Intentaré subir un relato al mes, pero aviso de primera mano que esto no se cumplirá siempre.
Nada más, simplemente espero que disfrutéis de la lectura. Os agradecería que dejarais vuestra opinión abajo en los comentarios; así como sugerencias, dudas e incluso quejas. Responderé en cada actualización para evitar acumulación de mensajes, así que no penséis que no os hago caso =).
Sin más dilación, he aquí los relatos:
[Rol DracoDormiens]
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La Luna en lo alto, oronda como una mujer encinta.
Hora de cazar.
La transformación es un regalo, una liberación. Me hace ser más rápida, más fuerte, más letal. Abandono mi mediocre y frágil cuerpo de humana para convertirme en lo que realmente soy.
Un lobo.
Le canto a mi Reina mi melodía salvaje y hambrienta, y ella me responde con su brillo desde las alturas. Oigo como me secunda mi hermana a mi lado. Porque nacimos juntas, y así estaremos hasta que no tengamos la suficiente fuerza para desgarrar carne y cartílago.
Mis sentidos se agudizan. Huelo una presa, no lejos de nosotras. Ya siento el sabor de la sangre, y me dejo llevar por el ansia de devorar.
Tal vez sea Myrka el resto del tiempo; pero esta noche ella duerme, y yo despierto.
****
Despierto en un lecho de hojas crujientes, caídas por la llegada del otoño. Me desperezo y, dejando a Syllas durmiendo entre musgo, árboles y pequeños animales, me dirijo a un arroyo cercano.
El rostro de mi hermana, reflejado en las cristalinas aguas, me devuelve la mirada. Bueno, casi. Rozo mi oreja mutilada con las yemas de los dedos, y el recuerdo de una mujer cruza mi mente, tan rápido como ella.
Aprieto los puños. Algún día aquella vampiresa tendría su merecido.
Me lavo la cara y vuelvo con mi hermana, quien ya me espera sonriente. Respiramos juntas el verde aire, que acaricia nuestro cabello, tan indomable como nuestras almas. Y me digo, como todas las mañanas, mientras me interno junto a mi gemela en la espesura prohibida para los magos:
>>Un día más, un día menos.
27 para la próxima Luna Llena.
Hora de cazar.
La transformación es un regalo, una liberación. Me hace ser más rápida, más fuerte, más letal. Abandono mi mediocre y frágil cuerpo de humana para convertirme en lo que realmente soy.
Un lobo.
Le canto a mi Reina mi melodía salvaje y hambrienta, y ella me responde con su brillo desde las alturas. Oigo como me secunda mi hermana a mi lado. Porque nacimos juntas, y así estaremos hasta que no tengamos la suficiente fuerza para desgarrar carne y cartílago.
Mis sentidos se agudizan. Huelo una presa, no lejos de nosotras. Ya siento el sabor de la sangre, y me dejo llevar por el ansia de devorar.
Tal vez sea Myrka el resto del tiempo; pero esta noche ella duerme, y yo despierto.
Despierto en un lecho de hojas crujientes, caídas por la llegada del otoño. Me desperezo y, dejando a Syllas durmiendo entre musgo, árboles y pequeños animales, me dirijo a un arroyo cercano.
El rostro de mi hermana, reflejado en las cristalinas aguas, me devuelve la mirada. Bueno, casi. Rozo mi oreja mutilada con las yemas de los dedos, y el recuerdo de una mujer cruza mi mente, tan rápido como ella.
Aprieto los puños. Algún día aquella vampiresa tendría su merecido.
Me lavo la cara y vuelvo con mi hermana, quien ya me espera sonriente. Respiramos juntas el verde aire, que acaricia nuestro cabello, tan indomable como nuestras almas. Y me digo, como todas las mañanas, mientras me interno junto a mi gemela en la espesura prohibida para los magos:
>>Un día más, un día menos.
27 para la próxima Luna Llena.
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Un, dos, tres.
Tres estrellas en el firmamento, tres cuervos sobrevolando el bosque, tres pasos que se acercan.
Un, dos, tres.
Tres árboles: un olivo, un roble y un almendro. Formando un triángulo. Apuntando al cielo.
Un, dos...
Un hombre roble. Un niño olivo. Dormidos, apoyados en sus troncos. Soñando silenciosos.
Tres.
Una mujer almendro, frente a su árbol, en posición fetal. Pequeñas gotas de lluvia cayendo de las rendijas que eran sus ojos, humedeciendo su piel rosada.
Un, dos, tres.
Tres relámpagos que irrumpen en la noche. Tres árboles ardiendo: un olivo, un roble, un almendro.
Un, dos, tres.
Una sombra que aparece en el centro del triángulo. A su alrededor, descansando en el suelo, tres armas: un arco, una lanza y una daga.
Un, dos, tres.
Tres palabras.
Despertaos, mis guerreros.
Tres frutos caen de las manos de la sombra. Una almendra, una oliva y una bellota.
Un, dos, tres.
Tres manos que las recogen. Una mano roble, una mano olivo, una mano almendro.
Tres nuevos corazones para los guerreros árbol.
Tres nuevas armas que empuñar.
Tres nuevos siervos que se arrodillan.
Tres cuervos que se posan sobre sus hombros.
Tres estrellas que caen y se posan en sus frentes.
Y, por encima de todos ellos, una sombra que sonríe, satisfecha.
Tres estrellas en el firmamento, tres cuervos sobrevolando el bosque, tres pasos que se acercan.
Un, dos, tres.
Tres árboles: un olivo, un roble y un almendro. Formando un triángulo. Apuntando al cielo.
Un, dos...
Un hombre roble. Un niño olivo. Dormidos, apoyados en sus troncos. Soñando silenciosos.
Tres.
Una mujer almendro, frente a su árbol, en posición fetal. Pequeñas gotas de lluvia cayendo de las rendijas que eran sus ojos, humedeciendo su piel rosada.
Un, dos, tres.
Tres relámpagos que irrumpen en la noche. Tres árboles ardiendo: un olivo, un roble, un almendro.
Un, dos, tres.
Una sombra que aparece en el centro del triángulo. A su alrededor, descansando en el suelo, tres armas: un arco, una lanza y una daga.
Un, dos, tres.
Tres palabras.
Despertaos, mis guerreros.
Tres frutos caen de las manos de la sombra. Una almendra, una oliva y una bellota.
Un, dos, tres.
Tres manos que las recogen. Una mano roble, una mano olivo, una mano almendro.
Tres nuevos corazones para los guerreros árbol.
Tres nuevas armas que empuñar.
Tres nuevos siervos que se arrodillan.
Tres cuervos que se posan sobre sus hombros.
Tres estrellas que caen y se posan en sus frentes.
Y, por encima de todos ellos, una sombra que sonríe, satisfecha.
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Gotas. Cayendo.
Gotas de mugre y sal, gotas de melancolía y estrellas. Gotas de esperanza, de niñez, de confianza, de amor. Gotas de exilio, de cobardía, de guerra, de muerte. Gotas de todas las procedencias, de todas las clases sociales, de todos los colores, de todas las realidades. Gotas que atraviesan el alma, gotas que se evaporan sin percatarse nadie de ello, gotas que dejan vacíos. Gotas que los han ocasionado.
Gotas cayendo sobre el rugiente océano, sobre los amodorrados volcanes, sobre la gran extensión de hierba. Cayendo sobre la nieve; fundiéndola. Cayendo sobre todos los pavimentos, sobre todos los monumentos construidos por antiguos de nombres olvidados. Sobre todas las cabezas de los vivos. Siempre cayendo, siempre estrellándose, siempre volviendo a precipitarse en el vacío. Sin obstáculos. Un círculo cerrado.
Y en el corazón de los millones de kamikazes, una mujer. Con una caja. La mujer observaba el a la vez bello y devastador paisaje, con sus ojos negros como el universo sin estrellas, unos ojos cansados; unos ojos sabios. Unos ojos que lo habían visto todo, incluso lo que aún no era tangible. Unos ojos que miraban el panorama con resignación, pero también con ironía; de un tipo que sólo ella podía entender. Porque los demás habían olvidado. El resto del cuerpo de la dama se difuminaba, se perdía entre las gotas; entre gotas y penumbra. Su
sinfonía de vida. Sólo su semblante permanecía imperturbable. Un rostro surcado de arrugas pero no menos bello por eso. Una hermosura y elegancia cruel; no digna para ojos triviales, que terminaban sin luz si osaban contemplarlo. Sólo ella decidía quién merecía conocer su rostro, y quién no.
No muchos mortales habían mirado a la Dama a los ojos.
La Dama conocía todas y cada una de las gotas; conocía su historia, su razón de ser. En ocasiones, extendía una de sus palmas y atrapaba una, y analizaba la historia de la elegida. Había una infinidad de posibilidades entonces, pero todas dependían de lo que en su líquida película vislumbrara.
Podía abandonarla para que siguiera cayendo en el infinito espacio, donde no le esperaría más que vacío y desesperación. Podía estrujarla entre sus dedos hasta que se transformara en simple vapor. Podía acercarla a su boca y dejar que se internara en su garganta. Cada acción tenía su consecuencia, pero eso es ya otra historia.
La nuestra se concentra en las lágrimas de rocío elegidas, las que terminaban deslizándose por su guante de cuero negro hasta el interior de la caja. Porque su historia había sido digna de aquel encierro; un encierro que terminaría en total libertad.
Porque aquellas eran las gotas que permanecían entre las cuatro paredes de la Caja de los Inocentes.
Gotas de mugre y sal, gotas de melancolía y estrellas. Gotas de esperanza, de niñez, de confianza, de amor. Gotas de exilio, de cobardía, de guerra, de muerte. Gotas de todas las procedencias, de todas las clases sociales, de todos los colores, de todas las realidades. Gotas que atraviesan el alma, gotas que se evaporan sin percatarse nadie de ello, gotas que dejan vacíos. Gotas que los han ocasionado.
Gotas cayendo sobre el rugiente océano, sobre los amodorrados volcanes, sobre la gran extensión de hierba. Cayendo sobre la nieve; fundiéndola. Cayendo sobre todos los pavimentos, sobre todos los monumentos construidos por antiguos de nombres olvidados. Sobre todas las cabezas de los vivos. Siempre cayendo, siempre estrellándose, siempre volviendo a precipitarse en el vacío. Sin obstáculos. Un círculo cerrado.
Y en el corazón de los millones de kamikazes, una mujer. Con una caja. La mujer observaba el a la vez bello y devastador paisaje, con sus ojos negros como el universo sin estrellas, unos ojos cansados; unos ojos sabios. Unos ojos que lo habían visto todo, incluso lo que aún no era tangible. Unos ojos que miraban el panorama con resignación, pero también con ironía; de un tipo que sólo ella podía entender. Porque los demás habían olvidado. El resto del cuerpo de la dama se difuminaba, se perdía entre las gotas; entre gotas y penumbra. Su
sinfonía de vida. Sólo su semblante permanecía imperturbable. Un rostro surcado de arrugas pero no menos bello por eso. Una hermosura y elegancia cruel; no digna para ojos triviales, que terminaban sin luz si osaban contemplarlo. Sólo ella decidía quién merecía conocer su rostro, y quién no.
No muchos mortales habían mirado a la Dama a los ojos.
La Dama conocía todas y cada una de las gotas; conocía su historia, su razón de ser. En ocasiones, extendía una de sus palmas y atrapaba una, y analizaba la historia de la elegida. Había una infinidad de posibilidades entonces, pero todas dependían de lo que en su líquida película vislumbrara.
Podía abandonarla para que siguiera cayendo en el infinito espacio, donde no le esperaría más que vacío y desesperación. Podía estrujarla entre sus dedos hasta que se transformara en simple vapor. Podía acercarla a su boca y dejar que se internara en su garganta. Cada acción tenía su consecuencia, pero eso es ya otra historia.
La nuestra se concentra en las lágrimas de rocío elegidas, las que terminaban deslizándose por su guante de cuero negro hasta el interior de la caja. Porque su historia había sido digna de aquel encierro; un encierro que terminaría en total libertad.
Porque aquellas eran las gotas que permanecían entre las cuatro paredes de la Caja de los Inocentes.
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Cerró la puerta del portal y suspiró. Sólo había dado dos pasos cuando una sonrisa de pura felicidad llenó toda su cara, desde sus ojos canela hasta los pétalos rosados que eran sus labios.
Era libre. Al fin.
Le había costado meses de precaución, disimulo y ocultación; pero lo había conseguido. Había tenido que engañar, prometer e incluso robar, pero todo había servido para algo.
Para poder escapar de aquella casa. Para poder romper sus cadenas y volver a volar. Libre.
Por supuesto, había una parte de su corazón que se aferraba a la seguridad del encierro. Siempre había tenido comida y un lugar donde dormir. Pero, ¿a qué precio? Había tenido que soportar sus burlas, humillaciones y castigos; todo por algo fuera de su alcance, por una tragedia que no había podido evitar. Que nadie podía haber previsto.
Desde entonces, él había estado culpándola, aliviando su dolor maltratándola. No le importaba el dolor físico: los cardenales desaparecerían y el cabello volvería a crecer. Lo que jamás lograría olvidar serían sus palabras de odio, de burla y de rabia; que la habían hecho sentir un trapo sucio e inservible, que debía dar gracias por seguir respirando.
Así había sido, hasta que llegó él.
Con una simple muestra de cortesía, ya había llenado su corazón de felicidad infinita. Ni siquiera los golpes habían conseguido reducirla. Y cuando al día siguiente lo volvió a ver, pensó que no podía existir criatura más maravillosa y benevolente.
Su ángel de la guarda.
Se dirigió hacia ella, con una sonrisa llena de sueños y de promesas, y le habló. Su voz era tímida, pero sus ojos estaban llenos de ilusión. Le habló de un lugar mejor, donde podría ser quien quisiera y encontrar a alguien que la amara con todo su corazón, y para siempre.
Ella le pregunto cómo podía existir un lugar tan maravilloso, y él dijo que debía tener fe en él.
Ella la tuvo. Y él comenzó a llenar su vida.
Al principio simplemente le ayudaba con sus tareas. Él quería acompañarla hasta su casa, pero ella se negaba. Si le veían, ambos acabarían con el peor de los destinos. Pero poco a poco, fue calando en su corazón una sensación totalmente nueva, que hacía que le pitaran los oídos y que deseara que llegara el día siguiente para volver a salir de su prisión.
Pero era inteligente. No dejaría que su opresor se percatara de su dicha y le arrebatara aquello para siempre. Que la alejara de él. Si aquello llegara a suceder, jamás volvería a ser la misma, no podría regresar a su rutina de sufrimiento y desesperanza. Ya no.
Los días pasaron, y al fin, llegó la noticia; una esperanza en forma de billete. Él lo había arreglado todo; sólo cinco palabras emergieron de sus labios carnosos.
A medianoche en el puente.
Y allí estaba ella, arrebujándose dentro de su abrigo. Sus talones tamborileando la tapia sobre la que estaba sentada, su desgastada maleta a un lado. En su mano, una promesa; en sus ojos, una ilusión. La misma que la de él.
Sólo tenía que esperar a que él viniese a por ella.
Sólo esperar.
Era libre. Al fin.
Le había costado meses de precaución, disimulo y ocultación; pero lo había conseguido. Había tenido que engañar, prometer e incluso robar, pero todo había servido para algo.
Para poder escapar de aquella casa. Para poder romper sus cadenas y volver a volar. Libre.
Por supuesto, había una parte de su corazón que se aferraba a la seguridad del encierro. Siempre había tenido comida y un lugar donde dormir. Pero, ¿a qué precio? Había tenido que soportar sus burlas, humillaciones y castigos; todo por algo fuera de su alcance, por una tragedia que no había podido evitar. Que nadie podía haber previsto.
Desde entonces, él había estado culpándola, aliviando su dolor maltratándola. No le importaba el dolor físico: los cardenales desaparecerían y el cabello volvería a crecer. Lo que jamás lograría olvidar serían sus palabras de odio, de burla y de rabia; que la habían hecho sentir un trapo sucio e inservible, que debía dar gracias por seguir respirando.
Así había sido, hasta que llegó él.
Con una simple muestra de cortesía, ya había llenado su corazón de felicidad infinita. Ni siquiera los golpes habían conseguido reducirla. Y cuando al día siguiente lo volvió a ver, pensó que no podía existir criatura más maravillosa y benevolente.
Su ángel de la guarda.
Se dirigió hacia ella, con una sonrisa llena de sueños y de promesas, y le habló. Su voz era tímida, pero sus ojos estaban llenos de ilusión. Le habló de un lugar mejor, donde podría ser quien quisiera y encontrar a alguien que la amara con todo su corazón, y para siempre.
Ella le pregunto cómo podía existir un lugar tan maravilloso, y él dijo que debía tener fe en él.
Ella la tuvo. Y él comenzó a llenar su vida.
Al principio simplemente le ayudaba con sus tareas. Él quería acompañarla hasta su casa, pero ella se negaba. Si le veían, ambos acabarían con el peor de los destinos. Pero poco a poco, fue calando en su corazón una sensación totalmente nueva, que hacía que le pitaran los oídos y que deseara que llegara el día siguiente para volver a salir de su prisión.
Pero era inteligente. No dejaría que su opresor se percatara de su dicha y le arrebatara aquello para siempre. Que la alejara de él. Si aquello llegara a suceder, jamás volvería a ser la misma, no podría regresar a su rutina de sufrimiento y desesperanza. Ya no.
Los días pasaron, y al fin, llegó la noticia; una esperanza en forma de billete. Él lo había arreglado todo; sólo cinco palabras emergieron de sus labios carnosos.
A medianoche en el puente.
Y allí estaba ella, arrebujándose dentro de su abrigo. Sus talones tamborileando la tapia sobre la que estaba sentada, su desgastada maleta a un lado. En su mano, una promesa; en sus ojos, una ilusión. La misma que la de él.
Sólo tenía que esperar a que él viniese a por ella.
Sólo esperar.
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La conocí un monótono día de esta vida insulsa, sin sentimiento.
Llegué tarde a la escuela y me quedé fuera. Entonces apareció, como surgida de la nada. De pronto, de mi mundo blanco y negro surgió un nuevo color: un color de esperanza, de vida, de energía. Era el color del coletero que sujetaba sus raídos y marchitos cabellos, apagados por el frío y la tristeza.
La chica se consumía poco a poco en un portal, esperando sin esperanza, con ojos hundidos pero a la vez desafiantes. Traté de acercarme, de ayudarla, de abrazarla; pero simplemente me quede allí mirándola, atónito e inmóvil. Fue en ese instante en el que volvió su mirada hacia mí y articuló una palabra, un sollozo.
Ayúdame.
Mi cuerpo empezó a ir hacia ella como autómata, sentándose a su lado, como si no supiera hacer otra cosa. Me quité la mochila, le puse mi abrigo encima y le tendí mis guantes y mi almuerzo, pese a que me moría de hambre y frío. Ella murmuró un gracias y cogió mi mano.
Antes de poder hablarle siquiera, de sencillamente susurrarle un “de nada”, comenzó a desvanecerse entre mis dedos, cómo el último suspiro de una vida, cómo el último parpadeo, cómo el último latido. Me quedé sólo, sentado en aquel portal donde había amado y había perdido.
Con la mirada perdida hacia un punto infinito, oí la llamada del conserje de la escuela. Me tendió la mano, y tras coger mi cosas (abandonados en el suelo, como si nunca hubieran sentido su roce), me guio por los simétricos pasillos del colegio. Al pasar por una clase, oí cómo dos chiquillos hablaban sobre un fantasma, un extraño fantasma de una chica que murió de frío hace diez años.
Allí, en sólo un segundo, supe que mi ángel, el ángel del coletero, no existía.
Y, en aquel mismo instante, exploté y eché a correr.
Salí del edificio y me arrodillé frente al portal, llorando desconsoladamente. Entonces, cuando abrí mis hinchados ojos, vi algo en el suelo.
Un coletero.
Llegué tarde a la escuela y me quedé fuera. Entonces apareció, como surgida de la nada. De pronto, de mi mundo blanco y negro surgió un nuevo color: un color de esperanza, de vida, de energía. Era el color del coletero que sujetaba sus raídos y marchitos cabellos, apagados por el frío y la tristeza.
La chica se consumía poco a poco en un portal, esperando sin esperanza, con ojos hundidos pero a la vez desafiantes. Traté de acercarme, de ayudarla, de abrazarla; pero simplemente me quede allí mirándola, atónito e inmóvil. Fue en ese instante en el que volvió su mirada hacia mí y articuló una palabra, un sollozo.
Ayúdame.
Mi cuerpo empezó a ir hacia ella como autómata, sentándose a su lado, como si no supiera hacer otra cosa. Me quité la mochila, le puse mi abrigo encima y le tendí mis guantes y mi almuerzo, pese a que me moría de hambre y frío. Ella murmuró un gracias y cogió mi mano.
Antes de poder hablarle siquiera, de sencillamente susurrarle un “de nada”, comenzó a desvanecerse entre mis dedos, cómo el último suspiro de una vida, cómo el último parpadeo, cómo el último latido. Me quedé sólo, sentado en aquel portal donde había amado y había perdido.
Con la mirada perdida hacia un punto infinito, oí la llamada del conserje de la escuela. Me tendió la mano, y tras coger mi cosas (abandonados en el suelo, como si nunca hubieran sentido su roce), me guio por los simétricos pasillos del colegio. Al pasar por una clase, oí cómo dos chiquillos hablaban sobre un fantasma, un extraño fantasma de una chica que murió de frío hace diez años.
Allí, en sólo un segundo, supe que mi ángel, el ángel del coletero, no existía.
Y, en aquel mismo instante, exploté y eché a correr.
Salí del edificio y me arrodillé frente al portal, llorando desconsoladamente. Entonces, cuando abrí mis hinchados ojos, vi algo en el suelo.
Un coletero.
[Para Ita]
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Quería vivir intensamente y sorberle todo su jugo a la vida.
Abandonar todo lo que no era vida, para no descubrir,
en el momento de mi muerte, que no había vivido.
H.D. Thoreau.
Un pie delante del otro, una y otra vez. Izquierda, derecha. Izquierda, derecha.
La vagabunda hacía equilibrios sobre la barandilla del puente. Si perdía pie, le esperaba una caída de cincuenta metros a las aguas heladas del río. Pero ella iba segura y resuelta. Le gustaba el riesgo, la adrenalina; sentirse viva. No como aquellos que la miraban con los ojos desorbitados, pensando que la locura invadía su mente. A ella no le importaba. Prefería estar loca a ser como ellos, atados a sus quehaceres y a banalidades; seres cuya vida les ha sido arrancada, quedando simplemente objetos que ven pasar las horas mientras ven la teletienda sentados en sus sofás.
Una vez cruzado el puente, acabó en un apartado barrio. Bailó y cantó con dos hombres de piel morena que tocaban sus saxofones a ritmo de jazz, dando forma a una canción que hablaba de una ciudad lejana. Algunos hombres trajeados y mujeres embutidas en lentejuelas y satén se paraban a mirarlos, sintiendo de pronto un arrebato de alma dentro de sus cuerpos vacíos. Pero siempre retornaban a su rutina, ahogando su espíritu entre dinero y joyas. Ella se reía de ellos, de sus vestimentas y peinados ridículos, de colores imposibles e irreales.
Se despidió de los músicos y acabó en el parque. Aspiró el aroma de la naturaleza, del fresco verdor. Con una pícara sonrisa, se descalzó para sentir el tacto de la hierba bajo sus plantas. Corrió a través de las colinas de césped artificial, hasta que tropezó, y después comenzó a rodar sobre sí misma, colina abajo, hasta llegar a un lago. Entonces, se deshizo de su sucio abrigo, de su deshilachado vestido y de su gorro de lana y se zambulló en la fresca agua. Buceó hasta tocar el fondo, lleno de bolsas de plástico y hojalatas; y luego emergió, como una auténtica ninfa griega. Los muchachos la espiaban boquiabiertos, sorprendidos al ver una hermosa joven bajo toda la mugre y polvo. Ella les saludó, traviesa, y nadó cual mariposa; creando ondas a su alrededor, perturbando la paz de las aguas con movimientos uniformes, creando un bello espectáculo que nadie se detuvo a mirar.
Horas más tarde, ya vestida de nuevo, la vagabunda se echó a dormir en un callejón olvidado entre cartones y algunos compañeros. Los taciturnos que paseaban por la urbe los miraban con lástima, pero ella sonreía. En las calles había conocido el verdadero compañerismo, el sacrificio, la compasión, la generosidad, la amistad, la belleza de las pequeñas cosas, el amor. Había descubierto la verdadera vida, no como la de aquellos que se zambullían entre facturas, alcohol y burocracia, al igual que ella lo hacía en las aguas del lago.
Y, rodeada de olor a brea y humo, la vagabunda de cabellos que brillaban como el sol se entregó a Morfeo, quien la recibió como una vieja amiga.
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Es curioso lo solo que se siente uno al estar rodeado de gente.
Todos y cada uno de ello tienen sus historias, sus preocupaciones y sus aspiraciones; las cosas por las que darían su vida y las que les hacen derrumbarse.
Y en medio de todos ellos, caminando con la cabeza gacha, estoy yo.
Los miro con compasión, pues jamás sabrán la verdad que mueve sus vidas, que hace que se levanten todos los días y que por la noche se duerman rendidos por el cansancio. Y en todo caso, la Verdad les abrumaría. No entenderían su forma de ser, hermosa y despiadada al mismo tiempo. Como una espada.
En ocasiones recuerdo cuando era como ellos, cuando tenía mi propia familia, amigos, trabajo, aficiones. Antes de que fuera arrastrado por las situaciones, antes de encontrarme en el lugar y momento que cambiarían mi vida para siempre. Antes de conocerla.
Por supuesto, siempre hay una mujer. Desde la historia bíblica de Adán y Eva, hasta relatos contemporáneos. Siempre una fémina arrastra al hombre hasta su perdición. O hasta su salvación; depende de el punto de vista. En este caso, ella era rubia y sus ojos eran dos esmeraldas; tal y como en la leyenda de Bécquer.
Ella le había mostrado, cogiéndole de la mano, un mundo que jamás se había atrevido a soñar.
Sólo que no era un sueño, sino una pesadilla. La Verdad que hace girar el mundo, que hace que las personas nazcan, vivan y mueran; que sientan y que razonen.
La Verdad que sólo puede ser pronunciada una vez, pues podría corromperte en otro caso. La terrible y magnífica Verdad que hace que busquemos los posibles elegidos a los que cargar con esa responsabilidad después de nosotros. Es un proceso largo y costoso; no puedes errar en elegir a tu legado, pues no podrás volver a intentarlo.
Y yo, entre todos los seres humanos del mundo, he tomado mi decisión. He elegido a mi legado.
Te he elegido a ti.
Todos y cada uno de ello tienen sus historias, sus preocupaciones y sus aspiraciones; las cosas por las que darían su vida y las que les hacen derrumbarse.
Y en medio de todos ellos, caminando con la cabeza gacha, estoy yo.
Los miro con compasión, pues jamás sabrán la verdad que mueve sus vidas, que hace que se levanten todos los días y que por la noche se duerman rendidos por el cansancio. Y en todo caso, la Verdad les abrumaría. No entenderían su forma de ser, hermosa y despiadada al mismo tiempo. Como una espada.
En ocasiones recuerdo cuando era como ellos, cuando tenía mi propia familia, amigos, trabajo, aficiones. Antes de que fuera arrastrado por las situaciones, antes de encontrarme en el lugar y momento que cambiarían mi vida para siempre. Antes de conocerla.
Por supuesto, siempre hay una mujer. Desde la historia bíblica de Adán y Eva, hasta relatos contemporáneos. Siempre una fémina arrastra al hombre hasta su perdición. O hasta su salvación; depende de el punto de vista. En este caso, ella era rubia y sus ojos eran dos esmeraldas; tal y como en la leyenda de Bécquer.
Ella le había mostrado, cogiéndole de la mano, un mundo que jamás se había atrevido a soñar.
Sólo que no era un sueño, sino una pesadilla. La Verdad que hace girar el mundo, que hace que las personas nazcan, vivan y mueran; que sientan y que razonen.
La Verdad que sólo puede ser pronunciada una vez, pues podría corromperte en otro caso. La terrible y magnífica Verdad que hace que busquemos los posibles elegidos a los que cargar con esa responsabilidad después de nosotros. Es un proceso largo y costoso; no puedes errar en elegir a tu legado, pues no podrás volver a intentarlo.
Y yo, entre todos los seres humanos del mundo, he tomado mi decisión. He elegido a mi legado.
Te he elegido a ti.
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Un par de pasadas en mi pelo color siena y ya salgo a la calle.
El Sol se refleja en mis ojos verde oliva, y sé que hoy va a ser el día.
Con rítmicos pasos, voy por la calzada, pasando por los mismos lugares de siempre: la panadería (le guiño el ojo a la dependienta), la zapatería, la floristería. Me paro y compro un una orquídea blanca. Su favorita.
Una vez llego al lugar, no tardo en distinguir su cabellera rubia entre la multitud. Está igual de hermosa que siempre: la blusa azul, los tejanos; las gafas de montura verde. Apoyada en una columna, con las piernas cruzadas, escribiendo con pasión en ese cuaderno que sé que ama tanto.
Me acerco por detrás y la sorprendo colocando la orquídea frente a su respingona nariz. Ella se gira y se levanta. Trata de resistirse con palabras que suenan como excusas vacías; las mismas de siempre. Yo acerco mi mano a su cara y la acaricio, y ella me la devuelve, aunque con algo más de fuerza.
Con la mano izquierda en mi mejilla ardiente y con la derecha sosteniendo la orquídea, observo cómo se marcha indignada. Suspiro de amor y huelo el perfume de la orquídea.
A mi espalda, oigo una sarcástica risa que conozco como si fuera la mía propia. Me giro y le lanzo la flor, como una novia arroja su ramo. Él la coge al vuelo y aspira su olor teatralmente.
Yo le revuelvo el pelo y nos alejamos de allí juntos, entre risas y bromas.
Miro al cielo, y veo una nube en el horizonte.
Al parecer, aquél no iba a ser el día.
Pero llegará.
El Sol se refleja en mis ojos verde oliva, y sé que hoy va a ser el día.
Con rítmicos pasos, voy por la calzada, pasando por los mismos lugares de siempre: la panadería (le guiño el ojo a la dependienta), la zapatería, la floristería. Me paro y compro un una orquídea blanca. Su favorita.
Una vez llego al lugar, no tardo en distinguir su cabellera rubia entre la multitud. Está igual de hermosa que siempre: la blusa azul, los tejanos; las gafas de montura verde. Apoyada en una columna, con las piernas cruzadas, escribiendo con pasión en ese cuaderno que sé que ama tanto.
Me acerco por detrás y la sorprendo colocando la orquídea frente a su respingona nariz. Ella se gira y se levanta. Trata de resistirse con palabras que suenan como excusas vacías; las mismas de siempre. Yo acerco mi mano a su cara y la acaricio, y ella me la devuelve, aunque con algo más de fuerza.
Con la mano izquierda en mi mejilla ardiente y con la derecha sosteniendo la orquídea, observo cómo se marcha indignada. Suspiro de amor y huelo el perfume de la orquídea.
A mi espalda, oigo una sarcástica risa que conozco como si fuera la mía propia. Me giro y le lanzo la flor, como una novia arroja su ramo. Él la coge al vuelo y aspira su olor teatralmente.
Yo le revuelvo el pelo y nos alejamos de allí juntos, entre risas y bromas.
Miro al cielo, y veo una nube en el horizonte.
Al parecer, aquél no iba a ser el día.
Pero llegará.
[Para Aru]
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Al principio, todo era oscuridad. Después, una suave luz se posó, blanca y pura, sobre la bailarina. Ataviada con un precioso vestido hecho de sueños, sacrificio y nubes; comenzó su danza de movimientos delicados y gráciles, acompañada por un cuarteto de cuerda.
Había trabajado mucho para llegar a ese momento: no sólo meses de entrenamiento y práctica, sino mucho más. Había tenido que esforzarse para llegar a ser el cisne que era. Blanco, perfecto, delicado.
Ya no quedaban fotos de su yo anterior: una mezcla de lodo y malformaciones. Horrorosa, putrefacta, imperfecta. Mucho le había costado cambiar todo eso, pero al fin lo había conseguido. Ya no habrían burlas, nadie volvería a reírse de ella. La envidiarían y la admirarían. Las chicas querrían ser como ella, los chicos mirarían su cuerpo al pasar. Dejaría las sombras y el anonimato para alzarse, como una diosa de la belleza.
No volvería a llorar, ni a odiarse a sí misma.
Había dado todo por el ballet, y al fin se veía compensado. Había ensayado días, tardes y noches; bailando hasta que le salieran callos, saltando más alto, flexionando más sus articulaciones; hasta ser completamente pulida, sin cantos ni esquinas.
Lo admitía, las primeras semanas lo había visto como un imposible, e incluso había recaído en su fatal existencia anterior. Pero con perseverancia y ahínco se había mantenido. Y eso era lo que importaba, al final, volver a levantarse, hasta conseguir transformarse en lo que ella quería.
Un cisne, un hada, una ninfa. Blanca como la nieve, de labios rojos como el carmín; tal y como una princesa de cuento. Y liviana, liviana para poder volar y elevarse sobre los demás; liviana hasta ser como una pluma.
Pero ella no se contentaba, no se sentía lo suficientemente perfecta. Necesitaba estirarse más, estar más pálida, ser más delgada.
Y eso es lo que la destruyó. Tras el estreno de su primera función, no volvió a subirse a un escenario. Cuando se dio cuenta de lo que había hecho consigo misma, cuando se percató de que no pararía hasta los cero gramos, hasta desvanecerse; ya era demasiado tarde. La encontrarían sola, en su apartamento del centro, con las muñecas sangrantes dentro de la bañera. Tal vez fuera un cliché, pero ella lo veía romántico, incluso mágico.
Muchos se preguntarían por qué, pero sólo ella lo sabía, y se había llevado el secreto a la tumba. Creía haber callado las voces de su cabeza al cambiar, pensaba que jamás la volverían a molestar. Pero cuando supo que jamás se irían, que estaba completamente maldita, no pudo soportarlo.
No dejó carta, ni despedidas. No había nadie ya que la esperara, o al menos así lo veía ella. Se había obsesionado tanto que sus amigos habían ido desapareciendo, y los pocos que quedaban los había echado ella de su vida. Ella había sido su propio verdugo.
Ella, la princesa de las nieves.
Había trabajado mucho para llegar a ese momento: no sólo meses de entrenamiento y práctica, sino mucho más. Había tenido que esforzarse para llegar a ser el cisne que era. Blanco, perfecto, delicado.
Ya no quedaban fotos de su yo anterior: una mezcla de lodo y malformaciones. Horrorosa, putrefacta, imperfecta. Mucho le había costado cambiar todo eso, pero al fin lo había conseguido. Ya no habrían burlas, nadie volvería a reírse de ella. La envidiarían y la admirarían. Las chicas querrían ser como ella, los chicos mirarían su cuerpo al pasar. Dejaría las sombras y el anonimato para alzarse, como una diosa de la belleza.
No volvería a llorar, ni a odiarse a sí misma.
Había dado todo por el ballet, y al fin se veía compensado. Había ensayado días, tardes y noches; bailando hasta que le salieran callos, saltando más alto, flexionando más sus articulaciones; hasta ser completamente pulida, sin cantos ni esquinas.
Lo admitía, las primeras semanas lo había visto como un imposible, e incluso había recaído en su fatal existencia anterior. Pero con perseverancia y ahínco se había mantenido. Y eso era lo que importaba, al final, volver a levantarse, hasta conseguir transformarse en lo que ella quería.
Un cisne, un hada, una ninfa. Blanca como la nieve, de labios rojos como el carmín; tal y como una princesa de cuento. Y liviana, liviana para poder volar y elevarse sobre los demás; liviana hasta ser como una pluma.
Pero ella no se contentaba, no se sentía lo suficientemente perfecta. Necesitaba estirarse más, estar más pálida, ser más delgada.
Y eso es lo que la destruyó. Tras el estreno de su primera función, no volvió a subirse a un escenario. Cuando se dio cuenta de lo que había hecho consigo misma, cuando se percató de que no pararía hasta los cero gramos, hasta desvanecerse; ya era demasiado tarde. La encontrarían sola, en su apartamento del centro, con las muñecas sangrantes dentro de la bañera. Tal vez fuera un cliché, pero ella lo veía romántico, incluso mágico.
Muchos se preguntarían por qué, pero sólo ella lo sabía, y se había llevado el secreto a la tumba. Creía haber callado las voces de su cabeza al cambiar, pensaba que jamás la volverían a molestar. Pero cuando supo que jamás se irían, que estaba completamente maldita, no pudo soportarlo.
No dejó carta, ni despedidas. No había nadie ya que la esperara, o al menos así lo veía ella. Se había obsesionado tanto que sus amigos habían ido desapareciendo, y los pocos que quedaban los había echado ella de su vida. Ella había sido su propio verdugo.
Ella, la princesa de las nieves.
[Para River]
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En mitad de la noche, una alarma sonó en un reloj de pulsera. Laura abrió los ojos y la apagó rápidamente, con un solo movimiento. Se bajó de la cama de un salto, apoyando sus pequeños pies en el frío suelo de la habitación. Eran las dos de la mañana, hora del cambio de turno de las enfermeras. La hora estipulada.
La niña se puso las suaves zapatillas que su abuela le había regalado para mantener los pies calentitos y la bata. Salió sigilosamente de la sala, tratando de no despertar a los demás chiquillos. Bueno, excepto a Carlos. Pero él nunca dormía.
Con sus pasos de danzarina, la pequeña recorrió el pasillo de la tercera planta, hasta pararse en la última puerta. Estaba demasiado oscuro para leer el cartel de la puerta, pero ella no necesitaba leerlo.
Tampoco hubiese podido.
Una vez dentro, conocía de memoria el camino hasta su cama: al fondo a la izquierda, al lado de la ventana. Tampoco necesitaba mirar a su amigo para saber que estaría como siempre, sentado en su silla, mirando al firmamento. Soñando con tocar las estrellas. Laura sabía lo que pensaba: sólo necesitaba conseguir levantarse y estirarse unos palmos, y ya podría alcanzarlas. Ella le había dicho cien mil veces que ni de pie llegaría a las estrellas, pero sabía que no consistía en eso. Las estrellas eran sólo una metáfora. Pero Juan estaba encadenado de por vida a su silla, y jamás rozaría siquiera los astros.
Laura se sentó en la cama, y como todas las noches, le preguntó:
—¿Qué haces, Juan?
Él no se sobresaltó al oír aquella voz, surgida de pronto de entre las sombras. La conocía tan bien que sabía qué iba a decir incluso antes de hablar. Era algo estable en su vida, un punto en el que agarrarse cuando todo lo demás iba a la deriva. Al igual que a ella le pasaba con él.
—Miro las estrellas —respondió, como siempre.
Después, Juan se dedicó a explicarle detalladamente todas y cada una de las constelaciones, sus nombres y el origen de estos. Laura se tumbó en la cama mientras sus oídos se llenaban de la voz de Juan, apasionada e ilusionada. Así era él. Bajo la almohada, notó la presencia de algo duro. Un libro de astronomía, sin duda.
El niño también le explicó cómo era aquella noche: no había nubes en el firmamento, ni ruido de vehículos. La calle entera estaba limpia, como si hubiera llovido durante días y toda la mugre se hubiese ido por los sumideros. Laura bebía de aquellas palabras, lo más cercano a la realidad que jamás podría tener. Adoraba los relatos de su amigo, sobre los árboles, el mar, la Luna. Lo que más le encantaba a Laura era la Luna. Ella era la reina de la Noche, blanca, grande y redonda.
Como sus ojos, que jamás podrían ver ninguna de las fases lunares, ni el cabello desaliñado de Juan, que brillaba como el Sol.
Que jamás podrían ver nada.
Al pensar en eso, Laura lloraba; y Juan también. Todas las noches acababan así, abrazados, derramando lágrimas que se fundían al caer como si provinieran de un solo rostro. Endureciéndose, recordando que se tenían el uno al otro, haciéndose cada vez un poquito más fuertes.
Después, Laura ayudaba a Juan a subirse a la cama, y ambos se quedaban dormidos, con los rostros húmedos y las manos entrelazadas.
Siempre juntos.
La niña se puso las suaves zapatillas que su abuela le había regalado para mantener los pies calentitos y la bata. Salió sigilosamente de la sala, tratando de no despertar a los demás chiquillos. Bueno, excepto a Carlos. Pero él nunca dormía.
Con sus pasos de danzarina, la pequeña recorrió el pasillo de la tercera planta, hasta pararse en la última puerta. Estaba demasiado oscuro para leer el cartel de la puerta, pero ella no necesitaba leerlo.
Tampoco hubiese podido.
Una vez dentro, conocía de memoria el camino hasta su cama: al fondo a la izquierda, al lado de la ventana. Tampoco necesitaba mirar a su amigo para saber que estaría como siempre, sentado en su silla, mirando al firmamento. Soñando con tocar las estrellas. Laura sabía lo que pensaba: sólo necesitaba conseguir levantarse y estirarse unos palmos, y ya podría alcanzarlas. Ella le había dicho cien mil veces que ni de pie llegaría a las estrellas, pero sabía que no consistía en eso. Las estrellas eran sólo una metáfora. Pero Juan estaba encadenado de por vida a su silla, y jamás rozaría siquiera los astros.
Laura se sentó en la cama, y como todas las noches, le preguntó:
—¿Qué haces, Juan?
Él no se sobresaltó al oír aquella voz, surgida de pronto de entre las sombras. La conocía tan bien que sabía qué iba a decir incluso antes de hablar. Era algo estable en su vida, un punto en el que agarrarse cuando todo lo demás iba a la deriva. Al igual que a ella le pasaba con él.
—Miro las estrellas —respondió, como siempre.
Después, Juan se dedicó a explicarle detalladamente todas y cada una de las constelaciones, sus nombres y el origen de estos. Laura se tumbó en la cama mientras sus oídos se llenaban de la voz de Juan, apasionada e ilusionada. Así era él. Bajo la almohada, notó la presencia de algo duro. Un libro de astronomía, sin duda.
El niño también le explicó cómo era aquella noche: no había nubes en el firmamento, ni ruido de vehículos. La calle entera estaba limpia, como si hubiera llovido durante días y toda la mugre se hubiese ido por los sumideros. Laura bebía de aquellas palabras, lo más cercano a la realidad que jamás podría tener. Adoraba los relatos de su amigo, sobre los árboles, el mar, la Luna. Lo que más le encantaba a Laura era la Luna. Ella era la reina de la Noche, blanca, grande y redonda.
Como sus ojos, que jamás podrían ver ninguna de las fases lunares, ni el cabello desaliñado de Juan, que brillaba como el Sol.
Que jamás podrían ver nada.
Al pensar en eso, Laura lloraba; y Juan también. Todas las noches acababan así, abrazados, derramando lágrimas que se fundían al caer como si provinieran de un solo rostro. Endureciéndose, recordando que se tenían el uno al otro, haciéndose cada vez un poquito más fuertes.
Después, Laura ayudaba a Juan a subirse a la cama, y ambos se quedaban dormidos, con los rostros húmedos y las manos entrelazadas.
Siempre juntos.
[Para Tidus]
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Noche cerrada en Arabia. Los luceros brillaban en la manta de terciopelo oscuro que era el firmamento, como los brillantes del collar de una hermosa mujer.
El visir estaba sentado en su trono, solo en la majestuosa sala. Apoyaba el mentón en su moreno puño, mientras con la otra mano se rascaba su recortada perilla. Sus ojos denotaban cansancio, causado por las largas horas frente a libros de cuentas y poderosos hechizos; por las experiencias vividas que muchos no habrían podido soportar; por haber amado y perdido.
En ese preciso instante, rodeados de sombras y lujosos tapices, aquellos dos granates observaban con avidez una esfera lisa y reluciente en la que, si mirabas sin apartar la vista el suficiente tiempo, podrías notar una leve bruma atrapada entre sus redondeadas paredes. Aquel era un instrumento de gran poder, que sólo él podía poseer. Ni siquiera su familia sabía de su existencia. Y era lo mejor. Sus hijas no estaban preparadas para conocer aquella faceta de su padre. Debían conocer al gran visir, pero no al poderoso brujo. No todavía.
Al menos, dos de ellas no. Tal vez su hija mediana hubiese estado preparada. Después de todo, siempre había sido la más perspicaz de las tres. La mayor tenía siempre la cabeza en otros lugares, distraída en sus propios asuntos; y la pequeña era demasiado joven e inexperta. Pero la otra… El visir podía notar la magia en ella. Ambos eran iguales.
Y eso era lo que los había destruido.
No había día en el que no pensara en su pequeña hija, la que más había protegido del cruel mundo que los acechaba. Tal vez por eso ella se había ido, queriendo escapar de las comodidades y la seguridad. Tenía la sabiduría de su padre, pero también el espíritu de aventurera (y la terquedad) de su madre. El visir dibujó en su rostro una leve sonrisa al recordar a la mujer que hubo amado una vez. Ella también se había marchado, había desaparecido como consecuencia de los errores de ambos. Los mismos fallos que había cometido con su hija, regalándole todo lo que cualquier niña normal ni se hubiera atrevido a soñar. Pero ella no era como las demás. Ella era especial, única.
Una chispa color sangre surgió de las profundidades de la esfera. El visir, más joven de lo que en realidad aparentaba, asió la bola con las dos manos; como si fuera la única forma de sobrevivir a una tormenta de arena. Poco a poco, en su superficie se fue dibujando una imagen cada vez más nítida, hasta que los rostros y los contornos se dibujaron.
Y allí, con el tamaño de un pulgar, vio a su hija, ataviada con las mismas ropas que sus sirvientes; vestimentas pobres que desentonaban con su hermosa piel y sus oscuros cabellos. Sonreía, mostrando su hoyuelo en la mejilla izquierda. Estaba sentada en el suelo de una destartalada habitación, junto a un joven algunos años mayor. El visir frunció el ceño al vislumbrarlo. El hombre que le había robado a su chiquitina. Igual de desarrapado que ella (aunque no con el mismo contraste), no era atractivo, ni demasiado inteligente (según las fuentes del gobernador). Pero aún así, su hija lo había escogido. Había preferido a aquel don nadie a su padre. Y aquello era lo que más le enfurecía, lo que más le hacía odiar a aquel desgraciado.
De pronto, la gran puerta del salón se abrió. El visir escondió entre los pliegues de su túnica de vivos colores el mágico objeto, pero se relajó al ver la pequeña cabecita pelirroja de su hija menor. El mismo color que el de su progenitora.
El visir sacudió la cabeza. ¿Por qué le venían esos recuerdos a la cabeza justo ahora? Hacía mucho que la había olvidado. O al menos, eso creía.
—Río, hija, ¿puedes llamar al capitán de la guardia? Por favor —pese a su tono amable, sus hijas habían aprendido a no desobedecer a su padre. Y sobre todo, después de la marcha de una de sus hermanas.
La pequeña Río asintió y se marchó corriendo alegremente por donde había venido. Era tan inocente, tan alegre… Ni siquiera entendía la marcha de su hermana.
A los pocos minutos, su hija regresó con el capitán de la guardia, un hombre de confianza. De los pocos que le quedaban, reflexionó el visir. Y él sabía cómo cuidar a sus allegados.
Tras los debidos saludos y reverencias, y una vez Río se hubo retirado; el visir salió al balcón caminando solemnemente. De espaldas al capitán, miró su bola de cristal que relucía bajo la luz de las estrellas y ordenó:
—Mi hija Nuxal está en una de las chabolas de las afueras del Bazar, concretamente en una de tejado azul. Traiganla ante mí y arresten al joven que está con ella.
Cuando su fiel vasallo se hubo marchado, el visir guardó su esfera mágica en su baúl secreto. Después, se sentó de nuevo en su trono, con el rostro impasible. Una voz surgió de la puerta secundaria, sólo permitida para un pequeño círculo:
—Volverá a escapar. Lo sabe, ¿verdad, padre?
El hombre no tuvo que girarse para comprender que su hija mayor lo había escuchado todo. Tenía una gran habilidad para la ocultación y el espionaje. Si tuviera capacidad de liderazgo… Hubiese sido la heredera perfecta.
El visir no respondió. Se quedó pensativo, mirando al infinito; desoyendo las palabras de su primogénita.
Tratando de ignorar a su conciencia, que le echaba en cara lo que había hecho.
Había vuelto a cometer el mismo error.
El visir estaba sentado en su trono, solo en la majestuosa sala. Apoyaba el mentón en su moreno puño, mientras con la otra mano se rascaba su recortada perilla. Sus ojos denotaban cansancio, causado por las largas horas frente a libros de cuentas y poderosos hechizos; por las experiencias vividas que muchos no habrían podido soportar; por haber amado y perdido.
En ese preciso instante, rodeados de sombras y lujosos tapices, aquellos dos granates observaban con avidez una esfera lisa y reluciente en la que, si mirabas sin apartar la vista el suficiente tiempo, podrías notar una leve bruma atrapada entre sus redondeadas paredes. Aquel era un instrumento de gran poder, que sólo él podía poseer. Ni siquiera su familia sabía de su existencia. Y era lo mejor. Sus hijas no estaban preparadas para conocer aquella faceta de su padre. Debían conocer al gran visir, pero no al poderoso brujo. No todavía.
Al menos, dos de ellas no. Tal vez su hija mediana hubiese estado preparada. Después de todo, siempre había sido la más perspicaz de las tres. La mayor tenía siempre la cabeza en otros lugares, distraída en sus propios asuntos; y la pequeña era demasiado joven e inexperta. Pero la otra… El visir podía notar la magia en ella. Ambos eran iguales.
Y eso era lo que los había destruido.
No había día en el que no pensara en su pequeña hija, la que más había protegido del cruel mundo que los acechaba. Tal vez por eso ella se había ido, queriendo escapar de las comodidades y la seguridad. Tenía la sabiduría de su padre, pero también el espíritu de aventurera (y la terquedad) de su madre. El visir dibujó en su rostro una leve sonrisa al recordar a la mujer que hubo amado una vez. Ella también se había marchado, había desaparecido como consecuencia de los errores de ambos. Los mismos fallos que había cometido con su hija, regalándole todo lo que cualquier niña normal ni se hubiera atrevido a soñar. Pero ella no era como las demás. Ella era especial, única.
Una chispa color sangre surgió de las profundidades de la esfera. El visir, más joven de lo que en realidad aparentaba, asió la bola con las dos manos; como si fuera la única forma de sobrevivir a una tormenta de arena. Poco a poco, en su superficie se fue dibujando una imagen cada vez más nítida, hasta que los rostros y los contornos se dibujaron.
Y allí, con el tamaño de un pulgar, vio a su hija, ataviada con las mismas ropas que sus sirvientes; vestimentas pobres que desentonaban con su hermosa piel y sus oscuros cabellos. Sonreía, mostrando su hoyuelo en la mejilla izquierda. Estaba sentada en el suelo de una destartalada habitación, junto a un joven algunos años mayor. El visir frunció el ceño al vislumbrarlo. El hombre que le había robado a su chiquitina. Igual de desarrapado que ella (aunque no con el mismo contraste), no era atractivo, ni demasiado inteligente (según las fuentes del gobernador). Pero aún así, su hija lo había escogido. Había preferido a aquel don nadie a su padre. Y aquello era lo que más le enfurecía, lo que más le hacía odiar a aquel desgraciado.
De pronto, la gran puerta del salón se abrió. El visir escondió entre los pliegues de su túnica de vivos colores el mágico objeto, pero se relajó al ver la pequeña cabecita pelirroja de su hija menor. El mismo color que el de su progenitora.
El visir sacudió la cabeza. ¿Por qué le venían esos recuerdos a la cabeza justo ahora? Hacía mucho que la había olvidado. O al menos, eso creía.
—Río, hija, ¿puedes llamar al capitán de la guardia? Por favor —pese a su tono amable, sus hijas habían aprendido a no desobedecer a su padre. Y sobre todo, después de la marcha de una de sus hermanas.
La pequeña Río asintió y se marchó corriendo alegremente por donde había venido. Era tan inocente, tan alegre… Ni siquiera entendía la marcha de su hermana.
A los pocos minutos, su hija regresó con el capitán de la guardia, un hombre de confianza. De los pocos que le quedaban, reflexionó el visir. Y él sabía cómo cuidar a sus allegados.
Tras los debidos saludos y reverencias, y una vez Río se hubo retirado; el visir salió al balcón caminando solemnemente. De espaldas al capitán, miró su bola de cristal que relucía bajo la luz de las estrellas y ordenó:
—Mi hija Nuxal está en una de las chabolas de las afueras del Bazar, concretamente en una de tejado azul. Traiganla ante mí y arresten al joven que está con ella.
Cuando su fiel vasallo se hubo marchado, el visir guardó su esfera mágica en su baúl secreto. Después, se sentó de nuevo en su trono, con el rostro impasible. Una voz surgió de la puerta secundaria, sólo permitida para un pequeño círculo:
—Volverá a escapar. Lo sabe, ¿verdad, padre?
El hombre no tuvo que girarse para comprender que su hija mayor lo había escuchado todo. Tenía una gran habilidad para la ocultación y el espionaje. Si tuviera capacidad de liderazgo… Hubiese sido la heredera perfecta.
El visir no respondió. Se quedó pensativo, mirando al infinito; desoyendo las palabras de su primogénita.
Tratando de ignorar a su conciencia, que le echaba en cara lo que había hecho.
Había vuelto a cometer el mismo error.
[Para Orb]
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Beep, beep, beep.
En mi vida normal, no había ninguna canción en el despertador. Sólo simples y monótonos pitidos, que se incrustaban en mi cerebro hasta despojarme de todo el cansancio.
En mi vida normal, un café componía todo el desayuno. No había grandes comedores llenos de toda la comida capaz de imaginar, con platos que se rellenaban mágicamente; ni mayordomos que te sirvieran esas crêpes que tanto adorabas. No, nada de eso. Sólo café.
En mi vida normal, mi ropa era sencilla. Sin estampados, ni colores vistosos. Ni demasiado ceñida, ni demasiado holgada. En mi armario sólo había vestimentas mediocres, no aptas para excéntricos. Ni para soñadores.
En mi vida normal, el instituto transcurría con la lentitud habitual. No había clases magistrales donde los profesores nos hicieran amar su asignaturas, plantearnos dedicarnos a ella en el futuro. No había proyectos para los alumnos: teatro, música, escritura, pintura… Nada de nada. Sentarse durante tres horas, pausa para almorzar, otras tres horas y a casa. Lo mismo habría dado que todos fuéramos muñecos de cera.
En mi vida normal, las tardes se basaban en hacer las tareas para las clases y ver algún absurdamente conocido programa de televisión, sentada en el sofá, cuando en realidad no estaba prestando atención. Si me preguntaran acerca de su trama, dejaría la respuesta en blanco.
En mi vida normal, me acostaba a una hora razonable, pues tampoco tenía nada importante que hacer para tener que trasnochar. Me metía en la cama, cerraba los ojos y me dormía.
Sin soñar.
Aquella era mi vida normal, una vida en la que todos los días eran idénticos y pasaban sin apenas hacer ruido, cruzando la puerta del olvido para no volver jamás. Llevaba dieciséis años en aquella vida. Tal vez llamarla vivir sería exagerar. Era simplemente sobrevivir. Un día más, un día menos. Poco importaba.
No había música, ni novelas, ni poesía, ni cuadros, ni esculturas. No había abrazos, ni besos, ni caricias, ni sonrisas. No había insultos, ni heridas, ni violencia. No había guerra, pero tampoco había paz. Era una especie de limbo entre la existencia y la inexistencia, entre el sueño y la vigilia.
No sabría decir si amaba u odiaba aquella rutina. Lo que sí puedo afirmar que desde que me desperté aquel día, supe que jamás iba a volver a aquella aburrida sensación de seguridad.
Que mi vida había terminado, y que otra estaba a punto de comenzar.
En mi vida normal, no había ninguna canción en el despertador. Sólo simples y monótonos pitidos, que se incrustaban en mi cerebro hasta despojarme de todo el cansancio.
En mi vida normal, un café componía todo el desayuno. No había grandes comedores llenos de toda la comida capaz de imaginar, con platos que se rellenaban mágicamente; ni mayordomos que te sirvieran esas crêpes que tanto adorabas. No, nada de eso. Sólo café.
En mi vida normal, mi ropa era sencilla. Sin estampados, ni colores vistosos. Ni demasiado ceñida, ni demasiado holgada. En mi armario sólo había vestimentas mediocres, no aptas para excéntricos. Ni para soñadores.
En mi vida normal, el instituto transcurría con la lentitud habitual. No había clases magistrales donde los profesores nos hicieran amar su asignaturas, plantearnos dedicarnos a ella en el futuro. No había proyectos para los alumnos: teatro, música, escritura, pintura… Nada de nada. Sentarse durante tres horas, pausa para almorzar, otras tres horas y a casa. Lo mismo habría dado que todos fuéramos muñecos de cera.
En mi vida normal, las tardes se basaban en hacer las tareas para las clases y ver algún absurdamente conocido programa de televisión, sentada en el sofá, cuando en realidad no estaba prestando atención. Si me preguntaran acerca de su trama, dejaría la respuesta en blanco.
En mi vida normal, me acostaba a una hora razonable, pues tampoco tenía nada importante que hacer para tener que trasnochar. Me metía en la cama, cerraba los ojos y me dormía.
Sin soñar.
Aquella era mi vida normal, una vida en la que todos los días eran idénticos y pasaban sin apenas hacer ruido, cruzando la puerta del olvido para no volver jamás. Llevaba dieciséis años en aquella vida. Tal vez llamarla vivir sería exagerar. Era simplemente sobrevivir. Un día más, un día menos. Poco importaba.
No había música, ni novelas, ni poesía, ni cuadros, ni esculturas. No había abrazos, ni besos, ni caricias, ni sonrisas. No había insultos, ni heridas, ni violencia. No había guerra, pero tampoco había paz. Era una especie de limbo entre la existencia y la inexistencia, entre el sueño y la vigilia.
No sabría decir si amaba u odiaba aquella rutina. Lo que sí puedo afirmar que desde que me desperté aquel día, supe que jamás iba a volver a aquella aburrida sensación de seguridad.
Que mi vida había terminado, y que otra estaba a punto de comenzar.
[Para todos vosotros]
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31 de Diciembre. No sabría decir cómo ni quién organizó todo, pero la verdad era aquello:
Estamos todos allí.
Mentos, Sito, Soda, Lait y Sheldon, dirigiéndose los insultos más cariñosos que mis tímpanos han oído nunca. Crys, Aru, Bond, Jolou y Mario, charlando de cosas que ni ellos entienden realmente. Orb, Tidus y Riv, discutiendo sobre asuntos familiares como si fuera algo cotidiano.
En un rincón, estaban Red y Kairi, leyendo las desgracias ajenas en ADV. Por ahí se ve a Espe y a Suzu, cantando Let it Go como si realmente fuera a salir hielo de sus manos. En un sofá, se puede ver a Sombra, acariciando misteriosamente a un gatito mientras maquina quién sabe qué.
Nell, Flan y Gambit, sentados en el suelo, preparan el próximo Podcast para el Comité de Restauración. Ita escribe a ritmo de Paramore, enfrascada seguramente en un relato de Canción de Hielo y Fuego. Helco y Zeix juegan a Pokémon. Alti, Enix, DJ y yo hablamos del declive de Ubisoft, y de lo malo que es Assassin’s Creed: Rogue.
De vez en cuando, algunas voces se sobreponen a las otras: algún noob que entra de pronto sin saber muy bien que hacer, Tidus y yo cantando alguna canción de Camela o de Amaral, la gente diciéndonos a Ita y a mí que dejemos de repartir camisetas del Team Baelish, o a Demyx que pare de fanboyear a Margeary.
Pero algo reina sobre todo: la coexistencia y el compañerismo, la simpatía y la amistad; como una gran comunidad, donde todos somos una gran familia.
Donde puedes acudir cualquier tarde, ya estés alegre, triste o simplemente aburrido.
Donde despedimos al año 2014, deseando que el 2015 fuera un gran año y; por qué no, siempre hay alguien que asegura que aquel año iba a salir Kingdom Hearts III.
Alzo mi copa (los pequeños tenemos limonada) junto a las de los demás, en un gran brindis.
Y, antes de que caiga misteriosamente inconsciente, escuchamos a Astro invitándonos a todos a una ronda de café de Nell.
Río feliz, sabiendo que aquel nuevo año iba a ser aún mejor que el anterior.
Estamos todos allí.
Mentos, Sito, Soda, Lait y Sheldon, dirigiéndose los insultos más cariñosos que mis tímpanos han oído nunca. Crys, Aru, Bond, Jolou y Mario, charlando de cosas que ni ellos entienden realmente. Orb, Tidus y Riv, discutiendo sobre asuntos familiares como si fuera algo cotidiano.
En un rincón, estaban Red y Kairi, leyendo las desgracias ajenas en ADV. Por ahí se ve a Espe y a Suzu, cantando Let it Go como si realmente fuera a salir hielo de sus manos. En un sofá, se puede ver a Sombra, acariciando misteriosamente a un gatito mientras maquina quién sabe qué.
Nell, Flan y Gambit, sentados en el suelo, preparan el próximo Podcast para el Comité de Restauración. Ita escribe a ritmo de Paramore, enfrascada seguramente en un relato de Canción de Hielo y Fuego. Helco y Zeix juegan a Pokémon. Alti, Enix, DJ y yo hablamos del declive de Ubisoft, y de lo malo que es Assassin’s Creed: Rogue.
De vez en cuando, algunas voces se sobreponen a las otras: algún noob que entra de pronto sin saber muy bien que hacer, Tidus y yo cantando alguna canción de Camela o de Amaral, la gente diciéndonos a Ita y a mí que dejemos de repartir camisetas del Team Baelish, o a Demyx que pare de fanboyear a Margeary.
Pero algo reina sobre todo: la coexistencia y el compañerismo, la simpatía y la amistad; como una gran comunidad, donde todos somos una gran familia.
Donde puedes acudir cualquier tarde, ya estés alegre, triste o simplemente aburrido.
Donde despedimos al año 2014, deseando que el 2015 fuera un gran año y; por qué no, siempre hay alguien que asegura que aquel año iba a salir Kingdom Hearts III.
Alzo mi copa (los pequeños tenemos limonada) junto a las de los demás, en un gran brindis.
Y, antes de que caiga misteriosamente inconsciente, escuchamos a Astro invitándonos a todos a una ronda de café de Nell.
Río feliz, sabiendo que aquel nuevo año iba a ser aún mejor que el anterior.
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23 de diciembre. Una noche despejada, con la luna creciente en lo alto. En las profundidades de la biblioteca de Tierra de Partida, una mujer hojeaba un libro con emoción mal disimulada. Si mirabas la portada, verías que era de un color que trataba de imitar a la nieve, pero que el tiempo había hecho gris y desvencijado. No entenderías las doradas letras que lo capitulaban, a menos que fueras del mismo mundo que ella; donde se relataban leyendas de dragones surcando el cielo.
Tras pasar una de las amarillentas y debilitadas páginas, pareció encontrar lo que estaba buscando. La Maestra sacó un papel de tonos rosados y, con su bolígrafo de purpurina, copió el texto. Le temblaba el pulso de la ilusión, incluso dibujó unas cuantas flores de jazmín alrededor de su elegante caligrafía. Una vez hubo acabado la transcripción, se marchó dando pequeños saltitos. Mientras su quimono iba ondeando tras ella, apretó el papel contra su pecho, murmurando:
—¡Sí, sí, sí! ¡Éste es el conjuro! ¡Al fin podré hacer lindos chocobitos de nieve!
* * *
A la mañana siguiente, los aprendices más madrugadores pudieron notar que algo extraño le pasaba a su hogar. Hacía más frío del acostumbrado (y eso que era invierno), y la luz del Sol aún no había hecho acto de presencia a través de los cristales de sus ventanas. Pero sólo los que se aventuraron a mirar más allá de estas vislumbraron a qué se debía todo aquello.
Tierra de Partida estaba cubierto por un manto blanco. Donde antes había verdes pastos, ahora se había sustituido por espesa nieve. Incluso el iridiscente lago estaba cubierto de una gruesa capa de hielo. Todo el éter estaba nublado, y de él caían pequeños cristales helados.
El espectáculo era precioso, y así lo vieron la mayoría de los residentes. Pero las horas fueron pasando, y cada vez hacía más frío, hasta el punto de que las plantas más altas del castillo se habían convertido en verdaderas pistas de patinaje, donde los pobres aprendices resbalaban hasta acabar en el suelo (excepto uno o dos, con mayor agilidad). Así pues, el Maestro de Maestros mandó una expedición de estudiantes a investigar sobre aquel helador suceso.
Los más eruditos se dirigieron a la biblioteca, donde buscaron datos sobre antecedentes similares y posibles conjuros anticongelantes. Pero pasaría bastante hasta que encontraran, en un rincón de la Casa de los Libros, un charco de cera ya frío y un misterioso libro en una lengua desconocida.
Los más osados, sin embargo, se aventuraron a explorar la gran tundra en la que se había convertido los jardines. El termómetro hacía tiempo que marcaba por debajo del cero, y los dedos de los aprendices se agarrotaban incluso debajo de los gruesos guantes. No tuvieron que caminar mucho hasta encontrarse con una imagen que sus retinas tardarían años en olvidar: un enorme castillo de hielo que se elevaba sobre el lago, una suntuosa y elegante fortaleza digna de cualquier dios. Suyos eran los colores azul del cielo y rosa de las flores, y su cúspide, adornada singularmente con lo que parecía un ave de grandes dimensiones, tocaba el mismo cielo.
Sólo los verdaderamente valientes de corazón se atrevieron a adentrarse en él. Mientras admiraban encandilados la belleza de las formas y los colores de los pasillos y habitaciones, de pronto comenzaron a escuchar una suave y hermosa voz, que entonaba una melancólica melodía:
—Don't let them in, don't let them see. Be the good girl you always have to be…
Provenía de una escalera de caracol, que ascendía hasta perderse entre la congelada niebla. Mientras subían tratando de no perder pie en aquella helada superficie, la voz siguió cantando:
—Conceal, don't feel. Don't let them know…
Al llegar a lo más alto, se encontraron con una mujer de cabellos oscuros recogidos en una trenza. Portaba un vestido que parecía estar tejido de mismísima escarcha, aunque no parecía importarle.
—Well, now they know!
La figura se giró, y todos pudieron ver el extasiado rostro de la Maestra Yami. Extasiado y azulado, pues parecía al borde de la hipotermia, ataviada con aquel fino vestido. Pero ella ignoraba todo aquello, simplemente se puso a cantar alrededor de los estudiantes, alegre y pizpireta:
—Let it go, let it go! I can't hold it back anymore! Let it go, let it go! Turn away and slam the door!
Mientras Yami danzaba moviendo las manos (como si imaginase algo surgiendo de ellas), los alumnos de la biblioteca contactaron con los que allí estaban, informando que habían logrado traducir un antiguo libro sobre poderes invernales (por cortesía de los alumnos de Tierra de Dragones), y habían descubierto cómo acabar con aquella helada. La respuesta era, según el tomo, el amor. Y sólo aquél que había conjurado el invierno eterno podía descongelar todo.
—I don't care what they’re going to say! Let the storm rage on... The cold-
—Maestra Yami...—se atrevió a decir uno de los aprendices.
—¡No, no, no! ¡Yo no soy Yami! ¡Yo soy la Reina de las Nieves!
—S-Su... Alteza —Parecía realmente cohibido—. Y-yo quería decirle que... La queremos... Mucho.
—¿De verdad?—Todos asintieron—. So... Do you want to build a chocobo?
Los pobres muchachos no pudieron salir de allí hasta que, con la nieve que había en las esquinas, le construyeron a la Maestra una especie de avestruz. Tras horas de trabajo a condiciones extremas, la mujer pareció contenta con el resultado. Abrazó con cariño la estatua, y entonces todo comenzó a derretirse... Incluido el castillo. Yami, el chocobo y los aprendices cayeron a las aguas del lago, aún álgidas. A punto estuvieron de no contarlo, pero al caer la noche todos estaban alrededor de una hoguera, cantando canciones de sus respectivos mundos con un chocolate caliente en la mano. Incluso bromeaban entre ellos de lo acontecido.
Unidos, como una familia.
Tras pasar una de las amarillentas y debilitadas páginas, pareció encontrar lo que estaba buscando. La Maestra sacó un papel de tonos rosados y, con su bolígrafo de purpurina, copió el texto. Le temblaba el pulso de la ilusión, incluso dibujó unas cuantas flores de jazmín alrededor de su elegante caligrafía. Una vez hubo acabado la transcripción, se marchó dando pequeños saltitos. Mientras su quimono iba ondeando tras ella, apretó el papel contra su pecho, murmurando:
—¡Sí, sí, sí! ¡Éste es el conjuro! ¡Al fin podré hacer lindos chocobitos de nieve!
A la mañana siguiente, los aprendices más madrugadores pudieron notar que algo extraño le pasaba a su hogar. Hacía más frío del acostumbrado (y eso que era invierno), y la luz del Sol aún no había hecho acto de presencia a través de los cristales de sus ventanas. Pero sólo los que se aventuraron a mirar más allá de estas vislumbraron a qué se debía todo aquello.
Tierra de Partida estaba cubierto por un manto blanco. Donde antes había verdes pastos, ahora se había sustituido por espesa nieve. Incluso el iridiscente lago estaba cubierto de una gruesa capa de hielo. Todo el éter estaba nublado, y de él caían pequeños cristales helados.
El espectáculo era precioso, y así lo vieron la mayoría de los residentes. Pero las horas fueron pasando, y cada vez hacía más frío, hasta el punto de que las plantas más altas del castillo se habían convertido en verdaderas pistas de patinaje, donde los pobres aprendices resbalaban hasta acabar en el suelo (excepto uno o dos, con mayor agilidad). Así pues, el Maestro de Maestros mandó una expedición de estudiantes a investigar sobre aquel helador suceso.
Los más eruditos se dirigieron a la biblioteca, donde buscaron datos sobre antecedentes similares y posibles conjuros anticongelantes. Pero pasaría bastante hasta que encontraran, en un rincón de la Casa de los Libros, un charco de cera ya frío y un misterioso libro en una lengua desconocida.
Los más osados, sin embargo, se aventuraron a explorar la gran tundra en la que se había convertido los jardines. El termómetro hacía tiempo que marcaba por debajo del cero, y los dedos de los aprendices se agarrotaban incluso debajo de los gruesos guantes. No tuvieron que caminar mucho hasta encontrarse con una imagen que sus retinas tardarían años en olvidar: un enorme castillo de hielo que se elevaba sobre el lago, una suntuosa y elegante fortaleza digna de cualquier dios. Suyos eran los colores azul del cielo y rosa de las flores, y su cúspide, adornada singularmente con lo que parecía un ave de grandes dimensiones, tocaba el mismo cielo.
Sólo los verdaderamente valientes de corazón se atrevieron a adentrarse en él. Mientras admiraban encandilados la belleza de las formas y los colores de los pasillos y habitaciones, de pronto comenzaron a escuchar una suave y hermosa voz, que entonaba una melancólica melodía:
—Don't let them in, don't let them see. Be the good girl you always have to be…
Provenía de una escalera de caracol, que ascendía hasta perderse entre la congelada niebla. Mientras subían tratando de no perder pie en aquella helada superficie, la voz siguió cantando:
—Conceal, don't feel. Don't let them know…
Al llegar a lo más alto, se encontraron con una mujer de cabellos oscuros recogidos en una trenza. Portaba un vestido que parecía estar tejido de mismísima escarcha, aunque no parecía importarle.
—Well, now they know!
La figura se giró, y todos pudieron ver el extasiado rostro de la Maestra Yami. Extasiado y azulado, pues parecía al borde de la hipotermia, ataviada con aquel fino vestido. Pero ella ignoraba todo aquello, simplemente se puso a cantar alrededor de los estudiantes, alegre y pizpireta:
—Let it go, let it go! I can't hold it back anymore! Let it go, let it go! Turn away and slam the door!
Mientras Yami danzaba moviendo las manos (como si imaginase algo surgiendo de ellas), los alumnos de la biblioteca contactaron con los que allí estaban, informando que habían logrado traducir un antiguo libro sobre poderes invernales (por cortesía de los alumnos de Tierra de Dragones), y habían descubierto cómo acabar con aquella helada. La respuesta era, según el tomo, el amor. Y sólo aquél que había conjurado el invierno eterno podía descongelar todo.
—I don't care what they’re going to say! Let the storm rage on... The cold-
—Maestra Yami...—se atrevió a decir uno de los aprendices.
—¡No, no, no! ¡Yo no soy Yami! ¡Yo soy la Reina de las Nieves!
—S-Su... Alteza —Parecía realmente cohibido—. Y-yo quería decirle que... La queremos... Mucho.
—¿De verdad?—Todos asintieron—. So... Do you want to build a chocobo?
Los pobres muchachos no pudieron salir de allí hasta que, con la nieve que había en las esquinas, le construyeron a la Maestra una especie de avestruz. Tras horas de trabajo a condiciones extremas, la mujer pareció contenta con el resultado. Abrazó con cariño la estatua, y entonces todo comenzó a derretirse... Incluido el castillo. Yami, el chocobo y los aprendices cayeron a las aguas del lago, aún álgidas. A punto estuvieron de no contarlo, pero al caer la noche todos estaban alrededor de una hoguera, cantando canciones de sus respectivos mundos con un chocolate caliente en la mano. Incluso bromeaban entre ellos de lo acontecido.
Unidos, como una familia.
[Rol DracoDormiens]
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Las estrellas eran luciérnagas que se habían quedado pegadas sobre una tela negra. Sí, sí. Ella lo sabía.
Se quedó prendada mirándolas, y luego estalló en una raída y alocada carcajada. Por supuesto que no eran luciérnagas. ¿Cómo podía ser tan idiota? Definitivamente eran las almas de los inocentes, que tanto adoraba ella desgarrar por dentro.
Anduvo por el oscuro bosque, dando infantiles brincos, pero sin emitir ni un solo sonido. Sigilosa como una sombra, se escurrió entre los árboles; cantando una canción de cuna con una alegría espeluznante:
She left her baby lying here,
Lying here, lying here;
She left her baby lying here
To go and gather blaeberries.
De pronto, paró. Había detectado un olor dulzón como el azufre, y metálico como la plata. Pero tenía algo más, sí; ella lo sabía. Tenía el aura mágica y elegante que tanto adoraba ella desgarrar por dentro.
She saw the wee brown otter's track,
Otter's track, otter's track ;
She saw the wee brown otter's track,
But she ne'er saw her baby!
Agazapada y con una sonrisa de oreja a oreja, siguió musitando los versos como si de un conjuro se tratasen; esperando a que su presa pasara por su claro.
Ho-van, ho-van gorry o go,
Gorry o go, gorry o go;
Ho-van, ho-van gorry o go,
She never found her baby.
Blanco como la nieve, con las crines como la luz de luna y el cuerno erigido como una montaña, el pequeño unicornio paseaba bajo la luz de las almas inocentes. Estaba inquieto, su instinto le decía que debía escapar. Pero era joven e inexperto. Almenia se relamió los labios. No podía esperar más.
Se abalanzó contra el animal, que nada pudo hacer para escapar. La vampiresa hundió los colmillos en su perfecto cuello, notando su pulso acelerado y su respiración vertiginosa. Ambos, poco a poco, se fueron apagando; mientras crecía una sensación de felicidad en el centro del pecho de ella.
Cuando el unicornio se desplomó en el suelo sin vida, la mujer carcajeó complacida. Después, se limpió los labios con una de sus desgastadas manos, chupándose cada dedo. Mareada como un ebrio tras salir de la taberna, se tambaleó hasta un viejo árbol que se levantaba en la linde del claro, tumbándose apoyada en su tronco.
She searched the moorland tarns and then,
Wandered through the silent glen;
And she saw the mist upon the ben,
But she never saw her baby.
Alzó la barbilla, con una sonrisa de puro gozo, hasta llegar a ser inhumano. Colocó los brazos como si estuviese meciendo a un pequeño bebé, y los miró con una ternura sobrecogedora.
She lost her darling baby.*
Se abrazó a sí misma y se acurrucó, con una expresión de tristeza inconsolable. Bajó sus pálidos párpados y se dejó llevar por su adicción personal, que le alejaba de todo recuerdo.
Se quedó prendada mirándolas, y luego estalló en una raída y alocada carcajada. Por supuesto que no eran luciérnagas. ¿Cómo podía ser tan idiota? Definitivamente eran las almas de los inocentes, que tanto adoraba ella desgarrar por dentro.
Anduvo por el oscuro bosque, dando infantiles brincos, pero sin emitir ni un solo sonido. Sigilosa como una sombra, se escurrió entre los árboles; cantando una canción de cuna con una alegría espeluznante:
Lying here, lying here;
She left her baby lying here
To go and gather blaeberries.
De pronto, paró. Había detectado un olor dulzón como el azufre, y metálico como la plata. Pero tenía algo más, sí; ella lo sabía. Tenía el aura mágica y elegante que tanto adoraba ella desgarrar por dentro.
Otter's track, otter's track ;
She saw the wee brown otter's track,
But she ne'er saw her baby!
Agazapada y con una sonrisa de oreja a oreja, siguió musitando los versos como si de un conjuro se tratasen; esperando a que su presa pasara por su claro.
Gorry o go, gorry o go;
Ho-van, ho-van gorry o go,
She never found her baby.
Blanco como la nieve, con las crines como la luz de luna y el cuerno erigido como una montaña, el pequeño unicornio paseaba bajo la luz de las almas inocentes. Estaba inquieto, su instinto le decía que debía escapar. Pero era joven e inexperto. Almenia se relamió los labios. No podía esperar más.
Se abalanzó contra el animal, que nada pudo hacer para escapar. La vampiresa hundió los colmillos en su perfecto cuello, notando su pulso acelerado y su respiración vertiginosa. Ambos, poco a poco, se fueron apagando; mientras crecía una sensación de felicidad en el centro del pecho de ella.
Cuando el unicornio se desplomó en el suelo sin vida, la mujer carcajeó complacida. Después, se limpió los labios con una de sus desgastadas manos, chupándose cada dedo. Mareada como un ebrio tras salir de la taberna, se tambaleó hasta un viejo árbol que se levantaba en la linde del claro, tumbándose apoyada en su tronco.
Wandered through the silent glen;
And she saw the mist upon the ben,
But she never saw her baby.
Alzó la barbilla, con una sonrisa de puro gozo, hasta llegar a ser inhumano. Colocó los brazos como si estuviese meciendo a un pequeño bebé, y los miró con una ternura sobrecogedora.
Se abrazó a sí misma y se acurrucó, con una expresión de tristeza inconsolable. Bajó sus pálidos párpados y se dejó llevar por su adicción personal, que le alejaba de todo recuerdo.
[Hecha por mí, disculpadme si hay algún error]
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Aquí acostado, aquí acostado;
Dejó a su bebé aquí acostado
Para ir a coger arándanos.
Vio las pequeñas huellas de la nutria marrón,
Las huellas de la nutria, las huellas de la nutria;
Vio las pequeñas huellas de la nutria marrón,
¡Pero nunca vio a su bebé!
Ho-van, ho-van gorry o go,
Gorry o go, gorry o go;
Ho-van, ho-van gorry o go,
Nunca encontró a su bebé.
Buscó los lagos del páramo y entonces,
Deambuló a través de la silenciosa cañada;
Y vio la neblina sobre la cima,
Pero nunca encontró a su bebé.
Ella perdió a su querido bebé.
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Oh God help me
Hold my breath as I wish for death
Oh please God, help me
One, Metallica.
La enfermera entró en la habitación cargada de cajas llenas de instrumentos quirúrgicos. Resoplando, las arrinconó junto a las demás, y luego se incorporó con una mano en la parte baja de la espalda. El dolor de riñones la estaba matando, no podía seguir toda la jornada transportando y clasificando todo aquello. Que se encargaran los becarios, que se pasaban todo el día deambulando por aquí y por allá, como borregos perdidos en busca del pastor.
Mientras se estiraba, echó un vistazo a la polvorienta habitación. Tenía que avisar a las de la limpieza para que arreglaran un poco aquello. Por supuesto, su mirada se detuvo en aquella sábana blanca. La habían colocado allí, como si ocultando lo que había bajo ella conseguirían que desapareciera. Pero no era así. Ya habían pasado diez años, y él seguía tumbado, con los ojos mirando sin ver. Todos conocían su historia, el relato del soldado que había sobrevivido a la mina antipersona, que seguía vivo, pero que más le hubiera valido haber muerto: la metralla había destrozado sus piernas, sus brazos, su rostro. Muchos asociaban su supervivencia a brujería. Después de todo, él era escocés; y su tierra siempre había sido seductora y fascinante, con ese halo de misterio que tenían los grandes bosques y las altas montañas.
De no moverse, su cuerpo se había llagado, atrapado en las garras de un profundo coma que le había arrebatado la identidad. Pero no la vida. Aquello era lo más cruel, por lo que todos los empleados del hospital bajaban la vista al pasar junto a su estancia, por lo que habían empezado a usarla de mero trastero. Tratando de olvidar lo cruel que era el mundo en ocasiones.
Entonces, como una repentina brisa un día de calor, la sábana se movió. La enfermera se petrificó, con los ojos a punto de salir de sus órbitas. Nunca olvidaría como una mano salió de debajo de la blancura, como un ruego. Y cuando oyó esa voz, ronca y seca de años sin abrir la boca, tal fue el terror que sus cabellos blanquecieron.
—A… A… Agua…
Martha sopló en el café, recién salido de la máquina. Sin embargo, no sirvió para nada: su lengua se quemó igualmente. Y para colmo, de la impresión, soltó el vaso esparciendo el líquido oscuro por todo el suelo y por su bata. Echando una maldición, llenó un vaso de agua y se dirigió a la mesa a por servilletas para limpiar el desastre, cuando escuchó un grito.
Lo siguiente que vio fue a Adele, una de las enfermeras más veteranas, salir como el alma que lleva el diablo de la habitación número setenta y cuatro. El color había desaparecido completamente de su cuerpo, de no haberla reconocido habría pensado que se trataba de un fantasma. Su cara transmitía el horror de quien ha mirado a la Muerte a los ojos.
En menos de cinco segundos, todo el personal salió al pasillo, alertados por el chillido. Martha, llevada por la multitud, llegó hasta la pobre Adele; que abrazada a uno de los becarios (John, un chico bastante apuesto), balbuceaba:
—El… paciente… El paciente setenta… y cuatro…
Martha alzó una ceja, extrañada. ¿Desde cuando había un paciente con ese número? Llevaba dos años en aquel hospital, y jamás nadie lo había mencionado.
Así, arrastrada por su curiosidad innata, se escabulló de sus compañeros y se dirigió a la habitación de la que la enfermera había salido. La puerta estaba abierta de par en par, y la luz apagada. La doctora le dio al interruptor varias veces, pero entonces se percató de que no había bombilla alguna.
Era un cuarto atestado de cajas y archivadores, bastante desarreglado. Apenas se veía nada con la poca luz que entraba del corredor. Entonces vio una manta blanca como la nieve. Parecía estar cubriendo algo. Algo que se movía levemente. Martha, haciendo de tripas corazón, se acercó y retiró la sábana.
Ahogó un grito. Delante suya había un ser destrozado, sucio y ulcerado. Su rostro, desfigurado, trataba de articular palabras, sin conseguirlo. Entonces Martha vio sus ojos. Unos ojos verdes, e infinitamente hermosos. Unos ojos humanos, al fin y al cabo.
Martha acercó lentamente la mano a su semblante, casi hipnotizada por aquellos ojos, que se negaban a caer en el olvido y la muerte. Rozó lo que una vez fue una mejilla, y él la miró, con una mirada suplicante del que ha sufrido la peor de las torturas. Su destrozada garganta emitió un sonido que, aunque pareciese imposible, emitió una palabra, un ruego con un leve rastro de acento de las Highlands:
—A… A… Agua…
Entonces, Martha supo que iba a sobrevivir. Dedicaría todos sus esfuerzos, pero aquel ser agonizante volvería ser un hombre.
Se lo prometió a sus ojos.
[Para Crys]
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Érase una vez tres hermanos que vivían en una casita perdida entre las montañas. Apenas tenían qué comer y vivían a base de lo que su pequeño rebaño de ovejas y su vaca Beth les daba, pero ellos eran felices.
El mayor, Alexander, era serio y reflexivo, siempre preocupado por el bienestar de sus hermanas, incluso poniendo en peligro al suyo. Todos las semanas bajaba al pueblo a intercambiar la leche y la lana por otros productos que no podían conseguir ellos mismos. Las noches de tormenta, cuando el viento y la lluvia se colaban por los agujeros de la casa, hacía leche caliente y se inventaba bellas historias de héroes jóvenes como ellos, con las que entretenía a las gemelas. Sus manos eran fuertes y hábiles y sus ojos bondadosos, aunque con un leve rastro de sufrimiento.
Las dos hermanas eran idénticas entre ellas. La primera, Marie, era la más inocente: daba migas de pan a los pájaros todas las mañanas, conocía los nombres de todas las ovejas, le entusiasmaban los dulces y las nubes de algodón. Su voz era melodiosa como la de un hada y su risa contagiosa. Todo lo que cocinaba sabía a estrellas y a flores y canturreaba a todas horas.
La otra, Natasha, era una muchacha callada y curiosa. Siempre llevaba un cuaderno donde dibujaba flores y animales, sus nombres y sus propiedades. Tenía una vieja guitarra con la que tocaba alegres melodías los días soleados, y tiernas nanas por las noches. Conocía los alrededores como la palma de su mano y siempre dormía abrazada a Marie.
Su hogar estaba situado en un tranquilo reino, en el que los bardos alegraban las tabernas y aún quedaba magia en los bosques. Pero un día en el que Alexander había ido al pueblo a por pan, escuchó una conversación ajena que le heló la sangre: el poderoso reino vecino había cruzado la frontera y estaba cumpliendo su ambición de invadirlos.
Desde entonces, los tres vieron una gran diversidad de gente por los caminos de sus montes, todos huyendo hacia el este, lejos de las tropas enemigas. Los tres hermanos se recluyeron tras las paredes de su casa. No hubieron más cuentos ni canciones.
Una noche, Natasha escuchó un sollozo procedente del piso inferior. Silenciosa, dejó su camastro y a Marie y bajó las escaleras, sintiendo el frío del suelo en sus pies desnudos. Se encontró con su hermano, escondido en un oscuro rincón de la cocina, con el rostro oculto entre sus brazos. Se acercó a él lentamente y, sin decir nada, se apretujó a su lado, apoyándose en él. Cogió la carta que descansaba frente a ellos y la leyó, tal y como Alexander le había enseñado.
Dos lágrimas como perlas surcaron su rostro.
—Es una carta del frente. Estamos perdiendo la guerra y llaman a los niños y a los ancianos. Esos condenados sureños... —La voz del joven se oía apagada, sin emoción— Tengo que ir, tomatito —No llamaba así a Natasha desde los cinco años.
Su hermana lo miró profundamente a los ojos, verde sobre verde.
—Acaba con ellos y vuelve a casa.
Al día siguiente, Marie se despertó llorando. No había tenido ninguna pesadilla, sin embargo, sus ojos estaban húmedos. Cuando bajó a la cocina y vio cómo su hermano rehuía del contacto visual, y cómo su hermana garabateaba en una página de su libro, de algún modo lo supo.
Ninguno de los dos pudo detenerla cuando salió corriendo hacia el bosque.
La encontró Natasha, pues era la única que conocía su escondite. Se metió con ella en el interior del árbol hueco y la abrazó; dejó que llorase sobre su hombro, que maldijera al mundo entero, que se lo negase a sí misma una y otra vez; pese a que en el fondo de sus corazones, ambas sabían que era inamovible.
Volvieron cogidas de la mano, caminando lentamente hacia la desvencijada puerta de madera de su casa. Sentado frente a ella estaba su hermano, con la mirada perdida en el horizonte. Apenas pudieron reconocerle con el traje de soldado puesto. Cuando las vio acercarse al fin, no pudo evitar llorar. De alegría, de alivio, de tristeza, de impotencia, de rabia, de odio, de amor. Todo al mismo tiempo.
Los tres se abrazaron, y hubo un silencio ceremonioso. Hasta las ovejas y Beth habían comprendido la importancia del momento.
Cuando sus nuevos compañeros vinieron a buscarle, Alexander se secó el rostro y miró una vez más a las gemelas.
—Volveré.
—Y nosotras te esperaremos —replicaron.
—Con dulces —añadió Marie.
—Con canciones —aportó Natasha.
—Y con mil y una historias nuevas —El muchacho sonrió.
Ambas lo observaron marcharse por el camino hacia el poblado, una junto a la otra. Cuando apenas era un punto en la lejanía, siguieron mirando; cuando desapareció tras los montes, ninguna apartó la vista.
Sabían que volvería.
***
Desde que Alexander se confundió entre los árboles y desapareció para ir al frente, las dos hermanas vivieron solas, sin apenas contacto con el exterior. Hasta que acabó la guerra.
Perdieron.
Tuvieron que mudarse al poblado, donde vendieron la mitad de sus ovejas para poder comprarse una pequeña y oscura casa. Trataron de seguir con sus costumbres, pero allí no habían flores que dibujar ni pájaros que alimentar. Así que Natasha cambió a los animales de su libro por los vecinos, y Marie comenzó a trabajar en una pastelería.
Pasaron diez años, y su hermano no volvió. Marie prosperó en su oficio, Natasha comenzó a trabajar en el ayuntamiento, ordenando los archivos, donde aprendió muchas cosas. Por ejemplo, por qué nunca podrían haber ganado el conflicto.
Ambas se convertieron en mujeres hermosas y fuertes. Varios hombres las rondaron; sin embargo, ninguna de las dos pareció interesarse por ellos. Con tenerse la una a la otra les bastaba.
Una tarde, cuando ambas volvieron de sus respectivos oficios, se encontraron un hombre sentado frente a la puerta, algo mayor que ambas. Iba algo desaliñado, sus ropajes estaban viejos y sucios. Contra la pared, descansaba un bastón. Una fea cicatriz le recorría la mejilla izquierda.
Sin embargo, las dos reconocieron sus ojos, bondadosos aunque con un leve rastro de sufrimiento.
—He vuelto.
—Y nosotras te hemos esperado.
—Con dulces.
—Con canciones.
—Y con mil y una historias nuevas.
Los tres sonrieron.
El mayor, Alexander, era serio y reflexivo, siempre preocupado por el bienestar de sus hermanas, incluso poniendo en peligro al suyo. Todos las semanas bajaba al pueblo a intercambiar la leche y la lana por otros productos que no podían conseguir ellos mismos. Las noches de tormenta, cuando el viento y la lluvia se colaban por los agujeros de la casa, hacía leche caliente y se inventaba bellas historias de héroes jóvenes como ellos, con las que entretenía a las gemelas. Sus manos eran fuertes y hábiles y sus ojos bondadosos, aunque con un leve rastro de sufrimiento.
Las dos hermanas eran idénticas entre ellas. La primera, Marie, era la más inocente: daba migas de pan a los pájaros todas las mañanas, conocía los nombres de todas las ovejas, le entusiasmaban los dulces y las nubes de algodón. Su voz era melodiosa como la de un hada y su risa contagiosa. Todo lo que cocinaba sabía a estrellas y a flores y canturreaba a todas horas.
La otra, Natasha, era una muchacha callada y curiosa. Siempre llevaba un cuaderno donde dibujaba flores y animales, sus nombres y sus propiedades. Tenía una vieja guitarra con la que tocaba alegres melodías los días soleados, y tiernas nanas por las noches. Conocía los alrededores como la palma de su mano y siempre dormía abrazada a Marie.
Su hogar estaba situado en un tranquilo reino, en el que los bardos alegraban las tabernas y aún quedaba magia en los bosques. Pero un día en el que Alexander había ido al pueblo a por pan, escuchó una conversación ajena que le heló la sangre: el poderoso reino vecino había cruzado la frontera y estaba cumpliendo su ambición de invadirlos.
Desde entonces, los tres vieron una gran diversidad de gente por los caminos de sus montes, todos huyendo hacia el este, lejos de las tropas enemigas. Los tres hermanos se recluyeron tras las paredes de su casa. No hubieron más cuentos ni canciones.
Una noche, Natasha escuchó un sollozo procedente del piso inferior. Silenciosa, dejó su camastro y a Marie y bajó las escaleras, sintiendo el frío del suelo en sus pies desnudos. Se encontró con su hermano, escondido en un oscuro rincón de la cocina, con el rostro oculto entre sus brazos. Se acercó a él lentamente y, sin decir nada, se apretujó a su lado, apoyándose en él. Cogió la carta que descansaba frente a ellos y la leyó, tal y como Alexander le había enseñado.
Dos lágrimas como perlas surcaron su rostro.
—Es una carta del frente. Estamos perdiendo la guerra y llaman a los niños y a los ancianos. Esos condenados sureños... —La voz del joven se oía apagada, sin emoción— Tengo que ir, tomatito —No llamaba así a Natasha desde los cinco años.
Su hermana lo miró profundamente a los ojos, verde sobre verde.
—Acaba con ellos y vuelve a casa.
Al día siguiente, Marie se despertó llorando. No había tenido ninguna pesadilla, sin embargo, sus ojos estaban húmedos. Cuando bajó a la cocina y vio cómo su hermano rehuía del contacto visual, y cómo su hermana garabateaba en una página de su libro, de algún modo lo supo.
Ninguno de los dos pudo detenerla cuando salió corriendo hacia el bosque.
La encontró Natasha, pues era la única que conocía su escondite. Se metió con ella en el interior del árbol hueco y la abrazó; dejó que llorase sobre su hombro, que maldijera al mundo entero, que se lo negase a sí misma una y otra vez; pese a que en el fondo de sus corazones, ambas sabían que era inamovible.
Volvieron cogidas de la mano, caminando lentamente hacia la desvencijada puerta de madera de su casa. Sentado frente a ella estaba su hermano, con la mirada perdida en el horizonte. Apenas pudieron reconocerle con el traje de soldado puesto. Cuando las vio acercarse al fin, no pudo evitar llorar. De alegría, de alivio, de tristeza, de impotencia, de rabia, de odio, de amor. Todo al mismo tiempo.
Los tres se abrazaron, y hubo un silencio ceremonioso. Hasta las ovejas y Beth habían comprendido la importancia del momento.
Cuando sus nuevos compañeros vinieron a buscarle, Alexander se secó el rostro y miró una vez más a las gemelas.
—Volveré.
—Y nosotras te esperaremos —replicaron.
—Con dulces —añadió Marie.
—Con canciones —aportó Natasha.
—Y con mil y una historias nuevas —El muchacho sonrió.
Ambas lo observaron marcharse por el camino hacia el poblado, una junto a la otra. Cuando apenas era un punto en la lejanía, siguieron mirando; cuando desapareció tras los montes, ninguna apartó la vista.
Sabían que volvería.
Desde que Alexander se confundió entre los árboles y desapareció para ir al frente, las dos hermanas vivieron solas, sin apenas contacto con el exterior. Hasta que acabó la guerra.
Perdieron.
Tuvieron que mudarse al poblado, donde vendieron la mitad de sus ovejas para poder comprarse una pequeña y oscura casa. Trataron de seguir con sus costumbres, pero allí no habían flores que dibujar ni pájaros que alimentar. Así que Natasha cambió a los animales de su libro por los vecinos, y Marie comenzó a trabajar en una pastelería.
Pasaron diez años, y su hermano no volvió. Marie prosperó en su oficio, Natasha comenzó a trabajar en el ayuntamiento, ordenando los archivos, donde aprendió muchas cosas. Por ejemplo, por qué nunca podrían haber ganado el conflicto.
Ambas se convertieron en mujeres hermosas y fuertes. Varios hombres las rondaron; sin embargo, ninguna de las dos pareció interesarse por ellos. Con tenerse la una a la otra les bastaba.
Una tarde, cuando ambas volvieron de sus respectivos oficios, se encontraron un hombre sentado frente a la puerta, algo mayor que ambas. Iba algo desaliñado, sus ropajes estaban viejos y sucios. Contra la pared, descansaba un bastón. Una fea cicatriz le recorría la mejilla izquierda.
Sin embargo, las dos reconocieron sus ojos, bondadosos aunque con un leve rastro de sufrimiento.
—He vuelto.
—Y nosotras te hemos esperado.
—Con dulces.
—Con canciones.
—Y con mil y una historias nuevas.
Los tres sonrieron.