía hasta perderse en su cintura, coloreada de negro. Tenía los ojos verdes, con un extraño brillo en la mirada, como si traspasara tu piel y pudiera ver más allá. Yo estaba a su lado, sonriendo de lado con una expresión seductora, pero retadora; con la cicatriz a la vista. Nunca me había visto con esa expresión.
—¿Quién es? —Le pregunté, señalando al susodicho. La muchacha negó con la cabeza.
—No lo sabemos —negó con la cabeza—, pero parece estar loco.
Dejé el libro en la estantería, pensando que aquello no tenía sentido. Me giré para verla de soslayo, cambiando de tema. No quería verme con hombres de ojos verdes.
—¿Por qué estás en esta casa?
—El Doctor Flinklenstein me creó —alcé tanto las cejas que las notaba a punto de saltar de mi frente—. Soy su sirvienta, pero últimamente me siento…
Se llevó las manos al pecho. Había visto esa reacción en humanas, las había leído en los libros románticos. Era la expresión del amor por otra persona, hasta las muñecas de trapo podían amar. Sonreí con tristeza, pues yo nunca podría sentir tal cosa, todos aquellos a los que amara envejecerían y morirían mientras que yo seguiría con la misma apariencia.
—Espero que sea correspondido —murmuré, acariciando las cubiertas de los libros.
Ella negó con la cabeza, y me explicó que su creador no le dejaba salir de la casa, pues ella era un objeto sin sentimientos, sin conciencia; diseñada sólo para servir. Le miré con compasión y mientras salía de la casa, le recomendé que usara belladona, para que pudiera dormir a aquel malnacido. Me lo agradeció con una brillante sonrisa cosida.
Me dirigí por fin para abandonar aquel mundo, desplegando mis alas agarrotadas. Las observé intensamente y me pregunté si aquel oráculo o lo que fuera me habría visto como una criatura monstruosa. Mis alas eran dos veces más grandes que yo, completamente emplumadas en una blancura de espuma de mar, con rojizo en las de las puntas. No parecían monstruosas.
Y recordé la nota de aquel cuyos ojos me habían hipnotizado. Se me revolvieron las tripas, pero decidí anteponerme a mis emociones por una vez. Aquella nota decía que podía encontrar un trabajo en “Vergel Radiante” como enfermera.
Negué con la cabeza mientras garabateaba la información en un trozo de papel, pues ya no disponía del original.
Mientras pasaba los días en aquel bosque, alejada del pueblo, me decidí a cortarme el pelo aún más. En aquel momento, el marrón chocolate se paralizaba hasta el mentón, pero seguí tapando mi nueva cicatriz. Era dolorosa en el punto en que cortaba mi ceja, y también dolorosa por haberse añadido a la colección. Las tres franjas marrones, ancladas en mi tobillo seguían allí.
Me cambié los pantalones por unos marrones agujereados y una camisa blanca, de manga ancha. Las llaves tintinearon en mi cuello, y me pregunté si algún día llegaría a utilizarlas. La daga, anclada firmemente en mi muslo, no se movería; y tampoco pensaba deshacerme de la gabardina.
El arco reflejaba la luz, como un rayo plateado. Lo acaricié hasta su centro, cuando una pequeña corriente traspasó mi dedo índice. Fruncí el ceño, e intenté coger del centro del arco. Entonces, de la punta de mis dedos, surgió un rayo de luz que se tensaba y se destensaba a mi antojo.
Aquellas eran las flechas, que se clavaban en la materia como el propio fuego. Parecía ser un arco específico para mí, duro como el hielo, pero inseguro como la plata.
Al haber cazado durante el inicio de mi vida, dependiente de poder sobrevivir con un arco, no me costó mucho adaptarme a aquel nuevo. Pensé en un nombre adecuado para él y opté por llamarlo revenge. Era una palabra que inspiraba temor a los enemigos, que propinaba dolor a los caídos.
Era una palabra en un lenguaje hecho de látigos de seda. Dura y suave como el abrazo de una madre.
Entonces recordé la embelesada mirada de aquella muñeca en aquel triste y desolado mundo, donde una colina se retorcía en forma de una espiral. Me juré que intentaría no enamorarme de un mortal. Nunca. Era una decisión egoísta. Pero era una decisión necesaria.
Y sin remordimientos, atravesé el bache en el tiempo que me conduciría hacia Vergel Radiante.
Spoiler: Mostrar
El dulce Vergel Radiante que recuerdo, era una humilde ciudad, formada por un enorme castillo y casas variopintas. Todos los días, las calles adoquinadas emitían el suave perfume de las gardenias y luz.
Cuando, por primera vez, pisé sobre aquel mundo tan esplendoroso; lo primero que hice fue maravillarme ante aquel castillo de mármol blanco, coronado en algunas partes por el color dorado. Había flores por aquí y por allá, junto con una puerta de un azul eléctrico.
Tuve que atravesar la ciudad. Multitud de personas y niños iban de un lado a otro, todos con sus quehaceres. Sonreí, desplegué mis alas y éstas se deleitaron al verse liberadas. Capté un olor distinto entre las gardenias.
Allí, encajonada en una calle, había una floristería. En el exterior, el mostrador de cristal estaba casi tapado por multitud de plantas y una campanita adornaba el exterior. No pude resistirme a entrar.
El establecimiento estaba en completo silencio, en un espacio iluminado, con mesas y sillas de abedul y el suelo de mármol. Vergel Radiante tenía una forma muy curiosa de forma arquitectónica. Giré para mirar al exterior. Todo parecía estar hecho de luz.
—¿Puedo ayudarte con algo?
Su voz era grave. Grave como un invierno frío, pero como el mismo terciopelo. Me giré, y casi se me cae la mandíbula ante lo que vi. Lo que creí que iba a ser un dependiente humano…
Era un ángel. Lo sabía porque su cabello era de color rosa pálido. Lo sabía porque en sus venas palpitaba la luz misma. Pero… no tenía alas.
Todo el conocimiento adquirido acerca de ángeles (que no era mucho), afloró en mi mente. Aquel ángel tenía el cabello de aquel color tan inusual porque era un ángel adulto. Para mí, la modificación genética de un período a otro en la vida me parecía una novedad. Me pregunté si me pasaría a mí también.
Una parte de mí estaba admirada, otra le miraba con orgullo. La última me provocó repulsión. Sacudí la cabeza.
Él pareció darse cuenta de mis pensamientos, y, al verme las alas, una sombra de seriedad apareció en su mirada azulada. Fue tan tenue y rápida que casi ni la vi.
—De hecho —vacilé—… Verás he venido de otro mun... de otra ciudad. Yo… estoy buscando a alguien… y no sé mucho sobre los ángeles… y…
Hizo un ademán con la mano, mortalmente serio.
—¿Tu nombre es Sol? —Preguntó—. ¿Eres el Ángel de la Muerte?
—No… mi nombre es Zora —repliqué. No era la primera vez que me llamaban Sol—. Y sí, lo soy. Aunque no es algo que vaya pregonando por ahí.
Hice una mueca incómoda. En ese instante, me di cuenta de lo que desentonaba en aquella ciudad, con toda su luz y ángeles. Nunca me había sentido tan rechazada, ni siquiera en Gallifrey.
—Me llamo Lumaria —se presentó, girándose un momento hacia un estante, rozando la yema de los dedos sobre los tomos de los libros—. Y pertenecí a la Resistencia Angélica.
Mi cara debió ser un poema. La Resistencia estaba estrechamente relacionada con… con mi guerra. La guerra que yo había provocado y de la que tan poco sabía. Era curiosa la forma en que las catástrofes revoloteaban en torno a mí. Tragué saliva. Lumaria cogió un viejo cuaderno y lo puso sobre el mostrador, me miró con dos zafiros esculpidos.
—¿Vas —iba a preguntar—, vas a matarme para no poder inclinar la balanza?
Lumaria cerró los ojos, cansado. Parecía a punto de derrumbarse. Al final, negó con la cabeza, con una firme determinación, y le dio un pequeño golpe al cuaderno.
—Ellos querían que tuvieras esto. Todas tus dudas serán aclaradas… los ángeles… los demonios…
Vacilé, no muy convencida; pero a pasos cautos recogí el cuaderno. Era de tapas rojas y pesaba un poco. Pero “ellos” me daban muy mala espina. Tragué en seco por segunda vez.
—¿Quiénes?
—Es demasiado pronto… —masculló, aunque no sabía a qué se refería, no pregunté, dejé que siguiera hablando—. Lo tendrás que averiguar por ti misma.
Le miré a los ojos otra vez, y en ellos vi tristeza. Compasión. Reí suavemente, aligerando el ambiente un poco. Le pregunté por el trabajo de enfermera. Había una plaza vacante, pues él también trabajaba en el castillo; me dijo que dentro de una hora podrían cogerme. Me despedí con un gesto de cabeza.
Comencé a asustarme. Guardé la libreta en uno de los bolsillos de mi gabardina, en la que encontré el papel Médium del Doctor. Él había escrito algo, quizá, desde la otra punta del Universo.
Estoy vivo. Me dedico a vagar por los mundos, ayudando a todo tipo de razas. Gallifrey ha sido desterrado en un bolsillo temporal, viviendo una y otra vez las guerras. No trates de volver, pues el planeta ha desaparecido, junto con su recuerdo.
Escribe algo si necesitas ayuda, y no abuses de los viajes temporales.
Tuyo, el Doctor.
Alivio y preocupación, fue lo que sentí cuando caminé hacia el castillo con la carta en la mano. Los jardines, preñados de hojas veraniegas, ofrecían un collage digno de admirar. Pero tenía muchas cosas en la cabeza.
Y entonces, fue cuando le conocí.
El choque fue inminente. Por un momento sólo vi el azul del cielo cuando caí al suelo inevitablemente. Cuando me incorporé, fue cuando de verdad vi a un ángel.
En lugar de llevar alas, llevaba una bata blanca, junto con un pañuelo morado. En lugar de tener luz en las venas, su cabello era del color de la plata vieja, tapándole uno de sus ojos, al igual que el mío. Y en lugar de tener unos ojos claros como el cielo, sus ojos tenían el mismo azul que podría tener una noche de verano.
En esos instantes, me habría gustado no tener la cicatriz, y poder verle con ambos ojos. Sabía que se me habían dilatado las pupilas. Se rascó la cabeza mientras se incorporaba, algo nervioso. Me guardé la carta del Doctor en el interior del bolsillo, momentáneamente olvidado.
—Eh… —intenté articular, aún en trance—. Lo siento, soy algo patosa…
—No, si ha sido mi culpa… —carraspeó.
Me presenté y nos estrechamos las manos. Una corriente eléctrica me sacudió de arriba abajo, y noté una punzada en el corazón. Su voz era como el susurro del viento. Nos quedamos así unos minutos. Con las manos entrelazadas y mirándonos a los únicos ojos que teníamos visibles. Después, captó mis alas, erguidas. Se rascó la cabeza de nuevo cuando nos separamos.
No supe por qué. Pero cuando levantó una mano, dudoso, dejé que acariciara la base del ala derecha. El chispazo en mi piel fue tan brusco, que me aparté suavemente.
—Nadie toca mis alas —le expliqué. Pareció un tanto decepcionado—. Eh… me tengo que ir así que…
—¡Yo también! Aunque no recuerdo por qué…
Sacudió la cabeza y me dirigió una sonrisa. Puedo jurar que mi corazón se saltó un latido. Después se alejó a paso lento. Yo me quedé mirándole, embobada. Pensé que sería maravilloso poder volver a verle. Un ángel. Me había cruzado con un puñetero ángel.
—Lo tienes en el bote.
Una voz me sacó de mis pensamientos. Me volteé bruscamente. Una chica, con el color del azabache en el cabello, ojos verdes y ropa sencilla me miraba con una mueca burlona. La encontré extrañamente familiar.
—¿Qué? —Estaba totalmente atontada.
—Ienzo, mi hermanito. Le has dejado huella.
Su hermano. De ahí el parecido. Tenían la misma nariz. Fruncí el ceño, procesando la información.
—Tal vez me equivoque, nunca se sabe. Pero no suelo equivocarme —parecía divertida. Respiré unas cuantas veces, para controlar mi genio. Menuda sabionda.
—¿Quién eres? —Le pregunté suavemente, reprimiéndome.
—Ya lo he dicho, soy la hermana mayor de Ienzo —hizo un ademán que me pareció exasperante, pero ella no pareció darse cuenta—. Me llamo Luna, y tú te llamas Sol.
Y aquello me sacó de mis casillas. Era la segunda persona en aquel maldito mundo que me llamaba Sol. No soy un sol brillante. Soy la voz del lobo, que gime a la Luna.
—¿Qué? ¡Yo me llamo Zora!
—Muy bien, Ángel de la Muerte, muy bien —Me quedé muda de la impresión. ¿Tan famosa era en aquel mundo?—. ¿Adónde ibas?
—¡No tengo por qué decírtelo! Y no me llames así, no soy un bicho que estas investigando —sin querer, me enervé demasiado. Las alas se me habían erizado, y me centré las hojas que revoloteaban en un árbol cercano.
—Tienes cara de no saber dónde estás, ni adónde vas.
—Voy… —Vacilé—. A mi nuevo trabajo.
Saqué el papelito que me había reescrito, y me estremecí al pensar el encapuchado. Revenge se volvió más pesado en mi espalda.
—Enfermera del castillo de Vergel Radiante. Supongo que será ese, — señalé hacia el mencionado—, no creo que haya otro.
No escuché lo último que dijo. Cuando quise darme cuenta, ya casi había pasado la hora. Solté una exclamación y me fui corriendo calle arriba. Tropecé con una piedra y me maldecí a mí misma por ser tan patosa.
En el portón del magnífico castillo, dos guardias vestidos con un uniforme azul marino me exigieron que les dijese mi nombre. El primero era fornido, con el cabello marrón, el segundo parecía que nunca se hubiera afeitado. Les conté que venía a trabajar para ser enfermera. Se miraron de reojo con una ceja levantada y me dejaron pasar.
En el interior conocí a Even. Digamos que era el científico de la ciudad, y me explicó el camino hacia la enfermería, era extraño que me hubieran aceptado así sin más, y mostré mi confusión.
—Recibimos tu mensaje —sus ojos verdes, mostraron desconcierto y desconfianza. Era un tipo muy rubio y muy frío. Me encogí de hombros, mirando al suelo; yo no había enviado ningún mensaje.
Desde luego, la enfermería del castillo era mucho mejor que cualquier barracón de Gallifrey. Las paredes eran blancas, había un escritorio en un rincón, lleno de libros de medicina, y una camilla a un lado. En la estantería habían instrumentos que se me antojaron algo primarios.
—Recibirás platines una vez a la semana —dijo Even, en el marco de la puerta—. Si tienes algún problema busca a Ansem.
Su expresión era de puro aburrimiento.
Cuando, por primera vez, pisé sobre aquel mundo tan esplendoroso; lo primero que hice fue maravillarme ante aquel castillo de mármol blanco, coronado en algunas partes por el color dorado. Había flores por aquí y por allá, junto con una puerta de un azul eléctrico.
Tuve que atravesar la ciudad. Multitud de personas y niños iban de un lado a otro, todos con sus quehaceres. Sonreí, desplegué mis alas y éstas se deleitaron al verse liberadas. Capté un olor distinto entre las gardenias.
Allí, encajonada en una calle, había una floristería. En el exterior, el mostrador de cristal estaba casi tapado por multitud de plantas y una campanita adornaba el exterior. No pude resistirme a entrar.
El establecimiento estaba en completo silencio, en un espacio iluminado, con mesas y sillas de abedul y el suelo de mármol. Vergel Radiante tenía una forma muy curiosa de forma arquitectónica. Giré para mirar al exterior. Todo parecía estar hecho de luz.
—¿Puedo ayudarte con algo?
Su voz era grave. Grave como un invierno frío, pero como el mismo terciopelo. Me giré, y casi se me cae la mandíbula ante lo que vi. Lo que creí que iba a ser un dependiente humano…
Era un ángel. Lo sabía porque su cabello era de color rosa pálido. Lo sabía porque en sus venas palpitaba la luz misma. Pero… no tenía alas.
Todo el conocimiento adquirido acerca de ángeles (que no era mucho), afloró en mi mente. Aquel ángel tenía el cabello de aquel color tan inusual porque era un ángel adulto. Para mí, la modificación genética de un período a otro en la vida me parecía una novedad. Me pregunté si me pasaría a mí también.
Una parte de mí estaba admirada, otra le miraba con orgullo. La última me provocó repulsión. Sacudí la cabeza.
Él pareció darse cuenta de mis pensamientos, y, al verme las alas, una sombra de seriedad apareció en su mirada azulada. Fue tan tenue y rápida que casi ni la vi.
—De hecho —vacilé—… Verás he venido de otro mun... de otra ciudad. Yo… estoy buscando a alguien… y no sé mucho sobre los ángeles… y…
Hizo un ademán con la mano, mortalmente serio.
—¿Tu nombre es Sol? —Preguntó—. ¿Eres el Ángel de la Muerte?
—No… mi nombre es Zora —repliqué. No era la primera vez que me llamaban Sol—. Y sí, lo soy. Aunque no es algo que vaya pregonando por ahí.
Hice una mueca incómoda. En ese instante, me di cuenta de lo que desentonaba en aquella ciudad, con toda su luz y ángeles. Nunca me había sentido tan rechazada, ni siquiera en Gallifrey.
—Me llamo Lumaria —se presentó, girándose un momento hacia un estante, rozando la yema de los dedos sobre los tomos de los libros—. Y pertenecí a la Resistencia Angélica.
Mi cara debió ser un poema. La Resistencia estaba estrechamente relacionada con… con mi guerra. La guerra que yo había provocado y de la que tan poco sabía. Era curiosa la forma en que las catástrofes revoloteaban en torno a mí. Tragué saliva. Lumaria cogió un viejo cuaderno y lo puso sobre el mostrador, me miró con dos zafiros esculpidos.
—¿Vas —iba a preguntar—, vas a matarme para no poder inclinar la balanza?
Lumaria cerró los ojos, cansado. Parecía a punto de derrumbarse. Al final, negó con la cabeza, con una firme determinación, y le dio un pequeño golpe al cuaderno.
—Ellos querían que tuvieras esto. Todas tus dudas serán aclaradas… los ángeles… los demonios…
Vacilé, no muy convencida; pero a pasos cautos recogí el cuaderno. Era de tapas rojas y pesaba un poco. Pero “ellos” me daban muy mala espina. Tragué en seco por segunda vez.
—¿Quiénes?
—Es demasiado pronto… —masculló, aunque no sabía a qué se refería, no pregunté, dejé que siguiera hablando—. Lo tendrás que averiguar por ti misma.
Le miré a los ojos otra vez, y en ellos vi tristeza. Compasión. Reí suavemente, aligerando el ambiente un poco. Le pregunté por el trabajo de enfermera. Había una plaza vacante, pues él también trabajaba en el castillo; me dijo que dentro de una hora podrían cogerme. Me despedí con un gesto de cabeza.
Comencé a asustarme. Guardé la libreta en uno de los bolsillos de mi gabardina, en la que encontré el papel Médium del Doctor. Él había escrito algo, quizá, desde la otra punta del Universo.
Estoy vivo. Me dedico a vagar por los mundos, ayudando a todo tipo de razas. Gallifrey ha sido desterrado en un bolsillo temporal, viviendo una y otra vez las guerras. No trates de volver, pues el planeta ha desaparecido, junto con su recuerdo.
Escribe algo si necesitas ayuda, y no abuses de los viajes temporales.
Tuyo, el Doctor.
Alivio y preocupación, fue lo que sentí cuando caminé hacia el castillo con la carta en la mano. Los jardines, preñados de hojas veraniegas, ofrecían un collage digno de admirar. Pero tenía muchas cosas en la cabeza.
Y entonces, fue cuando le conocí.
El choque fue inminente. Por un momento sólo vi el azul del cielo cuando caí al suelo inevitablemente. Cuando me incorporé, fue cuando de verdad vi a un ángel.
En lugar de llevar alas, llevaba una bata blanca, junto con un pañuelo morado. En lugar de tener luz en las venas, su cabello era del color de la plata vieja, tapándole uno de sus ojos, al igual que el mío. Y en lugar de tener unos ojos claros como el cielo, sus ojos tenían el mismo azul que podría tener una noche de verano.
En esos instantes, me habría gustado no tener la cicatriz, y poder verle con ambos ojos. Sabía que se me habían dilatado las pupilas. Se rascó la cabeza mientras se incorporaba, algo nervioso. Me guardé la carta del Doctor en el interior del bolsillo, momentáneamente olvidado.
—Eh… —intenté articular, aún en trance—. Lo siento, soy algo patosa…
—No, si ha sido mi culpa… —carraspeó.
Me presenté y nos estrechamos las manos. Una corriente eléctrica me sacudió de arriba abajo, y noté una punzada en el corazón. Su voz era como el susurro del viento. Nos quedamos así unos minutos. Con las manos entrelazadas y mirándonos a los únicos ojos que teníamos visibles. Después, captó mis alas, erguidas. Se rascó la cabeza de nuevo cuando nos separamos.
No supe por qué. Pero cuando levantó una mano, dudoso, dejé que acariciara la base del ala derecha. El chispazo en mi piel fue tan brusco, que me aparté suavemente.
—Nadie toca mis alas —le expliqué. Pareció un tanto decepcionado—. Eh… me tengo que ir así que…
—¡Yo también! Aunque no recuerdo por qué…
Sacudió la cabeza y me dirigió una sonrisa. Puedo jurar que mi corazón se saltó un latido. Después se alejó a paso lento. Yo me quedé mirándole, embobada. Pensé que sería maravilloso poder volver a verle. Un ángel. Me había cruzado con un puñetero ángel.
—Lo tienes en el bote.
Una voz me sacó de mis pensamientos. Me volteé bruscamente. Una chica, con el color del azabache en el cabello, ojos verdes y ropa sencilla me miraba con una mueca burlona. La encontré extrañamente familiar.
—¿Qué? —Estaba totalmente atontada.
—Ienzo, mi hermanito. Le has dejado huella.
Su hermano. De ahí el parecido. Tenían la misma nariz. Fruncí el ceño, procesando la información.
—Tal vez me equivoque, nunca se sabe. Pero no suelo equivocarme —parecía divertida. Respiré unas cuantas veces, para controlar mi genio. Menuda sabionda.
—¿Quién eres? —Le pregunté suavemente, reprimiéndome.
—Ya lo he dicho, soy la hermana mayor de Ienzo —hizo un ademán que me pareció exasperante, pero ella no pareció darse cuenta—. Me llamo Luna, y tú te llamas Sol.
Y aquello me sacó de mis casillas. Era la segunda persona en aquel maldito mundo que me llamaba Sol. No soy un sol brillante. Soy la voz del lobo, que gime a la Luna.
—¿Qué? ¡Yo me llamo Zora!
—Muy bien, Ángel de la Muerte, muy bien —Me quedé muda de la impresión. ¿Tan famosa era en aquel mundo?—. ¿Adónde ibas?
—¡No tengo por qué decírtelo! Y no me llames así, no soy un bicho que estas investigando —sin querer, me enervé demasiado. Las alas se me habían erizado, y me centré las hojas que revoloteaban en un árbol cercano.
—Tienes cara de no saber dónde estás, ni adónde vas.
—Voy… —Vacilé—. A mi nuevo trabajo.
Saqué el papelito que me había reescrito, y me estremecí al pensar el encapuchado. Revenge se volvió más pesado en mi espalda.
—Enfermera del castillo de Vergel Radiante. Supongo que será ese, — señalé hacia el mencionado—, no creo que haya otro.
No escuché lo último que dijo. Cuando quise darme cuenta, ya casi había pasado la hora. Solté una exclamación y me fui corriendo calle arriba. Tropecé con una piedra y me maldecí a mí misma por ser tan patosa.
En el portón del magnífico castillo, dos guardias vestidos con un uniforme azul marino me exigieron que les dijese mi nombre. El primero era fornido, con el cabello marrón, el segundo parecía que nunca se hubiera afeitado. Les conté que venía a trabajar para ser enfermera. Se miraron de reojo con una ceja levantada y me dejaron pasar.
En el interior conocí a Even. Digamos que era el científico de la ciudad, y me explicó el camino hacia la enfermería, era extraño que me hubieran aceptado así sin más, y mostré mi confusión.
—Recibimos tu mensaje —sus ojos verdes, mostraron desconcierto y desconfianza. Era un tipo muy rubio y muy frío. Me encogí de hombros, mirando al suelo; yo no había enviado ningún mensaje.
Desde luego, la enfermería del castillo era mucho mejor que cualquier barracón de Gallifrey. Las paredes eran blancas, había un escritorio en un rincón, lleno de libros de medicina, y una camilla a un lado. En la estantería habían instrumentos que se me antojaron algo primarios.
—Recibirás platines una vez a la semana —dijo Even, en el marco de la puerta—. Si tienes algún problema busca a Ansem.
Su expresión era de puro aburrimiento.
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No sabría decir exactamente qué fue lo que pensé al ver a aquel pelirrojo tendido en la camilla, con un rictus de dolor y la pierna seguramente dislocada. Siempre me ha gustado el color rojo. Era el color de la sangre, del fuego y de la pasión.
Me había puesto una bata blanca, y sin el peso del arco y mi gabardina me sentía ligeramente desprotegida. Llevaba una libreta y un bolígrafo para hacer el parte médico.
La mirada de aquella chica, verde como la esmeralda con motas marrones; me miraba inquisitiva (y con un gesto de exasperación hacia el enfermo). Era la misma con la que me había cruzado antes, y notaba la mirada azulada de su hermano posada en mí. Traté de ignorarla lo mejor que supe.
El cabello echado para atrás de Isa, azul como un lago; destacaba más que sus ropas, sencillas y con un dibujo de una luna menguante en la chaqueta. Sus ojos expresaban algo entre la frialdad e indiferencia.
Ambos me explicaron que Lea, quien gimoteaba de dolor en la camilla, se había caído desde una altura equivalente a tres pisos al intentar ligar con una maestra de las artes marciales. Arqueé una ceja, divertida. Garabateaba en la libreta.
—Cómo puedes ver —dijo Isa—, no tiene muchas luces, que digamos.
La chica le dio un codazo disimulado al muchacho, y acto seguido, le pregunté su nombre, para anotarlo en la casilla de “sujetos con los que ha mantenido contacto”. Se llamaba Luna. Era bastante irónico que hacía un par de horas me había nombrado por el nombre de Sol.
—Muy bien. Vamos a mirar esa pierna —concluí, terminando de escribir—. ¿Podéis iros? No creo que sea muy agradable mirar cómo le pongo la pierna en su sitio.
Hice un ademán hacia Lea, intentando desviar la mirada de aquellos ojos azules. Mi alma fue un rompecabezas, una pieza era Ienzo… y no sabía dónde encajarla.
Me senté en una silla con ruedas y me acerqué a Lea. Tenía el ceño fruncido, y me miraba intensamente. Su pelo estaba echado hacia atrás, en punta; llevaba un pañuelo amarillo y negro anudado al cuello.
—Sólo será un momento ¿de acuerdo?
Le remangué el pantalón con sumo cuidado, observando la zona afectada. Palpé con cuidado el bulto que hacía linde con la rodilla. Completamente dislocada. También detecté una rotura en el fémur. Apreté un poco.
Un siseo de dolor me lo confirmó.
—Háblame un poco —le dije, mientras sacaba el instrumental de los armarios. Escayola, tijeras, vendas, bisturí, anestesia, desinfectante para la camilla (aunque ya estaba desinfectada, no venía mal tomar precauciones)…
—Eh… —pareció quedarse en blanco un momento—. M-me llamo Lea ¿lo captas?
Lo dejé todo sobre la mesa contigua y le inyecté la anestesia cerca de la rotura. No dijo nada.
—Lo capto, Lea —le daba conversación para distraerle—. Me han contado cómo te has roto la pierna, es realmente curioso.
Le sonreí tranquilizadoramente y le cogí el pañuelo que llevaba anudado al cuello. Le levanté la cabeza levemente, anudando el pañuelo en torno sus ojos. Noté cómo se tensaba.
—¿Qué…?
—Será mejor que no veas nada —le informé—. Estarás anestesiado casi toda la operación, el cerebro envía falsas alarmas cuando adquiere la imagen de la sangre. Es un reflejo natural.
>>Esto te va a doler —le dije, en cuanto me puse a recolocarle la rodilla—. Contaré hasta tres: una, dos,…
Su rodilla hizo un sonido antinatural, y el muchacho lanzó un gruñido de dolor. Tenía los músculos tensos, los nudillos blancos. Eché de menos el colocahuesos, que era muy útil.
—Creía que no iba a sentir nada —dijo con voz débil—. ¿Lo captas?
—He dicho casi toda la operación. De aquí en adelante, no sentirás ni un alfiler.
Después de aquello, me dediqué a curar la rotura. Tras abrir la piel y colocar el hueso en su sitio, que estaba roto, Lea me contó, dubitativo, toda la peripecia del por qué estaba en la enfermería, y llegué a la conclusión de que era un Don Juan. Con ayuda de mis poderes, su pulso no se redujo y ayudé a que su alma se mantuviera en su sitio mientras le cosía la herida una vez colocada la rotura. No todo era malo en mi don.
Además, debo admitir, que me sentí bastante orgullosa cuando terminé de escayolarle la pierna. Le quité la venda de sus ojos, y un deja vú me recorrió de pies a cabeza al ver sus ojos tan verdes y familiares; tanto fue mi pasmo, que me quedé como unos cinco segundos pensando si debería echarle bromuro en la papilla. Decidí que sólo eran imaginaciones mías.
—Ya está —informé, acercándole unas muletas. Lea tenía la mirada perdida y el pelo alborotado.
Cuando salí de la estancia, Luna me recibió con un tono entre cómico y preocupado.
—¿Lea está bien? ¿No se ha muerto?
—Está bien —respondí, abriendo la puerta—. Tendrá que ir durante tres semanas con muletas, pero creo que podrá soportarlo.
—Qué pena. Otra vez será—Isa empleó un tono tan frío, que por un momento pensé que lo había dicho de verdad.
El pelirrojo salió de la consulta, con las muletas. Sonreí y me dirigí al interior de la consulta; tenía que acabar el informe.
En el interior, saqué de mi gabardina la libreta que me había dado Lumaria. La sopesé un rato, pensando qué secretos ocultaría. No fui lo suficientemente valiente para abrirla.
El ruido de la puerta al abrirse hizo que apartara la libreta de un manotazo. Era Luna, llevaba un café caliente en la mano. Me sonrió con el ceño fruncido. Carraspeó.
—Zora… Tal vez hayamos empezado con mal pie…
—Sí, tal vez —le respondí, con una expresión de nerviosismo—. También estaba nerviosa por el trabajo…
—¿Por qué no hacemos borrón y cuenta nueva?
No sabía su cambio repentino de actitud y traté inútilmente de no mirar a través del umbral de la puerta. Estuve conforme.
—¿Qué tal si mañana quedamos? —Me propuso más animada—. En la plaza.
—Vale. Hasta entonces —quedé, pero me acordé súbitamente del nuevo trabajo—. Espera… ¡Tengo que trabajar! Si vuelvo a fallar me despedirán, y…
—Zora. Tranquilízate —me dijo algo divertida—. Mañana es domingo, Zora.
—¿De verdad? —Me sorprendí gratamente—. Vaya, no tenía ni idea, hace ya mucho que perdí la noción del tiempo. Si yo te contara…
Luna abandonó la estancia con una sonrisa.
También conocí a Ena, la hermana de Lea. Era apabullante el parecido tan tremendo que poseían. Mismos ojos verdes, mismo cabello. Había venido por que se sentía algo mareada, pero sólo tenía una pequeña anemia; por el contrario, al ver que no paraba de toquitear todos los artefactos y notar que estaba muy nerviosa; le prohibí tomar café. Lo pensé mejor y le dije que Lea tampoco podía. Había observado el mismo nivel de nerviosismo en los dos.
Ya por la tarde, tras unas cuatro horas, Isa fue mi último paciente. Tenía un gran cardenal en la espinilla, y parecía que le dolía el estómago. Sin embargo, sus ojos no me dejaron entrever ninguna pista acerca de lo que le había pasado.
—¿Qué te ha pasado? —Le pregunté mientras buscaba una pomada.
—Nada de tu incumbencia —su tono fue frío como el hielo. Fruncí el ceño, molesta.
Le receté una pomada y salió sin decir palabra. Justo después, recibí la visita de Ansem el Sabio, así era como lo llamaban.
Era un hombre con bata (al parecer, la llevaban casi todos allí), fornido y rubio. Me comentó que su despacho estaba en una de las plantas superiores, al fondo, y que era el dueño de Vergel Radiante.
—Tu habitación está arriba —me lanzó la llave y yo asentí.
No recuerdo qué número era, pero estaba en un piso elevado. Había una cama, una estantería, un escritorio y un lavabo. Olía flores y podía ver toda la ciudad desde mi ventana; la noche era hermosa.
Dejé la libreta en la estantería, quitándome la bata y poniéndome la gabardina. Me senté en el alféizar de la ventana.
Algunos días pasaba horas jugueteando con mis llaves y haciendo más grandes los agujeros de mis pantalones, pensando en sus ojos, en cuándo podría volver a verlos de nuevo. En cómo me hacían sentir. Parecían las estrellas que miraba en el cielo desde aquél mismo alféizar.
Qué ojos tan azules.
Me había puesto una bata blanca, y sin el peso del arco y mi gabardina me sentía ligeramente desprotegida. Llevaba una libreta y un bolígrafo para hacer el parte médico.
La mirada de aquella chica, verde como la esmeralda con motas marrones; me miraba inquisitiva (y con un gesto de exasperación hacia el enfermo). Era la misma con la que me había cruzado antes, y notaba la mirada azulada de su hermano posada en mí. Traté de ignorarla lo mejor que supe.
El cabello echado para atrás de Isa, azul como un lago; destacaba más que sus ropas, sencillas y con un dibujo de una luna menguante en la chaqueta. Sus ojos expresaban algo entre la frialdad e indiferencia.
Ambos me explicaron que Lea, quien gimoteaba de dolor en la camilla, se había caído desde una altura equivalente a tres pisos al intentar ligar con una maestra de las artes marciales. Arqueé una ceja, divertida. Garabateaba en la libreta.
—Cómo puedes ver —dijo Isa—, no tiene muchas luces, que digamos.
La chica le dio un codazo disimulado al muchacho, y acto seguido, le pregunté su nombre, para anotarlo en la casilla de “sujetos con los que ha mantenido contacto”. Se llamaba Luna. Era bastante irónico que hacía un par de horas me había nombrado por el nombre de Sol.
—Muy bien. Vamos a mirar esa pierna —concluí, terminando de escribir—. ¿Podéis iros? No creo que sea muy agradable mirar cómo le pongo la pierna en su sitio.
Hice un ademán hacia Lea, intentando desviar la mirada de aquellos ojos azules. Mi alma fue un rompecabezas, una pieza era Ienzo… y no sabía dónde encajarla.
Me senté en una silla con ruedas y me acerqué a Lea. Tenía el ceño fruncido, y me miraba intensamente. Su pelo estaba echado hacia atrás, en punta; llevaba un pañuelo amarillo y negro anudado al cuello.
—Sólo será un momento ¿de acuerdo?
Le remangué el pantalón con sumo cuidado, observando la zona afectada. Palpé con cuidado el bulto que hacía linde con la rodilla. Completamente dislocada. También detecté una rotura en el fémur. Apreté un poco.
Un siseo de dolor me lo confirmó.
—Háblame un poco —le dije, mientras sacaba el instrumental de los armarios. Escayola, tijeras, vendas, bisturí, anestesia, desinfectante para la camilla (aunque ya estaba desinfectada, no venía mal tomar precauciones)…
—Eh… —pareció quedarse en blanco un momento—. M-me llamo Lea ¿lo captas?
Lo dejé todo sobre la mesa contigua y le inyecté la anestesia cerca de la rotura. No dijo nada.
—Lo capto, Lea —le daba conversación para distraerle—. Me han contado cómo te has roto la pierna, es realmente curioso.
Le sonreí tranquilizadoramente y le cogí el pañuelo que llevaba anudado al cuello. Le levanté la cabeza levemente, anudando el pañuelo en torno sus ojos. Noté cómo se tensaba.
—¿Qué…?
—Será mejor que no veas nada —le informé—. Estarás anestesiado casi toda la operación, el cerebro envía falsas alarmas cuando adquiere la imagen de la sangre. Es un reflejo natural.
>>Esto te va a doler —le dije, en cuanto me puse a recolocarle la rodilla—. Contaré hasta tres: una, dos,…
Su rodilla hizo un sonido antinatural, y el muchacho lanzó un gruñido de dolor. Tenía los músculos tensos, los nudillos blancos. Eché de menos el colocahuesos, que era muy útil.
—Creía que no iba a sentir nada —dijo con voz débil—. ¿Lo captas?
—He dicho casi toda la operación. De aquí en adelante, no sentirás ni un alfiler.
Después de aquello, me dediqué a curar la rotura. Tras abrir la piel y colocar el hueso en su sitio, que estaba roto, Lea me contó, dubitativo, toda la peripecia del por qué estaba en la enfermería, y llegué a la conclusión de que era un Don Juan. Con ayuda de mis poderes, su pulso no se redujo y ayudé a que su alma se mantuviera en su sitio mientras le cosía la herida una vez colocada la rotura. No todo era malo en mi don.
Además, debo admitir, que me sentí bastante orgullosa cuando terminé de escayolarle la pierna. Le quité la venda de sus ojos, y un deja vú me recorrió de pies a cabeza al ver sus ojos tan verdes y familiares; tanto fue mi pasmo, que me quedé como unos cinco segundos pensando si debería echarle bromuro en la papilla. Decidí que sólo eran imaginaciones mías.
—Ya está —informé, acercándole unas muletas. Lea tenía la mirada perdida y el pelo alborotado.
Cuando salí de la estancia, Luna me recibió con un tono entre cómico y preocupado.
—¿Lea está bien? ¿No se ha muerto?
—Está bien —respondí, abriendo la puerta—. Tendrá que ir durante tres semanas con muletas, pero creo que podrá soportarlo.
—Qué pena. Otra vez será—Isa empleó un tono tan frío, que por un momento pensé que lo había dicho de verdad.
El pelirrojo salió de la consulta, con las muletas. Sonreí y me dirigí al interior de la consulta; tenía que acabar el informe.
En el interior, saqué de mi gabardina la libreta que me había dado Lumaria. La sopesé un rato, pensando qué secretos ocultaría. No fui lo suficientemente valiente para abrirla.
El ruido de la puerta al abrirse hizo que apartara la libreta de un manotazo. Era Luna, llevaba un café caliente en la mano. Me sonrió con el ceño fruncido. Carraspeó.
—Zora… Tal vez hayamos empezado con mal pie…
—Sí, tal vez —le respondí, con una expresión de nerviosismo—. También estaba nerviosa por el trabajo…
—¿Por qué no hacemos borrón y cuenta nueva?
No sabía su cambio repentino de actitud y traté inútilmente de no mirar a través del umbral de la puerta. Estuve conforme.
—¿Qué tal si mañana quedamos? —Me propuso más animada—. En la plaza.
—Vale. Hasta entonces —quedé, pero me acordé súbitamente del nuevo trabajo—. Espera… ¡Tengo que trabajar! Si vuelvo a fallar me despedirán, y…
—Zora. Tranquilízate —me dijo algo divertida—. Mañana es domingo, Zora.
—¿De verdad? —Me sorprendí gratamente—. Vaya, no tenía ni idea, hace ya mucho que perdí la noción del tiempo. Si yo te contara…
Luna abandonó la estancia con una sonrisa.
También conocí a Ena, la hermana de Lea. Era apabullante el parecido tan tremendo que poseían. Mismos ojos verdes, mismo cabello. Había venido por que se sentía algo mareada, pero sólo tenía una pequeña anemia; por el contrario, al ver que no paraba de toquitear todos los artefactos y notar que estaba muy nerviosa; le prohibí tomar café. Lo pensé mejor y le dije que Lea tampoco podía. Había observado el mismo nivel de nerviosismo en los dos.
Ya por la tarde, tras unas cuatro horas, Isa fue mi último paciente. Tenía un gran cardenal en la espinilla, y parecía que le dolía el estómago. Sin embargo, sus ojos no me dejaron entrever ninguna pista acerca de lo que le había pasado.
—¿Qué te ha pasado? —Le pregunté mientras buscaba una pomada.
—Nada de tu incumbencia —su tono fue frío como el hielo. Fruncí el ceño, molesta.
Le receté una pomada y salió sin decir palabra. Justo después, recibí la visita de Ansem el Sabio, así era como lo llamaban.
Era un hombre con bata (al parecer, la llevaban casi todos allí), fornido y rubio. Me comentó que su despacho estaba en una de las plantas superiores, al fondo, y que era el dueño de Vergel Radiante.
—Tu habitación está arriba —me lanzó la llave y yo asentí.
No recuerdo qué número era, pero estaba en un piso elevado. Había una cama, una estantería, un escritorio y un lavabo. Olía flores y podía ver toda la ciudad desde mi ventana; la noche era hermosa.
Dejé la libreta en la estantería, quitándome la bata y poniéndome la gabardina. Me senté en el alféizar de la ventana.
Algunos días pasaba horas jugueteando con mis llaves y haciendo más grandes los agujeros de mis pantalones, pensando en sus ojos, en cuándo podría volver a verlos de nuevo. En cómo me hacían sentir. Parecían las estrellas que miraba en el cielo desde aquél mismo alféizar.
Qué ojos tan azules.
Spoiler: Mostrar
Cuando volví para cerrar la enfermería con Revenge en mi espalda, en los amplios pasillos del castillo me encontré con Lumaria. Le habría saludado como hacía habitualmente, con una sonrisa medio forzada.
Pero Lumaria tuvo que decirme aquello. Aquello que jamás olvidaría.
—Zora —me detuvo en el pasillo y le miré, con la curiosidad en el rostro—. He estado pensando y creo… Creo que podrías pasarte por la floristería de cuando en cuando.
Fruncí el ceño, y le pregunté la razón.
—Hay más ángeles aparte de mí, aquí, en Vergel Radiante. ¿Has leído la libreta?
—No me he atrevido —le respondí con sinceridad—. Pero no has respondido a mi pregunta.
Lumaria se quedó pensativo. Como si quisiera recordar algo, pero le doliera demasiado.
—Tu madre está viva, junto con tu hermano —dijo directamente—. Los conozco.
Al principio no lo comprendí del todo. Mi madre yacía muerta en la Tribu del Lobo a miles de mundos de distancia. Y, comprendí, que mi única hermana había huido por temor a los lobos y no para pedir ayuda; lo entendí demasiado tarde, tan tarde que la traición ya no dolía.
Pero vi la verdad en los ojos de Lumaria. La única verdad que, realmente, me dolía, por mucho que quisiera aparentar lo contrario.
—Ellos me abandonaron porque soy peligrosa —le espeté, con ácido en mi voz. Intenté que las lágrimas no se derramaran y lo conseguí, debía ser fuerte; me giré y caminé hacia la enfermería.
—Te protegieron de la guerra —ya estaba muy lejos, pero alcancé a oír ese último murmullo. A veces, un sentido del oído tan desarrollado no era una ventaja.
De alguna forma, conseguí llegar a la puerta de la enfermería, sumida en una espiral de dolor antes desconocida para mí.
Allí, me topé con Luna; había invocado a un llamado Pasillo Oscuro, que permitía viajar de un mundo a otro. Me estremecí, y unos ojos verdes aparecieron en mi mente. Por eso jamás aprendí a utilizar aquel tipo de magia.
—¿Adónde vas? —Le pregunté, más por costumbre que por verdadera curiosidad.
—A ayudar a un amigo —si pensé que le había sorprendido, no era más lejos de la realidad.
Levanté las cejas. Ayudar. Qué palabra tan… Benevolente.
—Te acompaño.
Si atravesé el portal, fue porque aquél que me besó, me dio la inmunidad a la oscuridad. Seguía odiándole, a pesar de todo. Necesitaba despejarme. Necesitaba olvidar…
Cuál fue mi sorpresa, cuando el mundo en el que acabamos, no fue ni más ni menos que el Coliseo del Olimpo. Había visto las luchas de gladiadores en Roma, pero aquél pequeño mundo también me gustaba. Tan luminoso y con aquel coliseo tan parecido a la arquitectura griega.
—¿Y a quién se supone que buscamos? —Pregunté a Luna cuando mis pies tocaron el suelo.
—A un amigo mío. Su nombre es Zack. Alto, moreno, ojos azules…
—Ajá —respondí, mirando el patio, totalmente vacío—. Pues aquí no está. Miremos en el Coliseo.
Ella no se había percatado de que ya conocía ese mundo, pero me dio un poco igual. Entramos en el edificio, y allí, nos encontramos con un sátiro. Si no me reconoció, fue porque yo siempre me asentaba entre el público y jamás luchaba. No recordé su nombre, pero sí sabía que era el organizador de los juegos.
—No sé por qué, me apetece comer carne —le susurré a Luna disimuladamente, ella se rio. Al fin y al cabo, acabé considerándola como una amiga.
—Eh, ¿qué os parece tan gracioso? Salid a la arena ahora mismo.
Su falta de tacto hizo que arqueara una ceja y me llevara las manos a la cintura. Luna intentó replicar varias veces, hasta que su grito me puso de los nervios.
—¡Salid ya!
—¿Nos quiere escuchar? –Interrumpí, molesta—. No tenemos ni idea de qué está hablando.
—Oh, lo siento mucho —dijo, cuando al fin nos miró—. Os he confundido con otras personas.
—Menudo carácter tiene el angelito —se asombró Luna, mirándome. Le sonreí.
—¿Conoce a un tal Zack? —Le pregunté al sátiro. Me gustó como sonaba el nombre.
—¿El Capitán Agonías? Está en la arena, preparándose para la competición.
Sonreí de nuevo ante tal apodo, la verdad, era muy gracioso. Me comencé a cuestionar la razón por la cual Luna tenía un amigo en ese mundo, y por qué necesitaba ayuda. Pero Luna, tan oportuna, hizo la pregunta que menos esperaba:
—Y… ¿podríamos apuntarnos nosotras dos?
—¿Qué? —Si no erguí las alas de sorpresa, fue porque las tenía plegadas—. Un momentito.
Le agarré del brazo de mala manera para conducirla al exterior.
—¿Pero en qué piensas?
—¡Será divertido! —Me animó—. Además, yo ya gané a Zack hace tiempo.
¿Es que estaba mal de la cabeza? Los gladiadores luchaban a muerte, hasta que sólo quedaba uno. Era cierto que en aquel mundo no era tan agresivo pero…
—Pero…
—¡Venga! ¡Nos apuntaremos juntas, seguro que ganamos!
Sabiendo que no podía competir contra su alegría, suspiré resignada. Al fin y al cabo, llevaba el arco en el hombro, podía volar y tenía un gran manejo con Revenge. Supuse que transformarse en licántropo no estaba permitido, pero aquello no era un problema.
—De acuerdo… pero no esperes de mí más que disparar de lejos y curarte.
La arena era tal y como la recordaba, de forma cuadrada y con las gradas a ambos lados. Era muy distinto ver la perspectiva desde esa posición, en vez desde los asientos. Había mucha gente repartida por el campo, entrenando.
Luna se dirigió hacia un chico de cabello rubio, y por eso supe que no era Zack; me dediqué a mirar el resto de participantes, pero ninguno me llamó la atención, por lo que volví por Luna.
—¿Quién era? —Le pregunté. Lo sé, era una cotilla.
—Un chico. Se llama Cloud, y es tremendamente borde, por lo visto —me reí ante aquella afirmación, a saber qué le habría dicho—. Vamos, busquemos a Zack.
Asentí. Tras un rato deambulando, los encontramos en una esquina de la arena. El que parecía ser el amigo de Luna estaba haciendo sentadillas para entrenar, y a su lado estaba Hércules, el gladiador tan famoso en aquel mundo.
Pero… Entonces le vi la cara.
>>Esas alas… Yo también las quiero<<.
—Zack… –murmuré con un hilillo de voz. Sabía que Luna había dicho algo antes que yo, pero no la había escuchado.
No lo había escuchado porque aquel chico que me pareció tan valiente, tan bravo…
Estaba muerto.
Pero Lumaria tuvo que decirme aquello. Aquello que jamás olvidaría.
—Zora —me detuvo en el pasillo y le miré, con la curiosidad en el rostro—. He estado pensando y creo… Creo que podrías pasarte por la floristería de cuando en cuando.
Fruncí el ceño, y le pregunté la razón.
—Hay más ángeles aparte de mí, aquí, en Vergel Radiante. ¿Has leído la libreta?
—No me he atrevido —le respondí con sinceridad—. Pero no has respondido a mi pregunta.
Lumaria se quedó pensativo. Como si quisiera recordar algo, pero le doliera demasiado.
—Tu madre está viva, junto con tu hermano —dijo directamente—. Los conozco.
Al principio no lo comprendí del todo. Mi madre yacía muerta en la Tribu del Lobo a miles de mundos de distancia. Y, comprendí, que mi única hermana había huido por temor a los lobos y no para pedir ayuda; lo entendí demasiado tarde, tan tarde que la traición ya no dolía.
Pero vi la verdad en los ojos de Lumaria. La única verdad que, realmente, me dolía, por mucho que quisiera aparentar lo contrario.
—Ellos me abandonaron porque soy peligrosa —le espeté, con ácido en mi voz. Intenté que las lágrimas no se derramaran y lo conseguí, debía ser fuerte; me giré y caminé hacia la enfermería.
—Te protegieron de la guerra —ya estaba muy lejos, pero alcancé a oír ese último murmullo. A veces, un sentido del oído tan desarrollado no era una ventaja.
De alguna forma, conseguí llegar a la puerta de la enfermería, sumida en una espiral de dolor antes desconocida para mí.
Allí, me topé con Luna; había invocado a un llamado Pasillo Oscuro, que permitía viajar de un mundo a otro. Me estremecí, y unos ojos verdes aparecieron en mi mente. Por eso jamás aprendí a utilizar aquel tipo de magia.
—¿Adónde vas? —Le pregunté, más por costumbre que por verdadera curiosidad.
—A ayudar a un amigo —si pensé que le había sorprendido, no era más lejos de la realidad.
Levanté las cejas. Ayudar. Qué palabra tan… Benevolente.
—Te acompaño.
Si atravesé el portal, fue porque aquél que me besó, me dio la inmunidad a la oscuridad. Seguía odiándole, a pesar de todo. Necesitaba despejarme. Necesitaba olvidar…
Cuál fue mi sorpresa, cuando el mundo en el que acabamos, no fue ni más ni menos que el Coliseo del Olimpo. Había visto las luchas de gladiadores en Roma, pero aquél pequeño mundo también me gustaba. Tan luminoso y con aquel coliseo tan parecido a la arquitectura griega.
—¿Y a quién se supone que buscamos? —Pregunté a Luna cuando mis pies tocaron el suelo.
—A un amigo mío. Su nombre es Zack. Alto, moreno, ojos azules…
—Ajá —respondí, mirando el patio, totalmente vacío—. Pues aquí no está. Miremos en el Coliseo.
Ella no se había percatado de que ya conocía ese mundo, pero me dio un poco igual. Entramos en el edificio, y allí, nos encontramos con un sátiro. Si no me reconoció, fue porque yo siempre me asentaba entre el público y jamás luchaba. No recordé su nombre, pero sí sabía que era el organizador de los juegos.
—No sé por qué, me apetece comer carne —le susurré a Luna disimuladamente, ella se rio. Al fin y al cabo, acabé considerándola como una amiga.
—Eh, ¿qué os parece tan gracioso? Salid a la arena ahora mismo.
Su falta de tacto hizo que arqueara una ceja y me llevara las manos a la cintura. Luna intentó replicar varias veces, hasta que su grito me puso de los nervios.
—¡Salid ya!
—¿Nos quiere escuchar? –Interrumpí, molesta—. No tenemos ni idea de qué está hablando.
—Oh, lo siento mucho —dijo, cuando al fin nos miró—. Os he confundido con otras personas.
—Menudo carácter tiene el angelito —se asombró Luna, mirándome. Le sonreí.
—¿Conoce a un tal Zack? —Le pregunté al sátiro. Me gustó como sonaba el nombre.
—¿El Capitán Agonías? Está en la arena, preparándose para la competición.
Sonreí de nuevo ante tal apodo, la verdad, era muy gracioso. Me comencé a cuestionar la razón por la cual Luna tenía un amigo en ese mundo, y por qué necesitaba ayuda. Pero Luna, tan oportuna, hizo la pregunta que menos esperaba:
—Y… ¿podríamos apuntarnos nosotras dos?
—¿Qué? —Si no erguí las alas de sorpresa, fue porque las tenía plegadas—. Un momentito.
Le agarré del brazo de mala manera para conducirla al exterior.
—¿Pero en qué piensas?
—¡Será divertido! —Me animó—. Además, yo ya gané a Zack hace tiempo.
¿Es que estaba mal de la cabeza? Los gladiadores luchaban a muerte, hasta que sólo quedaba uno. Era cierto que en aquel mundo no era tan agresivo pero…
—Pero…
—¡Venga! ¡Nos apuntaremos juntas, seguro que ganamos!
Sabiendo que no podía competir contra su alegría, suspiré resignada. Al fin y al cabo, llevaba el arco en el hombro, podía volar y tenía un gran manejo con Revenge. Supuse que transformarse en licántropo no estaba permitido, pero aquello no era un problema.
—De acuerdo… pero no esperes de mí más que disparar de lejos y curarte.
La arena era tal y como la recordaba, de forma cuadrada y con las gradas a ambos lados. Era muy distinto ver la perspectiva desde esa posición, en vez desde los asientos. Había mucha gente repartida por el campo, entrenando.
Luna se dirigió hacia un chico de cabello rubio, y por eso supe que no era Zack; me dediqué a mirar el resto de participantes, pero ninguno me llamó la atención, por lo que volví por Luna.
—¿Quién era? —Le pregunté. Lo sé, era una cotilla.
—Un chico. Se llama Cloud, y es tremendamente borde, por lo visto —me reí ante aquella afirmación, a saber qué le habría dicho—. Vamos, busquemos a Zack.
Asentí. Tras un rato deambulando, los encontramos en una esquina de la arena. El que parecía ser el amigo de Luna estaba haciendo sentadillas para entrenar, y a su lado estaba Hércules, el gladiador tan famoso en aquel mundo.
Pero… Entonces le vi la cara.
>>Esas alas… Yo también las quiero<<.
—Zack… –murmuré con un hilillo de voz. Sabía que Luna había dicho algo antes que yo, pero no la había escuchado.
No lo había escuchado porque aquel chico que me pareció tan valiente, tan bravo…
Estaba muerto.